En el relato de las tentaciones, quedan sabiamente reflejadas las apetencias más fuertes del ego. Es comprensible: nuestra primera y permanente tentación (engaño) no es otra que la de identificarnos con el ego y vivir para él.
Es un engaño, que conduce a la confusión y al sufrimiento, porque implica nada menos que olvidarnos de nuestra verdadera identidad y reducirnos a "algo" que nos esclaviza: el ego, en cuanto manojo de necesidades y de miedos, nubla nuestra visión y nos hace ver la realidad desde la reducida ranura de una mente absolutizada. El ego se define a sí mismo por lo que acumula: posesiones, imagen, fama, títulos, poder, afectos, creencias... Y, preso de una insatisfacción constante, se dedica toda su vida a acumular: es su único modo de sentirse vivo. Esa será, por tanto, nuestra tentación constante. Pero es importante advertir que no saldremos de ella a través de la lucha, sino gracias a la comprensión. Esto parece recordarnos también el relato, al poner en boca de Jesús palabras de sabiduría, que le permiten sortear el engaño: "Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto". El "Señor Dios" indica aquí justo lo opuesto al ego. Si este es únicamente un engaño, que nos encierra en su ficción, "Dios" es el fondo, la fuente y el núcleo de todo lo real, la Mismidad de todo lo que es. Eso lo único que merece adoración: porque esa es la verdad. Ahora bien, la Mismidad de lo que es, constituye nuestra identidad más profunda: es la Presencia, que percibimos como pura consciencia de ser. Se trata de la identidad que se encuentra siempre a salvo, que trasciende el tiempo y el espacio, que reconocemos "compartida" con todo lo que es, y que es nuestro verdadero "hogar", donde nos descubrimos no-separados de nadie ni de nada. Si la pulsión del ego es acumular –por ahí van las "tentaciones"-, la Presencia no busca otra cosa que ser. "Solo ser. Nada más. Y basta. Es la absoluta dicha", decía sabiamente Jorge Guillén. Cuando la comprensión nos permite vivir en conexión con la Presencia que somos, nuestra vida es transformada. Eso es lo que apreciamos en Jesús: en él percibimos a un hombre libre, confiado, compasivo, ecuánime... Quien se halla identificado con el ego (o yo mental), inevitablemente vivirá insatisfacción, soledad, miedo y ansiedad. Porque al ser una ficción, su percepción es de absoluta carencia y alteración: por más que lo intente negar, disimular o compensar, se sabe absolutamente vulnerable y, por tanto, amenazado. Por el contrario, en quien se vive anclado en su verdadera identidad brotan la confianza, la serenidad, la paz, la confianza, el amor... De hecho, todas estas dimensiones no son sino otros nombres de aquella misma única realidad. Con motivo de los funerales de Nelson Mandela, releí el testimonio que, años atrás, el cardenal Martini había dado sobre él. En una ocasión en que se le preguntó acerca de la persona más especial que había conocido en su vida, Martini respondió con rapidez:"Mandela; un hombre completamente en paz". Por otro lado, solo la comprensión de nuestra verdadera identidad nos permite salir de la trampa del acumular incesante y ansioso en que se mueve el ego. Y venimos a descubrir –Jesús también será un signo de ello- que no se trata de acumular, sino de participar en el movimiento de la Vida: dejar que la vida sea, porque nos vivimos alineados con ella, reconociéndola como nuestra identidad última, siempre a salvo: la única que merece toda adoración.
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