El año litúrgico comienza con el Adviento y la Navidad, celebrando cómo Dios Padre envía a su Hijo al mundo. En los domingos siguientes recordamos la actividad y el mensaje de Jesús. Cuando sube al cielo nos envía su Espíritu, que es lo que celebramos el domingo pasado. Ya tenemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Estamos preparados para celebrar a los tres en una sola fiesta, la de la Trinidad.
Esta fiesta surge bastante tarde, en 1334, y fue el Papa Juan XII quien la instituyó. Quizá se pretendía (como ocurrió con la del Corpus) contrarrestar a grupos heréticos que negaban la divinidad de Jesús o la del Espíritu Santo. Así se explica que el lenguaje usado en el Prefacio sea más propio de una clase de teología que de una celebración litúrgica. En cambio, las lecturas son breves y fáciles de entender, centrándose en el amor de Dios. La única definición bíblica de Dios La primera lectura, tomada del libro del Éxodo, ofrece la única definición (mejor, autodefinición) de Dios en el Antiguo Testamento y rebate la idea de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios terrible, amenazador, a diferencia del Dios del Nuevo Testamento propuesto por Jesús, que sería un Dios de amor y bondad. La liturgia, como de costumbre, ha mutilado el texto. Pero conviene conocerlo entero. Moisés se encuentra en la cumbre del monte Sinaí. Poco antes, le ha pedido a Dios ver su gloria, a lo que el Señor responde: «Yo haré pasar ante ti toda mi riqueza, y pronunciaré ante ti el nombre de Yahvé» (Ex 33,19). Para un israelita, el nombre y la persona se identifican. Por eso, «pronunciar el nombre de Yahvé» equivale a darse a conocer por completo. Es lo que ocurre poco más tarde, cuando el Señor pasa ante Moisés proclamando: « Yahvé, Yahvé, el Dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos» (Ex 34,6-7). Así es como Dios se autodefine. Con cinco adjetivos que subrayan su compasión, clemencia, paciencia, misericordia, fidelidad. Nada de esto tiene que ver con el Dios del terror y del castigo. Y lo que sigue tira por tierra ese falso concepto de justicia divina que «premia a los buenos y castiga a los malos», como si en la balanza divina castigo y perdón estuviesen perfectamente equilibrados. Es cierto que Dios no tolera el mal. Pero su capacidad de perdonar es infinitamente superior a la de castigar. Así lo expresa la imagen de las generaciones. Mientras la misericordia se extiende a mil, el castigo sólo abarca a cuatro (padres, hijos, nietos, bisnietos). No hay que interpretar esto en sentido literal, como si Dios castigase arbitrariamente a los hijos por el pecado de los padres. Lo que subraya el texto es el contraste entre mil y cuatro, entre la inmensa capacidad de amar y la escasa capacidad de castigar. Esta idea la recogen otros pasajes del AT: «Tú, Señor, Dios compasivo y piadoso, paciente, misericordioso y fiel» (Salmo 86,15). «El Señor es compasivo y clemente, paciente y misericordioso; no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padres siente cariño por sus hijos, siente el Señor cariño por sus fieles» (Salmo 103, 8-14). «El Señor es clemente y compasivo, paciente y misericordioso; El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Salmo 145,8-9). «Sé que eres un dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso, que se arrepiente de las amenazas» (Jonás 4,2). El evangelio insiste en este tema del amor de Dios llevándolo a sus últimas consecuencias. No se trata sólo de que Dios perdone o sea comprensivo con nuestras debilidades y fallos. Su amor es tan grande que nos entrega a su propio hijo para que nos salvemos y obtengamos la vida eterna. La segunda lectura ha sido elegida porque menciona juntos (cosa no demasiado frecuente) a Jesucristo, Dios Padre y al Espíritu Santo. En esas palabras se inspira uno de los posibles saludos iniciales de la misa. Nuestra respuesta: amor con amor se paga Aunque lo esencial de la fiesta y de las lecturas es inculcarnos la confianza en el amor de Dios, también se sugiere de pasada la respuesta que merece de nuestra parte. En la primera lectura, Dios se convierte para Moisés en modelo de amor al pueblo: las etapas del desierto han sido momentos de incomprensión mutua, de críticas acervas, de relación a punto de romperse. Ahora, las palabras de Dios mueven a Moisés a interesarse por el pueblo y a demostrarle el mismo amor que Dios le tiene. En la carta de Pablo a los corintios, Dios se convierte en modelo para los cristianos. La misma unión y acuerdo que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu debe darse entre nosotros, teniendo un mismo sentir, viviendo en paz, animándonos mutuamente, corrigiéndonos en lo necesario, siempre alegres. El evangelio anima a agradecer a Dios Padre la entrega de su Hijo y a aceptarlo con fe.
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“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. El misterio de la Trinidad nos sobrecoge y nos sobrepasa. Un Dios que es al tiempo Padre-Madre, Hijo y Ruah Santa. ¡Nuestros conceptos se quedan tan pobres para poder expresarlo! Nos acercamos a esta realidad diciendo de este Dios que es un Dios Familia, un Dios comunión-de-amor. Que Dios es amor, que nos ama hasta el infinito, que la entrega de Jesús es la expresión máxima de este amor, son afirmaciones habituales entre nosotros. Y si somos capaces de balbucear estas declaraciones es porque, por gracia, algo de ellas se nos ha regalado.
