Todas las apariciones de Jesús resucitado son peculiares. Como si los evangelistas quisieran acentuar las diferencias para que no nos quedemos en lo externo, lo anecdótico. Uno de los relatos más interesantes y diverso de los otros es el de este domingo.
«Bienaventurados los que creen sin haber visto (Juan 20,19-31) Comparado con otros relatos de apariciones, este de Juan ofrece las siguientes peculiaridades: 1. El miedo de los discípulos. Es el único caso en el que se destaca algo tan lógico, y se ofrece el detalle tan visivo de la puerta cerrada. Acaban de matar a Jesús, lo han condenado por blasfemo y rebelde contra Roma. Sus partidarios corren el peligro de terminar igual. Además, casi todos son galileos, mal vistos en Jerusalén. No será fácil encontrar alguien que los defienda si salen a la calle. 2. El saludo de Jesús: «paz a vosotros». Tras la referencia inicial al miedo a los judíos, el saludo más lógico, con honda raigambre bíblica, sería: «no temáis». Sin embargo, tres veces repite Jesús «paz a vosotros». Algún listillo podría presumir: «Normal; los judíos saludan shalom alekem, igual que los árabes saludan salam aleikun». Pero la solución no es tan fácil. Este saludo, «paz a vosotros», solo se encuentra también en la aparición a los discípulos en Lucas (24,36). Lo más frecuente es que Jesús no salude: ni a los once cuando se les aparece en Galilea (Marcos y Mateo), ni a los dos que marchan a Emaús (Lc 24), ni a los siete a los que se aparece en el lago (Jn 21). Y a las mujeres las saluda en Mateo con una fórmula distinta: «alegraos». ¿Por qué repite tres veces «paz a vosotros» en este pasaje? Vienen a la mente las palabras pronunciadas por Jesús en la última cena: «La paz os dejo, os doy mi paz, y no como la da el mundo. No os turbéis ni os acobardéis» (Jn 14,27). En estos momentos tan duros para los discípulos, el saludo de Jesús les desea y comunica esa paz que él mantuvo durante toda su vida y especialmente durante su pasión. 3. Las manos, el costado, las pruebas y la fe. Los relatos de apariciones pretenden demostrar la realidad física de Jesús resucitado, y para ello usan recursos muy distintos. Las mujeres le abrazan los pies (Mateo), María Magdalena intenta abrazarlo (Juan); los de Emaús caminan, charlan con él y lo ven partir el pan; según Lucas, cuando se aparece a los discípulos les muestra las manos y los pies, les ofrece la posibilidad de palparlo para dejar claro que no es un fantasma, y come delante de ellos un trozo de pescado. En la misma línea, aquí muestra las manos y el costado, y a Tomás le dice que meta en ellos el dedo y la mano. Es el argumento supremo para demostrar la realidad física de la resurrección. Curiosamente se encuentra en el evangelio de Juan, que es el mayor enemigo de las pruebas física y de los milagros para fundamentar la fe. 4. La alegría de los discípulos. Es interesante el contraste con lo que cuenta Lucas: en este evangelio, cuando Jesús se aparece, los discípulos «se asustaron y, despavoridos, pensaban que era un fantasma»; más tarde, la alegría va acompañada de asombro. Son reacciones muy lógicas. En cambio, Juan solo habla de alegría. Así se cumple la promesa de Jesús durante la última cena: «Vosotros ahora estáis tristes; pero os volveré a visitar y os llenaréis de alegría, y nadie os la quitará» (Jn 16,22). Todos los otros sentimientos no cuentan. 5. La misión. Con diferentes fórmulas, todos los evangelios hablan de la misión que Jesús resucitado encomienda a los discípulos. En este caso tiene una connotación especial: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo». No se trata simplemente de continuar la tarea. Lo que continúa es una cadena que se remonta hasta el Padre. 