La conocida cita de Mateo: “Dar (la traducción correcta es “devuelvan”) al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 15-22) se emplea muchas veces para justificar que la fe no tiene que meterse en la política. Pero no es ese el sentido del texto.
A Jesús le quieren poner una trampa (como tantas veces se ve en el evangelio) y por eso le preguntan: ¿Es lícito dar tributo al César? La pregunta surge de los herodianos que están a favor del tributo, pero el texto dice que fueron enviados por los fariseos que no lo están. Jesús se da cuenta de las intenciones que persiguen porque si contesta que sí, contentará a los herodianos y dejará enfadados a los fariseos y si contesta que no, quedará bien con estos últimos, pero podrá ser acusado por los herodianos de estar en contra del César. Jesús responde -consciente de esa trampa-, situando las cosas como deben ser. El César, en el imperio romano, ha sido divinizado y esa divinización se ve en la moneda, la cual tiene la imagen del César -para los judíos las imágenes son idolatría- y una inscripción que dice: “César, hijo de Dios”. Por eso Jesús les pregunta: ¿qué imagen ven ahí?, ellos dicen, del César. Entonces Jesús responde “devuelvan al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Es decir, el César se ha apropiado de un lugar que solo pertenece a Dios. Su respuesta es totalmente coherente con el reino que anuncia: sólo Dios ha de reinar y se han de denunciar todas las usurpaciones que se dan y que impiden que la vida digna y plena llegue a todos y todas. En otras palabras, la respuesta de Jesús fue mucho más política de lo que nos han hecho creer -con la lectura ingenua del texto- y muestra la dimensión profético-política que tiene la vida cristiana. A los cristianos, en este tiempo, no nos hacen ese tipo de preguntas que le hicieron a Jesús, pero si nos manipulan de muchas maneras. Cuando conviene que no se diga nada, se nos dice que no debemos meternos en política. Cuando en la campaña electoral se necesitan votos, se nos vende la idea de que debemos apoyar al candidato que este a favor de algún principio cristiano, pero casi siempre, no se hace un análisis completo y a fondo de todo su proyecto político para tomar una decisión adecuada. Lamentablemente, más de un político que se dice cristiano, apoya políticas neoliberales que dejan en la miseria a la mayoría del pueblo y políticas de guerra que hacen imposible construir la paz. Pero todo esto lo enmascaran y manipulan, como lo querían hacer con Jesús, y muchos electores caen en ese juego. Pero también preocupa esa relación iglesia-estado que es usada por el estado para ganar prestigio y buenos réditos y, por parte de la iglesia, o se presta para esa manipulación o cae ingenuamente o le interesa estar en esos estamentos, creyendo que así podrá ganar respaldo para las obras que emprende. Esto es lo que, a mi juicio, me parece se vio en la misa que se celebró en la catedral de Bogotá, el pasado domingo, 16 de agosto. Por parte de la iglesia hubo durante toda la semana una peregrinación del Señor de Monserrate por las catedrales de las diferentes diócesis de la ciudad. Fue un gesto simbólico para animar al pueblo de Dios que tantos domingos sube a pie a Monserrate para visitar al Señor caído, de que, en esta situación de pandemia, no está solo y Dios camina a su lado. Pero finalizar ese gesto con la misa a la que asistió el presidente, la vicepresidenta, el ministro de salud y sus respectivas familias, da mucho que pensar. Se convierte en un gesto muy ambiguo más cuando el presidente, recientemente, ha mostrado que no respeta la independencia de poderes al criticar a las cortes por su decisión frente a su mentor político. Él, como presidente, no puede tener esa postura. Pero justamente aparece al lado de las autoridades religiosas, con la mayor solemnidad y rezando frente a los colombianos como en una campaña de fervor y rectitud. Esto sin nombrar que no están autorizadas las misas con público. En fin, este acto, como tantos otros, no contribuyen a la postura profética que la iglesia podría tener queriendo ser fiel a Jesús. Gracias a Dios otros pastores no callan su voz, como el arzobispo de Cali, Darío Monsalve, que a pesar de haber sido desautorizado por el Nuncio hace unas semanas cuando utilizó el término “genocidio” para referirse a la actitud que tiene el actual gobierno frente al proceso de paz, nuevamente levanta su voz para denunciar el “genocidio generacional” que envuelve hoy a los jóvenes y adolescentes caleños, condenados al exterminio por la falta de oportunidades en su vida. “Cali y Colombia no pueden dejar que avance este genocidio generacional urbano, bajo ninguna justificación”. Este comunicado lo hizo el pasado 13 de agosto ante el asesinato de cinco jóvenes que residían en el sector de Llano verde. El sábado 15 de agosto masacraron a otros 8 jóvenes en Samaniego (Nariño). El arzobispo de Bogotá, Luis José Rueda, sacó un comunicado rechazando la masacre y pidiendo la paz y la reconciliación. Pero como dijeron los dirigentes de ese departamento, el gobierno tiene que apoyar el proceso de paz y hacer efectiva su presencia allí, si quiere parar esa violencia. Pero este gobierno está más preocupado por mantener sus privilegios que por construir la paz. La iglesia no puede mantener una postura ambigua cuando la situación colombiana está marcada por tanto dolor. Es urgente no dejarnos manipular por los “César” de este tiempo y seguir anunciando que Dios reina cuando se levanta la voz por la vida, la justicia, la paz y se realizan gestos que respaldan las palabras que decimos.
