Cuando se escribió este evangelio, las comunidades llevaban ya muchos años de rodaje pero seguían creciendo. Los veteranos seguramente reclamaban privilegios, porque en un ambiente de inminente final de la historia, los que se incorporaban no iban a tener la oportunidad de trabajar como lo habían hecho ellos. La parábola advierte a los cristianos que no es mérito suyo haber accedido a la fe antes, sería ridículo esperar mayor paga.
Jesús acaba de decir al joven rico que venda todo lo que tiene y le siga. A continuación Pedro dice a Jesús: “Pues nosotros lo hemos dejado todo, ¿qué tendremos?” Jesús le promete cien veces más, pero termina con esa frase enigmática: “Hay primeros que serán últimos y últimos que serán primeros”. A continuación viene el relato de hoy, que repite lo mismo pero invirtiendo el orden; dando a entender que la frase se ha hecho realidad. Las lecturas de los tres últimos domingos han desarrollado el mismo tema, pero en una progresión de ideas interesante: el domingo 23 nos hablaba de la corrección fraterna, es decir, del perdón al hermano que ha fallado. El 24 nos habló de la necesidad de perdonar las deudas sin tener en cuenta la cantidad. Hoy nos habla de la necesidad de compartir con los demás sin límites, no con un sentido de justicia humano, sino desde el amor. Todo un proceso de aproximación al amor que Dios manifiesta a cada uno de nosotros. Hoy tenemos una mezcla de alegoría y parábola. En la alegoría, cada uno de los elementos significa otra realidad en el plano trascendente. En la parábola, es el conjunto el que nos lanza a otro nivel de realidad a través de una quiebra en el relato. Está claro que la viña hace referencia al pueblo elegido, y que el propietario es Dios mismo. Pero también es cierto que en el relato hay un punto de inflexión cuando dice: “Al llegar los primeros pensaron que recibirían más, pero también ellos recibieron un denario”. Desde la lógica humana, no hay ninguna razón para que el dueño de la viña trate con esa deferencia a los de última hora. Por otra parte, el propietario de la viña actúa desde el amor absoluto, cosa que solo Dios puede hacer. Lo que nos quiere decir la parábola es que una relación de ‘toma y da acá’ con Dios no tiene sentido. El trabajo en la comunidad de los seguidores de Jesús tiene que imitar a ese Dios y ser totalmente desinteresado. Con esta parábola, Jesús no pretende dar una lección de relaciones laborales. Cualquier referencia a ese campo en la homilía de hoy no tiene sentido. Cualquier sindicato de trabajadores consideraría una injusticia lo que hace el dueño de la viña. Jesús habla de la manera de comportarse Dios con nosotros, que está más allá de toda justicia humana. Que nosotros seamos capaces de imitarle es otro cantar. Desde los valores de justicia que manejamos en nuestra sociedad será imposible entender la parábola. Hoy todos trabajamos para lograr desigualdades, para tener más que el otro, estar por encima y así marcar diferencias con él. Esto es cierto, no solo respecto a cada individuo, sino también a nivel de pueblos y naciones. Incluso en el ámbito religioso se nos ha inculcado que tenemos que ser mejores que los demás para recibir un premio mayor. Ésta ha sido la falsa filosofía que ha movido la espiritualidad cristiana de todos los tiempos. La parábola trata de romper los esquemas en los que está basada la sociedad, que se mueve únicamente por el interés. Como dirigida a la comunidad, la parábola pretende unas relaciones humanas que estén más allá de todo interés egoísta de individuo o de grupo. Los Hechos de los Apóstoles nos dan la pista cuando nos dicen: “nadie consideraba suyo propio nada de lo que tenía sino que lo poseían todo en común”. Hay una segunda parte que es tan interesante como la misma parábola. Los de primera hora se quejan del trato que reciben los de la última. Se muestra aquí la incapacidad de comprensión de la actitud del dueño. No tienen derecho a exigir, pero les sienta mal que los últimos reciban el mismo trato que ellos. El relato demuestra un conocimiento muy profundo de la psicología humana. La envidia envenena las relaciones humanas hasta tal punto que, a veces prefiero perjudicarme con tal de que el otro se perjudique más. En realidad lo que está en juego es una manera de entender a Dios completamente original. Tan desconcertante es ese Dios de Jesús, que después de veinte siglos, aún no lo hemos asimilado. Seguimos pensando en un Dios que retribuye a cada uno según sus obras (el dios del AT). Una de las trabas más fuertes que impiden nuestra vida espiritual es creer que podemos merecer la salvación. El don total y gratuito de Dios es siempre el punto de partida, no algo a conseguir gracias a nuestro esfuerzo. Podemos ir incluso más allá de la parábola. No existe retribución que valga. Dios da a todos los seres lo mismo, porque se da a sí mismo y no puede partirse. Dios nos paga antes de que trabajemos. Es una manera equivocada de hablar decir que Dios nos concede esto o aquello. Dios está totalmente disponible a todos. Lo que tome cada uno dependerá solamente de él. Si Dios pudiera darme más y no me lo diera, no sería Dios. La salvación de Jesús no está encaminada a cambiar la actitud de Dios para con nosotros; como si antes de él estuviésemos condenados por Dios y después estuviésemos salvados. La salvación de Jesús consistió en manifestarnos el verdadero rostro de Dios y cómo podemos responder a su don total. Jesús no vino para hacer cambiar a Dios, sino para que nosotros cambiemos con relación a Dios aceptando su salvación. Con estas parábolas, el evangelio pretende hacer saltar por los aires la idea de un Dios que reparte sus favores según el grado de fidelidad a sus leyes, o peor aún, según su capricho. Por desgracia hemos seguido dando culto a ese dios interesado y que nos interesaba mantener. En realidad, nada tenemos que “esperar” de Dios; ya nos lo ha dado todo desde el principio. Intentemos darnos cuenta de que no hay nada que esperar. El mensaje de la parábola es evangelio, buena noticia: Dios es para todos igual: amor, don infinito. Queremos decir para todos sin excepción. Los que nos creemos buenos y cumplimos todo lo que Dios quiere, lo veremos como una injusticia; seguimos con la pretensión de aplicar a Dios nuestra manera de hacer justicia. ¿Cómo vamos a aceptar que Dios ame a los malos igual que a nosotros? Debe cambiar nuestra religiosidad, que se basa en ser buenos para que Dios nos premie o, por lo menos, para que no nos castigue. El evangelio nos propone cómo tiene que funcionar la comunidad (el Reino). ¿Sería posible trasladar esta manera de actuar a todas las instancias civiles? Lo que Jesús pretende es que despleguemos una vida plenamente humana. Si se pretende esa relación, imponiéndola desde el poder, no tendría ningún valor salvífico. Si todos los miembros de una comunidad, sea del tipo que sea, lo asumieran voluntariamente, sería una riqueza humana increíble, aunque no partiera de un sentido de trascendencia. Meditación El amor de Dios no se funda en mí, sino en Él. No tenemos que amar para que Dios nos ame sino amar como Dios nos ama y porque Él ya nos ama. Lo que Jesús intenta una y otra vez en el evangelio, es llevarnos al descubrimiento del verdadero Dios.