6. El don de Espíritu Santo y el perdón. Marcos y Mateo no dicen nada de este don y Lucas lo reserva para el día de Pentecostés. El cuarto evangelio lo sitúa en este momento, vinculándolo con el poder de perdonar o retener los pecados. ¿Cómo debemos interpretar este poder? No parece que se refiera a la confesión sacramental, que es una práctica posterior. En todos los otros evangelios, la misión de los discípulos está estrechamente relacionada con el bautismo. Parece que, en Juan, perdonar o retener los pecados tiene el sentido de admitir o no admitir al bautismo, dependiendo de la preparación y disposición del que lo solicita. Tomás y nosotros. En un mundo bastante racional y racionalista, queremos a veces una fe con pruebas: pedimos ver y palpar. Lo hacemos sin soberbia, como simples personas que sienten dudas y dificultades. Jesús se mantiene a la expectativa, tarda ocho días, o meses y años. Se presenta de pronto, cuando menos lo esperamos, saludándonos con la paz. O quizá no se presente nunca. Se contentará con recordarnos en nuestro interior: «Bienaventurados los que creen sin haber visto». «Un solo corazón y una sola alma» (Hechos 4,32-35) Lucas presenta en dos ocasiones un resumen de la vida de la primera comunidad cristiana (Hch 2,42-47 y 4,32-35). Este segundo contiene cuatro afirmaciones breves: la primera y la última se centran en la posesión de los bienes en común, con el ejemplo especial de los que poseían tierras o casas; la segunda se refiere al testimonio de los apóstoles «con mucho valor», cosa comprensible porque ya han tenido que aparecer ante el Sanedrín (4,1-22); la tercera, a la buena acogida entre los no cristianos, tema que también apareció en el resumen anterior (2,43). Pensando en las comunidades actuales, las diferencias son notables. El compartir los bienes se mantuvo en algunas iglesias durante más de dos siglos (tenemos el testimonio nada dudoso de Luciano de Samosata). Hoy día seguimos, más bien, la práctica de las comunidades paulinas, donde cada cual conservaba sus bienes, ayudando a los necesitados cuando era preciso. Entonces, como ahora, las comunidades pobres (Tesalónica) eran mucho más generosas que las ricas (Corinto). El impulso misionero, que produjo la admirable expansión del cristianismo por el imperio romano, ha adquirido en las últimas décadas un enfoque muy distinto al del simple predicar la resurrección de Cristo. El cambio más notable se advierte en la buena opinión de la gente, que hoy día es a menudo bastante mala, no siempre con razón. Pero conviene recordar que la visión de Lucas peca de optimismo. Durante el siglo I los cristianos fueron perseguidos, insultados y considerados los peores malhechores. «El que ha nacido de Dios vence al mundo» (1 Juan 5,1-6) Nota sobre la segunda lectura de los domingos II-VII de Pascua. En estos domingos, la segunda lectura está tomada siempre de la Primera Carta de Juan. Un escrito relativamente breve, de cinco capítulos, con un total de 105 versículos. Lógicamente, no se lee completo. Menos lógicamente, se empieza por el capítulo final (5,1-6), se retrocede al segundo (2,1-5a), se pasa al tercero (3,1-2 y 3,18-24) y se termina en el cuarto (4,11-16). La primera carta de Juan es un escrito bastante polémico y dualista. Todo lo bueno está en Dios, y todo lo malo en el mundo. El autor denuncia a los cristianos que han abandonado la comunidad, a los que llama “mentirosos”, “anticristos”, “falsos profetas”. Sus errores principales se dan en el terreno de la moral y del dogma. Desde el punto de vista moral, niegan tener pecado y haber pecado, con lo que niegan la redención de Cristo. Tampoco conceden importancia al amor a los hermanos y a la caridad con los necesitados. Desde el punto de vista dogmático, niegan que Jesús sea el Cristo, el Hijo de Dios. Con ello, al negar al Hijo, niegan al Padre. Frente a esta postura, el autor insiste en el amor que el Padre nos ha tenido enviándonos a su Hijo y haciéndonos hijos suyos. El cristiano no debe amar este mundo, sino creer en Jesús y amar a los hermanos, no de palabra, sino de obra y de verdad. El evangelio terminaba hablando de la fe en Jesús, que nos da la vida eterna. Esta fe en que Jesús es el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios, ocupa también un puesto capital en este pasaje, repleto de conceptos típicos de Juan: nacer de Dios, amar a Dios y a los hijos de Dios, cumplir sus mandamientos, vencer al mundo, el agua y la sangre, el testimonio del Espíritu, la verdad. Demasiada materia. Destaco dos detalles: ¿Cómo sabemos que amamos a los hijos de Dios? Si amamos a Dios. Es una inversión curiosa, porque Juan insiste a menudo en que la prueba de que amamos a Dios es que amamos a los hermanos. Creer en un Mesías que salva «por el agua», con el bautismo, no sería difícil. Lo que escandaliza a muchos es que salve «por la sangre», derramándola por nosotros.