Pero, como ante todo misterio, nuestro discurso es impreciso. Tampoco es cuestión de perdernos en razonamientos. Necesitamos poner palabra a nuestra experiencia, pero –lo más importante, no lo olvidemos- es experimentar la Palabra. Que no se nos vaya la cabeza… ¡que se nos vaya el corazón! y que, en el día de hoy, renovemos, en lo más profundo de nuestro ser, la experiencia de ser infinitamente amados por Dios-Amor. Hoy somos invitados a contemplarle y así, a postrarnos, adorar, saborear, agradecer… Contemplar, en el día de hoy, a Dios Trinidad, tras la celebración de Pentecostés el pasado domingo, nos lleva a reavivar con fuerza en nosotros la alegría pascual, la esperanza y la fe. ¡Tanto amó Dios al mundo! Este es nuestro Dios. No es un concepto ideológico, no es algo abstracto. Nuestro Dios es el amor concreto, entregado en Jesús y vivo por el Espíritu entre nosotros. Es un Dios que se ha hecho Hombre, que ha venido a compartir con nosotros nuestros miedos y anhelos, gozos y dolores. Nuestro Dios es amor. Su esencia es amar. Amar al mundo, a la humanidad, a todos los seres humanos… No ha venido a juzgar, sino a salvar. No viene a condenar sino a invitar una y otra vez al Amor, a la Vida. Contemplar este misterio nos lleva a rememorar en nosotros la experiencia de amor y, desde ahí, nos lleva al compromiso, a la concreción del amor en nuestra realidad personal y comunitaria. Nuestra Iglesia está llamada a ser manifestación de ese amor que es Dios y, por tanto, ser Iglesia Familia, Iglesia comunión-de-amor. Los creyentes no podemos decir que creemos en un Dios Amor si esta experiencia no nos transforma y nos lleva a buscar la creación de redes, de lazos con toda la humanidad, de solidaridad sin límites, de vida compartida y puentes tendidos. No es fácil poner palabra a este misterio y mucho menos vivirlo. Por eso, hagamos silencio y contemplemos, dejémonos atravesar por el Amor y que sea esta experiencia vital la que transforme nuestro corazón y nos lleve a ponerla en práctica. “Obras son amores y no buenas razones”, dice el saber popular. Que la celebración solemne del misterio trinitario no nos deje indiferentes. En el nombre de la Santísima Trinidad. Amén. Un concilio es una reunión de personas para tratar de algún asunto, el que sea, aunque es una palabra que indefectiblemente nos lleva a pensar en las reuniones del clero católico, que no tienen que ser necesariamente universales; existen concilios a niveles más reducidos, incluso de carácter provincial. Son encuentros en los que solo tiene cabida el clero, a pesar de que hace tiempo existen laicos -y monjas- con formación teológica y ciertas responsabilidades dentro de la administración de la iglesia.
El Papa Francisco está impulsando ahora otro tipo de reuniones, llamadas sínodos, para tratar aspectos cruciales de un tema de manera monográfica. Por ejemplo, los dos sínodos de obispos en 2014 y 2015, destacando el dedicado a la familia, con la novedad del idioma (en italiano, en lugar del latín) y la metodología empleada, nada rígida ni encorsetada que aportó conclusiones de calado con la participación tibia de algunos laicos, incluida una mujer. Los sínodos no tienen capacidad para definir dogmas y legislar, pero aunque solo son consultivos y su misión primaria es asesorar al papa en el tema propuesto, es evidente que pueden tener un carácter trascendental, como ha demostrado Francisco. Así las cosas, poco podemos pedirle a la estructura eclesial cuando queramos reflexionar y debatir sobre las muchas cuestiones que nos dividen a los católicos en la teoría y en la práctica. Sin embargo, cualquier sector empresarial que por su propia naturaleza se juega sus dineros y el de sus accionistas con sus actuaciones u omisiones, no tiene empacho en convocar simposios y cualquier tipo de eventos en el formato más variado (mesas redondas, cafés de trabajo, congresos de especialistas, etc.) para tratar, de manera abierta, novedades en procesos de trabajo, tecnología, formas de gestión e innovación, etc. Incluso en el campo tecnológico y de la innovación, sectores completos como la medicina, la robótica y la ciencia en general ponen en común teorías y formas de hacer las cosas compartiendo talento. Y yo me pregunto, al calor de lo anterior: ¿De verdad que es imposible la organización por parte del obispo del lugar, de concilios, reuniones, foros o como se lo quiera llamar, para tratar aspectos con especialistas en los que existen diferentes sensibilidades e interpretaciones? ¿No es posible hacerlo convocando a presbíteros, religiosas y religiosos, laicos, monjes y monjas de diferentes sensibilidades? ¿Qué es lo que impide la organización de este tipo de reuniones con guiones previos en los que expertos y viri probati expongan en conferencias sus opiniones y experiencias para poderlas debatir entre los asistentes y sacar conclusiones para la reflexión de todos, incluso pudiendo publicarlas? Existe una barrera al parece infranqueable que solo puede matizarse mediante la reflexión en paralelo, como si de dos o más sensibilidades eclesiales se tratara; parece que no tenemos suficiente con las rupturas que generaron diferentes iglesias cristianas como para que tampoco seamos capaces de reflexionar nuestra fe al calor de diferentes visiones de la teología y la praxis evangélica. Con lo fácil que sería, operativamente hablando, una convocatoria del ordinario del lugar para tratar aspectos candentes en la fe de la mayoría de seguidores del evangelio que profesan la religión católica. Pero lo fácil en las formas puede impedirlo el orgullo y el poder doctrinal tan ajeno al evangelio que no acepta que el Espíritu sople en más de una determinadísima dirección. No podremos ser universales (católicos) de verdad si no aceptamos abrirnos a la experiencia del otro. Por eso pido desde aquí un poco de audacia humilde, que no es un oxímoron, desde este rincón de Religión digital que por algo lo he llamado “Punto de encuentro”. Audacia para que el obispo y arzobispo de cada sede lidere puntos de encuentro diocesanos o interdiocesanos entre diferentes sentimientos católicos. Que los postulados “políticamente correctos” puedan convivir en reflexión con posturas como las defendidas por Pagola, González Faus, Dolores Aleixandre, María Jesús Celaya o el mismísimo Torres Queiruga, por decir nombres que están en la palestra. Si no sabemos ni queremos compartir puntos de vista de la experiencia cristiana, ¿cómo vamos a compartir el pan con el pobre? ¿Cómo vamos a ser la sal de Tierra, construir el Reino, incluso llamarnos cristianos? Y Voltaire tenía razón al sostener que los teólogos consideraban que la razón es un foco de luz tenue y, por ello, hay que prescindir de ella y dar paso a la fe. Lutero lo decía sin ambages: “La razón es la mayor enemiga de la fe. Quienquiera que desee ser cristiano debe arrancarle los ojos a la razón…“. Muchos teólogos y, sobre todo, los clérigos se sienten a gusto en este territorio, de ahí que laicidad o secularismo (secularidad) son lexías que hay que arrojar a la cuneta, condenando su uso. Parten, a mi entender, de una premisa errónea: oponer la razón a la fe; cuando son dos realidades, dos vivencias humanas que se complementan; dos faros imprescindibles para el oscuro camino de la existencia.
