(Artículo muy “subversivo”)
Ayer, miércoles de ceniza, tuve, durante la homilía, una intuición un tanto inquietante, pero fuerte y atractiva. Las lecturas de la misa eran, sobre todo la 1ª y el Evangelio, claras en la llamada a la autenticidad y a la sinceridad, dejando muy de lado la preocupación por “el qué dirán”, que tanto mueve, muchas veces, a demasiadas personas. Textos como “rasgad los corazones y no las vestidura”, del profeta Joel (2, 13a), o “cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; … por tanto, cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta por delante. Tú, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; … Tú, cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido; … tú, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido.” (Mt 6, 1-6, 16-18, no seguidos). Ante esta rotunda enseñanza, me preguntaba, y pregunté a mis fieles, ¿a qué viene tanta disposición normativa, pública y notoria, a bombo y platillo, de la jerarquía eclesiástica, para regular las prácticas cuaresmales, como la oración, el ayuno y la abstinencia? Y la descarada hipocresía interesada por la que el que pagaba cierta cantidad quedaba exento de alguna práctica exigida, ¿qué tenía que ver con la diáfana claridad y simplicidad del evangelio? Así que me he animado a escribir por el alcance y la obligatoriedad, con sus condiciones, de la obediencia. Así que ahí va mi opinión: Todo ser humano, (sin más distingos ni añadiduras). Tiene que obedecer, siempre, a su conciencia. Pero es libre de hacerlo o no. Él, en sus recovecos psíquicos, gozará de la recompensa conseguida por su fidelidad y lealtad a su conciencia, o pagará la jugarreta que se haya permitido realizarse a sí mismo. Pero no debería tener otra fuente obligatoria de obediencia que la propia imposición de su pensamiento y su voluntad. Aprendamos a desconfiar de expresiones como “conciencia rectamente formada”, porque, ¿qué autoridad es la que dictamina si la conciencia está o no rectamente formada? O de quienes, individuos, o instituciones, insisten mucho, demasiado, en la obediencia, como el ejército, o las empresas que piensan que, al pagar bien a sus ejecutivos, compran también, caro, eso sí, su conciencia. Y para qué hablar de la Jerarquía de la Iglesia, que se ha agarrado como lapa al concepto de “Magisterio eclesiástico”, interpretando, siempre barriendo para casa, textos como “lo que atéis en la tierra será atado en el cielo”, o desatado, con el mismo resultado. Esa teoría se desmonta de un plumazo con el texto de los Hechos de los Apóstoles, cuando, interpelados por la desobediencia de Pedro y Juan al Sumo Sacerdote, que les había prohibido predicar en nombre de Jesús, responden, “es necesario obedecer a Dios antes que a vosotros”, (Hech 4,19). Y sus interlocutores eran el Sumo Sacerdote y los miembros del Sanedrín, máximas autoridades para la conciencia de un judío. Pero es que los apóstoles se acordaban muy bien del anuncio de Jesús sobre la verdadera libertad y valentía que deberían mostrar sus seguidores Cualquier ciudadano de país democrático. Por una especie de consenso unánime y virtual, no precisado en fecha ni en lugar, todos los ciudadanos hacen un contrato entre sí para fundar un ente superior a todos, llamado Estado, al que deben respeto y obediencia en sus decisiones. Es decir, el ciudadano de este tipo de país, tiene que obedecer las leyes. Pero esta obediencia no es un obsequio de la inteligencia y de la voluntad de la persona, en su fuero íntimo, sino solo en el fuero externo. Y cuando se trata de determinadas leyes, denominadas penales, el incumplimiento de las mismas puede llevar, y lleva, al castigo legal. Pero insisto, no se trata realmente de obediencia, sino de sumisión, porque en esa especie de Contrato Social (Rouseau) los ciudadanos, por el bien y el orden general, que se supone beneficioso para todos, han delegado en el Estado el poder coercitivo, es decir, el uso de la fuerza para obligar al cumplimiento de las reglas del juego. En los países democráticos se supone que estas reglas han sido pactadas por la mayoría. Y otra de las reglas fundamentales es que las minorías aceptan las reglas emanadas legítimamente de la mayoría del cuerpo social. Pero aunque también se llame “obediencia” a este sometimiento, la presencia del