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Después de los acontecimientos, del profundo sufrimiento de los días anteriores, que se había quedado pegado a todo su ser, se puso en camino al amanecer; que no era tal porque todavía estaba oscuro.
Quizás eran sus ojos que seguía velados por las lágrimas y la tiniebla interior. Pero aún le esperaba una oscuridad más profunda: el hueco del sepulcro abierto… ¡Se lo han llevado! De pronto el universo entero parece que empezó a correr. María Magdalena corrió a toda prisa a donde estaban Pedro y el otro discípulo a quien Jesús amaba. Sabemos que era Juan, el más joven, el que nos cuenta la historia. Le debió faltar el aliento cuando les dijo precipitadamente: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Aunque en ese momento sólo ella sabía lo que había sucedido, les habla en plural. Eso es una comprensión comunitaria. Les implica desde el minuto cero. Pedro y el joven discípulo salieron inmediatamente camino del sepulcro. “Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Me he preguntado porque el joven Juan, no dio el primer paso para entrar en el sepulcro habiendo llegado con ventaja sobre Pedro. ¿Miedo? ¿Prefería que el mayor arriesgara primero? ¿Intuía pero todavía no creía? Seguramente, como Pedro había sido investido de un liderazgo en el grupo, el joven discípulo le dejó paso para que iniciara la misión de servicio que Jesús le había encargado. Pedro sería la cabeza de la institución eclesial, pero en aquel momento imagino que su estado de ánimo sería de total abatimiento recordando las tres veces que negó a Jesús. Juan quedó contemplando lo que pasaba y el texto dice que “vio y creyó”. Los signos le hicieron creer a la segunda. Curioso, porque lo suyo es creer sin ver. Era joven y tenía que seguir abriéndose al misterio de Dios, haya signos o no los haya. Imagino que los dos volverían corriendo a contar a todos los demás lo que pasaba. Preguntas al aire a la Iglesia institución: ¿Cómo traducir este correr juntos? ¿Cómo escuchar a las nuevas generaciones, a los decepcionados de todas las edades, a los que se fueron y no quieren volver? ¿Cómo salir del sepulcro de la inmovilidad y el retroceso institucional? ¿Por qué no enterrar el miedo en la tumba donde ya no hay nada? ¿Por qué no comunicar Vida? ¿Por qué no ir corriendo por ahí contando, con obras, que esto no acabo en la oscuridad de una muerte producida por la injusticia y la manipulación? La muerte de Jesús fue un final que dio paso a un principio: Luz para siempre, para toda la humanidad. ¿Qué pasó con María Magdalena? Ella corrió y ellos tras ella, eso fue lo primero. Y lo segundo, siguió corriendo, seguro: ¡Las mujeres tenían que saber lo que pasaba, ellas habían estado en primera línea siempre… hasta al pie de la cruz! ¡Que la Pascua sea un tiempo de movimiento y cada cual discierna hacia donde correr! Si te confinas, siempre quedará Pentecostés, pero recuerda lo que llevamos aprendiendo hace ya más de un año: “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Cuando paseo por algún parque, en estos días de primavera, siento y me emociono con el despertar de la vida: las lilas, los celindos, los castaños en flor; el canto del mirlo, del herrerillo, del petirrojo; los largos atardeceres, la luz nítida e intensa de la mañana. Todo es nuevo, exuberante, vivo. Aunque se repita cada año siempre sorprende, conmueve e inspira. No me pasa lo mismo con el mundo al que siento gastado y decadente. El mundo necesita una nueva primavera. Una primavera de nuevos y fecundos brotes, de cantos y amaneceres que nos despierten; de intensa y clara luz que nos cure la ceguera.