Prefiero el término laicidad por cuanto se diferencia y se opone a clericalismo; mientras que la lexía secularismo (secularidad) es opuesto a monacato, a la huida del mundo, del siglo. Hablamos de una sociedad laica, no porque en ella no tenga cabida lo religioso, la fe, sino porque la razón es quien tiene la primacía en el entramado de valores sociales. Se puede decir que la fe, lo religioso, aporta una visión complementaria a la realidad histórica humana, pero no es el único y exclusivo paradigma a seguir. Si las comparaciones son odiosas, en este mapa lo es más aún. ¿Cuántas atrocidades se han llevado a cabo a lo largo de la historia humana por el fundamentalismo de la fe, al ser considerada como una luz de más kw que la razón, y, por lo tanto, superior a ella? Desde aquella concepción de que lo espiritual, la fe, está por encima de lo material, la razón, y que desemboca en la teoría de las “dos espadas” (no puede ser más desafortunada la metáfora), nuestra sociedad occidental, al menos, ha estado “gobernada” por el clérigo. Ahí está la historia y que a más de uno sorprende lo que decía Gregorio VII en 1075: “Sólo el papa puede llevar los signos imperiales, sólo él tiene derecho a que todos los príncipes le besen los pies, sólo él puede deponer a los emperadores”; o cuando se ve por televisión alguna serie histórica, donde el clérigo no sólo aconseja al emperador, estableciendo los límites de sus decisiones, sino que en más de una ocasión le impone su criterio. Esa ha sido la pura realidad y todavía en nuestra sociedad española el clérigo, a veces sin tapujos, pretende que nuestras leyes y nuestros valores sociales y culturales se adapten a ese pretendido poder de lo espiritual, de lo religioso. Ese tufillo del poder se manifiesta abiertamente en el lenguaje de muchos clérigos. Es el caso, en estos días, de la intervención del cardenal Cañizares en las páginas de La Razón; para él sólo hay un modelo de familia, el integrado por un hombre y una mujer, que es el único “santuario”, donde se protege y defiende la vida. Si en una sociedad, como la nuestra, se defienden otros modelos de familia, ello implica “una actitud irresponsable y suicida que conduce a la humanidad por derroteros de crisis, deterioro y destrucción de incalculables consecuencias”. “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, o “Mi Reino no es de este mundo”. Jesús de Nazaret, como hombre laico y profundamente religioso a la vez, pretende, desde esa laicidad, culminar una revolución ética y espiritual en el interior de cada hombre y mujer, no directamente en la sociedad ni en su tejido político, legal y cultural. No es necesario aducir aquí su oposición radical a todo lo que olía a clérigo, a sacerdote. Tal vez el texto evangélico más evidente de su laicidad es su diálogo con la samaritana, una mujer y una extranjera para más fuerza significativa, donde se carga sin paliativos el mayor signo de poder del clérigo, el templo: “Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre…, pero ya llega la hora, y es ésta, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn. 4, 21.23). Este texto nos lleva al de Ortega y Gasset de 1926, para quien Dios no es sólo un asunto de la “religión”, sino también es “un asunto profano”; o lo que es lo mismo “hay un Dios laico, y este Dios… es lo que ahora está a la vista“. Una sociedad es laica cuando la razón es el foco luminoso principal, no el único, de su caminar por la historia; pero hay que añadir otros pilares a este basamento: libertad, autonomía, ausencia de mediaciones. 1. a) Sin libertad la razón no puede desarrollar su rol específico de iluminar el entramado social de una comunidad. Para Blas de Otero libertad es también luz, alba y, sobre todo, palabra que hace trizas el silencio impuesto por la dictadura política o el fundamentalismo religioso. La libertad, como elemento óntico del ser humano, es una de esas certezas irrenunciables y tan placentera que, para H. Bergson, es “entre todos los hechos que observamos, no hay ninguno que sea más claro”. Para el poeta bilbaíno la libertad, ese hecho incuestionable, se relaciona con la ruptura de cadenas y, sobre todo, con el no-silencio; o lo que es lo mismo, poder hablar, hacer uso de la palabra. Nuestra sociedad española sabe muy bien, con la no lejana dictadura franquista, qué es eso del silencio; otro tanto habría que añadir del fundamentalismo religioso, que ampara y promueve no sólo el que las mujeres “in Ecclesia taceant”, sino que el clérigo es el único que tiene la palabra, como bien resalta la Vehementer Nos de Pío X (los textos se podrían multiplicar hasta el infinito): “…que sólo en la categoría pastoral (los clérigos) residen la autoridad y el derecho de mover y dirigir a los miembros hacia el fin propio de la sociedad; la obligación, en cambio, de la multitud no es otra que dejarse gobernar y obedecer dócilmente las directrices de sus pastores”. 2. b) A la libertad la sustenta la autonomía, la capacidad de valerse por sí mismo, de tomar decisiones desde el no-silencio y desde la luminaria de la razón, que es la que la regula, para que no sea una autonomía a lo loco, mediante el autodominio, factor también imprescindible, según Tomás de Aquino, en la libertad. En el territorio eclesiástico se aplica la obediencia como elemento impositivo que anula la variable humana de la autonomía. “Oboedire”, por el contrario, implica salir al encuentro del otro y desde ahí compartir las propuestas y no el aceptar sumisamente, silenciosamente lo que se proponga. La parábola del “buen pastor”, desde una hermenéutica rastrera e interesada, le viene al clérigo como anillo al dedo para minar la autonomía del creyente, un adulto que ha de ser responsablemente consciente de su tarea dentro del pueblo de Dios y dentro del mundo; para ello no necesita la voz guiadora ni la mano protectora del clérigo, sino como la de un compañero más en el camino. 