0 Comentarios
Nota: De los numerosos insultos que enriquecen la lengua castellana, “cabrón” es el único tomado de la Biblia (Ezequiel). Por consiguiente, nadie debe escandalizarse de que lo use, aunque tampoco es preciso que añada: “Palabra de Dios”.
Durante el período de formación de los discípulos, tal como lo cuenta el evangelio de Mateo, Jesús parece disfrutar desconcertándolos con sus ideas sobre el matrimonio, la importancia de los niños, la riqueza. Pero el punto culminante del desconcierto lo constituye esta parábola sobre el pago por el trabajo realizado (Mt 20,1-16). El protagonista es un terrateniente con capacidad para contratar a gran número de obreros. No es un señorito que se dedica a disfrutar de los productos del campo. Al amanecer ya está levantado, en la plaza del pueblo, contratando por el jornal habitual de la época: un denario. Y tres veces más, a las 9 de la mañana, a las 12, incluso a las 5 de la tarde, vuelve del campo al pueblo en busca de más mano de obra. A estos no les dice cuánto les pagará. Pero les da lo mismo. Algo es algo. Hasta ahora todo va bien. Un propietario rico, preocupado por su finca, atento todo el día a que rinda el máximo. Se intuye también un aspecto más positivo y social: le preocupa el paro, el que haya gente que termine el día sin nada que llevar a su casa. Pero este personaje tan digno se comporta al final como un cabrón. Al atardecer, cuando llega el momento de pagar, ordena al administrador que empiece por los últimos, no por los primeros. Cuando aquellos, sorprendidos, reciben un denario por una sola hora de trabajo, los demás, especialmente los de las 6 de la mañana, alientan la esperanza de recibir un salario mucho más elevado. Con gran indignación de su parte, reciben lo mismo. Es lógico que protesten. ¿Por qué no empezó el propietario por los primeros, los dejó marcharse, y luego pagó un denario a los otros sin que nadie se enterase? ¿Por qué quiso provocar la protesta? Porque sin el escándalo y la indignación no caeríamos en la cuenta de la enseñanza de la parábola. ¿Cabrón o bueno? Los jornaleros de la primera hora plantean el problema a nivel de justicia. En cambio, el terrateniente lo plantea a nivel de bondad. Él no ha cometido ninguna injusticia, ha pagado lo acordado. Si paga lo mismo a los de la última hora es por bondad, porque sabe que necesitan el denario para vivir, aunque muchos de ellos sean vagos e irresponsables. ¿Quiénes son los de las 6 de la mañana y los de las 5 de la tarde? En la comunidad de Mateo, formada por cristianos procedentes del judaísmo y del mundo pagano, predicar que Dios iba a recompensar igual a unos que a otros podía levantar ampollas. El judío se sentía superior a nivel religioso: su compromiso con Dios se remontaba a siglos antes, a Moisés; llevaba el sello de la alianza en su carne, la circuncisión; había cumplido los mandatos y decretos del Señor; no habían faltado un sábado a la sinagoga. ¿Cómo iban a pagarles lo mismo a estos paganos recién convertidos, que habían pasado gran parte de su vida sin preocuparse de Dios ni del prójimo? Usando unas palabras del profeta Daniel, ¿cómo iban a brillar en el firmamento futuro igual que ellos? En este planteamiento se comprende el reproche que les hace el propietario (Dios): vuestro problema no es la justicia sino la envidia, os molesta que yo sea bueno. Desde la época de Mateo han pasado veinte siglos; la interpretación anterior ya no resulta actual y podemos sustituirla por otra: los cristianos que han cumplido desde niños la voluntad de Dios, no han faltado un domingo a misa, colaboran en la parroquia, ayudan en Caritas, se enteran de que Dios va a compensarlos a ellos igual que a gente que solo pisa la iglesia para entierros y bodas, y que interpretan la moral de la Iglesia según les convenga. A algunos de ellos puede parecerles una gran injusticia. Dios no lo ve así, porque piensa recompensarles como se merecen. Si da lo mismo a los otros no es por justicia, sino por bondad. ¿No es de hipócritas indignarse? Si alguno se sigue indignando con la actitud de Dios, debería preguntarse si es hipócrita o tonto. En el fondo, el que se indigna es porque piensa que lleva trabajando desde las 6 de la mañana, que lo ha hecho todo bien y merece una mayor recompensa de parte de Dios. Si examina detenidamente su vida, quizá advierta que empezó a trabajar a las 11 de la mañana, y que se ha sentado a descansar en cuanto pensaba que el capataz no lo veía. A buen entendedor, pocas palabras. En cambio, el que es consciente de haber rendido poco en su vida, de no haberse comportado en muchos momentos como debiera, de haber empezado a trabajar a las 5 de la tarde, se sentirá animado con esta parábola. Las cinco de la tarde Cabe el peligro de interpretar lo anterior como “Dios es muy bueno y podemos dedicarnos a la gran vida”. La invitación a ir a trabajar a las 5 de la tarde, aunque sólo sea una hora, es un toque de atención. No se trata de seguir vagueando irresponsablemente. Siempre hay tiempo para echar una mano al propietario de la finca. Este es el tema de la 1ª lectura, tomada de Isaías 55,6-9, que usa un lenguaje mucho más severo. No habla de desocupados sino de malvados y criminales. Pero los exhorta a regresar al Señor, que “tendrá piedad” porque “es rico en perdón”. En el evangelio, con fuerte contraste, no son malvados y criminales los que van en busca de Dios; es el mismo Dios quien sale al encuentro, cuatro veces al día, de todas las personas que necesitan de su ayuda. Tanto el evangelio como Isaías coinciden en afirmar, cada uno a su estilo, que los planes y los caminos de Dios son muy distintos y más elevados que los nuestros. La alternativa de Pablo y la pandemia (Fil 1,20c.24.27a) Igual que el domingo pasado, la segunda lectura no tiene relación con el evangelio, pero sí mucha con la realidad actual del coronavirus. Pablo está en la cárcel, y no sabe si saldrá absuelto o lo condenarán a muerte. Para nosotros, la elección sería clara: absolución. Pablo ve las cosas de otro modo: la absolución le permitiría seguir trabajando por sus cristianos y por la extensión del evangelio; pero la muerte le permitiría «estar con Cristo, que es con mucho lo mejor». En esta alternativa, no sabe qué escoger. Lo absolverán, y continuará su obra unos años más, hasta que la muerte le permita estar con Cristo. En esta época en que solo se habla de la muerte como fría estadística o tragedia personal y familiar, Pablo nos recuerda a los cristianos que la muerte es el paso a disfrutar eternamente de la compañía del Señor. Nos encontramos este domingo con una parábola sencilla, pero de una fuerza sobrecogedora. Nos llega una Buena Noticia, que nos sorprende, nos descoloca y puede provocar en nosotros reacciones controvertidas, incluso apasionadas. ¡Cuántas veces lo hemos experimentado al escucharlo en grupo!