Necesitamos recuperar las estaciones o fases de la vida: Que nuestros niños vivan, plenamente, la infancia, sin ser empujados a la precocidad que se percibe en muchos ambientes. Que los jóvenes se rebelen ante tantos modos y modas perniciosos. Que sean la savia viva que renueve e impulse una nueva convivencia, un nuevo orden, un nuevo pensar, un nuevo sentir. Que las personas maduras, sobre las que recae la responsabilidad de la familia, del trabajo, de la organización social, sean conscientes del importante papel que se les otorga en esta etapa estelar de la vida. Que la vejez adquiera la dignidad y el prestigio que merece haber recorrido tan largo camino. Los niños y los jóvenes necesitan tener referentes de hombres y mujeres maduros y de personas mayores en la culminación de sus vidas. Necesitamos mirar, con intención de ver, los problemas de nuestro tiempo, asumiendo, cada uno, nuestra tarea. Nadie puede excluirse ni considerarse inocente de los males que padecemos. Necesitamos respetar, reverenciar y cuidar, con esmero, el entorno natural que nos acoge. Ser ecologistas no es un esnobismo sino un requisito imprescindible para sostener la vida en nuestro Planeta Tierra. Necesitamos fraternizar la economía. ¿Cómo podemos acumular tantos bienes -muchos de ellos superfluos- cuando millones de seres se ven privados del alimento, la educación, la vivienda y la sanidad? Necesitamos darnos cuenta de que nuestra vida en la Tierra es una estancia corta, sometida al constante devenir del cambio. Asumida esta certeza, viviríamos intensa y fructíferamente. Necesitamos mejorar nuestras relaciones familiares, laborales, vecinales, etc… Urge una política ejercida con integridad, coherencia y auténtico servicio a los ciudadanos. Por su parte, los ciudadanos, debemos ser más responsables, más comprometidos y más exigentes. Se necesita la unión para defender derechos y libertades y un cierto grado de altruismo para anteponer el bien común al propio. Necesitamos mejorar la calidad de la comida, del lenguaje, de los medios de comunicación, del ocio. Tenemos cantidad de casi todo, pero calidad de muy poco. Necesitamos transmitir a los niños, con el ejemplo de nuestras vidas, el respeto a uno mismo, el respeto a los demás y la responsabilidad de todos nuestros actos. La regla de oro “no hacer a otro lo que no quieras que te hagan a ti”, debería ser una guía para la convivencia. Necesitamos una sociedad de mejores modales; más estética y más sosegada. Creo que en todos nosotros subyace el anhelo por lo bueno, lo bello y lo verdadero. ¿A quién interesa fomentar la violencia, la vulgaridad, la distorsión de la verdad? Necesitamos valorar y potenciar la vida. Vida que es una oportunidad, un desafío, un don, un camino, una tarea, un misterio. Vida que es única e inédita para cada uno de nosotros. ¿Hay mayor necedad que infravalorarla o malgastarla? Necesitamos…, necesitamos una nueva primavera de valores esenciales, salud mental y física, de armonía, de equilibrio, de agua y aire limpio; de conocimiento profundo de nuestro Ser. Si después de esta breve reflexión nos hemos reconocido necesitados y en peligro, ésta puede ser nuestra oportunidad. La necesidad y el peligro han sido siempre, para el espíritu inquieto e innovador del ser humano, acicate que agudiza los sentidos y hace aflorar la genialidad. La recién estrenada primavera puede pasar al lado con todo su alarde de frescura, vida y belleza y pillarnos a nosotros en el Google investigando quién es Rocío Carrasco o los últimos datos del Covid en Manchuria. La sempiterna gresca política con la última y agresiva intervención del dirigente de turno poco va a afectar nuestro destino, si no es para saturarnos de mediocridad. Seguir la actualidad pormenorizada que nos sirven los medios es un ejercicio que nos puede ir vaciando de ilusión, de esperanza en el futuro.
