“In necessaris unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas”. Como otras muchas máximas y sentencias, también esta encierra una más que enjundiosa verdad sobre la actitud a mantener respecto a tres realidades muy concretas de la vida. Comenzaré por la del medio. “Libertad en lo dudoso”. Me parecería más que sospechosa la actitud de la persona que pretendiera sentar cátedra sobre algo que no se vislumbra claro, que puede admitir interpretaciones diversas o que tiene relación con una realidad sobre la que se pueden tener puntos de vistas diferentes, cuando ello no entra en contradicción, claro está. Dicha libertad debe ser exigida con más fuerza en el caso de existir la posibilidad de entrometerse en el fuero interno; representado este en la conciencia de la persona. De ahí el también adagio de la Iglesia católica “De internis neque Eclessia judicat”; es decir, “Ni siquiera la Iglesia puede emitir ningún tipo de juicio sobre lo concerniente al interior de las personas”.
Dicho esto, donde creo que puede aparecer de manera más viva la polémica es precisamente en lo que concierne a la primera parte del adagio “Unidad en las cosas necesarias”. Aunque posiblemente esto haya generado siempre polémica, tengo la impresión de que nuestra sociedad “post” es muy proclive a ello. Y no porque se discuta la verdad y la validez de la unidad en lo necesario; sino porque resulta urgente puntualizar cual es precisamente “eso necesario” (esa verdad) sobre lo que no se puede admitir discusión, sino todo lo contrario: aunarnos por encima de todo. Para no hacerlo de manera general, intentaré traer a colación algunas parcelas concretas de la vida. Si nos atenemos a lo “político”, me preocupa que ciertos sectores de aquí y de allá estén demasiado obsesionados por considerar intocables aspectos tan concretos como las banderas, las fronteras que ellos/as creen que están ahí para que, delimitando su país o su comunidad, aporten una mejor y mayor seguridad. También, si no intocable, sí muy poco o casi nada discutible, el tipo o la forma de gobierno que debe dirigir los destinos de dicho país o comunidad; en la misma línea colocarían el tipo y la forma de relación que debería existir entre países o pueblos diferentes, etc. Todo esto me preocupa, y mucho, cuando para muchas personas se convierte en fundamental y necesario, hasta el extremo que debe pasar por delante de cualquier otra cosa que, incluso, pudiera afectar negativamente al bien individual o de la propia colectividad. Con todo lo importante que puede ser esto, me preocupa mucho más todo lo que a lo social se refiere. Por ejemplo, quienes creen que es una verdad que no admite ningún tipo de discusión calificar como invasoras y usurpadoras de los bienes que consideran propios y exclusivos, aquellas otras personas que llegan desde un país cualquiera al país de quienes así piensan, aunque vinieran huyendo de los suyos propios por causa de la guerra, la pobreza o la persecución. No lo serían, en cambio, aquellas otras que entrasen por la “puerta grande” debido a ciertas credenciales que trajeran consigo y las avalasen; tales como la cultura, la preparación académica y, sobre todo y fundamental, el dinero y la riqueza que las debiera acompañar. Si preocupante es aquello, no lo es menos el esfuerzo de “muchos”, sobre todo en masculino, por sentar cátedra en lo que concierne a la mujer, al sexo femenino en general, en el sentido de considerarla “más que de segunda categoría” (eso en el caso que se la conceda el derecho de ser tenida como ciudadana). Ya no digamos cuando se la mira y se la ve como objeto preferencial de placer y de deseo. Me son también muy preocupantes los juicios severísimos, sobre los que no admiten ningún tipo de apelación quienes así “piensan” (lo de pensar por llamarlo de alguna manera), condenando de manera implacable a los hombres y mujeres que mantienen una orientación sexual diferente a la suya, esforzándose por argumentar con las vísceras, que no con la razón, que lo biológico, lo fisiológico o lo cromo somático están muy por encima de la capacidad de pensar y de amar. Muy grave también es considerar que se debe atacar a las personas pobres, sencillamente porque la fortuna les ha dado la espalda o porque, vete tú a saber la razón, un día se vieron sin más en la calle y a la más profunda miseria. Por aquello del “suma y sigue”, da mucho miedo también constatar cómo hay demasiada gente aún que tiene muy claro que utilizar, maltratar lo denominaríamos muchas otras personas, el entorno natural para su capricho exclusivo; y ello porque considera, o más bien se quiere auto convencer, que eso de la finitud del Planeta Tierra es una paparrucha de vete tú a saber quién. Por último, aunque sea solamente de pasada, no podemos dejar de lado los falsos absolutos y necesarios existentes en el campo de la religión. Tales como los ritos, las rúbricas, las normas, los preceptos, etc., que tantas veces no dejan lugar a la libertad y a la sinceridad espontánea que pudiera llegar a salir de dentro. Pues bien; si las banderas, las fronteras, las tales formas concretas de gobierno, ciertos juicios sobre las personas migrantes, sobre las personas con orientación sexual diferente, sobre las personas pobres, sobre la ecología y el medio ambiente y, por supuesto, sobre aspectos demasiado concretos de tal o cual religión, etc., no son tan “absolutos”, por mucho que se empeñen los de arriba, los de abajo, los de aquí o los de más allá, como para que nadie pueda exigir una conformidad o asentimiento a pie juntillas, ¿qué es lo que nos queda, entonces, en lo que todas y todos debiéramos poner “la carne en el asador”? Pues, nos queda solamente algo que es capaz por sí solo de aunar consensos; y ello por la sublimidad que contiene frente a la relatividad que suponen unos signos, unas ideologías, unas meras opiniones sobre tal o cual tema o realidad, unas prácticas o comportamientos religiosos, etc. Este “algo” no es otro que el “amor”. Cada cual que lo escriba con mayúscula o minúscula, tal y como considere que así debe ser. Aquel amor que es considerado verdadero humano, porque excluye el tener que decir nunca “lo siento” (Love Story). “El amor -que según el apóstol Pablo es- comprensivo, servicial, que no tiene envidia, que disculpa, que lo perdona todo, que no se engríe ni es egoísta” (1Cor 13). Un amor que, incluso, -según el mismo Jesús- debe ser capaz de llegar hasta el final, hasta las últimas consecuencias “Nadie tiene un amor más grande que el que es capaz de dar la vida por sus amigos” (Ju 15,13): “In omnibus caritas”
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Franz Kafka apuraba sus últimas semanas de vida consumido por una tuberculosis que le llevaría a la tumba. Paseando por un parque con su amada Dora Diamant vio a una niña desconsolada porque acaba de perder su muñeca. Conmovido por el llanto de la pequeña, como buen escritor que era se inventa una historia: Tranquila, le dice a la niña, tu muñeca no se ha perdido, se ha marchado de viaje y no le ha dado tiempo a despedirse. Pero me ha dejado una carta en la que te explica lo que acabo de contarte.