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"¿Ordenación de mujeres? Un aporte al debate desde la eclesiología de Vaticano II y la teología feminista latinoamericana"*. Tal es el título del más reciente libro de Isabel Corpas de Posada, decana de las teólogas católicas de Colombia; una obra que si bien responde a la invitación del papa Francisco a hacer propuestas valientes en el marco del proceso sinodal abierto en atención a la situación de la Amazonía, va mucho más allá y se constituye en una contribución para pensar la ministerialidad de la Iglesia católica en todo tiempo y lugar.
Mientras la pandemia del coronavirus avanza en América Latina, el libro de Corpas ofrece elementos para hacer frente a otro mal; uno que caracteriza la práctica del poder en la Iglesia católica: el clericalismo. A dicho mal le atribuye la autora no solamente la histórica exclusión de las mujeres en la Iglesia, sino también la contradicción entre la actual estructura institucional del catolicismo y el espíritu original del proyecto cristiano. Según ella, ambas situaciones están asociadas al proceso de sacerdotalización que a lo largo de los siglos le asignó a los hombres preeminencias en la organización eclesial. Dicho proceso apeló a diversidad de argumentos que le fueron cerrando instancias de participación a las mujeres, a pesar del innegable protagonismo que habían tenido muchas de ellas en los orígenes del cristianismo. Aunque la sacerdotalización de los ministerios era incompatible con la esencia del mensaje cristiano y dependía, en realidad, del contexto patriarcal de la época, se extendió en el tiempo, dando pie a un tipo de espiritualidad que aún hoy legitima prácticas que vinculan el ejercicio del ministerio ordenado a ideas de dignidad y potestad atribuidas exclusivamente a determinados hombres de Iglesia. Sobra decir que dichas ideas nada tienen que ver con el Evangelio, tal y como lo demuestra la exégesis histórico-crítica. Advierte la autora que su propuesta no está orientada a presionar para que sean abiertas las puertas a las mujeres en orden a una vivencia del liderazgo en esa lógica. Su propósito es que sea deconstruido un imaginario eclesial que bebe, en el fondo, de imaginarios sociales recodificados en el ámbito religioso. Es decir, no es su interés promover la reproducción de una práctica femenina del sacerdocio entendido como privilegio excluyente fundado en la separación entre el clero y el laicado, sino avanzar hacia una auténtica reforma de la Iglesia, concebida como pueblo de Dios capaz de retomar el discipulado de iguales y reconocer el carácter sacramental del servicio que históricamente han desempeñado las mujeres en la Iglesia. Como exponente de un feminismo latinoamericano, Corpas es consciente de que dicha tarea no puede depender únicamente del poder de decisión de quienes detentan el privilegio que se pretende cuestionar. “Los hombres de Iglesia están metidos dentro del bosque del clericalismo y no pueden ver desde afuera”, me dijo meses atrás durante una entrevista. A su parecer, cada quien habla desde su lugar de enunciación y ello explica por qué ciertos debates o controversias quedan en puntos ciegos para el común de los altos jerarcas y de sus colaboradores. Mientras tanto, algunas personas esperan de manera ingenua que una crítica a los privilegios venga de quienes se benefician de ellos. La teóloga subvierte la norma y declara que el debate no está zanjado, aunque Roma así lo dé a entender. Es más, Corpas ofrece a los lectores una minuciosa crónica de los términos en que la discusión se ha llevado a cabo a lo largo de la historia, para reiterar, ella, que nunca ha habido argumentos teológicos en contra de la ordenación de las mujeres distintos a aquellos que, en realidad, esconden prejuicios en razón de género. “El estado de sujeción de la mujer la hace inepta para la recepción de este sacramento”, pensaba Santo Tomás de Aquino. Tal argumento, así como otros que prevalecen en la actualidad, se fundan en una todavía vigente manera de concebir a la mujer en instancias de gobierno eclesial. Según ha explicado también Elisabeth Schüssler Fiorenza, “la imagen católica contemporánea, casi canónica, de la mujer es la maternidad, la sumisión, el servicio y el cuidado, la contribución silenciosa, poco visible, de la mujer a la vocación creativa del hombre en el mundo”. Una imagen que controvierten, con su propio liderazgo, Corpas y sus compañeras de la Asociación Colombiana de Teólogas. Si en el número 101 de Querida Amazonia, el papa Francisco plantea una crítica a los “planteamientos parciales sobre el poder en la Iglesia”, en las 389 páginas del libro de Isabel Corpas encontramos una muy pertinente teología del poder en la Iglesia que debería ser incorporada como material de estudio en toda cátedra de eclesiología. Algunos apartados hacen recordar las reflexiones de Leonardo Boff en Iglesia: Carisma y poder. Pero muchos más nos enseñan que solo la mirada de la mujer logra hacer evidentes paradojas que escapan a la mirada del hombre. El texto da lecciones de investigación y su aparato crítico bien puede resultar esclarecedor