No podemos diariamente sucumbir al mazazo de la dura actualidad. Una cosa es querer estar en el mundo y otra diferente impregnarte de mundo. Nos toca impregnarnos del mundo que está naciendo, no del que está muriendo, no del que no tiene recorrido y no es sostenible. La lectura exhaustiva del diario acontecer servido por los medios nos puede no sólo hacer perder un tiempo precioso, sino también causar daño, influir y contaminar mentalmente. Hay otra actualidad “alternativa” de la que no reportan los noticieros oficiales y que reclama también su foco. Es más estimulante en términos de progreso colectivo. Deberemos cuanto menos cuestionar la jerarquía de importancia de las noticias que se nos presentan. Desde las redacciones de los medios, desde su particular órbita y conciencia se decide qué acontecer es el más importante, pero seguramente no tiene ninguna trascendencia para la humanidad el que prospere o no la moción de censura en Castilla y León. Seguramente podemos seguir viviendo sin conocer quién es Rocío Carrasco y su tóxico novio…, pero conviene que sepamos por qué por ejemplo los campesinos indios llevan muchos meses en sostenida y civilizada lucha. Lo relevante para unos no lo es necesariamente para otros. La relevancia de una información está relacionada con nuestro enfoque de la existencia. Los profesionales de la información cumplen con su cometido de dar cuenta de lo que conciben como noticiable, pero la idea de “noticia” está cargada de subjetividad. La “noticia” no es igual para quien está inmerso en el mundo, identificado con él, que para quien ve en el mundo un campo de entrenamiento de la conciencia. “Noticia” debiera ser aquello cuyo conocimiento nos hace más presentes, no más ausentes. La noticia nos sirve para acompañar al otro y ser un poco más con él, para sentirnos más humanidad en medio de esta hora intensa de desafío evolutivo. El otro no merece caminar sólo y abandonado. Ese acompañamiento nos empuja en el desarrollo de la conciencia, nos ayuda a dar las respuestas adecuadas a los grandes interrogantes. Será por lo tanto preciso seleccionar qué información nos resulta útil en ese acompañamiento, cuál nos permite estar mejor ubicados en el aquí y ahora y cuál únicamente responde a mera curiosidad que puede ser incluso malsana. Reciclar el significado, leer la actualidad con los ojos de la esperanza puede ser excusa hasta cierto punto para ese repaso detallado, pero nadie está exento de la posibilidad de sucumbir a ese ejercicio diario. Una vez más necesitamos el punto del medio. En este ejercicio de mantenernos informados buscaremos el centro balanceado, un estar y no estar. Trataremos de observar sin identificarnos; tomar conciencia aérea de lo que acontece, sin imperiosidad de letra pequeña y análisis exhaustivo. Después de miles y miles de periódicos leídos en infinidad de mañanas compruebas que no eres un ciudadano que necesariamente estás mejor informado; constatas que has consumido infinidad de información que no servía necesariamente a la finalidad de estar más presente. La frivolidad, la vulgaridad y el conflicto alcanzan a menudo el titular más fácilmente que la noticia positiva, necesaria y esa carga de negatividad va depositándose en nuestro interior. Hay que tener una enorme fe en el humano y en su superior destino para compensarla. Esa fe nos puede habitar, pero no somos inmunes a los efectos que comporta esa diaria digestión de un brebaje diario con exceso de ponzoña. Cada mañana el repaso de arriba abajo de los medios nos lastra, nos impregna de un pesimismo, que después hemos de esforzarnos en quitarnos de encima. Reconozco en la adicción a las noticias una droga que por lo menos necesita su descanso. La noticia como el café o la anfetamina puede ser adictiva, requerir su preocupante dosis diaria. No es que necesitemos ser tratados, sólo necesitamos el antídoto, reparar en otras cabeceras de luz en otros titulares de auténtica primavera que nos equilibren. Esos titulares a menudo no los proporcionan los medios oficiales. Podemos ser más felices sin el ritual de lectura pormenorizada de la actualidad, pero tampoco podemos desentendernos por entero del mundo y del devenir humano. Vinimos con contrato de compromiso, por más que nadie nos exigirá saber de los últimos tránsfugas de determinado color político, ni de los pormenores de la descorazonadora batalla parlamentaria. Acompañar sin apresarnos, sin quebrarnos; mirada aérea sobre la actualidad para ubicarnos, no exhaustivo “zoom” en el que seguramente nos extraviaremos. Del viaje de Francisco a Irak bien estará que perduren los discursos y las fotos de encuentros con dirigentes políticos o religiosos. Pero hay algo que me parece más importante conservar: la imagen y el recuerdo de sus encuentros con el padre de Ayland y con Doha Sabah, víctimas del crimen de la guerra siria y del crimen del terrorismo islámico.