Con la promesa de enseñarle la carta a la niña al día siguiente, Kafka no solo escribe y lee la misiva prometida sino que le dice para consolarla que la muñeca le escribirá todos los días una carta para contarle sus andanzas. Kafka se apresta al juego ¡durante tres semanas!, en las que no falla a la cita del parque con una nueva carta diaria a pesar de la enfermedad que le consume. Finalmente, se inventa un final de cuento: la boda de la muñeca con los detalles de su nueva vida con la promesa de que, en cuanto pueda, la muñeca volverá a encontrarse con la niña. ¿Fue un detalle pequeño o fue un gran gesto? No solo Dora Diamant recogió el hecho en su diario -publicado-, sino que Paul Auster lo pone en valor en su libro Brooklyn Follies. Kafka nunca pensó que pasaría a la posteridad también por esto. Estamos en tiempos convulsos que demandan grandes cambios, algunos obligados y otros necesarios a pesar de las dificultades del momento. No es fácil que nadie se fije en los pequeños detalles, pero son los que construyen la cadena de valor de la existencia. En realidad, todo lo grande comienza por algo pequeñito. Dios mismo gusta hacerse presente en lo cotidiano, sin aspavientos ni atambores. Desde el mismo nacimiento de Jesús, que ya fue un hecho marginal, el evangelio tiene predilección por los efectos callados de la semilla del campo, el grano de mostaza, la siembra siempre frágil y silenciosa incluso cuando cae en terreno propicio, inapreciable hasta que llega el tiempo de la cosecha. ¿Qué vemos en una semilla, un fruto o un árbol? Un árbol, pero también puede verse un bosque, porque de la misma semilla va a salir todo. Ocurre lo mismo en la contemplación de la naturaleza, donde admiramos grandes cataratas, pero nos fijamos menos en el detalle de una sencilla flor. Depende del enfoque al que estemos dispuestos al observar la realidad. Cuántas veces pensamos en agradar a los demás buscando regalos o palabras grandilocuentes, cuando es en lo sencillo -que no simple- y en lo pequeño donde podemos acertar mejor. Esa sonrisa, ese beso, la canción que me dedican, ese consejo que buscas... tantos pequeños detalles que nos hacen felices. Los bebés nos encandilan con gestos que son insignificantes pero que nos llenan de alegría y de felicidad. Tan importante es lo pequeño que incluso en los documentos oficiales la letra pequeña es dónde está lo relevante. Un pequeño instante de paz quizás nos llene más que un fin de semana de juerga; o una persona que nos escucha desde el corazón más que una gran charla en alguna reunión social. Lo importante es que lo pequeño sea de calidad, aunque cueste, para que se dé el bien de la otra persona. Yo decido si veo una semilla insignificante o el potencial que ella posee. De esa decisión depende el éxito de convertir las cosas pequeñas en grandes. Y cuando vemos las cosas pequeñas que Dios nos ha dado, somos capaces de percibir lo que podemos lograr porque la realidad es paradójica, y lo pequeño suele ser lo acaba siendo grande de verdad. Todos venimos de lo pequeño, somos el producto de un diminuto esperma que luchó contra millones para encontrar un óvulo qué fecundar. Dios suele ver el potencial que las cosas tienen y no el tamaño. De hecho, la principal virtud cristiana -la humildad- es la que nos conduce a valorar lo importante que se esconde en lo pequeño. Pero nosotros primero tratamos de entender y luego creemos. No es lo que dice el evangelio. Debemos creer a Dios: las cosas que nos ha regalado por amor podemos transformarlas en lago todavía más grande. No hay que decir “no puedo”, sino preguntar en oración humilde “como puedo hacerlo”. Lo que hizo Kafka con esa niña exigió de su parte una renuncia pues sabiendo lo cerca que estaba su final, escribía sin parar. Tuvo que hacer un hueco diario para escribir la carta de la muñeca a aquella niña y leérsela en el parque para aliviarle su pena. Es un signo de madurez humana saber que la renuncia es una posibilidad que se ejercita con sabiduría cuando la desplegamos desde la generosidad. Sí, en lo pequeño está lo grande. Este relato se parece más a los relatos de apariciones pascuales. Algunos exégetas sugieren que puede tratarse de un relato de Jesús resucitado, que han colocado más tarde en el contexto de la vida real. La primera lectura nos empuja a una interpretación espiritual. Tanto Elías como Pedro reciben una lección. Los dos habían hecho un Dios a su imagen y semejanza. La experiencia les enseña que Dios no se puede meter en conceptos y que es siempre más de lo que creemos. Nunca se identifica con lo que pensamos de Él.
Además de Mt, lo narra Mc y Jn. Los tres lo sitúan después de la multiplicación de los panes. Los tres presentan a Jesús subiendo a la montaña para orar. En los tres relatos, Jesús camina sobre el agua. También coinciden en señalar el miedo de los discípulos; Mt y Mc dicen que gritaron. La respuesta de Jesús es la misma: Soy yo, no tengáis miedo. En Mc y Mt, Jesús manda a los discípulos embarcar y marchar a la otra orilla; pero el verbo griego, deja entrever cierta imposición. En Jn, la iniciativa es de los discípulos. En el AT, el monte es el lugar de la divinidad. Jesús, después de un día ajetreado, se eleva al ámbito de lo divino. Como Moisés, la segunda vez que sube al Sinaí, va solo. Nadie le sigue en esa cercanía a la esfera de lo divino. La multitud solo piensa en comer. Los apóstoles piensan en medrar. Para superar la tentación, Jesús se pone a orar. Orar es darse cuenta de lo que hay de Dios en él para poder vivirlo. Es muy interesante descubrir que Jesús necesita de la oración, desbaratando así la idea simplista que tenemos de que él era Dios, sin más. Jesús tiene necesidad de momentos de auténtica contemplación. Jesús sube a lo más alto. Los discípulos bajan hasta el nivel más bajo. Esperan encontrar allí las seguridades que Jesús les niega al no aceptar ser rey. En realidad encuentran la oscuridad, la zozobra, el miedo. Las aguas turbulentas representan las fuerzas del mal. Son el signo del caos, de la destrucción, de la muerte. Jesús camina sobre todo esto. En el AT se dice expresamente que solo Dios puede caminar sobre el dorso del océano. Al caminar Jesús sobre las aguas, se está diciendo que domina sobre las fuerzas del mal. En el relato se aprecia la visión que de Jesús tenía aquella primera comunidad. Era verdadero hombre y como tal, tenía necesidad de la oración para descubrir lo que era y superar la tentación de quedarse en lo material. Al caminar sobre el mar, está demostrando que era también verdadero Dios. La confesión final es la confirmación de esta experiencia. Esta confesión apunta también a un relato pascual, porque solo después de la experiencia de la resurrección, confesaron los apóstoles la divinidad de Jesús. La barca es símbolo de la nueva comunidad. Las dificultades que atraviesan los apóstoles son consecuencia del alejamiento de Jesús. Esto se aprecia mejor en el evangelio de Jn, que deja muy