La parábola empieza como muchas otras: “El reino de los cielos se parece a un propietario…” Y es el modo de hacer de este personaje el que nos va descubriendo, con una fuerza arrolladora, el misterio más hondo de su ser, la profundidad y coherencia de su bondad y de su amor. Ante este misterio no podemos quedarnos indiferentes. Nos acercamos a este señor de la viña que sale de su casa y va, personalmente, a buscar trabajadores para su viña. Va al amanecer, vuelve a media mañana y repite por la tarde. Parece que lo suyo es salir a buscar trabajadores, encontrar y acoger en su viña a los que están “todo el día sin hacer nada”. No pone un anuncio, no manda a otros criados… Es él personalmente, el que sale a buscar, a buscarnos. A preguntarnos por qué estamos sin hacer nada. Por qué nuestra vida, ya al atardecer, está tan vacía... Nos sorprende esta forma de actuar, porque no suelen actuar así los grandes propietarios. Y nos asombramos aun más de que a todos los contrate por un denario. Un denario era lo que una familia necesitaba para vivir un día y le quedaba algo para el día siguiente. ¿Cuándo nos ha llamado a su viña a cada uno de nosotros? ¿Al amanecer de nuestra vida, en nuestra primera juventud, más tarde o ya casi al final? Parece que lo del reloj no es lo suyo, que tampoco le importan demasiado los años… El sale a buscarnos, nos admite en su viña y promete darnos “lo que necesitamos para vivir plenamente”. Nunca le parece que es tarde para nosotros. A continuación viene el núcleo de la parábola, el hecho que cambia el tono y provoca reacciones diversas: Al anochecer paga a todos el denario que les había prometido, el salario que necesitaban para que su familia cenase esa noche. Y por si nos queda duda el evangelio dice, empezando por los últimos y terminando por los primeros. ¿Qué reacción provoca esto en mí? ¿Cuántas veces hemos reaccionado como los “primeros”?: “Toda la vida trabajando, sacrificándonos y ahora todos somos iguales…” Es la queja de los que se sienten, o nos sentimos, llamados al amanecer, desde siempre. La queja que expresa nuestra mentalidad estrecha y nuestros cálculos mezquinos… Porque no hemos entendido nada, no conocemos a nuestro Dios. Tratamos con Él como el asalariado con su empleador, a más trabajo más sueldo. Y nos encontramos con un Dios que da el mismo salario a trabajo distinto. Un Dios al que le importa que estemos en la viña, no cuando hayamos llegado. Un Dios que ha decidido, desde siempre, darnos a cada uno lo que necesitamos para vivir plenamente, sin que nos lo tengamos que “ganar”. Y nuestro malestar crecer porque en el fondo, lo grave, es que no tenemos ninguna injusticia que denunciar: ¿No te contraté en un denario? Y entonces nos damos cuenta de que lo que nos molesta es la bondad de Dios: ¿Vas a tener tu envidia porque yo soy bueno? ¿Preferimos en el fondo un Dios mezquino como nosotros, un Dios calculador, que solo da bienes a los que se los ganan?... En definitiva un Dios al que podamos exigir, “hice esto, me debes dar...” Es un buen momento para revisar en qué Dios creemos. ¿En el que nos hemos imaginado o nos gustaría o en el que Jesús nos anuncia? el Dios que Jesús predica es el que da la salvación a todos gratuitamente. El que trata a todos como a hijos muy queridos y los da lo que necesitan para vivir plenamente. Ese Dios es tan peligroso que a Jesús le costó la vida… no fue su moral social, sus exigencias legales o sus milagros lo que le llevó a la muerte. A Jesús lo condenan porque habla de Dios, como el papá cariñoso, que hace salir el sol sobre malos y buenos y da la lluvia a justos e injustos… ¡Difícil mensaje! Tanta bondad nos sobrepasa… Sin embargo, esta bondad y forma de actuar de nuestro Dios nos expresa cuál es la dinámica del Reino. La cuestión es, ¿estamos dispuestos a acogerla, a entrar en ella? ¿No es liberador y reconfortante que Dios esté dispuesto a darnos siempre lo que necesitamos? ¿No es una buena noticia que nos trate así a todos? La persona que se siente así tratada supera la dinámica del “sueldo debido” y entra en la de la gratuidad. ¿Cómo se sentirían los viñadores que llegaron al final y vieron que su familia podría salir adelante un día más? Sin duda, agradecidos. Y de este agradecimiento nace el compromiso, el compromiso con el Señor de la viña, el compromiso por el Reino. La mentalidad “mercantilista” no hace personas comprometidas, implicadas… solo mercenarias. Este evangelio nos invita también a plantearnos sinceramente: ¿Es que no somos todos obreros de la última hora? ¿No hay algún aspecto de nuestra vida en el que aún estamos “sin hacer nada”? ¿Cuántas veces no le hemos pedido a Dios que nos de lo que necesitamos, conscientes de que no nos lo hemos ganado? ¿Por qué entonces nos molesta cuando vemos que nuestro Dios trata así a los demás? Que el Señor de la viña ensanche nuestros corazones y podamos saborear, disfrutar y agradecer su bondad y su amor para con todos. Much@s de nosotr@s llevamos muchos años escuchando exégesis de los evangelios y buscamos aquellos que van más de acuerdo con nuestro modo de pensar, con nuestra evolución en materia de fe. Pero más allá de la formación: ¿cuál es mi experiencia personal?