La foto del niño de tres años ahogado en una playa turca dio la vuelta al mundo y nos produjo una pequeña sacudida pero ya nos habíamos olvidado de ella. Tampoco nos dijeron que su padre había perdido además a otro hijo de 5 años y a su esposa. Por impactante que pareciera, ver solo la foto del cuerpo del niñito inmóvil en la playa no es lo mismo que haber visto nacer y crecer a aquella criatura inocente, para encontrárselo después así. Lo que habrá pasado por el corazón de aquel pobre hombre serio, no lo sabremos nunca. Tampoco lo que pasó por aquella mujer cristiana de la llanura de Nínive que oyó una explosión, se asomó a la calle y le dijeron que su crío de 4 años acababa de morir. Que solo pudo “llevarlo al cementerio y rezar unas oraciones”, y que ha tratado de perdonar a los terroristas, aun reconociendo que “muchas veces la naturaleza humana es más fuerte que la llamada del Espíritu”. Que ese dolor y esa amargura, soportados diariamente en el silencio, hayan encontrado el reconocimiento, la atención, el tiempo y el abrazo de alguien que figura como líder o persona importante de un universo religioso, puede ser una pequeña señal o promesa de que ni el mal ni el dolor tendrán la última palabra en esta historia. Ojalá en adelante haya un poco más de paz en sus vidas. Y ojalá nuestra humanidad, laica y plural, sepa encontrar la forma de crear una especie de “santos mártires laicos” de nuestra historia, que tuvieran la misión que deben tener los santos en la iglesia católica: unos recuerdos que interpelan (y no unos meros diosecillos de los que aprovecharnos). Y ojalá encontráramos las imágenes de esos santos mártires laicos en los locales de Naciones Unidas, en todos los gobiernos y parlamentos del mundo, en la OIT y (ya no me atrevo a decirlo) en los locales del FMI, del Banco Mundial y de todas las fábricas de armas del planeta: en esos que son los verdugos estructurales y las causas últimas de tanto dolor y de tanta amargura silenciosa como puebla esta tierra. Eso ya no me atrevo a esperarlo. Hay otra cosa importante dentro del campo de mi Iglesia. El padre de Ayland no sería cristiano sino musulmán, supongo. Doha era cristiana pero no católica. El abrazo de Francisco tiene aquí otro significado que podemos calificar como “ecumenismo del dolor”. Eso me evoca el comentario (más genérico) de Francisco a los periodistas, en su vuelo de regreso de Irak: “algunos me acusan de herejía por estas cosas”. Quisiera dirigirme fraternalmente a esos acusadores. Leamos primero todos el pasaje evangélico de la mujer sirofenicia (Mt 15, 21.28). Jesús comienza allí hablando como quizá gustaría a esos acusadores: humilla a la mujer, defendiendo su proyecto inicial de comenzar “congregando a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 10,6; 15,24), con la idea de pasar luego de Israel al mundo. Desde nuestra mentalidad actual, la mujer pudo haberse despachado diciendo a Jesús que era un judío fanático o un machista o cosas así. Se habría desahogado pero habría perdido a su niña. Prefirió aceptar la humillación personal para ver si así salvaba a su hija. Y no solo consiguió eso, sino que la sensibilidad divina de Jesús percibió inmediatamente que allí estaba Dios, y modificó su proyecto inicial (en los evangelios, cuando Jesús dice a alguien “grande es tu fe” es como si le estuviera diciendo que Dios habla por ti). Jesús sabe perfectamente lo que ya venía practicando con sus modos de curar: que lo que más une a los hombres ante Dios es el dolor compartido; más que todas las inevitables y dolorosas divisiones de mentalidad, religión o iglesia que la historia ha venido provocando. Si no bastara el que, ante Dios, antes que ateos, musulmanes, budistas o cristianos, somos todos seres humanos y, por tanto hijos suyos, queda todavía el que ante Dios, podemos ser todos iguales por el dolor compartido. Eso es lo que creo que ha comprendido Francisco y no comprenden sus acusadores: ellos tienen una mentalidad religiosa, pero no una mentalidad divina. Y la religiosidad humana está tan expuesta al pecado como su ausencia (“historia magistra vitae”). Solo el Espíritu de Dios puede librarnos de ese pecado de nuestra religiosidad que Jesús parece haber combatido tanto. Y ojalá que Abdulah Kurdi (el padre de Ayland) y Sabah Abdalah vengan a ser como las puertas de ese nuevo ecumenismo. Como he dicho otras veces, lo que necesita nuestro mundo occidental es tener el valor de poner encima de la mesa todo el inmenso dolor del mundo. Aunque no esté bien citarse me atrevo a repetir lo que escribí hace ya más de cuarenta años: “el servicio al dolor del mundo es el lugar de superación de la eterna antinomia entre inmanencia y trascendencia” (La Humanidad Nueva, p. 692 de la última edición). El relato del evangelio termina de manera abrupta y en cierto modo contradictoria con el mensaje que pretende transmitir. Les anuncian la resurrección de Jesús, les piden que lo transmitan a los discípulos, pero ellas tenían tal miedo que “no dijeron nada a nadie”.