claro que fueron ellos los que decidieron marcharse sin esperar a Jesús. Se alejan malhumorados porque Jesús no aceptó las aclamaciones de la gente saciada. Pero Jesús no les abandona a ellos y va en su busca. Para ellos Jesús es un “fantasma”; está en las nubes y no pisa tierra. No responde a sus intereses y es incompatible con sus pretensiones. Su cercanía, sin embargo, les hace descubrir al verdadero Jesús. El miedo es el primer efecto de toda teofanía. El ser humano no se encuentra a gusto en presencia de lo divino. Hay algo en esa presencia de Dios que le inquieta. La presencia del Dios auténtico no da seguridades, sino zozobra; seguramente porque el verdadero Dios no se deja manipular, es incontrolable y nos desborda. La respuesta de Jesús a los gritos es una clara alusión al episodio de Moisés ante la zarza. El “ego eimi” (yo soy) en boca de Jesús es una clara alusión a su divinidad. Jn lo utiliza con mucha frecuencia. El episodio de Pedro, merece una mención especial ya que tiene mucha miga. Pedro siente una curiosidad inmensa al descubrir que su amigo Jesús se presenta con poderes divinos, y quiere participar de ese mismo privilegio. “Mándame ir hacia ti, andando sobre el agua”; que es lo mismo que decir: haz que yo partícipe del poder divino como tú. Pero Pedro quiere lograrlo por arte de magia, no por una transformación personal. Jesús le invita a entrar en la esfera de lo divino y participar de ese verdadero ser: ¡ven! Estamos hablando de la aspiración más profunda de todo ser humano consciente. En todas las épocas ha habido hombres que han descubierto esa presencia de Dios. Pedro representa aquí, a cada uno de los discípulos que aún no han comprendido las exigencias del seguimiento. Jesús no revindica para sí esa presencia divina, sino que da a entender que todos estamos invitados a esa participación. Pedro camina sobre el agua mientras está mirando a Jesús; se empieza a hundir cuando mira a las olas. No está preparado para acceder a la esfera de lo divino porque no es capaz de prescindir de las seguridades. El verdadero Dios no puede llegar a nosotros desde fuera y a través de los sentidos. No podemos verlo ni oírlo ni tocarlo, ni olerlo ni gustarlo. Tampoco llegará a través de la especulación y los razonamientos. Dios no tiene más que un camino para llegar a nosotros: nuestro propio ser. Su acción no se puede “sentir”. Esa presencia de Dios, solo puede ser vivida. El budismo tiene una frase, a primera vista tremenda: “si te encuentras con el Buda, mátalo”. Podíamos decir si te encuentras con dios, mátalo. Ese dios es falso, es una creación tuya. Si lo buscas fuera de ti, estas persiguiendo un fantasma. También hoy, el viento es contrario, las olas son inmensas, las cosas no salen bien y encima, es de noche y Jesús no está presente. Todo apunta a la desesperanza. Pero resulta que Dios está donde menos lo esperamos: en medio de las dificultades, en medio del caos y de las olas, aunque nos cueste tanto reconocerlo. La gran tentación ha sido siempre que se manifestará de forma portentosa. Seguimos esperando de Dios el milagro. Dios no está en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego. Es apenas un susurro. Hoy tenemos que afrontar la misma disyuntiva. O mantener a toda costa nuestro ídolo, o atrevernos a buscar el verdadero Dios. La tentación sigue siendo la misma, mantener el ídolo que hemos pulido y alicatado desde la prehistoria. La consecuencia es clara: nunca encontraremos al Dios verdadero. Esta es la causa de que se alejen de las instituciones los que mejor dispuestos están. Los que no aceptan los falsos dioses que nos empeñamos en venderles. Se encuentran, en cambio, muy a gusto con ese “dios” los que no quieren perder las falsas seguridades que les dan los ídolos fabricados a nuestra medida. El ser humano ha buscado siempre el Dios todopoderoso que hace y deshace a capricho, que empleará esa omnipotencia en favor mío si cumplo determinadas condiciones. Si en la religión buscamos seguridades, estamos tergiversando la verdadera fe-confianza. Dios no puede darme ni prometerme nada que no sea Él mismo. Ni como Iglesia ni como individuos debemos poner nuestra meta en las seguridades externas. Las seguridades que con tanto ahínco busca nuestro yo, son el mayor peligro para llegar a Dios. Meditación El ansia de lo divino es una constante en el ser humano. Pero queremos conseguirlo por un camino equivocado. Lo divino forma parte de mí. Es la parte sustancial y primigenia de mi ser. Cuando descubro y vivo esa Presencia, despliego todas las posibilidades de ser que hay en mí. ¿Tienes la impresión de que la Iglesia, tu parroquia, tu comunidad religiosa, se va a pique? ¿Te apetece acercarte a Jesús, pero temes perder pie a mitad de camino? Estas experiencias las tuvieron los primeros cristianos. Mateo les dio respuesta en lo que hoy nos cuenta.
La tempestad calmada y el viento en contra Hay dos episodios en los evangelios bastante parecidos, aunque muy diferentes. Se parecen en el escenario (una barca en medio del lago de Galilea en circunstancias adversas) y en los protagonistas (Jesús y los discípulos). Se diferencian en que, en el primer caso, la barca está a punto de zozobrar y los discípulos corren peligro de muerte; en el segundo, sólo se enfrentan a un fuerte viento en contra que hace inútiles todos sus esfuerzos. Traducido a la experiencia de nuestros días, la tempestad calmada recuerda a numerosas comunidades cristianas, sobre todo de África y Oriente Medio, que se ven amenazadas de muerte y gritan a Jesús: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!» El viento en contra hace pensar en tantas otras comunidades, especialmente de occidente, que luchan contra viento y marea, cada vez con menos fuerzas, y sin ver resultados tangibles. El primer episodio, la tempestad calmada, tiene un claro paralelo en el Salmo 107 (106), 23-32, donde los navegantes gritan a Dios en el peligro y él los salva; en el evangelio, los discípulos gritan a Jesús y es este quien los salva. Pero el segundo episodio, el de la barca con viento en contra y Jesús caminando sobre el agua, no me recuerda ningún episodio del Antiguo Testamento. Sin embargo, está tan anclado en la primitiva tradición cristiana que no sólo lo cuentan Marcos y Mateo, sino incluso Juan, que generalmente va por sus caminos. Es muy curioso que Lucas omita esta escena: probablemente pensó que presentar a Jesús caminando sobre el agua y confundido con un fantasma iba a plantear a sus cristianos más problemas que beneficios. El relato de Mateo 14,22-33 Se inspira en el de Marcos, pero introduciendo cambios muy significativos. Podemos dividirlo en cuatro escenas. Primera escena: Jesús se separa de los discípulos Hablando en términos cinematográficos, es un montaje en paralelo. Inmediatamente después de la comida, Jesús obliga a sus discípulos a embarcarse, mientras él despide a la gente. Pero, cuando la despide, no va en busca de sus discípulos, sube «solo» a rezar. Mateo acentúa que Jesús desea verse libre de todos para ponerse en contacto con el Padre. Esa oración será muy larga, desde el anochecer hasta la cuarta vigilia (entre las 3 y las 6 de la noche). Sin embargo, no sabemos qué dice, cómo reza. Lo importante para Mateo no es conocer el misterio sino proponernos un ejemplo que imitar. Mientras, los discípulos navegan con grandes dificultades durante todas esas horas has quedar «a muchos estadios de tierra» (Juan dice que a unos 25-30 estadios, 5-6 km, lo que supone en mitad del lago). A nivel simbólico, se contraponen dos mundos: el de la intimidad con Dios (Jesús orando) y el de la dura realidad (los discípulos remando). Ha sido Jesús el que los ha abandonado a su destino. Segunda escena: Jesús se acerca a los discípulos Mateo cuenta con asombrosa naturalidad y sencillez algo inaudito: el hecho de que Jesús se acerque caminando sobre el lago. En la cultura del Antiguo Oriente, donde el mar simboliza las fuerzas del caos (como el sunami), caminar sobre el agua demuestra su poder sorprendente. Pero los discípulos no reaccionan con la misma naturalidad: se asustan, porque piensan que es un fantasma, tienen miedo, gritan. Es la única vez que se usa en el Nuevo Testamento el término “fantasma”, que en griego clásico se aplica a los espíritus que se aparecen, o a «las visiones fantasmagóricas de mis ensueños» (Esquilo, Los siete contra Tebas, 710). Es la única vez que Jesús provoca en sus discípulos un pánico que los hace gritar de miedo. Es la única vez que les dice «¡animaos!». Una escena peculiar sobre la que volveremos más adelante. Tercera escena: Jesús y Pedro Quien conoce los relatos de Marcos y Juan advierte aquí una gran diferencia. En esos dos evangelios, Jesús sube a la barca y el viento se calma. Pero Mateo introduce una escena exclusivamente suya, que subraya la relación especial entre Jesús y Pedro. Igual que en otros pasajes de su evangelio, Mateo aporta rasgos de la personalidad de Pedro que justifican su importancia posterior dentro del grupo de los Doce. Pero no ofrece una imagen idealizada, sino real, con virtudes y defectos. Su decisión de ir hacia Jesús caminando sobre el agua lo pone por encima de los demás, igual que ocurrirá más adelante en Cesarea de Filipo. Pero Pedro muestra también su falta de fe y su temor. Incluso entonces, es salvado por la intervención de Jesús. Dentro de la sobriedad de Mateo, esta escena llama la atención por la abundancia de detalles expresivos, que adquieren su punto culminante en la imagen de Jesús alargando la mano y agarrando a Pedro. Cuarta escena: confesión de los discípulos (32-33) Marcos termina su relato diciendo que los discípulos «no cabían en sí de estupor, pues no habían entendido lo de los panes, ya que tenían la mente obcecada» (Mc 6,51-52). Mateo introduce un cambio radical: los discípulos no se asombran, sino que se postran ante Jesús y confiesan: «realmente eres Hijo de Dios». Esta actitud y estas palabras significan un gran avance. Anteriormente, en el relato de la tempestad calmada (Mt 8,23-27), los discípulos terminan preguntándose: «¿Quién será éste que hasta el viento y el agua le obedecen?» Desde entonces, el conocimiento más profundo de Jesús ha provocado un cambio en ellos. Ya no se preguntan quién es; confiesan abiertamente que es «hijo de Dios», y lo adoran. Este título se lo han aplicado ya el Padre durante el bautismo, el diablo en las tentaciones, y los endemoniados gadarenos (8,29). No podemos interpretarlo con toda la carga teológica que le dio más tarde el Concilio de Calcedonia (año 451). También el centurión que está junto a Jesús en la cruz reconoce que «este hombre era hijo de Dios». Lo que quiere expresar este título es la estrecha vinculación de Jesús con Dios, que lo sitúa a un nivel muy superior al de cualquier otro hombre. De aquí a confesar la filiación divina de Jesús sólo queda un paso. Anticipando la gloria de Jesús resucitado. Este relato, tal como lo cuenta Mateo, ofrece tres datos curiosos: 1) el cuerpo de Jesús desafía las leyes físicas; 2) los discípulos no reconocen a Jesús, lo confunden con un fantasma; 3) Jesús, a pesar del poder que manifiesta, trata a los apóstoles con toda naturalidad. Estos tres detalles son típicos de los relatos de apariciones de Jesús resucitado: 1) su cuerpo aparece y desaparece, atraviesa muros, etc.; 2) ni la Magdalena, ni los dos de Emaús, ni los siete a los que se aparece en el lago, reconocen a Jesús; 3) Jesús resucitado nunca hace manifestaciones extraordinarias de poder, habla y actúa con toda naturalidad. Por consiguiente, lo que tenemos en Mateo (no en Marcos) es algo muy parecido a un relato de aparición de Jesús resucitado. ¿Qué sentido tiene en este momento del evangelio? Anticipar su gloria. Igual que el relato de la muerte de Juan Bautista, contado poco antes, anticipa su pasión, su maravilloso caminar sobre el agua anticipa su resurrección. Sentido eclesial y personal Desde antiguo, se ha visto en la barca una imagen de la Iglesia, metida por Jesús en una difícil aventura y, aparentemente, abandonada por él en medio de la tormenta. Este sentido, que estaba ya en Marcos, lo completa Mateo con un aspecto más personal, al añadir la escena de Pedro: el discípulo que, confiando en Jesús, se lanza a una aventura humanamente imposible y siente que fracasa, pero es rescatado por el Señor. En la imagen de Pedro podían reconocerse muchos apóstoles y misioneros de la Iglesia primitiva, y podemos vernos también a nosotros mismos en algunos instantes de nuestra vida: cuando parece que todos nuestros esfuerzos son inútiles, cuando nos sentimos empujados y abandonados por Dios, cuando nosotros mismos, con algo de buena voluntad y un mucho de presunción, queremos caminar sobre el agua, emprender tareas que nos superan. Ellos vivenciaron que Jesús los agarraba de la mano y los salvaba. La misma confianza debemos tener nosotros. La primera lectura Ha sido elegida porque en ella Dios se revela en la brisa suave, después del viento huracanado, el fuego y el terremoto. En el evangelio, después de la tormenta, cuando Jesús sube a la barca, el viento amaina. Este paralelismo no impide que la lectura parezca traída por los pelos; es preferible no detenerse en ella. El Evangelio de este domingo se enmarca en una sección del texto de Mateo en el que Jesús se presenta como un líder religioso diferente. Los versículos anteriores narran la capacidad de Jesús de saciar y alimentar al ser humano más allá de la necesidad del pan cotidiano, un signo que sitúa a Jesús como fuente de abundancia y de sentido de la vida. Crece así la visibilidad de un Mesías que, más allá de los signos, supone una liberación y una bendición para quien decide seguirle. Conectado a este pasaje, se narra una experiencia fundamental que el discipulado ha de ajustar para que el seguimiento sea auténtico: reconocerle como el referente y el vínculo esencial desde una profunda confianza.