poder coercitivo, -fuerza-, como en el caso de las decisiones de la autoridad competente, jueces y fuerzas de seguridad del Estado, la relación de aceptación de esta autoridad no es, precisamente, obediencia, si bien así es q veces denominada popularmente. La desobediencia civil es, más bien, una negativa, no cargada de ética ni de moral, a realizar alguna acción que, o esa autoridad no tiene capacidad de ordenar, o choca con la conciencia del ciudadano, o las dos cosas. Ese es el fundamento de la “objeción de conciencia”. Los creyentes. Independientemente de la religión que sean, los que aceptan una autoridad trascendente, Dios, pretenden pautar su conciencia a los dictados que real, o supuestamente, reciben de esa autoridad. Es decir, canalizan el proceso común a todo ser humano por los cauces del respeto y la aceptación de las normas y mandamientos que suponen emanadas de esa autoridad divina indiscutida. El problema insoluble se derivaría del conflicto entre esas normas y la conciencia del individuo, que se instalaría en un dilema de difícil planteamiento y más complicada solución. Si aceptamos, como es mi caso, que la “Ley natural” es una entelequia deseada, pero no una realidad, acabaríamos por comprender que la conciencia de cualquier individuo, en su connotación ética, no responde a los dictados de un ser superior, que los hubiera trasmitido a los humanos a través de la naturaleza, sino al lento aprendizaje que el ser humano ha ido adquiriendo a través de los siglos y de las generaciones. Pero, como es fácil entender en ese caso que propongo, la verdadera y última norma de moralidad sería la conciencia así formada y modelada por el trascurrir de la cultura cívica y ética. (Como este tema es muy largo y profundo, mañana continuaré con el tema espinoso, e interesante para nosotros, de la obediencia en el ámbito del catolicismo). Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara *************** ¿A quién hay que obedecer? (y II)##Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara (Artículo más “subversivo”. Nos metemos con el “Magisterio de la Iglesia”) 1º) Uno de los movimientos,-¡sí!, ya sé que Kiko no quiere que el Camino Neo-catecumenal sea considerado así-, que más apela a la obediencia es, justamente, ese que todos llaman el de “los kikos”. Desde el principio me olió a chamusquina. Sobre todo al ver, y ser testigo, casi siempre mudo e impotente, de lo que tantas veces me he arrepentido, de verdaderos abusos con eso de la obediencia al “catequista”. Porque ya no se trata del obsequio de obediencia a los pastores de la Iglesia, que discutiremos más abajo, sino al simple catequista que, por enseñanza e imposición de Kiko, pasa a ser la voz de Dios, de la conciencia, y la fuente inagotable, e infalible, -mira por donde, en este mundo de inseguridades y relativismos-, de decisiones y tomas de posición, muchas veces vitales y decisivas en la vida. Es inaceptable e insoportable que, por una voluntaria y malévola confusión, pretenda alguien, por muy señas de identidad neo-catecumenal que tenga, arrogarse la autoridad creativa de Dios, usurpar su sabiduría y su poder, y anular lo que el mismo Dios ha hecho. El Génesis lo afirma con claridad: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Y la principal característica del hombre a la semejanza de Dios es, exactamente, su autonomía de pensamiento y voluntad. Me remito a la respuesta que los apóstoles dieron al sumo Sacerdote y al Sanedrín: “hay que obedecer a Dios y no a los hombres”. 2º) No encontramos en los evangelios ningún texto que nos dé una pista para fundamentar la necesidad, o conveniencia, de un director de conciencia que tenga la autoridad, recibida de lo alto, para dirigir o conducir la vida de otro ser humano. Tal vez pudiéramos percibir algo parecido en las cartas, sobre todo de Pablo. Pero tampoco. Generalmente, en la primera parte de las mismas, y a raíz del tema motivo de la carta, normalmente un asunto de la praxis de la comunidad, que quedaría mejor iluminado con una consideración bíblico-teológica, el apóstol exponía una fundamentación teológica a toda su argumentación. Solía usar el método rabínico, y, en la segunda parte, final de sus epístolas, ofrecía a sus comunidades, y a sus miembros, unos consejos o pistas para el buen desarrollo y convivencia de la vida comunitaria. Ofrecía, como digo, pistas e ideas, pero quedaba muy claro que cabía a la conciencia e iniciativa de cada hermano el uso de esos consejos, a veces advertencias serias y hasta severas. Y cuando en la comunidad primitiva se daba casos de excomunión o de inclusión en el orden de los penitentes, no era por desobediencia a las normas y órdenes de presbíteros u obispos, sino por directa derivación de la Palabra de Dios, y como consecuencia de su aceptación por todos los miembros de la comunidad eclesial. 