3. c) La autonomía nos lleva a la no-mediación, es decir, el creyente no necesita del sacerdote ni para relacionarse con Dios ni para recibir las bondades divinas. A tenor de lo expresado en el texto de la encíclica Vehementer Nos el sacerdote, el ministerio ordenado, es el único que sabe y conoce el buen camino y a través del cual, como único agente de los sacramentos, se puede recibir los dones divinos. Así la vida espiritual está en sus manos y ello comporta que la espiritualidad sea regulada, uniforme; por el contrario, desde la libertad y autonomía, la espiritualidad se fundamenta en experiencias relativas, en experiencias individuales que se comparten y se hacen comunitarias, como la de los discípulos respecto del Resucitado, o como la de las beguinas, cuya experiencia de Dios hace exclamar a su confesor: “donde yo las quería llevar, ellas ya habían llegado”; experiencias, pues, transformadoras del creyente, que recupera así su propia interioridad y se derrama a su alrededor. De esta manera resplandece en plenitud la gratuidad de Dios y no es algo que se merece o se “compra”. JA. Marina comparte esta reflexión: “he visto con claridad cómo la idea de Dios se ha ido moralizando. En sus orígenes, la figura de Dios no estaba relacionada con la bondad, sino con el poder. Que Dios se hiciera bueno fue un gran progreso”. Desde esta perspectiva la religión se hace más humana, más espiritual (no tan ritualista y encorsetada por la norma), más comprensiva con la historia y más de acuerdo con el programa ético del Resucitado. La hora de la laicidad ha llegado para no irse; la sociedad occidental, y la española de manera vistosa a partir de la democracia, aprecia su influencia, aunque, como toda realidad humana tenga a veces expresiones discordantes; pero sus “bondades” están ahí y se palpan, por más que muchos clérigos sigan levantando el dedo condenatorio, comportándose desde “una psicología de ciudad sitiada”, como expresa acertadamente J. Marías. La laicidad es, pues, una buena hija de la llamada modernidad, a la que M. Fraijó alaba con pasión: “Fue el arrollador empuje de la modernidad el que mitigó supersticiones, fanatismos e intolerancias cristianas; fue ella la que desmontó ingenuas e interesadas construcciones dogmáticas; fue ella la que desacralizó fetiches e insoportables fardos autoritarios…”; pero también la modernidad, indica M. Fraijó, siguiendo a J. Habermas, debe reconocer la influencia del sustrato cristiano en la historia y “mirar, agradecida, a la tradición judeocristiana”. Rumi, poeta y místico sufí, siglo XIII.
— ¿Qué es el veneno? — Cualquier cosa más allá de lo que necesitamos es veneno. Puede ser el poder, la pereza, la comida, el ego, la ambición, el miedo, la ira, o lo que sea... — ¿Qué es el miedo? — La no aceptación de la incertidumbre. Si aceptamos la incertidumbre, se convierte en aventura. — ¿Qué es la envidia? — La no aceptación de la bienaventuranza en el otro. Si lo aceptamos, se torna en inspiración. — ¿Qué es la ira? — La no aceptación de lo que está más allá de nuestro control. Si aceptamos, se convierte en tolerancia. — ¿Qué es el odio? — La no aceptación de las personas como son. Si las aceptamos incondicionalmente, se convierte en amor. — ¿Cuándo se avanza hacia la madurez espiritual? 1º Cuando se deja de tratar de cambiar a los demás y nos concentramos en cambiarnos a nosotros mismos. 2º Cuando aceptamos a las personas como son. 3º Cuando entendemos que todos están acertados según su propia perspectiva. 4º Cuando se aprende a "dejar ir". 5º Cuando se es capaz de no tener "expectativas" en una relación, y damos de nosotros mismos por el placer de dar. 6º Cuando comprendemos que lo que hacemos, lo hacemos para nuestra propia paz. 7º Cuando uno cesa de demostrar al mundo lo inteligente se es. 8º Cuando dejamos de buscar la aprobación de los demás. 9º Cuando dejamos de compararnos con los demás. 10º Cuando se está en paz consigo mismo. 11º Cuando somos capaces de distinguir entre "necesidad" y "querer" y somos capaces de dejar ir ese querer... 12º Cuando dejamos de anexar la "felicidad" a las cosas materiales. Cualquiera puede tener un sueño. Yo he soñado hoy. Y me he imaginado viviendo al principio de la iglesia naciente. Aún sin más ley que el recuerdo de Jesús y la presencia viva de su memoria
No se sabe nada de palabras de poder, ni de leyes, ni de mandatos, ni de celebraciones. Únicamente nos juntamos al amanecer del día primero de la semana y recordamos al Señor. Con qué cariño, con qué entusiasmo bendecimos el pan y nos acordamos mucho de él. Y repetimos sus palabras. Y lo comemos entre todos. Y luego llevaremos comida a los pobres. La hemos traído entre todos. Todo muy sencillo. Me despisto un momento. Tengo la mesa llena de libros, papeles, bolis... hago una gran limpieza y dejo la mesa libre. La veo bien. Eso quiero hacer yo con Jesús. Verle, experimentarle sin tantas añadiduras, sin tantas leyes, sin tantos complementos… que casi me impiden ver a Jesús. Nos entusiasmamos repitiendo palabras, parábolas, hechos de Él… Juan es el que mejor memoria guarda. Pero hacemos silencio cuando habla Maria. Todo lo que cuenta está pasado por su corazón de