En este relato de aparición, el autor del cuarto evangelio quiere “visibilizar” el momento en que Jesús comunica su Espíritu a los discípulos.
Responde así a la promesa que el mismo autor había recogido en el llamado “testamento espiritual” de Jesús: “Yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros” (Jn 14,16; 14,26); “el Espíritu de la verdad que yo os enviaré y que procede del Padre” (15,26; 16,7; 16,13). En realidad, Juan había hecho coincidir la efusión del Espíritu con la muerte de Jesús, quien “inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (19,30). Por tanto, lo que se dice ahora en este relato no sería sino una confirmación: la comunidad se sabe habitada y sostenida por el mismo Espíritu de Jesús. La tendencia a separar los acontecimientos pascuales es manifiesta ya en Lucas, quien introduce una curiosa periodización, que habría de marcar el ritmo de las celebraciones litúrgicas durante siglos. Sin importarle demasiado la concordancia de sus afirmaciones –en el evangelio (24,50) sitúa la ascensión en el mismo domingo de la resurrección; en Hechos (1,3), sin embargo, cuarenta días después-, establece una cronología que se ha mantenido hasta la actualidad: resurrección, al tercer día de la muerte; ascensión, a los cuarenta días de la resurrección; pentecostés o efusión del Espíritu, a los cincuenta días. Su nulo interés por evitar la contradicción en la que incurre, hace pensar que se trata simplemente de un artificio literario, desde una motivación simbólica. En realidad, todo el acontecimiento pascual es uno y ocurre a la vez: muerte-resurrección-ascensión-pentecostés. Más aún: lo que los cristianos decimos de la muerte/resurrección de Jesús es lo que ha ocurrido siempre y que ahí se desvela. No es que el Espíritu estuviera “al margen” de la vida del mundo y de los seres humanos hasta el día de Pentecostés. En cuanto Dinamismo de Vida, el Espíritu, no solo acompaña permanentemente el proceso de la historia, sino que él mismo es el alma de todo ese despliegue. En ese sentido, desde una perspectiva no-dual, podemos decir que la historia no es otra cosa que el desplegarse o manifestarse del Espíritu en formas materiales. Hay que evitar entenderlo, tanto de una manera dualista –como haría nuestra mente que, forzosamente, piensa al Espíritu como una realidad “aparte” del resto-, como de una manera panteísta, obra también de la mente que, en el otro extremo, piensa todo como unidad indiferenciada. Superados ambos extremos, la dos caras polares del modo como la mente puede acercarse a la realidad, somos invitados a trascender la mente para abrirnos a una sabiduría superior, que hace justicia a lo real, sin separar nada y sin confundirlo. Es la perspectiva no-dual, que han experimentado y en la que se han expresado desde siempre los místicos. Santa Teresa de Jesús, probablemente una de las mayores representantes de lo que, dentro del camino espiritual, podríamos llamar la “vía relacional o afectiva”, y por tanto, nada sospechosa de “veleidades panteístas”, en su obra de madurez “Las Moradas”, escribe: “Es un secreto tan grande y una merced tan subida lo que comunica Dios allí al alma en un instante, y el grandísimo deleite que siente el alma, que no sé a qué compararlo, sino a que quiere el Señor manifestarle por aquel momento la gloria que hay en el cielo por más subida manera que por ninguna visión ni gusto espiritual. No se puede decir más de que, a cuanto se puede entender, queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios… “En estotra merced del Señor [lo que la santa llama el “desposorio espiritual”], siempre queda el alma con su Dios en aquel centro. Digamos que sea la unión, como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una, o que el pábilo y la luz y la cera es todo uno… Acá es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cual es el agua, del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse; o como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida se hace todo una luz” (Las Moradas VII,2.3-4). Por su parte, san Juan de la Cruz expresa lo mismo con no menos fuerza: “Dios le comunica [al alma] su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios. Y se hace tal unión cuando Dios hace al alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios y el alma son una en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación” (Subida del Monte Carmelo II,5.7). Me parece que no podemos leer esas experiencias que nos transmiten los místicos como si se tratara de “dones” especiales que Dios otorgara arbitrariamente, o como si fueran la excepción de lo que es la realidad. Ocurre justamente al revés. Lo que los místicos ven –como lo que vio Jesús de Nazaret- es lo que se da siempre, la Realidad como es. El hecho de que la mayor parte de las personas no la perciban hace que se vean esas descripciones como excepcionales. Los místicos pueden ser todavía “excepciones” con respecto a quienes no ven, pero lo que ellos nos transmiten –dentro, siempre, de la pobreza de los conceptos y de las palabras para expresar una realidad que trasciende la mente, así como usando esquemas mentales propios de su época y cultura- no es nada “excepcional”, sino una descripción más ajustada de lo Real. Lo que ocurre es que la identificación con la mente hace que se vea lo falso como si fuera real, y lo que es verdadero como si fuera falso. En la experiencia mística –desde una perspectiva no dual-, el Espíritu no es “Alguien” que hace “algo” sobre “alguien”, por más que nuestra mente, en cuanto quiera dar razón de ello, no pueda expresarlo de otro modo. El término “espíritu”, en las tradiciones antiguas, aparece vinculado al viento, a la respiración y a la energía. Ruaj, en hebreo; pneuma, en griego; spiritus, en latín; qi (o chi), en chino; prana, en sánscrito… Todos ellos son términos que hacen referencia a “aliento vital”, “soplo de vida”, “energía”..., y guardan una estrecha relación con la propia respiración. A partir del simbolismo que nos regalan las etimologías, podemos hablar del Espíritu como del Aliento último de todo lo que es, pero un Aliento no-separado de lo que es, sino haciendo posible que sea yconstituyéndolo en su núcleo más íntimo; como de la Energía primeraque todo lo mueve y de la que están hechas todas las cosas; como delDinamismo vital que hace posible la vida y el despliegue de la misma en infinitas formas; como del Vacío primordial –atemporal e ilimitado- de cuyo interior está brotando todo lo manifiesto… Desde esta perspectiva también, en todo lo que vemos, estamos “viendo” al Espíritu en acción, al que reconocemos, además, como nuestro núcleo más íntimo, la Identidad más profunda. Y nos vienen a la memoria las sabias palabras de Pierre Teilhard de Chardin: “No somos seres humanos viviendo una aventura espiritual, sino seres espirituales viviendo una aventura humana”. Solo así puede captarse adecuadamente lo que es la evolución en toda su profundidad: El Espíritu duerme en los minerales, despierta en los vegetales, siente en los animales y ama en los humanos. O, dicho de otra manera: El Espíritu duerme en la piedra, sueña en la flor, despierta en el animal y sabe que está despierto en el ser humano. Me quedé sorprendido al constatar que, al presentarlo de este modo a alumnos de Bachillerato, dijeron “entender” lo que es la Trascendencia y la Unidad de todo. Sin duda, los niños y los jóvenes se hallan capacitados para percibir la dimensión espiritual de todo lo real. Lástima que la educación académica siga siendo tan chata y materialista, porque les está privando de cuidar su mayor riqueza: la inteligencia espiritual. Esa inteligencia es la capacidad de tomar distancia de la mente separadora, dejar de identificarnos con ella y tomar conciencia de nuestra verdadera identidad. Entonces caeremos en la cuenta de que el Espíritu vive en nosotros, impulsando nuestra consciencia… hasta que reconozcamos en él nuestro verdadero rostro.
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