Reflexionamos la Palabra en solitario o en grupo y tratamos de vivir una vida comprometida con nuestro entorno. Todo eso está muy bien… y sin embargo las palabras de Jesús dirigidas a Marta: “María ha elegido la mejor parte”… nos crean un sentimiento de que tenemos pendiente, siempre, el tema de la oración personal, la oración contemplativa. Son muy interesantes los análisis históricos que nos ayudan a entender por qué la espiritualidad ha estado tan infravalorada hasta hace muy poco tiempo en nuestro entorno, pero no era así al principio del cristianismo. No es por tanto cuestión de ir a buscar en otras culturas lo que la nuestra no tiene, sino más bien redescubrir que se nos ha regalado una dimensión contemplativa que está por desarrollar. Thomas Keating, monje cisterciense norteamericano, junto con otros compañeros se embarcaron en los años 70 en la aventura de descubrir al mundo, sobre todo a los laicos, que la oración contemplativa para una vida más plenamente cristiana es para toda persona. Nosotras descubrimos el método de la “oración centrante” hace muchos años gracias a unas amigas que la practicaban de manera personal y también en grupo. La “oración centrante” junto con la “lectio divina”, nos permite adentrarnos en una relación con Dios que nos transforma, transforma nuestra vida mucho más allá de lo que nuestra voluntad pueda conseguir. En este tiempo difícil en el que oímos toda clase de opiniones sobre la situación que vivimos, sus causas, sus consecuencias…tiempo de miedo, ansiedad, necesitamos “entrar” en nuestro interior y “alimentarnos” bien. José María Bautista acaba de ultimar su cuarta publicación sobre las distintas generaciones. La última, para el cambio de liderazgo. Es fecundísimo. En ellas va describiendo las características de cada edad en la vida.
Pero pone en interrogante todos nuestros conocimientos y nuestros convencimientos. Al leerlo siento que necesito un cambio radical en mis planteamientos pastorales. Cuando leo Aprendizaje Espiritual -en cualquiera de sus cuatro libros- me voy dando cuenta de que muchas veces estoy transmitiendo un lenguaje, un contenido, unos símbolos, una pedagogía que son propios de mediados del siglo 20 y resulta que, lo quiera o no, hoy estamos y están viviendo las personas en el siglo 21 y a toda marcha. Y ahí se trasluce la concepción de las cosas de siglos pasados. Por eso, no estoy dialogando con los jóvenes de hoy: no funciono con sus símbolos, no conecto con sus canciones, no vivo sus valores. No descubro ahí la Buena Nueva. Lo que más me afecta es que evangelizar no es transmitir ideas y mensajes para convencerles de mi fe, sino aprender a evangelizar desde el acontecer cotidiano, buscando las huellas de Dios en ellos y en su vida. Para ver el acontecer diario, hay que escucharlos y conectar con ellos. No se trata de evangelizarles sino dejarnos evangelizar por ellos, porque Dios está y actúa ahí. Se trata de generar expectativas en ellos y seguirles en su crecimiento. No se trata de transmitirles la fe, porque eso es un don de Dios. Jesús no lo hizo. Jesús contaba parábolas. Jesús no construía el Reino; lo acogía. Por eso la pedagogía no ha de ser transmitir, sino escuchar, escuchar y escuchar. El mejor indicador es revisar si nuestra teología es la del anuncio y la escucha. Evangelizar, nos dice, no es otra cosa que confiar ciegamente en las personas y creer que ellas encontrarán su propio camino. Porque en ellas actúa Dios. Tenemos la oportunidad de actualizar los relatos de Jesús con las palabras y las realidades de hoy, con parábolas de hoy. El grave problema no está en que la sociedad no es religiosa, sino en que los que somos religiosos no estamos en la sociedad actual. Nuestros templos se están quedando vacíos. Por supuesto que la pandemia ha hecho que mucha gente mayor no participe en la misa diaria ni en la dominical, pero en general la asistencia a la misa ha decaído mucho en estos últimos años. Son múltiples las causas del fenómeno (daría para escribir todo un libro), pero yo me quisiera fijar en una que considero de gran importancia: la misma forma de realizar la celebración del sacramento.