madre, por su recuerdo caliente y amoroso. No nos ponemos ropas especiales. Solamente narrar, escuchar, acoger… Nos reunimos en una casa, la que toca, y cuando nos juntamos se nota la presencia de Él, está con nosotros. Intentamos cada día narrar un dicho suyo y lo vamos comentando, saboreando, asimilando. Nos anima un montón. No hay normas, ni leyes, ni mandatos, ni ritos. Únicamente hablar y eso sí, de vez en cuando guardamos silencio. Hoy han venido unas personas a las que hemos invitado. Han estado admiradas. Y con la fuerza de esa Presencia de Jesús, hemos vuelto a la vida animados, decididos, impulsados a hablar de Él a la gente. ¡Ay! Es un sueño. Cuanto me gustaría que nuestras celebraciones fuesen algo así. Sin ritos, sin ropajes, sin normas. Solo con Él… Pero no ha sido así. Yo estaba soñando y esperando a empezar en la iglesia una época nueva de verdad, en cuanto a la organización. Pensaba que ya no se nombrarían más cardenales. No es tan difícil. A la hora de consultar, de elegir papa, hay una forma fenomenal: que lo hagan los presidentes de las conferencias episcopales de cada país. Porque si no, puede ocurrir que cada papa nombre electores a los que él cree más oportunos. Y según los gustos y preferencias de cada papa, tendremos al papa siguiente. No dejamos lugar a la aportación del Espíritu de la comunidad de base, a que vote primero a su obispo y luego al papa. Veo el revuelo que se ha formado al nombrar a los últimos cardenales y los comentarios. Aún se sigue hablando de poderes, de príncipes de la iglesia, de tendencias, de fuerzas....Y creo que el Espíritu va por otro lado. Siento que los nombramientos de esos servicios eclesiales debieran hacerse más desde la base, desde las comunidades eclesiales. Me encantaría que tanto Roma como las demás diócesis fuesen el espejo donde mirarnos para animarnos a vivir el evangelio. Cada parroquia podría mirar a su catedral de turno, a la diócesis de Roma, y ver cómo funciona ahí la predicación, la catequesis, la economía, el servicio a los pobres. Y los demás aprenderíamos del modelo. Y podríamos prescindir de todo lo que suene a trajes, poderes, cargos... Así canónigos, cardenales... son nombres que, por muy santos que sean y por muy bien que sirvan a la iglesia, siempre arrastran ya en su nombre, quizás por la historia, quizás por el fasto que le damos, a una organización con poderes muy fuertes. Y eso nos hace olvidar el evangelio. Igual podemos llegar a que sea la comunidad cristiana de cada lugar quien elija a su animador en la fe. Y juntos elegimos al obispo. Y ellos al papa. Ya sé que es un cambio fuerte, pero removería nuestra vivencia de iglesia, y nos dejaríamos impulsar por el Espíritu de Jesús. El concilio nos presenta un círculo y no una pirámide. Y dentro de ese círculo cada uno tenemos una misión que realizar, una tarea que hacer. Nadie es más importante que nadie. Únicamente el que sea más servidor de los pobres. ¿Qué te parece? Los textos que leemos este domingo hacen referencia al Espíritu, pero de muy diversa manera. Ninguno se puede entender al pie de la letra. Es teología que debemos descubrir más allá de la literalidad del discurso. Las referencias al Espíritu, tanto en el AT (377 veces) como en el NT no podemos entenderlas de una manera unívoca. Apenas podremos encontrar dos pasajes en los que tengan el mismo significado. Algo está claro: en ningún caso en toda la Biblia podemos entenderlo como una entidad personal.
Pablo aporta una idea genial al hablar de los distintos órganos. Hoy podemos apreciar mejor la profundidad del ejemplo porque sabemos que el cuerpo mantiene unidas a billones de células que vibran con la misma vida. Todos formamos una unidad mayor y más fuerte aún que la que expresa en la vida biológica. El evangelio de Jn escenifica también otra venida del Espíritu, pero mucho más sencilla que la de Lc. Esas distintas “venidas” nos advierte de que Dios-Espíritu-Vida no tiene que venir de ninguna parte. No estamos celebrando una fiesta en honor del Espíritu Santo ni recordando un hecho que aconteció en el pasado. Estamos tratando de descubrir y vivir una realidad que está tan presente hoy como hace dos mil años. La fiesta de Pentecostés es la expresión más completa de la experiencia pascual. Los primeros cristianos tenían muy claro que todo lo que estaba pasando en ellos era obra del Espíritu-Jesús-Dios. Vivieron la presencia de Jesús de una manera más real que su presencia física. Ahora, era cuando Jesús estaba de verdad realizando su obra de salvación en cada uno de los fieles y en la comunidad. Sin el Espíritu no podríamos decir: Jesús es el Señor (1 Cor 12,3)”. Ni decir: “Abba”, sin el Espíritu de Jesús (Gal 4,6). Pero con la misma rotundidad hay que decir que nunca podrá faltarnos el Espíritu, porque no puede faltarnos Dios en ningún momento. El Espíritu no es un privilegio, ni siquiera para los que creen. Todos tenemos como fundamento de nuestro ser a Dios-Espíritu, aunque no seamos conscientes de ello. El Espíritu no tiene dones que darme. Es Dios mismo el que se da, para que yo pueda ser. Cada uno de los fielesestá impregnado de ese Espíritu-Dios que Jesús prometió a los discípulos. Solo cada persona es sujeto de inhabitación. Los entes de razón como instituciones y comunidades, participan del Espíritu en la medida en que lo tienen los seres humanos que las forman. Por eso vamos a tratar de esa presencia del Espíritu en las personas. Por fortuna estamos volviendo a descubrir la presencia del Espíritu en todos y cada uno de los cristianos. Somos conscientes