para quienes se ocupan del tema de los ministerios de manera especializada. Pero el volumen no solamente aporta al ámbito católico de estudios teológicos. Es, en sí mismo, un trabajo que contribuye a toda clase de investigaciones sociales sobre la histórica exclusión de las mujeres de los ámbitos institucionales de decisión. ¿Honrará Roma la esperanza con que Corpas escribe sobre una Ecclesia semper reformanda? Basta ver. Por estos días muchas personas celebran la aparición de su libro, entre ellas teólogas de distintos países como la argentina María José Caram, la alemana Margit Eckholt y la colombiana Consuelo Vélez. Eso sí, no faltarán algunos hombres de Iglesia que recaten entre elogios su aversión al “contagio” que el texto pueda traer entre las nuevas generaciones. Al fin y al cabo, hay en los ámbitos teológicos del catolicismo latinoamericano, incluso liberacionista, quienes fomentan la espiritualidad sacerdotal y consideran la teología feminista como una especie de virus. La mentalidad de dichos clérigos queda al desnudo en la “arqueología” del clericalismo que Isabel Corpas de Posada nos regala en su libro. Albert Einstein tenía una concepción estática del universo, es decir, consideraba que la posición relativa de sus grandes estructuras permanecía fija, lo que le llevaba a un error sistemático al aplicar las ecuaciones de la Relatividad.
Un jesuita belga, George Lemaître —físico eminente y matemático genial—, se basó en esta inconsistencia de la Relatividad para desarrollar una teoría que consideraba el universo dinámico, es decir, en permanente expansión. Resaltó en su trabajo algo crucial para el futuro de la cosmología, y es que, remontándonos hacia atrás en el tiempo, tuvo que haber un momento en que el universo fuese infinitamente pequeño, y a este universo primordial lo llamó “átomo primigenio”. Curiosamente, el problema que encontró cuando publicó su teoría en 1927 no fue de carácter científico, sino ideológico, pues le acusaron de proponer esta teoría por su condición de jesuita cristiano; porque si el universo había tenido un principio, las tesis creacionistas propugnadas en la tradición judeo-cristiana recibían un gran impulso. Muchos científicos se opusieron por esta razón a su teoría, y como ejemplo podemos mencionar a los rusos I. Khalatnikov y E. Lifshitz que trabajaron con denuedo para descalificarla debido a su creencia marxista. Dos años más tarde, Edwin Hubble demostró experimentalmente la expansión del universo midiendo el “corrimiento al rojo” de galaxias distantes. En 1948, el físico ucraniano Gueorgui Gamow planteó que el universo se creó a partir de una gran explosión, y la teoría de Lemaître quedó definitivamente aceptada con el nombre de “teoría estándar del big bang”. Einstein, que en un principio le había tildado de “físico abominable”, pasó a deshacerse en elogios hacia él. La comunidad científica parece tener dos cosas muy claras; que el universo tuvo un principio, y que la ciencia no parece estar capacitada para determinar las causas que lo originaron. Esto deja abierta la puerta a la idea de un universo creado por Dios, pero aquí entra en juego la lógica metafísica para enfriar el entusiasmo de los creacionistas. Porque si el mundo no es parte integrante de Dios —se arguye—, es decir, si existe un límite entre Dios y el mundo, resulta que Dios es limitado, lo cual no concuerda con nuestra idea preconcebida de Dios. Esta dificultad desaparece en las concepciones panteístas, en las que todo cuanto existe forma parte de Dios, pero en ellas surgen inconsistencias todavía mayores. Porque si el mundo tuvo un principio, el atributo extenso de Dios (según terminología de Spinoza) sufrió cambio, pues antes no existía y luego sí, lo que significa que Dios cambia, que no es inmutable, y seguimos en las mismas… Y es que, como decía Hume, «nos estamos ocupando de cosas que sobrepasan nuestro entendimiento». La ciencia y la filosofía resultan interesantes de cara a satisfacer nuestra curiosidad, pero tienen el peligro de dirigir nuestra mirada hacia lo que carece de importancia para vivir. Y es que el relato científico nunca nos va a proporcionar criterios de vida, y la reflexión metafísica nos suele mover a plantear discusiones bizantinas que desvían nuestra atención de lo importante. Por ejemplo: ¿Somos parte de Dios o somos criaturas suyas animadas por su Espíritu desde lo más íntimo de nuestro ser?... ¿Qué es importante?... En buena lógica lo importante es lo que nos ayuda a vivir con sentido. Es de suponer que para un budista lo importante será superar la ignorancia en que nos sume la realidad aparente y despertar a las nobles verdades proclamadas por Buda; que para un hinduista será la búsqueda del equilibrio interior y la armonía con los demás y con la Naturaleza, y para un cristiano, la construcción del Reino; esa humanidad de Hijos queridos de Dios que solo queriéndose como hermanos podrá realizarse. Toda la tradición cristiana ha considerado la Eucaristía -que, según esa misma tradición, habría sido instituida en la “Última Cena”- como la “presencia real” de Cristo “bajo las especies” de pan y de vino.