El último concilio decretó una reforma de la liturgia católica que fue muy aplaudida por todos. Podía haber sido más profunda, pero fue bastante significativa. No obstante, desde el primer momento, hubo una minoría de teólogos de renombre que, de manera solapada, criticaron y torpedearon la reforma aprobada en el aula conciliar, certificada e impulsada por Pablo VI y recibida con alegría por la inmensa mayoría del pueblo santo de Dios. Después del concilio, nuestras misas cambiaron a mejor: mayor participación de los fieles, cantaba toda la asamblea, se priorizaba la escucha y la meditación de la palabra de Dios, las peticiones eran de verdad de los fieles, la comunión de pie y en la mano, etc. Todos los cantos eran en castellano, los ornamentos eran sencillos y dignos. Se intentaba llevar la vida a la misa y después, llevar la misa a la vida. Las traducciones de los textos litúrgicos se hicieron con sentido común: menos literalidad y más pedagogía pastoral. La sencillez y la fraternidad se sentían más presentes. Al paso de los años, los enemigos de la reforma fueron ganando terreno. Hubo un teólogo llamado J. Ratzinger que se atrevió a decir: La reforma litúrgica de Pablo VI ha producido unos daños extremadamente graves pues rompe con la tradición. Me parece que la frase es falsa y peligrosa. Pero con ella comenzó lo que muchos llaman la reforma de la reforma para restaurar el rito antiguo. Y este rito antiguo se va abriendo camino, sobre todo ente las últimas generaciones de curas. Son muchos los detalles, pequeños dirán algunos, pero sintomáticos. Detalles que poco a poco se han ido introduciendo en nuestras misas, que nos indican que estamos en un tiempo de restauración de la liturgia anterior al concilio. Veo los siguientes: se ha vuelto a celebrar la misa en latín (lengua muy venerable para la Iglesia, pero una lengua muerta que el pueblo no entiende). En algunas misas, se usan casullas de guitarra, ya trasnochadas. Como da reparo decir la misa de espaldas al pueblo, se pone un crucifijo en el altar que no mira al pueblo sino al cura, como cuando se celebraba de espaldas al pueblo. La elevación del pan y el vino consagrados se hace como antiguamente, elevando las especies al máximo por encima de la cabeza del celebrante para que el pueblo las adore. Se han vuelto a poner las comulgatorios para que la gente comulgue de rodillas (Se ignora que desde el siglo IV, el concilio de Nicea estableció la comunión de pie y en la mano). Se siguen dando títulos al Padre Dios que son más de la filosofía griega que del NT. Se habla de un Dios ahistórico, mágico, tapa huecos y poco evangélico. Se ve a curas jóvenes con sotana, fajín, esclavina, bonete o solideo, presidiendo las procesiones. Algunos han ido revestidos con amplios ornamentos, hasta con solideo y bajo palio, bendiciendo a la gente por las calles. La imagen del santo patrón iba a la intemperie y el cura bajo palio. Parece mentira, pero es real. En el culmen del ritualismo tenemos un documento del Vaticano en tiempos de Benedicto XVI, en el que se dice que el fiel que vea que el cura no lleva alzacuellos al revestirse para la misa, debe denunciarlo al obispo. Menos mal que nuestra gente es sensata y no se mete en esas nimiedades. Jesús ya lo criticó cuando dijo que lo fariseos cuelan el mosquito y se tragan el camello. A Dios gracias el documento emanado por la congregación para el Culto Divino tuvo poca resonancia. Me alegra que el nuevo misal aprobado para Italia hace unos días no ha recogido la expresión “sangre derramada por muchos”, sino que la mantiene como salió el concilio “por todos”. Es sabido que en el lenguaje bíblico la expresión por muchos significa por todos. No podemos ser literalistas. Es un grave error. Ya lo dijo Juan Pablo II: El cuerpo y la sangre de Cristo se han entregado para la salvación de todo el hombre y de todos los hombres. Como Iglesia que camina en el siglo XXI, hemos de dar los pasos necesarios para poner en acción el sugestivo y comprometido programa que nos propone el papa Francisco, cuando escribe: Cristo puede renovar nuestra vida y nuestra comunidad. Aunque atravesemos épocas oscuras y a pesar de nuestro pecado, Cristo puede romper los esquemas aburridos y sorprendernos con su creatividad. Hay que volver a las fuentes y recuperar la frescura del Evangelio del que brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras con renovado significado. (La alegría del Evangelio, 11). Propiciemos el cambio. No tengamos miedo. Es mucha la tarea, pero contamos con la fuerza del Espíritu. Suelo llevar en el bolso un pequeño cuaderno con bolígrafo enganchado en las anillas. Compañero de viaje por la vida. Me ayuda a retornar a no olvidar. Anoto alguna frase que escuché, me sorprendió y me hizo pensar por un instante antes de seguir mi camino.
Pero la función real que cumple mi cuaderno es confiarle mis ideas. Esas que surgen a la velocidad de un destello en el momento más inoportuno: en el coche a punto de ponerse rojo el semáforo, el autobús llegando a la parada, o cuando alguien me requiere para algo y no puedo dejarle con la palabra en la boca. En cuanto puedo anoto a toda máquina la idea antes que se difumine en mi cabeza. Sus hojas son un almacén de notas, con letra terrible, en donde quedan custodiadas ideas que de no estar anotadas corren el riesgo de desaparecer. En ocasiones tienen a bien volver, pero no siempre. Por eso, la fidelidad de mi pequeño cuaderno la valoro infinito. En su seno las ideas toman cuerpo y permanecen a la espera de que vuelva. Eso me ocurrió hace unos meses y aquí copio literal lo que escribí y he leído hace unos días: “25 febrero 2020. Leo en el kiosco de prensa: ‘La OMS* pide al mundo que se prepare para una pandemia”… sigo de camino. Esperando el autobús miro la publicidad de una película francesa: ‘Lo mejor está por llegar”, con foto de dos hombres riéndose y un comentario sobre la película: ‘Una apuesta por la vida’. Imposible imaginar lo que se avecinaba en menos de tres semanas. Ahora ya lo sabemos. Lo vivido individual y colectivamente es la experiencia de todos en lo mismo, aunque no de la misma manera ni con la misma comprensión. La dura experiencia de la enfermedad, el dolor y la muerte sin el recurso a mano del control sobre un algo desconocido y empoderado que se ríe de nuestras ex-seguridades y ex-controles, dejándonos menguados, ateridos y encorvados; sin poder utilizar los recursos afectivos elementales: el abrazo, el beso, la caricia, el apretón de manos, la sonrisa visible, la carcajada amplia… ¡menos mal que los ojos hacen un buen trabajo y estamos aprendiendo! La OMS avisó de un gran peligro, así está anotado en mi cuaderno. ¿Hay alguien desde alguna institución con solvencia que nos ponga en guardia de que lo mejor estaría por llegar si empezamos a romper los moldes de la “antigua normalidad”? No escucho voces en ese sentido. Pero no podemos quedarnos mirando a las alturas y esperando que nos lo den hecho. Tenemos que empezar a mirar el horizonte y creer que lo mejor está por llegar… aunque cueste. ¿Verdad? No queda otra que avanzar sin quedarnos metidos en la gruta del miedo cerrando los ojos ante una realidad que no va a ser la que conocíamos. De forma creativa hay que dejar de lado el individualismo de sálvese quien pueda, quitar la etiqueta de low cost* a la vida de la gente, hacer un riguroso uso del dinero común cortando las vías de escape hacia el charco fangoso de la corrupción, educar en valores individuales y sociales, esto no es barra libre de derechos y absentismo de obligaciones. Desde una creatividad no violenta denunciar el mal uso de la palabra, la información, la comunicación en la política, los medios periodísticos, las redes sociales y también en las conversaciones de pasillo, de caña o café. Creo que ha llegado el tiempo de apostar por la vida. Y para ello es inevitable reflexionar si estamos dispuestos a ser cada vez más quienes creamos firmemente en la unidad como pieza clave en el camino que tenemos por delante; el cuidado de unos por otros como herramienta que nos hará fuertes; el cambio en la forma de consumir será una revolución pacífica pero contundente en beneficio de la humanidad y de la naturaleza. Para una seria apuesta por la vida habrá que mirar hacia atrás viendo lo que no se puede repetir, lo que hay que cambiar. No va a ser fácil pero será una apuesta ganadora si pensamos en una vida mejor no para unos a costa de otros; ni siquiera para muchos, ha de ser para todos. El evangelio de hoy es continuación del que leíamos el domingo pasado. Allí se daba por supuesto el perdón. Hoy es el tema principal. Mt sigue con la instrucción sobre cómo comportarse con los hermanos dentro de la comunidad. Sin perdón mutuo sería imposible cualquier clase de convivencia estable. El perdón es la más alta manifestación del amor y está en conexión directa con el amor al enemigo. Entre los seres humanos es impensable un verdadero amor que no lleve implícito el perdón. Dejaríamos de ser humanos si pudiéramos eliminar la posibilidad de fallar y el fallo concreto y real.