de que, sin él, nada somos. Ser cristiano consiste en alcanzar una vivencia personal de la realidad de Dios-Espíritu que nos empuja desde dentro a la plenitud de ser. Es lo que Jesús vivió. El evangelio no deja ninguna duda sobre la relación de Jesús con Dios-Espíritu: fue una relación “personal”; Se atreve a llamarlo papá, cosa inusitada en su época y aún en la nuestra; hace su voluntad; le escucha siempre. Todo el mensaje de Jesús se reduce a manifestar esa experiencia de Dios, para que nosotros lleguemos a la misma experiencia. El Espíritu nos hace libres. “No habéis recibido un espíritu de esclavos, sino de hijos que os hace clamar Abba, Padre”. El Espíritu tiene como misión hacernos ser nosotros mismos. Eso supone el no dejarnos atrapar por cualquier clase de esclavitud alienante. El Espíritu es la energía que tiene que luchar contra las fuerzas desintegradoras de la persona humana: “demonios”, pecado, ley, ritos, teologías, intereses, miedos. El Espíritu es la energía integradora de cada persona y también la integradora de la comunidad. A veces hemos pretendido que el Espíritu nos lleve en volandas desde fuera. Otras veces hemos entendido la acción del Espíritu como coacción externa que podría privarnos de libertad. Hay que tener en cuenta que estamos hablando de Dios que obra desde lo hondo del ser y acomodándose totalmente a la manera de ser de cada uno, por lo tanto esa acción no se puede equiparar ni sumar ni contraponer a nuestra acción, ser trata de una moción que en ningún caso violenta ni el ser ni la voluntad del hombre. Si Dios-Espíritu está en lo más íntimo de todos y cada uno de nosotros, no puede haber privilegiados en la donación del Espíritu. Dios no se parte. Si tenemos claro que todos los miembros de la comunidad son una cosa con Dios-Espíritu, ninguna estructura de poder o dominio puede justificarse apelando a Él. Por el contrario, Jesús dijo que la única autoridad que quedaba sancionada por él, era la de servicio. "El que quiera ser primero sea el servidor de todos." O, "no llaméis a nadie padre, no llaméis a nadie Señor, no llaméis a nadie maestro, porque uno sólo es vuestro Padre, Maestro y Señor." El Espíritu es la fuerza de unión de la comunidad. En el relato, las personas de distinta lengua se entienden, porque la lengua del Espíritu es el amor, que todos entienden; lo contrario de lo que pasó en Babel. Este es el mensaje teológico. Dios-Jesús-Espíritu hace de todos los pueblos uno, “destruyendo el muro que los separaba, el odio”. Durante los primeros siglos fue el alma de la comunidad. Se sentían guiados por él y se daba por supuesto que todo el mundo tenía experiencia de su acción. Jesús promueve una fraternidad cuyo lazo de unidad es el Espíritu-Dios. Para las primeras comunidades, Pentecostés es el fundamento de la Iglesia naciente. Está claro que para ellas la única fuerza de cohesión era la fe en Jesús, que seguía presente en ellos por el Espíritu. No duró mucho esa vivencia generalizada y pronto dejó de ser comunidad de Espíritu para convertirse en estructura jurídica. Cuando faltó la cohesión interna, hubo necesidad de buscar la fuerza de la ley para subsistir como comunidad. “Obediencia” fue la palabra escogida por la primera comunidad para caracterizar la vida y obra de Jesús en su totalidad. Pero cuando nos acercamos a la persona de Jesús con el concepto equivocado de obediencia, quedamos desconcertados, porque descubrimos que no fue obediente en absoluto, ni a sus familias, ni a los sacerdotes, ni a la Ley, ni a las autoridades civiles. Pero se atrevió a decir: “mi alimento es hacer la voluntad del Padre”. La voluntad de Dios no viene de fuera, sino que es nuestro verdadero ser. Para salir de una falsa obediencia, entremos en la dinámica de la escucha del Espíritu que todos poseemos y nos posee por igual. Tanto el superior como el inferior, tiene que abrirse al Espíritu y dejarse guiar por él. Conscientes de nuestras limitaciones, no solo debemos experimentar la presencia de Espíritu, sino que tenemos que estar también atentos a las experiencias de los demás. Creernos privilegiados con relación a los demás, anulará una verdadera escucha del Espíritu. Meditación Dios-Espíritu en nosotros, es la base de toda contemplación. El místico lo único que hace es descubrir y vivir esa presencia. La experiencia mística es conciencia de unidad. No porque se han sumado mi yo y Dios, sino porque mi yo se ha fundido en el YO. Todos los místicos llegan a la misma conclusión que Jesús: “yo y el Padre somos uno” No te esfuerces en encontrar a Dios ni fuera ni dentro. Deja que Él te encuentre a ti y te transforme. En el famoso cuadro de Pentecostés pintado por El Greco, que ahora se conserva en el museo del Prado, hay un detalle que puede pasar desapercibido: junto a la Virgen se encuentra María Magdalena. Por consiguiente, el Espíritu Santo no baja solo sobre los Doce (representantes de los obispos) sino también sobre la Virgen (se le permite, por ser la madre de Jesús) e incluso sobre una seglar de pasado dudoso (a finales del siglo XVI María Magdalena no gozaba de tan buena fama como entre las feministas actuales). Ya que el Greco se inspira en el relato de los Hechos, donde se habla de una comunidad de ciento veinte personas, podemos concluir que la Magdalena representa a ciento siete. ¿Cómo se compagina esto con el relato del evangelio de Juan que leemos hoy, donde Jesús aparentemente sólo otorga el Espíritu a los Once? Una vez más nos encontramos con dos relatos distintos, según el mensaje que se quiera comunicar.