Esa lectura o interpretación queda ampliada y enriquecida desde la comprensión no-dual. Desde ella, el acento se coloca en la unidad radical de todo, más allá de las diferencias. Unidad que, según los relatos de los evangelios, vivió Jesús conscientemente y de manera explícita. De todos ellos, es el evangelio de Juan quien más la subraya, poniendo en boca del Maestro de Nazaret las siguientes expresiones: “El Padre y yo somos uno”, “Quien me ve a mí, ve al Padre”, “Yo soy” (que se repite en siete ocasiones). Pues bien, el mismo que afirma ser uno con el Padre, es también quien, en los evangelios sinópticos expresa que todo lo que le hacen a alguien, se lo están haciendo a él (Mt 25,40). Y para expresar que esa unidad no conoce fronteras, se extiende incluso al pan, sobre el que pronuncia las palabras “Esto es mi cuerpo” que originalmente, según reconocen algunos estudiosos del arameo, serían una adaptación al griego de la frase: “Esto soy yo”. Todo ello casa con una expresión contundente que recoge el evangelio de Tomás, en el logion 77: “Jesús les dijo: «Yo soy todas las cosas»”. Mientras perdura la identificación con el yo separado -con nuestra personalidad-, es imposible pronunciar esa frase, del mismo modo que resulta imposible entenderla y aceptarla. A quienes se hallan en la lectura tradicional, les resultará incluso blasfema. Sin embargo, quien ha vivido la experiencia de una comprensión profunda, encuentra que es tal vez el modo menos inadecuado de nombrar lo que se le ha mostrado. Porque quien habla ahí -el sujeto de esa expresión- no es el yo separado, sino la consciencia una que es la misma en todos los seres. Y es esa consciencia la que se reconoce como sujeto -en realidad, el único sujeto-. El lenguaje utilizado será siempre relativo y es lo que menos importa, ya que no existe lenguaje que pudiera ser adecuado, porque nos estamos refiriendo a lo que es inefable. Por eso, el místico teísta puede nombrarlo como “Dios” o como “Padre”. Sin embargo, más allá del término empleado, se está hablando de la misma realidad. Aparecemos como una forma -yo o persona- separada, real en su propio nivel de realidad; sin embargo, en rigor, no somos la forma que aparece, sino Eso que es consciente de ella. Y Eso es todas las cosas. ¿Cómo me comprendo? No estamos celebrando el sacramento de nuestra fe, como dice la liturgia. Esta es la celebración que nos puede llevar más lejos en la comprensión de lo que fue Jesús. Es imposible meter en el espacio de una homilía la increíble amplitud de significados de este sacramento. A través de los siglos, se han potenciado algunos aspectos y se han minimizado otros. Hoy creo que debemos hacer una nueva valoración de todos ellos.
El primer aspecto que debemos revisar hoy es la presencia real. Quede bien claro, que no se trata de negar la presencia. Se trata de explicarla de manera que pueda ser entendida por el hombre de hoy. La creencia en una presencia física y materializada no ayuda, para nada, a entender el sacramento. Si durante siglos no se le dio mayor importancia a esa presencia, no puede ser el aspecto más importante. La distorsión de la presencia fue el final de un proceso muy largo. Empezó por guardarse algo del pan consagrado para que pudiera participar de la eucaristía el que no había podido asistir. El paso siguiente fue el conservar siempre algo de pan (reserva) para poder ayudar a los que se encontraban en peligro de muerte. Más tarde se vio la necesidad de colocar las especies en recipiente y lugar más dignos. Terminó por ponerse en el centro de la iglesia para que fuera adorado. El convertirlo en objeto de devoción y piedad privada, alejó al pueblo del verdadero valor del sacramento. Ayudó mucho a este desenfoque la traducción inadecuada de la palabra “cuerpo” de la antropología judía por nuestro cuerpo. Para la antropología judía del tiempo de Jesús cuerpo no era la carne, sino la persona (capacidad de relaciones con los demás). Pero es que la palabra swma griega, (que es la que usan los evangelios) también significa la persona entera. La traducción debía ser: esto es mi persona; esto soy yo. Pero bien entendido que “esto” no se refiere a la cosa pan, sino al pan partido y repartido. También nos ha despistado el haber interpretado el capítulo 6 del evangelio de Juan como explicación de la eucaristía. Jesús dice: “Yo soy el pan de vida. Quien se acerca a mí nunca pasará hambre y quien me presta adhesión nunca pasará sed”. No deja la menor duda sobre qué significa comer ese pan. Cuando dice: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida definitiva”. Al que hace suya esa Vida, la muerte no le puede afectar. No hace referencia directa a la eucaristía, sino que nos indica en qué dirección debe ir la misma celebración de la eucaristía. La eucaristía como