La escena sitúa a los discípulos lejos de Jesús, las olas azotaban con violencia, pues el viento les era contrario. Podría ser la descripción metafórica de una situación de crisis, de unas circunstancias vitales que avanzan en contra y desestabilizan la vida. Y es Jesús quien se acerca a ellos caminando sobre las aguas, es decir, trascendiendo la realidad y revelando su identidad verdadera. Revela una energía que puede contrarrestar la fuerza del mal viento que a veces nos azota. Aparece así la tensión entre el miedo y la confianza. La eterna cuestión de si la fe tiene espacio en nuestras noches y tormentas personales. El miedo es humano, es lógico sentirlo ante situaciones de amenaza e inseguridad, incluso es bueno porque nos lleva a reaccionar para protegernos. Sin embargo, un miedo fuera de control es signo de dependencia y de cadenas internas que paralizan el proceso de la vida. No es diferente el miedo del ámbito espiritual al humano. Funciona de la misma manera, incluso su dinamismo es idéntico. Lo opuesto a la fe no es el ateísmo sino el miedo; nos agarramos a las creencias mentales para sujetar esa fe, pero sólo amarramos ideología y pensamientos automatizados que justifican nuestra falta de confianza auténtica. Necesitamos signos que avalen nuestra posición ante la vida, pero la fe nos lleva por el camino de la confianza sin evidencias. Esto no lo soporta un ego enarbolado. La confianza parte de la experiencia de que, contra todo pronóstico, la identidad esencial no se destruye y nace una fuerza que vence al miedo, impulsando a actuar con osadía y libertad. Queremos signos que calmen la ansiedad que vivimos ante la incertidumbre de estas situaciones, pero nuestra mente nos introduce en una espiral de desconfianza hasta experimentar el límite de nuestra humanidad. La desconfianza nos lleva a reaccionar con hundimiento, o bien disfrazándonos de poder, como le ocurre a Pedro, cuyo resultado es más debilidad y no sentir un suelo-aguas donde apoyarse. Activar la confianza a fondo perdido, sin signos, sin sentir, sin evidencias, hace su trabajo humano y espiritual transformando el miedo en decisiones valientes que nos capacitan para escuchar interiormente: - Tranquilizaos, soy yo. No tengáis miedo. ¿Que seguridad nos da el agua del grifo, a los menos que aún la bebemos?
En España se usa el cloro libre en forma de hipocloritos (lejía), por ser el más barato, pero el riesgo de generar compuestos cancerígenos (THM) al reaccionar en el proceso químico-potabilizador, exige a las mancomunidades, comparar con el ozono o dióxido de cloro (clorito), siendo este, eternamente usado como esterilizador hospitalario, saludable y sin sabor, a decir de los cordobeses. El consumo de agua del grifo se da en familias de bajo poder económico y-o personas con sensibilidad ecológica, porque el agua envasada supone un plus de gasto familiar y agresión medioambiental por generar basura. Es injusto ahorrar en plástico y lo paguemos en salud personal y gasto público sanitario. Aún siendo tercer consumidor de agua envasada de la UE, alcanzamos el 11% de cánceres de vejiga asociados al uso de agua del grifo. Paises escandinavos, centroeuropeos y Benelux, no alcanzan 0,6% de media (0,2% en Alemania) a pesar de que beber agua del grifo es generalizado en sus casas y restaurantes. Desde la sostenibilidad ecológica (plástico), huella de CO2 (transporte), salud pública y economía social, no aparece en la agenda política del Gobierno Vasco Un silencioso e invisibilizado problema nacional global…de obligada reparación Con el innegable cambio climático nos desvían la atención, agitando el señuelo del CO2. Las grandes envasadoras de agua, pudieran estar haciendo lo propio con el agua del grifo. Pero aún siendo así, el problema de la contaminación de las costas con envases de plástico y el aire por transporte innecesario de agua, la inmoralidad que supone derrochar 3 litros de agua para fabricar una botella de plástico de medio litro, exige gritar ¡basta! a nuestros gobernantes y parar esta “locura” con un bien cada vez mas escaso como es el agua de boca. El agua que bebemos del grifo y fuentes, originalmente tiene vida y memoria de Salud. El agua envasada, si nos quita la sed, pero perdió esa sinergia de memoria vital planetaria. Los alimentos vivos de luz, lo son gracias a la Memoria vital estelar del agua de la lluvia. El agua del mar azul con sus frias memorias polares lunares en defunción…. ya cumplieron su razón de existir. En la década anterior, se llevaron a cabo cambios en los sistemas de recogida de basuras a favor de otros mas saludables como mínimo para el medio ambiente y la economía circular. En esta le toca al Agua viva y la economía de la salud de las personas, del medioambiente y la sostenibilidad de los recursos que a diario nos regala los reinos del Planeta: mineral, vegetal y atmósfera-luz. Si, no con agradecimiento, como mínimo, con reconocimiento de que, nuestra existencia, se la debemos al Planeta; y hasta el espacio que nuestro cuerpo ocupa, es herencia recibida de este planeta Madre….nos dió un trocito de si. Asistíamos a una conferencia y el orador estaba narrando el siguiente relato:
«Cuentan que, cierto día, en tiempos ya muy remotos, un rey decretó que, cuando una mujer quedase viuda y careciese de bienes, se le habría de ceder en usufructo un huerto, del patrimonio real, para que pudiera allí cosechar lo suficiente para poder sobrevivir. Pero el rey no pudo llevar a efecto este precepto, ya que murió al poco tiempo; ahora bien, como el rey había repartido el reino entre sus dos hijos, Átrion y Úbeon, les pidió que aplicasen el Decreto de Donación a Viudas en sus respectivos reinos. Los hijos respetaron el deseo de su padre, pero aplicaron el decreto de maneras muy diferentes, cada uno según su modo de ser, que eran muy desiguales, como veremos: Átrion, llamado el Tirano, que era, además de tirano, engreído, jactancioso y gustaba mucho de adulaciones, actuaba de modo arbitrario, no se alcanzaba a ver cuáles eran sus criterios, si es que los tenía, y procedía con gran arbitrariedad y total secretismo, sin dar la menor explicación sobre las resoluciones que tomaba; así que, en lo que al Decreto de Donación a Viudas se refiere, las gentes dieron en pensar que todo dependía de si Átrion estaba de buen o de mal humor, de si la viuda le caía bien o le caía mal o de si había recomendaciones de por medio. Así que, transcurrido un tiempo, las gentes habían terminado por montar todo un ritual, para la petición de huerto, en el que se incluían alabanzas al rey Átrion, cantos de súplica, petición de perdón por las maldades cometidas en el pasado y promesa de buen comportamiento en el futuro, procesión de las solicitantes, acompañadas de sus valedores, que portaban avales de la reina, del príncipe, de los ministros, o de otras gentes importantes, e iban ataviadas con traje de viuda, esperando que así suscitarían compasión. En tales ocasiones, los súbditos rendían pleitesía al rey Átrion, que mucho les convenía tenerle contento. Por su parte, Úbeon, llamado el Bueno, que, además de bueno, era prudente, discreto y gustaba de proceder con equidad, aplicó el Decreto de Donación a Viudas de tal modo que terminó adquiriendo fama de haber procedido siempre con rectitud y buen criterio, sin dejarse llevar por ninguna consideración ajena a lo que fuera la búsqueda de la resolución más acertada, huyendo de cualquier tipo de favoritismo; era sabido que todas las viudas que necesitaron de asistencia habían sido ayudadas, sin que se hubiera tratado mejor a las buenas, por ser buenas, que a las malas, por ser malas, que, decía Úbeon, tanto las unas como las otras necesitan recursos para sobrevivir. Así que venía a suceder que, en cuanto una mujer enviudaba, el rey disponía que se estudiase su caso, lo que se hacía con diligencia, discreción y eficacia; y así, cuando Úbeon se acercaba al velatorio, a dar sus condolencias a la viuda, podían ya, hablando entre ellos dos, dejar zanjado el tema del huerto. En tales ocasiones, el rey aprovechaba su visita al velatorio para establecer relaciones personales, alguna de ellas realmente entrañables, con las gentes del reino». Llegados a este punto del relato, los altavoces dejaron de funcionar y, durante un rato, mientras que se arreglaba la megafonía, hubo de interrumpirse la conferencia. Beltrán, que estaba sentado a mi lado, aprovechó aquella pausa para preguntarme, mientras ponía cara maliciosa: “El Dios en el que creemos y que se nos predica en las iglesias, ¿cómo es?, ¿cómo Úbeon o cómo Átrion?, ¿cuál de los dos es: es el Bueno o es el Tirano?” Y, sin darme tiempo a responder, me dijo su parecer: «Aunque los católicos pregonábamos que Dios es amor y que aplica una justicia misericordiosa, la realidad es que, en nuestro día a día, lo que parece es que nos las estamos viendo con un Dios tiránico». Como yo me revolviera, disponiéndome a rebatir lo último que él me había espetado, Beltrán me atajó y me dijo que solo quería señalarme alguna de las cosas que le habían llevado a pensar de ese modo y que le dejase exponerlas. Yo me resistía, pero él dijo que sería breve, que se limitaría a hablar de cómo rezamos a Dios por los difuntos, ya que se puede establecer un gran paralelismo entre el “conceder un vivir glorioso tras la muerte”, que se desea para los que fallecen, y el “conceder un huerto para que una viuda pobre pueda sobrevivir”, que se maneja en el relato que nos estaban contando. Yo cedí y él me dijo: «Cuando pedimos a Dios por un difunto, diciendo: “concédele el descanso eterno”, “recibe a tu siervo en el paraíso”, “descanse en paz por los méritos de todos los santos y las tribulaciones de María Santísima”, “concédele la vida eterna por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y la de todos los santos” o cuando celebramos una eucaristía al objeto de que el difunto “alcance el gozo eterno de la resurrección”, estamos procediendo como si Dios se comportase al estilo de Átrion, el Tirano, que era tornadizo e influenciable, pues, fíjate –me dijo– en que nosotros pretendemos influir en Dios para conseguir, acudiendo a rezos e intercesiones, que se incline hacia el lado que a nosotros nos interesa. Observa que, añadió Beltrán, si a Dios le tratáramos como a Úbeon, el Bueno, diríamos simplemente “gracias, Señor, muchas gracias”, que tendríamos la certeza de que Dios, anticipándosenos, ya habría recibido, amorosamente, a nuestro difunto y habría resuelto, sobre él, del mejor modo posible, que Dios es bueno, muy bueno; y ello, sin necesidad de que anduviésemos nosotros, o los santos del cielo, o todos a una, enredando con nuestras súplicas». Ya para acabar, Beltrán me apuntó que como en la base de su fe estaba el convencimiento de que Dios es bueno, muy bueno, entendía que la gran bondad que representaba el personaje Úbeon no podía ser más que un reflejo, débil reflejo, de la bondad de Dios, por lo que, el que Úbeon, con la concesión de los huertos, posibilitara el vivir de las viudas en necesidad, había de ayudarnos a percibir como Dios concede la vida eterna, con él, al acabar la vida de aquí, a todos, qué necesidad tenemos, y mucha, de ese maravilloso renacer. Maravilloso renacer que, remachó Beltrán, «no es otra cosa que una donación de Dios, que no se trataba de premiar el buen comportamiento de nadie, ni de que alguien se haya ganado algo o se lo pudiera merecer, que es, simplemente, que Dios ha resuelto concederlo, motu propio, porque Él es bueno, muy bueno». Cuando Beltrán terminó de hablar y yo me disponía a replicarle, entonces se reanudó la conferencia, que los altavoces ya funcionaban. Sentí un gran alivio por no tener que verme en la necesidad de replicarle, que mis argumentos se habían desvanecido, de todo lo cual, en el fondo, me alegré, que no me gustaba verme yendo en contra de la gran conclusión de Beltrán, yendo en contra de que Dios es extremadamente bueno. Uno de los miedos más comunes es a lo que consideramos diferente. ¿Cuál es el patrón común que sirve para definir lo normal? ¿Existe? ¿Quién o quiénes se irrogan el derecho para señalar cuál sea?