La importancia del Espíritu Pero es preferible comenzar por el texto más antiguo, el de la carta a los Corintios (escrita hacia el año 51). En ella Pablo habla de la acción del Espíritu en todos los cristianos. Gracias al Espíritu confesamos a Jesús como Señor (y por confesarlo se jugaban la vida, ya que los romanos consideraban que el Señor era el César). Gracias al Espíritu existen en la comunidad cristiana diversidad de ministerios y funciones (antes de que el clero los monopolizase casi todos). Y, gracias al Espíritu, en la comunidad cristiana no hay diferencias motivadas por la religión (judíos ni griegos) ni las clases sociales (esclavos ni libres). En la carta a los Gálatas dirá Pablo que también desaparecen las diferencias basadas en el género (varones y mujeres). En definitiva, todo lo que somos y tenemos los cristianos es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros. A nivel individual, el Espíritu se comunica en el bautismo. Pero Lucas, en los Hechos, desea inculcar que la venida del Espíritu no es sólo una experiencia personal y privada, sino de toda la comunidad. Por eso viene sobre todos los presentes, que, como ha dicho poco antes, era unas ciento veinte personas (cantidad simbólica: doce por diez). Al mismo tiempo, vincula estrechamente el don del Espíritu con el apostolado. El Espíritu no viene solo a cohesionar a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las maravillas de Dios», como reconocen al final los judíos presentes. El evangelio de Juan, en línea parecida a la de Pablo, habla del Espíritu en relación con un ministerio concreto, que originariamente sólo compete a los Doce: admitir o no admitir a alguien en la comunidad cristiana (perdonar los pecados o retenerlos). Estas breves ideas dejan clara la importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla. El don de lenguas «Y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». El primer problema consiste en saber si se trata de lenguas habladas en otras partes del mundo, o de lenguas extrañas, misteriosas, que nadie conoce. En este relato es claro que se trata de lenguas habladas en otros sitios. Los judíos presentes dicen que «cada uno los oye hablar en su lengua nativa». Pero esta interpretación no es válida para los casos posteriores del centurión Cornelio y de los discípulos de Éfeso. Aunque algunos autores se niegan a distinguir dos fenómenos, parece que nos encontramos ante dos hechos distintos: hablar idiomas extranjeros y hablar «lenguas extrañas» (lo que Pablo llamará «las lenguas de los ángeles»). El primero es fácil de racionalizar. Los primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse al mismo problema que tantos otros misioneros a lo largo de la historia: aprender lenguas desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho, siempre difícil, sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de idiomas, es algo que parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don especial del Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto de mucho esfuerzo. El segundo es más complejo. Lo conocemos a través de la primera carta de Pablo a los Corintios. En aquella comunidad, que era la más exótica de las fundadas por él, algunos tenían este don, que consideraban superior a cualquier otro. En la base de este fenómeno podría estar la conciencia de que cualquier idioma es pobrísimo a la hora de hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se recurre a sonidos extraños, incomprensibles para los demás, que intentan expresar los sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por eso hace falta alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto. (Creo que este fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en relación con la tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un lenguaje ininteligible que es interpretado por el “profeta”). Sin embargo, no es claro que esta interpretación tan teológica y profunda sea la única posible. En ciertos grupos carismáticos actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un observador imparcial me comunica que lo interpretan como pura emisión de sonidos extraños, sin ningún contenido. Esto se presta a convertirse en un auténtico galimatías, como indica Pablo a los Corintios. No sirve de nada a los presentes, y si viene algún no creyente, pensará que todos están locos. Leo el texto con vosotr@s: Juan 20,19-23. Os invito a sentaros tranquilamente con la Palabra en las manos y hacer espacio interior para acogerla. Ayuda un ambiente de silencio como ausencia de ruidos y un silencio ausencia de otras voces interiores que reclaman atención, compromisos, eficacias… Para conseguirlo te puede ayudar una respiración consciente y sosegada, y así, despacio y con cariño ir leyendo, como si recibieras una carta de alguien a quien amas y tardaba en llegar.
Leemos el texto y tratamos de comprenderlo. Ya anochecido: los discípulos y discípulas “están en la noche” a oscuras, no ven claro el siguiente paso como comunidad incipiente. Aquel día primero de la semana: el mismo día en que comienza la nueva creación Estando atrancadas las puertas: el miedo por la hostilidad que sienten a su alrededor les hace sentir a la intemperie, desamparados, por ello se encierran y protegen de “los otros”. Jesús se hace presente en el centro: que significa punto de referencia, factor de unidad, fuente de vida. Paz con vosotros: es el Shalom que Él ya experimenta porque ha vencido al mundo y a la muerte. Es el Shalom que les desea para que vivan en plenitud. Les mostró las manos y el costado: la permanencia de estas señales indica la permanencia de su amor. La repetición del saludo introduce la misión que ha de ser cumplida como Él la cumplió. Sopló y les dijo: Recibid Espíritu Santo…: Jesús les infunde ahora su propio aliento, el Espíritu, que crea la nueva humanidad. Pecado: según el texto supresión de la vida que impide la realización del proyecto creador. Me impacta enormemente la actualidad del texto en cuanto a la necesidad de Shalom, de luz, de su presencia en nuestro centro. La necesidad de saber que permanece con nosotros, viendo sus señales hoy. Me pregunto ¿De verdad envía su aliento? ¿Qué hacemos con el Aliento Creador que infunde la Vida de Dios? Su soplo, como en Génesis, hace posible la nueva creación: la nueva humanidad o comunidad, la del Espíritu. Se nos invita a pasar al paradigma del Espíritu. A dejar que su aliento haga emerger la comunidad que sea icono del Dios de Jesús en el mundo de hoy. Pentecostés no ocurre en el Templo sino en las personas. Si hemos dejado entrar la noche su presencia en nuestro centro irá acercando el crepúsculo. Si necesitamos evidencias, la experiencia de Resurrección nos acercará a sus manos que