sacrificio es otro aspecto que debemos colocar en su justo lugar. En primer lugar, el modelo judío de sacrificio no puede servir para indicar la actitud de Jesús para con Dios. Va en contra de la predicación y de la actuación de Jesús. El Dios de Jesús no necesita rescate alguno para desplegar su amor. Jesús mismo se desentendió del organigrama sacrificial del templo. “La muerte por todos” que aparece en alguno de los relatos, no tiene el sentido de sacrificio expiatorio. Su muerte no es sacrificio sino modelo de don total a los demás. La argumentación de S. Anselmo, es una estrategia jurídica, que nada tiene que ver con el Dios de Jesús que es amor. El principal aspecto que debíamos recuperar es el de memoria. Para ello debemos acercarnos lo más posible a lo que pasó. Esta tarea no es nada fácil, porque ninguno de los relatos coincide en la redacción. Este dato sería suficiente para superar todo intento de considerar esas palabras como fórmula mágica. No sabemos si fue una cena pascual en sentido estricto. No tiene mayor importancia porque el centro de la cena de Jesús con sus discípulos no fue el cordero, sino el pan y el vino. Aunque es importante saber lo que Jesús hizo, lo más importante es el sentido que él quiso dar a esos gestos y palabras. Jesús se desvinculó del sentido de la Pascua judía para dar otro sentido a la celebración. Al decir “esto soy yo”, está afirmando lo que él es como persona viva. Al decir “esto es mi sangre”, está tratando de manifestar lo que es como persona muerta, machacada, “matada”. En algunos relatos, los dos gestos están separados por el tiempo que duraba la misma cena. El reparto del pan se hacía al principio de la cena. La copa se repartía tres veces; y parece que la que Jesús aprovechó para hacer el signo fue la tercera, que se distribuía al final. El otro aspecto que es urgente recuperar en toda su importancia es el de comida. Todos los textos hacen hincapié en el aspecto de celebración de la comunidad reunida. Compartir la mesa era, para ellos, compartir la vida, clave para entender el significado profundo de lo que celebramos. Pablo llega a decir que si hay división, entre los ricos y pobres, no es posible celebrar la eucaristía. Si se trata de un sacramento, no puede ser una cosa en sí, sino una acción y además, comunitaria. En aquella cena última se nos afirma que compartir el pan es identificarse con Jesús. Vivir en sintonía con él. Beber el vino es, además, identificarse con su sangre. Los judíos, siempre que hablan de sangre, hacen referencia a la sangre derramada, es decir, a la muerte. Mientras la sangre no se separa de la carne es una sola cosa con ella; ambas soportan la vida. Este segundo gesto nos invita a aceptar a un Jesús, que no solo se dio durante su vida, sino que también su muerte fue el don definitivo de sí mismo. Si se trata de una celebración comunitaria, la que celebra es la comunidad. El cura puede decir Misa, pero no habrá verdadera eucaristía si no hay dos o más reunidos en su nombre. En la última cena no hubo sacerdote. Jesús era un laico. Ni era sacerdote ni era levita. Era un seglar, que nunca quiso dejar de serlo. Durante los dos primeros siglos no se planteó el tema de los ministros consagrados. Curiosamente se planteó primero el tema de los diáconos, es decir, los que tenían que llevar a cabo la tarea de atender a los pobres que fue la primera consecuencia de celebrar bien la eucaristía. Durante varios siglos, las eucaristías no se celebraron en el templo sino en las casas. Cualquier lugar es suficientemente digno si los que se reúnen, lo hacen en su nombre. Primero las casas y más tarde las catacumbas y los escondites donde se tenían que refugiar los cristianos, no eran menos dignas que la iglesia para celebrar la eucaristía. Como sacramento, la Eucaristía consiste en la unión de un signo con la realidad significada. Repetimos el signo, es decir las palabras y los gestos que hizo Jesús. Lo significado es el amor-unidad que está siempre presente y no depende del signo. Repetimos el signo para descubrir la realidad significada y provocar la vivencia. El signo no es el pan como cosa, sino el gesto de partirlo y repartirlo. Los signos no son lo más importante, ni siquiera son originales de Jesús. Lo original es el significado que les dio. Esta fiesta comenzó a celebrarse en Bélgica en 1246, y adquirió su mayor difusión pública dos siglos más tarde, en 1447, cuando el Papa Nicolás V recorrió procesionalmente con la Sagrada Forma las calles de Roma. Dos cosas pretende: fomentar la devoción a la Eucaristía y confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino. Las lecturas, sin restar importancia a estos aspectos, centran la atención en el compromiso del cristiano con Dios, sellado con el sacrificio del cuerpo y la sangre de Cristo.