3º) El auge de la importancia y prevalencia del Magisterio eclesiástico, comenzó, primero ´tímidamente, como consecuencia, a partir del siglo IV, y del edicto de Milán, 313 d.c., de la falta de preparación de los catecúmenos, que ya no se bautizaban como en los tres primeros siglos. El número y las prisas hicieron que la comunidad cristiana perdiera su primera fuerza y autenticidad, y que fuera, poco a poco convirtiéndose, en una de las mayores tragedias de la Historia de la Iglesia, en una religión, con todas las pegas y limitaciones de las mismas. Al inicio no era así, sino que los discípulos de Jesús lo que pretendían, y generalmente lo conseguían, era ser eso, los seguidores del Maestro de Nazaret, y sus testigos en el mundo. En esos primeros momentos, y con el serio riesgo de persecución y martirio, no hubo lugar al engrandecimiento y sublimación de los jerarcas de la Iglesia. Y si la Providencia la dotó durante los siglos V-VII de insignes padres, maestros y doctores eminentes, al final de esa época gloriosa lo que quedó fue una jerarquía envilecida, que dio paso enseguida a la vergüenza y a la insensatez total de la época del episcopado feudal. Pero los Santos padres habían sido, sobre todo, los moduladores, y después portavoces, de la Revelación de Dios en Jesucristo. Pero no los legisladores y moralistas en que después se fueron convirtiendo los representantes del Magisterio. 4º) Tengo que dejar bien claro que cuando me refiero a la obediencia excluyo de ésta a la aceptación, voluntaria y gozosa, de las fórmulas de la fe, que son, en verdad, un “obsequium fidei”, en lapidaria expresión de Tomás de Aquino. Con obediencia entendemos, más bien, el cumplimiento, en la vida real, no en el campo del pensamiento, es decir, en la praxis, de algún mandato proveniente de fuera. Es decir, obedecemos en el campo del comportamiento ético o moral. El asentimiento a la formulación del contenido del la fe es un regalo que hacemos voluntariamente a la Palabra de Dios revelada a los hombres, y expresada, con la ayuda divina, por los maestros inspirados por Dios para ese fin. Pero no es tema de obediencia. No hay obediencia intelectual, sino entendimiento, o no, de los conceptos implicados. Obedecemos con actos y hechos de la vida, no con la pura aceptación racional de una proposición. Esto es otra cosa. 5º) Entonces, ¿por qué el Magisterio de la Iglesia se adentró, y, después, se apoderó, de las normas morales para diferentes comportamientos en la vida real, no del pensamiento, y por qué se inmiscuyó en lo que llama “buenas costumbres? Porque, lo de doctrina de fe lo entendemos. Pero lo otro, yo, por lo menos, nunca lo he entendido. El magisterio de la Iglesia está para guiar nuestro conocimiento, nuestro mundo racional. No para marcar nuestras acciones. Para eso está nuestra conciencia, que los creyentes pensamos que la ha puesto Dios en nosotros para algo. Hay que insistir en que la Iglesia no tiene el monopolio de la moral, ni, en exclusiva, los criterios éticos del comportamiento humano, que son patrimonio, porque así lo ha querido Dios, de toda la humanidad. Y todo ser humano tiene la suficiente autonomía para guiarse por su conciencia. Claro que ésta es educada por la generación que a cada uno le ha tocado vivir, que, a su vez, ha recibido ya una herencia inmensa de las anteriores generaciones. La ley natural, como he dicho antes, no es sino un ingenuo e imposible desiderátum. Nuestra razón viene al mundo, como diría Aristóteles, en su elegante griego, pero que suena también precioso en latín, “tanquam tabula rasa”. Así que el Magisterio de la Iglesia no se puede arrogar el papel de único e infalible intérprete de una ley que no existe.
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