¿No es más cierto que todos somos únicos? Hay aspectos de nuestro ser, de nuestra conducta, que coinciden con los de los demás. Y otros que nos diferencian. ¿Habremos de renunciar a estos últimos para aceptar la uniformidad del rebaño? Y si yo no lo toleraría, ¿con qué razón puedo tratar de exigirlo a los otros? Si todos somos en algunos aspectos diferentes, ¿no es más lógico que quienes lo sean en más o menos, minoría o mayoría, no tienen que gozar de la misma consideración que el resto de la sociedad? A esto suele llamarse tolerancia. ¿Pero tolerar no entraña de algún modo como una condescendencia desde una posición de superioridad? ¿No debe hablarse, más bien de respeto, derivado de la común dignidad sagrada que poseemos todas las personas? ¿Cómo comportarnos con los intolerantes? ¿Tratarlos como ellos tratan a los demás? ¿No debemos respetar sus Derechos Fundamentales a la par que impedir que vulneren los de los demás con su intolerancia? ¿No debe estar en el Código Penal tanto los actos directos de intolerancia como la incitación a la misma? La tentación de todo poder es implantar la uniformidad y ahogar cualquier posible disidencia. De ahí, la necesidad de unos límites claros al ejercicio del poder. Los Derechos Fundamentales consagrados en la Constitución son el marco adecuado y un poder judicial independiente que asegure el cumplimiento de los mismos frente a los abusos tanto del poder ejecutivo y del legislativo. Pero esa tendencia hacia la uniformidad se da también en cada uno de nosotros. Nos negamos a admitir que en nuestro interior se dan diferencias significativas. Somos seres complejos, no simples. Esta diversidad no reconocida, ¿no nace de nuestra ego-estima? El ego, esa visión ilusa de nuestra personalidad que nos hemos forjado, es incompatible tanto con el humor como con el amor. Vive soñándonos en una escala superior a nuestros semejantes. Tendemos a creernos mejores que los otros. A sentirnos monopolizadores de la verdad frente al error en los que se asientan los otros. No debemos ignorar que la ego-estima se da también a nivel grupal. Nuestro grupo –étnico, lingüístico, ideológico cultural, religioso, de identidad u orientación sexual, económico...– se cree el mejor, el superior, el llamado a dirigir la sociedad, a imponer sus valores, aunque pueda ser condescendiente con los desgraciados de los peldaños inferiores. La autoestima, el amor auténtico a uno mismo o al grupo en que se vive, es bien distinto. Es capaz de reírse de sí mismo, de hacer autocrítica, de convivir con sus contradicciones e imperfecciones, aunque trate de superarlas. Se sabe complejo, busca la verdad, tanteando a través de sus dudas. Se niega a juzgar a los otros a los que mira con la ternura que no se niega a sí mismo. La persona auténtica intenta conjugar la lealtad a sus convicciones con el diálogo sincero. No intenta con-vencer, sino avanzar en la verdad, aprendiendo de la parte de verdad que contienen los asertos de quienes discrepan de su postura. En los Evangelios se relata una parábola en la que Jesús habla de un campo donde junto a semilla buena que sembró el dueño, brotó cizaña que había introducido su enemigo. Los criados le pidieron permiso para arrancarla. Pero él lo aplazó hasta el momento de la siega. ¿Cuántas veces no somos impacientes y queremos erradicar ya lo que consideramos nocivo? ¿No hemos aprendido las lecciones de tantas veces que posturas y doctrinas que se consideraban dañinas, resultaron beneficiosas? ¿Por qué hemos de pretender ser jueces apresurados? No pretendo ser ni creativo ni novedoso al escribir sobre María Magdalena en esta nota, menos después de que Carmen Bernabé escribiera su libro ¿Qué se sabe de…? María Magdalena (Verbo Divino 2020). Pero sí quiero tratar de aclarar algunas cosas…
Era frecuente ver que se ponía en paralelo como ejemplo de grandes pecadores y grandes arrepentimientos a san Agustín y santa María Magdalena. Y – como era de esperar por cierta perversión – sus pecados habían sido sexuales. Por ejemplo, la conversión de Francisco de Asís, que va a la guerra (con lo que esa palabra significa) y llega a ser el hermano universal no es tan importante como la conversión de Agustín que tuvo sexo (sic). Pareciera que las negaciones de Pedro y la huida de los demás amigos dejándolo sólo al Maestro no es tan grave como una supuesta e inexistente prostitución No es la ocasión de ser detallado, pero, en el caso de la Magdalena, la falta de datos históricos de los Evangelios (que no están interesados en brindarlos, porque no son para eso los Evangelios), llevó a que con el tiempo se integraran en uno a dos o más personajes. La idea era “rellenar los huecos”. Así se unió a Judas con Tadeo, a Bartolomé con Natanael, por ejemplo. Y el caso emblemático fue María Magdalena, es decir, de Magdala. En los Evangelios encontramos una mujer anónima, en Betania, casa de Simón, que unge la cabeza de Jesús (Marcos 14,3), pero Juan nos dirá que esa fue María, de Betania, la que ungió los pies (Juan 12,3) y los secó con los cabellos. Ahora bien, Lucas nos narra, en otra casa, de otro fariseo, también Simón, que una "pecadora en la ciudad" ungió los pies de Jesús y llorando los secó con los cabellos. Es decir, sin duda, un hecho de la vida de Jesús es interpretado por los distintos evangelistas de distinta manera (anticipo de la sepultura, en Marcos y Juan, arrepentimiento de los pecados, en Lucas), y atribuido a diferentes personas: una "pecadora en la ciudad", en Lucas, María de Betania en Juan, una mujer anónima, en Marcos. ¿Cómo terminamos en María Magdalena? Difícil saberlo. María Magdalena A María de Magdala sólo la encontramos en los relatos de la Pasión, Sepultura y Resurrección una vez (Lucas 8,1-3), en donde Lucas adelanta lo ya anunciado (que un grupo de mujeres acompañó a Jesús desde Galilea a Jerusalén; cf. Marcos 15,40-41). Lo que nos había dicho Lucas es que de María Jesús había “expulsado siete demonios” (Lucas 8,2, lo que repetirá un añadido a Marcos en 16,9). Es sabido que el número siete es indicativo de plenitud, y que los demonios suelen referir a enfermedades o situaciones de alienación. Es decir, María había estado muy enferma y Jesús la había sanado, a partir de lo cual ella lo “siguió” (verbo que sin duda, indica discipulado). Quizás aquí radica la confusión… La obsesión con lo sexual (a partir del rechazo helenista del cuerpo, seguramente) llevó a entender los siete demonios como un gravísimo pecado sexual. Como en Lucas el relato de la "pecadora en la ciudad" y la referencia a María están cerca, “el plato estaba servido”: María Magdalena había sido prostituta. Quedaba otro elemento, si María (nombre notablemente común en el judaísmo, ya que había sido la hermana de Moisés), era de Magdala, ¿cómo decir que era de Betania? Lo cierto es que, en la liturgia, hoy tenemos fiesta de María Magdalena, de santa Marta, de Betania, pero no de María, de Betania (a pesar que, si se trata de la misma persona, parece ser que eligió mejor que Marta, Lucas 10,42). Queda, todavía, un elemento más… el gnosticismo de los siglos II y III intentó confrontar con la Institución (Pedro), en nombre de la sabiduría, sofía. La Magdalena, discípula central, servía claramente para contrastarlos, y entonces la puso tan a la par que, en momentos, aparece como pareja de Jesús. Un tema teológico e ideológico se transformó en sexual. Y entonces, para muchos (todavía hoy) Magdalena fue compañera de Jesús. Es interesante notar que o era prostituta o era la pareja… Magdalena no importaba. Importaba su cuerpo. Los evangelios la presentan como discípula (“seguía”, “servía” a Jesús). Y de tanta importancia como para que, salvo en la escena de la Madre de Jesús al pie de la cruz, la Magdalena siempre es mencionada en primer lugar. Incluso es llamativa la diferencia de los nombres de las otras mujeres que la acompañan en la escena de la ida al sepulcro en los cuatro evangelios: María de Santiago y Salomé (Marcos), la otra María (Mateo), María de Santiago y Juana (Lucas), solo ella (Juan), lo cierto es que los cuatro evangelios afirman la presencia de la Magdalena, y mencionándola siempre en primer lugar. Por eso es coherente que sea ella (haya sido como fuere su encuentro con el Resucitado; quizás en los momentos de duelo y visita a la tumba, frecuente en las mujeres de su tiempo) la que es enviada (apostelô, en griego) a avisar a los compañeros de Jesús sobre lo que acaba de ver. De allí que sea llamada “apóstola de los apóstoles”. ¡Nada menos! Seis veces se narra en los evangelios este episodio. Jesús da de comer a una multitud en despoblado. Es seguro que algo muy parecido, pasó en realidad y probablemente más de una vez. Pero lo que pasó no tiene ninguna importancia, porque se trata de un relato simbólico. Lo importante es lo que nos quieren decir al contarnos esta historia. Las circunstancias de tiempo y lugar son datos teológicos, que nos tienen que acercar, no a un conocimiento discursivo y racional sino a una profunda vivencia religiosa.