1ª lectura: la sangre y la antigua alianza (Éxodo) La lectura cuenta el momento culminante de la experiencia de los israelitas en el monte Sinaí. Después de escuchar la proclamación de la voluntad de Dios (el decálogo y el código de la alianza), manifiesta su voluntad de cumplirla: «Haremos todo lo que el Señor nos dice». En una mentalidad moderna, poco amante de símbolos, esas palabras habrían bastado. El hombre antiguo no era igual. Un pacto tan serio requería un símbolo potente. Y no hay cosa más expresiva que la sangre, en la que radica la vida. Siglos más tarde, algunos caballeros medievales sellaban un pacto haciéndose un corte en el antebrazo y mezclando la sangre. Naturalmente, Dios no puede sellar una alianza con los hombres mediante ese rito. Por muchos antropomorfismos que usen los autores bíblicos al hablar de Dios, él no tiene un brazo que cortarse ni una sangre que mezclar. Tampoco se puede pedir a todos los israelitas que se hagan un corte y den un poco de sangre. Se recurre entonces al siguiente simbolismo: Dios queda representado por un altar, y la sangre no será de dioses ni de hombres, sino de vacas. Al matarlas, la mitad de la sangre se derrama sobre el altar. Se expresa con ello el compromiso que Dios contrae con su pueblo. La otra mitad se recoge en vasijas, pero antes de rociar con ella al pueblo, se vuelve a leer el documento de la alianza (Éxodo 20-23), y el pueblo asiente de nuevo: «Haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos.» Pero en la antigüedad hay también otra forma, incluso más frecuente, de sellar una alianza: comiendo juntos los interesados. Esta modalidad también aparece en el relato del Éxodo (pero ha sido omitida por la liturgia). Después de la ceremonia de la sangre con todo el pueblo, Moisés, Aarón, Nadab, Abihú y los setenta dirigentes de Israel suben al monte, donde comen y beben ante el Señor (Éxodo 24,9-11). Esta segunda modalidad será esencial para entender el evangelio. 2ª lectura: la sangre, el perdón y la nueva alianza (Hebreos) Como diría un cínico, los buenos propósitos nunca se cumplen. En el caso de los israelita llevaría razón. El propósito de obedecer a Dios y hacer lo que él manda no lo llevaron a la práctica a menudo. Surgía entonces la necesidad de expiar por esos pecados, incluso los involuntarios. Y la sangre vuelve a adquirir gran importancia. Ya que en ella radica la vida, es lo mejor que se puede ofrecer a Dios para conseguir su perdón. Pero el Dios de Israel no exige víctimas humanas. La sangre será de animales puros: machos cabríos, becerros, toros, vacas, corderos, tórtolas, pichones. El autor de la carta a los Hebreos contrasta esta práctica antigua con la de Jesús, que se ofrece a sí mismo como sacrificio sin mancha. Con ello, no sólo nos consigue el perdón, sino que, al mismo tiempo, sella con su sangre una nueva alianza entre Dios y nosotros. Evangelio: pan, vino y nueva alianza La acción de Jesús en la Cena de Pascua reúne las dos formas de sellar una alianza que comentamos en la primera lectura, pero invirtiendo el orden. Se comienza por la comida, se termina aludiendo a la sangre de la nueva alianza. Aparte de esto hay diferencias notables. Los discípulos no comen en presencia de Dios, comen con Jesús, comen el pan que él les da, no la carne de animales sacrificados; y el vino que beben significa algo muy distinto a lo que bebieron las autoridades de Israel: anticipa la sangre de Jesús derramada por todos. ¿Dónde radica la diferencia principal entre la antigua y la nueva alianza? En que la antigua no cuesta nada a nadie; basta matar unos animales para obtener su sangre. La nueva, en cambio, supone un sacrificio personal, el sacrificio supremo de entregar la propia vida, la propia carne y sangre. Pero no podemos quedarnos en la simple referencia al pan y al vino, al cuerpo y la sangre. Para Jesús son la forma simbólica de sellar nuestro compromiso con Dios, por el que nos obligamos a cumplir su voluntad. El cuarto evangelio, que no cuenta la institución de la Eucaristía, pone en este momento en boca de Jesús un largo discurso en el que insiste, por activa y por pasiva, en que observemos sus mandamientos, mejor dicho, su único mandamiento: que nos amemos los unos a los otros. Si la celebración del Corpus Christi se limita a una expresión devota de nuestra devoción a la Eucaristía o, peor aún, si se convierte en simple fiesta de interés turístico, no cumple su auténtico sentido. Es fácil lanzar flores a la custodia por la calle; lo difícil es tratar bien a las personas que nos encontramos por la calle. Es un sinónimo áspero de “comulgar” pero tiene la ventaja de ser familiar en nuestro vocabulario: “no trago a tal persona”, “ese disgusto aún no me lo he tragado...”, “todavía lo tengo aquí” (y señalamos la garganta). Nos es fácil sacar la lengua o poner la mano para recibir el Pan, comulgar y volver luego a nuestro sitio con recogimiento y dar gracias lo mejor que podemos. Pero, de vez en cuando, tendríamos que cambiar la expresión “comulgar” por la de “tragarnos a Jesús” para caer un poco más en la cuenta de lo que significaría “tragarnos” su mentalidad (es el metanoeite, “cambiad de mentalidad”, de Mc 1,15, o el “tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús de Fil 2,5), sus preferencias, sus opciones, su estilo de vida, su extraña manera de vivir, de pensar y de actuar.
