En este precioso y hondo relato del evangelio de Juan son tantos los temas que el autor va hilvanando, desde diferentes niveles (histórico, simbólico, espiritual), que resulta imposible ni siquiera nombrarlos a todos en un breve comentario.
La imagen de la sed remite a nuestro Anhelo, incapaz de ser saciado por ningún objeto. La del agua, a nuestra identidad profunda, que está brotando constantemente en nuestro interior. Jesús aparece como el maestro que libera de engaños y de falsas identificaciones, para que podamos entrar en contacto con el "agua viva" que él mismo ya saborea, la única que hace posible que "nunca volvamos a tener sed". Esa agua no es "algo" –algún objeto que pudiera colmarnos- ni se halla lejos de nosotros. Constituye nuestro núcleo más profundo. Lo que suele ocurrir es que –como la samaritana- estamos lejos de ella. Al vivir "fuera" de nosotros, desconectados de la fuente, nos sucede aquello de lo que se lamentaba Agustín de Hipona: "¡Tarde te amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé!. Sin embargo, Tú estabas dentro de mí y era yo quien estaba fuera. Por fuera te buscaba y me lanzaba sobre el bien y la belleza creados por Ti. Tú estabas conmigo, era yo quien no estaba contigo ni conmigo. Me retenían lejos las cosas. No te veía ni te sentía, ni te echaba de menos. Mostraste tu resplandor y pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por Ti. Gusté de Ti, y siento hambre y sed. Me tocaste, y me abraso en tu paz". Agustín lo expresa en un lenguaje teísta y dual. Pero es solo cuestión de "idiomas", porque la experiencia mística –transpersonal- puede expresarse en todos ellos. Importa solo saber que la "hermosura siempre antigua y siempre nueva" no es "algo" (ni "alguien") separado de nosotros, aunque podamos dirigirnos a ella en clave relacional, nombrándola como un "Tú". Es otro nombre de la misma "agua", de que hablaba Jesús, y constituye nuestra identidad última, aquella en la que nos reconocemos cuando nuestra mente se ha silenciado; aquella que saboreamos cuando, simplemente, nos dejamos ser; aquella que está siempre a salvo y que, más allá de las apariencias mentales, compartimos con todos los seres. Cuando nos dejamos saborearla, empieza nuestra transformación: • nos "abrasamos en su paz", por seguir con el texto de Agustín; • ya "no creemos por lo que otros nos han dicho", como dijeron los samaritanos al conocer a Jesús; • se abre camino en nosotros la sabiduría de la Unidad, que nunca viene de la mente, sino del saborear lo que somos, y permanecer en conexión con ello; • a su lado, palidecen todas las demás "hermosuras", como cantaba Juan de la Cruz: "Por toda la hermosura, / nunca yo me perderé, / sino por un no se qué, / que se alcanza por ventura". Ese "no sé qué" –la mente no puede saberlo- es la experiencia inefable de lo que somos en profundidad, el agua viva y eterna, que se expresa de infinitas maneras en todos los "oleajes" de nuestra persona y de la historia.
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