La frase "setenta veces siete", no podemos entenderla literalmente; como si dijera que hay que perdonar 490 veces. Quiere decir que hay que perdonar siempre. El perdón tiene que ser, no un acto, sino una actitud, que se mantiene durante toda la vida y ante cualquier ofensa. Los rabinos más generosos del tiempo de Jesús hablaban de perdonar las ofensas hasta cuatro veces. Pedro se siente mucho más generoso y añade otras tres. Siete era ya un número que indicaba plenitud, pero Jesús quiere dejar muy claro que no es suficiente, porque supone que Pedro todavía lleva cuenta de las ofensas. La parábola de los dos deudores no necesita explicación. El punto de inflexión está en la desorbitada diferencia de la deuda de uno y otro. El señor es capaz de perdonar una inmensa deuda (60.000.000 denarios). El empleado es incapaz de perdonar 100 denarios. Al final, encontramos un rabotazo de AT: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo”. Jesús nunca pudo dar a entender que un Dios vengativo puede castigar de esa manera, o negarse a perdonar hasta que cumplamos unos requisitos. El perdón sólo puede nacer de un verdadero amor. No es fácil perdonar, como no es fácil amar. Va en contra de todos los instintos. Va en contra de lo razonable. Desde nuestra conciencia de individuos aislados en nuestro ego, es imposible entender el perdón del evangelio. El ego necesita enfrentarse a todo para sobrevivir y potenciarse. Desde esa conciencia, el perdón se convierte en un factor de afianzamiento del ego. Perdono (la vida) al otro porque así dejo clara mi superioridad moral. Expresión de este perdón es la famosa frase: “perdono pero no olvido” que es la práctica común en nuestra sociedad. Para entrar en la dinámica del perdón, debemos tomar conciencia de nuestro verdadero ser y de la manera de ser de Dios. Experimentando la ÚNICA REALIDAD, descubriré que no hay nada que perdonar, porque no hay otro. Con un ejemplo podemos aproximarnos a la idea. Si tengo una infección en el dedo meñique del pie y me causa unos dolores inaguantables, ¿puedo echar la culpa al dedo de causarme dolor? El dedo forma parte de mí y no hay manera de considerarlo como un objeto agresor. Hago todo lo posible por curarlo porque es la única manera de ayudarme a mí mismo. Desde nuestro concepto de pecado como mala voluntad por parte del otro, es imposible que nos sintamos capaces de perdonar. El pecado no es fruto nunca de una mala voluntad, sino de una ignorancia. La voluntad no puede ser mala, porque no es movida por el mal. La voluntad solo puede ser atraída por el bien. La trampa está en que se trata del bien o el mal, que le presenta la inteligencia, que con demasiada frecuencia se equivoca y presenta a la voluntad como bueno lo que en realidad es malo. “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo”. Dios no tiene acciones, mucho menos puede tener reacciones. Dios es amor y por lo tanto es también perdón. No tiene que hacer ningún acto para perdonar; está siempre perdonando. Su amor es perdón porque llega a nosotros sin merecerlo. Ese perdón de Dios es lo primero. Si lo aceptamos nos hará capaces de perdonar a los demás. Eso sí, la única manera de estar seguros de que lo hemos descubierto y aceptado, es que perdonamos. Por eso se puede decir, aunque de manera impropia, que Dios nos perdona en la medida que nosotros perdonamos. Es muy difícil armonizar el perdón con la justicia. Nuestra cultura cristiana tiene fallos garrafales. Se trata de un cristianismo troquelado por el racionalismo griego y encorsetado hasta la asfixia por el jurisdicismo romano. El cristianismo resultante, que es el nuestro, no se parece en nada a lo que vivió y enseñó Jesús. En nuestra sociedad se está acentuando cada vez más el sentimiento de Justicia, pero se trata de una justicia racional e inmisericorde, que la mayoría de las veces esconde nuestro afán de venganza. El razonamiento de que sin justicia los malos se adueñarían del mundo no tiene sentido. Este sentido de la justicia se la hemos aplicado al mismo Dios y lo hemos convertido en un monstruo que tiene que hacer morir a su propio Hijo para “justificar” su perdón. Es completamente descabellado pensar que un verdadero amor está en contra de una verdadera justicia. Luchar por la justicia es conseguir que ningún ser humano haga daño a otro en ninguna circunstancia. La justicia no consiste en que una persona perjudicada consiga perjudicar al agresor. Seguiremos utilizando la justicia para dañar al otro. Lo que decimos en el Padrenuestro es un disparate. No es un defecto de traducción. En el AT está muy clara esta idea. En la primera lectura nos decía exactamente: "Del vengativo se vengará el Señor". "Perdona la ofensa de tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas". Cuando el mismo evangelista Mateo relata el Padrenuestro, la única petición que merece un comentario es ésta, para decir: "...Porque si perdonáis a vuestros hermanos, también vuestro Padre os perdonará; pero si no perdonáis, tampoco vuestro Padre os perdonará (Mt 6,14). ¿No sería más lógico pedir a Dios que nos perdone como solo Él sabe hacerlo, y aprendamos de Él nosotros a perdonar a los demás? Para descubrir por qué tenemos que seguir amando al que me ha hecho daño, tenemos que descubrir los motivos del verdadero amor a los demás. Si yo amo solamente a las personas que son amables, no salgo de la dinámica del egoísmo. El amor verdadero tiene su justificación en la persona que ama, no en el objeto del amor y sus cualidades. El amor a los que son amables no es garantía ninguna del amor verdaderamente humano y cristiano. Si no perdonamos a todos y por todo, nuestro amor es cero, porque si perdonamos una ofensa y otra no, las razones de ese perdón no son genuinas. No solo el ofendido