Con los conocimientos exegéticos que hoy tenemos, no podemos seguir entendiendo este relato como multiplicación milagrosa de unos panes y peces. Es más, entendido como un milagro material, nos quedamos sin el verdadero mensaje del evangelio. Podíamos decir que es una parábola en acción. También hacen falta “oídos” y “ojos” bien abiertos para entenderla. El punto de inflexión del relato está en las palabras de Jesús: dadles vosotros de comer. Jesús sabía que eso era imposible. Parece ser que no entraba en los planes del grupo preocuparse de las necesidades materiales de los demás. No podemos seguir hablando de un prodigio que Jesús lleva a cabo gracias a un poder divino. Si Dios pudo hacer un milagro para saciar el hambre de los que llevaban un día sin comer, con mucha más razón tendría que hacerlo para librar hoy de la muerte a millones de personas que están muriendo de hambre en el mundo. Tampoco podemos utilizar este relato como un argumento para demostrar la divinidad de Jesús. El sentido de la vida de Jesús salta hecho añicos cuando suponemos que era un ser humano, pero con el comodín de la divinidad guardado en la chistera y que podía utilizar a capricho. En ninguno de los relatos se dice que los panes y los peces se multiplicaran. Realmente fue un verdadero “milagro”, que un grupo tan numeroso de personas compartiera todo lo que tienen hasta conseguir que nadie quedara con hambre. Hay que tener en cuenta que en aquel tiempo no se podía repostar por el camino, todo el que salía de casa para un tiempo, iba provisto de alimento para todo ese tiempo. Los apóstoles tenían cinco panes y dos peces; seguramente, después de haber comido ese día. Si el contacto con Jesús y el ejemplo de los apóstoles les empujó a poner cada uno lo que tenían al servicio de todos, estamos ante un ejemplo de respuesta a la generosidad que Jesús predicaba. Con frecuencia, en la Biblia se hace referencia a los tiempos mesiánicos como banquete. El mismo Jesús se dejaba invitar por las personas importantes. Él mismo organizaba comidas con los marginados; esa era una de las maneras de manifestarles su aprecio y cercanía. La más importante ceremonia de nuestro culto cristiano está estructurada como una comida. Que todo un día de seguimiento haya terminado con una comida no nos debe extrañar. Lo verdaderamente importante es que en esa comida todo el que tenía algo que aportar, colaboró, y el que no tenía nada, se sintió acogido fraternalmente. Si tenemos “ojos” y “oídos” abiertos, en el mismo relato podemos hallar las claves para una correcta interpretación. Los discípulos se dan cuenta del problema y actúan con toda lógica. Como tantas veces decimos o pensamos nosotros, se dijeron: es su problema, ellos tienen que solucionárselo. Jesús rompe con esta lógica y les propone una solución mucho menos sensata: “dadles vosotros de comer”. Él sabía que no tenían pan para tantas personas. Aquí empieza la necesidad de entenderlo de otra manera. No se trata de solucionar el problema desde fuera sino de provocar la generosidad y el compartir. Recordar algunos datos nos ayudará a comprender el relato más ajustadamente. Junto al lago, los alimentos básicos de la gente, eran el pan y los peces. Los libros de la Ley eran cinco; y dos el resto de la Escritura: Profetas y Escritos. El número siete (5+2) es símbolo de plenitud. También el número de los que comieron (cien grupos de cincuenta) es simbólico. Los doce cestos aluden a las doce tribus. Es el pan compartido el que debe alimentar al nuevo pueblo de Dios. La mirada al cielo, el recostarse en la hierba… Ya tenemos los elementos que nos permiten interpretar el relato, más allá de la letra. El verdadero sentido del texto está en otra parte. La dinámica normal de la vida nos dice que el “pan”, indispensable para la vida, tenemos que conseguirlo con dinero; porque alguien lo acapara y no lo deja llegar a su destino más que cumpliendo unas condiciones que el que lo acaparó impone: el “precio”. Lo que hace Jesús es librar al pan de ese acaparamiento injusto. La mirada al cielo y la bendición son el reconocimiento de que Dios es el único dueño y que a Él hay que agradecer el don. Liberado del acaparamiento, el pan, imprescindible para la vida, llega a todos sin tener que pagar un precio por él. Jesús, nos dice el relato, primero siente compasión de la gente, y después invita a compartir. Jesús no pidió a Dios que solucionara el problema, sino que se lo pidió a sus discípulos. Aunque en su esquema mental no encontraron solución, lo cierto es que, todo lo que tenían lo pusieron a disposición de todos. Esta actitud desencadena el prodigio: La generosidad se contagia y produce el “milagro”. Cuando se dejan de acaparar los bienes, llegan a todos. Cuando lo que se acapara son los bienes imprescindibles para la vida, lo que se está provocando es la muerte. Los hombres no deben actuar de manera egoísta. Curiosamente hoy son la primera y la segunda lectura las que nos empujan hacia una interpretación espiritual del evangelio. Los interrogantes planteados en las dos primeras lecturas podrían ser un buen punto de partida para la reflexión de este domingo. La primera nos advierte que la comida material, por sí misma, ni alimenta ni da hartura espiritual. Solo cuando se escucha a Dios, cuando se imita a Dios se alimenta la verdadera Vida. En la segunda lectura nos indica Pablo, donde está lo verdaderamente importante para cualquier ser humano: el amor que Dios nos tiene y se manifestó en Jesús. Después de un día con Jesús, el pueblo fue capaz de compartir lo poco que tenían: unos pedazos de pan duro, y unos peces resecos. Ese es el verdadero mensaje. Nosotros, después de años junto a Jesús, ¿qué somos capaces de compartir? No debemos hacer distinción entre el pan material y el alimento espiritual. Solo cuando compartimos el pan material, estamos alimentándonos del pan espiritual. En el relato no hay manera de separar el nivel espiritual y el material. La compasión y el compartir son la clave de toda identificación con Jesús. Es inútil insistir porque es el tema de todo el evangelio. No olvidemos que la eucaristía comenzó como una comida en que todo se compartía. Cada vez que se comparte el pan, se comparte la Vida y se hace presente a Dios que es Vida-Amor. No hay otra manera de identificarnos con Dios y de acercar a Dios a los demás. La eucaristía es memoria de esta actitud de Jesús que se partió y repartió. Al partirse y repartirse, hizo presente a Dios que es don total. El pan que verdaderamente alimenta no es el pan que se come, sino el pan que se da. El primer objetivo de compartir no es saciar la necesidad de otro, sino manifestar la Unidad entre todos. Meditación La clave del mensaje de Jesús es la compasión. Si no veo a Dios en el que muere de hambre, mi dios es un ídolo que yo me he fabricado. Si no me aproximo al que me necesita, me estoy alejando del Dios de Jesús. Si descubro a Dios como don, me daré a todos. |
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