Recuerdo una devota costumbre que me inculcaron de niña que se llamaba “hacer una comunión espiritual”: consistía en mandar el corazón al sagrario (se recomendaba mucho hacerlo en los viajes al ver un campanario) y desear recibir a Jesús espiritualmente ya que no podía hacerse sacramentalmente. Se me ocurre que podría ser un buen ejercicio hacer algo parecido abriendo el Evangelio por donde nos salga y cuando leamos, por ej.: “El que quiera ser el mayor entre vosotros que sea vuestro servidor” (Mt 23,12); “No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,22); “Me dan compasión estas gentes, dadles vosotros de comer” (Mc 6,34.37); “No atesoréis tesoros en la tierra”(Mt 6,19); “Las prostitutas os precederán”(Mt 21,31) “Prestad sin esperar nada a cambio”(Lc 6,35)..., hacer el gesto interior de “tragarnos” eso, de comulgar con ello, de desear, al menos, irnos poniendo de acuerdo con Jesús, creciendo en afinidad con él, pidiendo al Padre, con la pobreza de quien se siente incapaz desde sus fuerzas, que nos haga ir teniendo “parte con él” (cf.Jn 13,8), con las consecuencias de que sea el “Primogénito de una multitud de hermanos”. Llevamos seis meses sin obispo en nuestra diócesis. Y estamos esperando… Se me ocurre pensar que puede ser un comienzo para realizar eso que con tanta ilusión nos ofrece el Papa: Una iglesia sinodal.
Actualmente creo que se hace así el nombramiento: La conferencia episcopal y el nuncio piensan en unos sacerdotes. Hacen consulta a algunos curas de la diócesis y luego lo comunican al gobierno. Finalmente se lo presentan al papa y Él destina a tal persona para esa diócesis. Se me ocurre que es una oportunidad preciosa para hacer del nombramiento un proceso evangelizador y de ciudadanía cristiana. Algo muy sencillo. Podríamos empezar por el pueblo de Dios que vivimos en esta diócesis. Conociendo su realidad, su situación y sus características, dialogar entre todos los miembros de la comunidad diocesana por las cualidades que creemos que ha de tener el obispo. Dialogarlo. E ir pensando en personas concretas que presenten esas condiciones, en nuestra diocesis o fuera de ella. Dialogar y orar en todo el proceso. Y una vez pensado comunicarlo a la conferencia episcopal. En diálogo, encontrar entre los sugeridos, esa persona que sea más conveniente para este momento o de la diócesis. Finalmente presentarlo en comunión al papa. Y Él lo designa. Todo un proceso de formación, de vivencia de colegialidad, de Sinodalidad. Me parece que ahora se hace alguna consulta por parte del nuncio, pero no deja de ser algo desde arriba y con matiz más bien de poder… Lo importante es que toda la comunidad diocesana nos sintamos implicados en esta acción del Espíritu y vayamos construyendo iglesia diocesana. Que hasta las personas de los pueblos más pequeños participen en ese camino. Hace falta que veamos al obispo como miembro de la comunidad, que todos los cristianos nos sintamos una familia con distintas misiones. Veo así un paso serio en la Sinodalidad. En todo este proceso, los cristianos de la comunidad nos pondríamos en movimiento y descubriríamos los quehaceres y las misiones concretas a plantear en nuestro ser y vivir como cristianos. Porque veríamos entre todos cuáles son las personas más apropiadas para realizar los distintos ministerios y animaciones en la diócesis. Y por recalcar algo en este proyecto, insistiría en la participación de las mujeres en igualdad de condiciones. Lo mismo, diríamos de niños, ancianos…. Tal como es nuestra realidad diocesana. Con la cantidad de diócesis en espera de obispo, ya o muy pronto, puede ser una oportunidad para ponernos la Iglesia en España en Sinodalidad. No es este tema algo que esté de moda, pero sí de rabiosa actualidad: el dolor y el sufrimiento. Hans Küng logró sintetizar en un párrafo algo que deberíamos grabar en nuestro corazón. Dice así: "El seguimiento de la Cruz no significa imitación ética de la vida de Jesús sino el desafío de asumir el propio sufrimiento, no buscando el dolor, sino soportándolo. No solo soportar el dolor, sino combatirlo. No solo combatirlo, sino transformarlo.” En menos palabras no se puede expresar mejor la teología de la cruz.