expresan su manera de hacer y a su costado, su manera de sentir. Pero lo más importante es que Jesús Resucitado “sopló y les dijo: Recibid Espíritu Santo. A quienes dejéis libres de los pecados, quedarán libres de ellos”. Entiendo que se nos invita a ser comadronas de la vida del Espíritu en las personas y en las comunidades. Somos enviados y enviadas a liberar la Vida que tiene que continuar el proyecto creador en nosotros, en nuestras comunidades y en nuestro cosmos. “Liberar la Vida”, ser co-creadores, crear espacios nuevos, como vino nuevo en odres nuevos. Salir de la teoría y aceptar que la Palabra nos llene de su aliento, quitando el des-aliento y podamos gestar esa Vida, y colaboremos con los y las gestantes, como dice Francisco: sin envidias, sin calumnias…con corazones de niñas. Ahora, después de todo el proceso, dejo que mi espíritu creador y creativo emerja y descubra a otros emergentes espíritus creativos y nos pongamos “manos a la obra”. Como tarea práctica te invito a que localices en tu vida las etapas de cambio a las que te atreves a llamar “pentecostés” porque te han hecho descubrir su Presencia en ti de un modo nuevo, más vivo y vigoroso. Porque te han hecho ver a las personas y al mundo con reverencia, porque te han liberado de estrecheces y opresiones patriarcales, porque te han convertido en comadrona… Feliz Pentecostés. ¡Feliz Espíritu Emergente! En este cambio de época, hacia una nueva era axial, parece que el suelo se nos mueve bajo los pies y buscamos tierra firme donde asentarnos. Sabemos que las limitaciones de nuestra contingencia no nos permiten alcanzar plena seguridad, pero nuestro ser racional puede y debe elaborar unas razonables bases de comprensión y estabilidad. Lo requiere un Estado de derecho, y lo requieren la convivencia y el progreso científico y humanista. Estas son unas reflexiones previas dentro de mi limitado horizonte:
· La realidad nos trasciende y escapa a nuestras posibilidades actuales de conocimiento, tanto en lo físico (física cuántica) como en lo filosófico y en lo teológico (Dios es un misterio). Parodiando al Crisóstomo, interpretación de interpretaciones y todo interpretación. · Nuestros conocimientos se realizan mediante: 1. Una percepción inmediata (sensible, intuitiva, o espiritual). 2. Una posterior explicación conceptual. · Todas nuestras explicaciones son interpretaciones parciales y sesgadas de la realidad; son válidas dentro de ese sistema de representaciones, pero no son certezas absolutas sino aproximaciones a la realidad. · Para no caer en arbitrariedades ni en esquizofrenia, necesitamos un sistema de conocimientos razonable, tanto conceptual como emocionalmente, consensuado por la mayoría de las culturas actuales (como es recibida la “ley de oro” de todas las religiones). · “Los conceptos claros y bien diferenciados” son un ideal irrealizable, porque los conceptos son generalizaciones de nuestras experiencias, y éstas son parciales y muy condicionadas. Los conceptos producen más impresión de certeza y seguridad que los mitos y los símbolos, pero probablemente transmiten peor que éstos la riqueza de la realidad. Nuestra interpretación razonable de la realidad debe basarse en ambos modos de conocimiento. · En este conjunto de conocimientos podemos descubrir una razonable coherencia que denominamos paradigmas. Estos paradigmas pueden ser sectoriales (geográfica o culturalmente) o universales (más o menos universales); temporales o permanentes. · El paradigma postreligional puede ser válido en la evolución de la cultura que solemos llamar occidental, pero ajeno a la cultura popular hispanoamericana, oriental, o africana. (El P. Adolfo Nicolás decía, más o menos, que en Occidente prevalece la razón, en Oriente la armonía, en Hispanoamérica y en África los sentimientos). · El paradigma cristiano (o jesuánico) por excelencia es la opción preferencial por los pobres. A mi entender, este paradigma es (al menos) sectorial cristiano y permanente; aunque más bien sería propio de un determinado nivel de conciencia, sea religiosa o laica. Yo diría que precisamente es jesuánico porque Jesús alcanzó ese determinado nivel de conciencia. · Por mi parte puedo decir que actualmente mi mayor certeza no consiste en la afirmación de determinados conceptos sino en una percepción inmediata de la conciencia, y consiste en la constatación del sufrimiento humano y la tendencia -o la obligación- de aliviarlo en lo posible. (Quizás sea una manifestación del imperativo categórico). · En esta incertidumbre epistémica, es necesario adoptar algunas normas de discernimiento. Mi esquema interpretativo, más práctico que teórico, consiste en la interacción de tres elementos (he asumido en tres la innumerable cantidad de datos y experiencias que se combinan en nuestra conciencia). Expreso esta interacción en el siguiente esquema: · El Jesús transmitido por los sinópticos (a pesar de las diferencias en su interpretación), y leído a través de los actuales Signos de los tiempos, es la referencia humana que encuentra más eco en mi conciencia. · Mi conciencia no reacciona igualmente ante todas las palabras o acciones de Jesús. Creo que esto depende por una parte de las circunstancias ambientales (signos de los tiempos) y personales del momento en que las recibo, y por otra de las disposiciones de la propia conciencia: ¡Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios! Como sucede en la refracción de la luz, la incidencia del mensaje recibido se desvía más o menos según la densidad (limpieza) del corazónque lo recibe. · Los Signos de los tiempos (autonomía, igualdad de género, pluralismo religioso...) pueden considerarse como paradigmas interpretativos para comprender el mensaje/ejemplo de Jesús y el mensaje de la propia conciencia. A su vez, descubrimos y discernimos los signos de los tiempos por los mensajes del evangelio y por los mensajes de nuestra conciencia, porque pueden ser confundidos con nuestras tendencias ambiciosas (nacionalismo, progreso unilareal...). (Un grupo de la Universidad católica de Chile está desarrollando una Teología de los signos de los tiempos). Jesús también vivió un tiempo de crisis. Mejor aún, Jesús provocó un momento de crisis respecto a la religión tradicional de su pueblo. Esta crisis ha sido reinterpretada a lo largo de los siglos, y no siempre en la dirección original. La mejor interpretación consiste en “Volver al Jesús de Galilea” leído con el lenguaje de los signos de los tiempos, en los que también está presente el Espíritu que Jesús nos dejó. Siempre, pero especialmente en momentos de incertidumbre, tenemos que asumir nuestra responsabilidad. “Caminante no hay camino / se hace camino al andar”. |
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