necesita perdonar para ser humano. También el que ofende necesita del perdón para recuperar su humanidad. La dinámica del perdón responde a la necesidad psicológica del ser humano de un marco de aceptación. Cuando el hombre se encuentra con sus fallos, necesita una certeza de que las posibilidades de rectificar siguen abiertas. A esto le llamamos perdón de Dios. Descubrir, después de un fallo grave, que Dios me sigue queriendo, me llevará a la recuperación, a superar la desintegración que lleva consigo un fallo grave. La mejor manera de convencerme de que Dios me ha perdonado, es descubrir que aquel a quien ofendí me ha perdonado. Meditación Si vivo en la superficie de mi ser (ego), el perdón, que nos pide Jesús, será imposible. No hay ofensor, ni ofendido, ni ofensa. No hay nada que perdonar ni nadie a quien perdonar. Cualquier otra solución no pasará de artificial e inútil. O se convierte en refuerzo de nuestro ego. El domingo pasado, Jesús hablaba a sus discípulos de la forma de corregirse fraternamente. Hoy aborda el tema del perdón a nivel individual y personal, que es el que afecta a la inmensa mayoría de las personas.
Argumentos para perdonar (Eclesiástico 27,33-28,9) La primera lectura está tomada del libro del Eclesiástico, que es el único de todo el Antiguo Testamento cuyo autor conocemos: Jesús ben Sira (siglo II a.C.). Un hombre culto y estudioso, que dedicó gran parte de su vida a reflexionar sobre la recta relación con Dios y con el prójimo. En su obra trata infinidad de temas, generalmente de forma concisa y proverbial, que no se presta a una lectura precipitada. Eso ocurre con la de hoy a propósito del rencor y el perdón. El punto de partida es desconcertante. La persona rencorosa y vengativa está generalmente convencida de llevar razón, de que su rencor y su odio están justificados. Ben Sira le obliga a olvidarse del enemigo y pensar en sí mismo: «Tú también eres pecador, te sientes pecador en muchos casos, y deseas que Dios te perdone». Pero este perdón será imposible mientras no perdones la ofensa de tu prójimo, le guardes rencor, no tengas compasión de él. Porque «del vengativo se vengará el Señor». Si lo anterior no basta para superar el odio y el deseo de venganza, Ben Sira añade dos sugerencias: 1) piensa en el momento de la muerte; ¿te gustaría llegar a él lleno de rencor o con la alegría de haber perdonado? 2) recuerda los mandamientos y la alianza con el Señor, que animan a no enojarse con el prójimo y a perdonarle. [En lenguaje cristiano: piensa en la enseñanza y el ejemplo de Jesús, que mandó amar a los enemigos y murió perdonando a los que lo mataban.] Pedro y Lamec Lo que dice Ben Sira de forma densa se puede enseñar de forma amena, a través de una historieta. Es lo que hace el evangelio de Mateo en una parábola exclusiva suya (no se encuentra en Marcos ni Lucas). El relato empieza con una pregunta de Pedro. Jesús ha dicho a los discípulos lo que deben hacer «cuando un hermano peca» (domingo pasado). Pedro plantea la cuestión de forma más personal: «Si mi hermano peca contra mí», «si mi hermano me ofende». ¿Qué se hace en este caso? Un patriarca anterior al diluvio, Lamec, tenía muy clara la respuesta: «Por un cardenal mataré a un hombre, a un joven por una cicatriz. Si la venganza de Caín valía por siete, la de Lamec valdrá por setenta y siete» (Génesis 4,23-24). Pedro sabe que Jesús no es como Lamec. Pero imagina que el perdón tiene un límite, no se puede exagerar. Por eso, dándoselas de generoso, pregunta: «¿Cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?». Toma como modelo contrario a Caín: si él se vengó siete veces, yo perdono siete veces. Jesús le indica que debe tomar como modelo contrario a Lamec: si él se vengó setenta y siete veces, perdona tú setenta y siete veces. (La traducción litúrgica, que es la más habitual, dice «setenta veces siete»; pero el texto griego se puede traducir también por setenta y siete, como referencia a Lamec). En cualquier hipótesis, el sentido es claro: no existe límite para el perdón, siempre hay que perdonar. La parábola (Mt 18,21-35) Para justificarlo propone la parábola de los dos deudores. La historia está muy bien construida, con tres escenas: la primera y tercera se desarrollan en la corte, en presencia del rey; la segunda, en la calle. 1ª escena (en la corte): el rey y un deudor. Se subraya: 1) La enormidad de la deuda; diez mil talentos equivaldrían a 60 millones de denarios, equivalente a 60 millones de jornales. 2) Las duras consecuencias para el deudor, al que venden con toda su familia y posesiones. 3) Su angustia y búsqueda de solución: ten paciencia. 4) La bondad del monarca, que, en vez de esperar con paciencia, le perdona toda la deuda. 2ª escena (en la calle): está construida en fuerte contraste con la anterior. 1) Los protagonistas son dos iguales, no un monarca y un súbdito. 2) La deuda, cien denarios, es ridícula en comparación con los sesenta millones. 3) Mientras el rey se limita a exigir, el acreedor se comporta con extrema dureza: «agarrándolo, lo estrangulaba». 4) Cuando escucha la misma petición de paciencia que él ha hecho al rey, en vez de perdonar a su compañero lo mete en la cárcel. 3ª escena (en la corte): los compañeros, el rey y el primer deudor. 1) La conducta del deudor-acreedor escandaliza e indigna a sus compañeros, que lo denuncian al rey. Este detalle, que puede pasar desapercibido, es muy importante: a veces, cuando una persona se niega a perdonar, intentamos defenderla; sin embargo, sabiendo lo mucho que a esa persona le ha perdonado Dios, no es tan fácil justificar su postura. 