Estamos ante un mensaje de implicación ante el sufrimiento inevitable cuando se padece para transformarlo en madurez personal, en comprensión, en ofrenda de amor, en paz... Es una invitación a la higiene mental, pues está constatado que sufrir sin darle ningún sentido termina en la desesperación; por el contrario, puede afrontarse como una llamada que nos ofrece un sentido; una invitación para conocer nuestros resortes que sin duda existen en lo más escondido del corazón humano que esperan nuestra voluntad y nuestro esfuerzo para ser activados para superar el sufrimiento creciendo como personas. Parece claro que estamos ante una de reglas básicas de la existencia. Me impresiono cuando pienso que muchas personas nunca han escuchado ni leído una reflexión semejante y andan desnortados dando tumbos cuando sufren los avatares más duros de la vida. ¿En qué o en quién apoyarse? No es de extrañar que existan tantas patologías y toxicologías en personas que probablemente entraron en una espiral de deshumanización por no tener fuerzas suficientes para arrostrar determinados dolores. Me imagino a esas personas desbordadas ante la incomprensión, la insensibilidad, la injusticia de quienes les denegaron ayuda… porque nadie les introdujo en la cultura de darle sentido a lo que hoy no es posible cambiar (cultura en el sentido primario de cultivar) y seguir la lógica humana de la madurez expresada por Hans Küng en los términos que hemos recogido al comienzo de esta reflexión. Una verdadera teología de la cruz que solo puede ser liberadora con ese nombre. Ella nos lleva inevitablemente a reflexionar sobre los talentos recibidos y lo que estamos haciendo con ellos; en qué invertimos nuestras capacidades ante el dolor y el sufrimiento cercanos. Nuestra felicidad verdadera es consecuencia de la que a otros hemos procurado, sin volver la cabeza ni el corazón al dolor ajeno. La pandemia lo ha agravado todo, pero también es una realidad que nos recuerda nuestra vocación evangelizadora: oración, anuncio y servicio. Y cuando llega el sufrimiento propio solo el Espíritu Santo es capaz de cambiar los corazones. El Papa Francisco nos insiste: “El mandato de Jesús no tiene un carácter ‘empresarial’. Lo que tenemos que hacer se sustenta en el Espíritu”. Ese es la verdadera fuerza de la evangelización, la que nos da la fuerza que nos lleva hacia adelante y nos ilumina en el cómo evangelizar y crecer sobre todo cuando estamos marcados por el sufrimiento de cualquier tipo e intensidad. Señor, dentro de mí todo se rebela contra el sufrimiento, necesito de tu gracia. Solo esta frase, ya es una estupenda oración con la garantía de ser escuchada. Todo tiene un significado Bajo el peso del sufrimiento podemos llegar a no entender el sentido de la vida, y maldecirla como una desgracia irreparable. Desde el fondo del abismo surge una pequeña luz de esperanza: es imposible que todo esto no tenga un significado. Es imposible que Aquél que creó el cielo y la tierra no haya dado un porqué al sufrimiento. CARLO CARRETO El triskel es un antiguo símbolo celta, que representa la mente el cuerpo y el espíritu en perfecta armonía y equilibrio y también se asocia a la eternidad.
El término procede del griego que significa “tres piernas”; representa como un símbolo geométrico en forma de curva similar a una hélice con tres brazos que se unen en un punto central. Este símbolo de origen celta se asocia con la evolución y el crecimiento. Está conformado por un círculo exterior que representa al mundo y el infinito, y dentro de este círculo hay tres espirales con giros dobles que forman a su vez tres círculos; estas espirales nacen de un mismo punto. Este es un símbolo que el cristianismo cogió prestado de esta cultura para representar la Trinidad. Una sabiduría muy antigua que re-descubrimos en nuestro tiempo y que explica nuestra complejidad y ese misterio infinito que somos; porque en Dios nos movemos y existimos. Dios no es alguien separado de nosotros. Las personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo son nuestra manera de expresar una experiencia de Dios en la historia pero el Misterio siempre sobrepasa lo que las palabras pueden expresar. Dios nos suscita ese deseo profundo de equilibrio, de dinamismo constante, de crecimiento. En este último tiempo que está siendo tan especial, tan distinto que nos está obligando a mirar, a escuchar a sentir de una forma diferente, esta celebración nos cuestiona nuestra imagen de Dios. No buscamos entender, captar, poder explicar o dar razón… más bien cómo irradiar. Ser y “ser conscientes” de lo que somos para irradiar, para contagiar en todo momento. Comentando con alguno de vosotros estos días pasados decíamos: Y ahora que ya podemos salir, vernos con la familia, los amigos, volver al trabajo… ¿qué? ¿Qué puedo hacer...? Irradiar la luz, el equilibrio, la paz y la serenidad de estar en camino; ser parte de esa espiral abierta que se comunica con las otras y que partiendo de un mismo eje se deja guiar y conducir. ¿Cómo? En actitud de escucha en la oración y en diálogo con los demás. La escucha nos ensancha por dentro; nos devuelve la ilusión y la energía, nos llena de iniciativa en el amor en la entrega en el don de nosotrxs mismxs. Nos transforma y nos empodera para ir más allá de lo que nos sentimos capaces de realizar; estamos en constante evolución y crecimiento. Por eso esta fiesta que celebramos hoy no es un “misterio incomprensible” para nuestra mente sobre Dios uno y trino; es una celebración de nuestra capacidad infinita de ser comunión en la diversidad, de vivir rodeados de un amor que no tiene límites y de participar en este momento de la historia de esa identidad de hij@ que nos hace hermanxs de todxs y de todo. |
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