2) La frase clave es: «¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" Con esto Jesús no sólo ofrece una justificación teológica del perdón, sino también el camino que lo facilita. Si consideramos la ofensa ajena como algo que se produce exclusivamente entre otro y yo, siempre encontraré motivos para no perdonar. Pero si inserto esa ofensa en el contexto más amplio de mis relaciones con Dios, de todo lo que le debemos y Él nos ha perdonado, el perdón del prójimo brota como algo natural y espontáneo. Si ni siquiera así se produce el perdón, habrá que recordar las severas palabras finales de la parábola, muy interesantes porque indican también en qué consiste perdonar setenta y siete veces: en perdonar de corazón. La diferencia entre la 1ª lectura y el evangelio Ben Sira enfoca el perdón como un requisito esencial para ser perdonados por Dios. La parábola del evangelio nos recuerda lo mucho que Dios nos ha perdonado, que debe ser el motivo para perdonar a los demás. «Vivimos para el Señor, morimos para el Señor» (Romanos 14,7-9) El breve fragmento elegido de la carta a los Romanos carece de relación con las otras dos lecturas. Pero en este tiempo de pandemia, cuando se acumulan miles de muertos, consuela recordar que «en la vida y en la muerte somos del Señor». El evangelio de este Domingo muestra uno de los temas más relevantes del legado de Mateo: el compromiso ético de la fe y las consecuencias de no vivirlo de manera coherente y auténtica. En este caso se centra en el asunto del perdón.
La introducción de este texto ya es el mensaje esencial que queda argumentado y explicitado con la parábola que narra a continuación; un breve diálogo entre Jesús y Pedro termina clarificando cómo vivir el perdón desde una visión cristiana y las actitudes que supone. La pregunta de Pedro indica que, como buen militante del judaísmo, ya conocía el deber del perdón de las ofensas. Ahora bien, el perdón se recibía a través de unas tarifas determinadas. Las escuelas rabinas exigían que sus discípulos perdonasen tantas veces a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, etc.., y estas tarifas eran diferentes según la escuela. Lo que hace Pedro es preguntar a Jesús cuál era su tarifa para saber si era tan severa como la de la escuela que requería perdonar siete veces a su hermano. La respuesta de Jesús, una vez más desconcertante, utiliza el número siete jugando a multiplicarlo, para transmitir que el perdón ha de ser en totalidad según el significado de ese número en la simbología judía. Perdonar en totalidad es perdonar de manera auténtica, de corazón, de raíz, sin tarifas o grados. Se trata de un perdón que trasciende lo emocional, lo supera y se sitúa en el mismo suelo del ser humano. Esta parábola libera al perdón de toda tarifa para hacer de él un signo de un perdón que no es un deber moral, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado previamente. Jesús introduce este elemento nuevo en la parábola: nuestra capacidad de perdonar en totalidad es directamente proporcional a nuestras experiencias de haber sido perdonad@s auténticamente. Estas vivencias, bien integradas y conscientes, van despertando una sensibilidad que ablanda la comprensión y empatía con aquellos que nos dañan y ofenden, nos conectan con la realidad más profunda y espiritual dándose un crecimiento de la persona tan exponencial como el setenta veces siete del que habla Jesús. Ahondando en el significado de la parábola, se puede percibir que el perdón cristiano tiene una doble vertiente: la psicológica y la referida al vínculo con la Divinidad. Integrar ambas vertientes construye al creyente unificando su persona y convirtiendo la fe en una posición ante la vida y no en un deber moral. Perdonar totalmente o de corazón supone haber reabsorbido la rabia y los sentimientos negativos y legítimos que se despiertan, aunque se necesite un camino complejo para restaurar la relación cuando la dignidad ha sido violada por el daño realizado. En el proceso del perdón, como indica la parábola, hay que tener en cuenta ambas partes: quien daña y quien es dañado. No se trata de dar un perdón ingenuo, romántico o meloso, de perdonar con las emociones porque se quedaría en las arenas movedizas de los sentimientos, sino que, en el ejercicio de ese perdón, es importante situarse con una nueva dignidad frente a quien daña. Sólo así el perdón puede llegar a cambiar a la otra persona para que no siga dañando a terceros o reincidir en el daño causado. Esta es la dimensión educativa del perdón. Tras el perdón es necesario un cambio de posición por ambas partes. Una mala gestión del perdón genera tortura, como dice la parábola, que es vivir desde el rencor, la venganza o la disposición vulnerable a ser dañados de nuevo. Es muy importante perdonar con dignidad para recibir el perdón con posibilidad de cambio. Así es el perdón de Dios del que nos habla Jesús, un perdón que pretende transformar a la persona “para que no peque más”. Nadie se libra de estas dos experiencias: ofender y perdonar. Es todo un reto en la vida aprender a perdonar y a recibir el perdón de manera sana y profunda, así como ser conscientes de este doble dinamismo que puede interferir en las relaciones humanas y en nuestro vínculo con Dios. Todo ser humano, por ser reflejo del Ser de Dios, nace equipado de una capacidad para perdonar que se activa al experimentar un perdón auténtico y en totalidad. Esta es la fuerza liberadora del perdón. |
Ayuda al Blog que publica todos los días diferentes áreas, queremos seguir publicando
EL BLOGEl blog es uno dedicado al análisis en general de muchos puntos desde la ópica teológica. La meta es impulsar el estudio amplio y profundo de la fe y de la razón, siendo ambos elementos fundamentales de la vida. SABES QUE PUEDES HACER COMENTARIOS A LAS REFLEXIONES O ENSAYOS TEOLOGICOS QUE APARECEN EN EL BLOG, SI PUEDES INTENTALO...
Archivos
Febrero 2023
Categorias |