No sabemos si, con ese final, el autor del evangelio quiso justificar algunos silencios de primera hora. Pero lo cierto es que el miedo se halla directamente relacionado con la muerte. Probablemente todos nuestros miedos sean expresión del miedo radical a la muerte. Se despiertan siempre que tememos perder algo y, en definitiva, la muerte, para el yo, significa perderlo todo. Algo parece claro: todo lo que nace habrá de morir, y todo lo que aparece, desaparecerá. Es la ley de la impermanencia que rige el mundo de las formas. Sin embargo, desde que tenemos noticia, entre los humanos siempre se ha sostenido la idea de que habría de existir algo más allá de la barrera de la muerte. Lo que ocurre es que, con frecuencia, aquella idea (o intuición) se plasmó en imágenes que no eran sino proyección de la vida que conocemos. Hasta el punto de que, en algunos casos, parecía como si la muerte no fuera sino la prolongación del yo, que entraría a vivir así en la eternidad. Sin advertir que, a pesar del temor que la muerte le pueda producir, el yo no podría tolerar un tiempo sin final: una existencia sin límite temporal sería su peor condena. Si la muerte es el final de las formas, eso significa que lo único que no muere es aquello que nunca nació, lo sin-forma. Lo que, en nuestro caso, llamamos “identidad”, la sustancia ultima de lo real, Aquello que somos, más allá del cuerpo, de la mente y del yo. A mayor identificación con el yo, más miedo a la muerte. En la medida en que crece la comprensión de lo que somos, tal temor desaparece: el yo se ve simplemente como una “forma” que aparece en la espaciosidad atemporal e ilimitada que somos. Cambia o desaparece la forma, permanece la espaciosidad; termina la personalidad, permanece la identidad. Somos vida. Pero, frente a la omnipresente trampa de la apropiación, parece necesario insistir en que el sujeto de esa frase no es el yo. De ahí que, hablando con propiedad y rigor, no habría que decir “Yo soy vida”, sino “La vida es yo”. No hablamos de un yo que viviera eternamente, sino de otra identidad que trasciende al yo. En síntesis, la muerte nos pone de manifiesto que no somos el yo que pensamos ser -y que tiembla, con razón, ante la muerte-, sino la vida que se está experimentando temporalmente en este yo, pero que no se reduce en absoluto a él. ¿Cómo me sitúo ante la muerte? ¿Y ante la vida? La realidad pascual es, tal vez, la más difícil de reflejar en conceptos mentales. La palabra Pascua (paso) tiene unas connotaciones bíblicas que pueden llenarla de significado, pero también nos pueden despistar y enredarnos en un nivel puramente terreno. Lo mismo pasa con la palabra resurrección, también ésta nos constriñe a una vida y muerte biológicas, que nada tiene que ver con lo que pasó en Jesús y con lo que tiene que pasar en nosotros.
La Pascua bíblica fue el paso de la esclavitud a la libertad, pero entendidas de manera material y directa. También la Pascua cristiana debía tener ese efecto de paso, pero en un sentido distinto. En Jesús, Pascua significa el paso de la MUERTE a la VIDA; las dos con mayúsculas, porque no se trata ni de la muerte física ni de la vida biológica. Juan lo explica muy bien en el diálogo de Nicodemo. “Hay que nacer de nuevo”. Y “De la carne nace carne, del espíritu nace espíritu”. Sin este paso, es imposible entrar en el Reino de Dios. Cuando el grano de trigo cae en tierra, “muriendo”, desarrolla una nueva vida que ya estaba en él en germen. Cuando ya ha crecido el nuevo tallo, no tiene sentido preguntarse que pasó con el grano. La Vida que los discípulos descubrieron en Jesús, después de su muerte, ya estaba en él antes de morir, pero estaba velada. Solo cuando desapareció como viviente biológico, se vieron obligados a profundizar. Al descubrir que ellos poseían esa Vida comprendieron que era la misma que Jesús tenía antes y después de su muerte. Teniendo esto en cuenta, podemos intentar comprender el término resurrección, que empleamos para designar lo que pasó en Jesús después de su muerte. En realidad, no pasó nada. Con relación a su Vida Espiritual, Divina, Definitiva, no está sujeta al tiempo ni al espacio, por lo tanto no puede “pasar” nada; simplemente continúa. Con relación a su vida biológica, como toda vida era contingente, limitada, finita y no tenía más remedio que terminar. Como acabamos de decir del grano de trigo, no tiene ningún sentido preguntarnos qué pasó con su cuerpo. Un cadáver no tiene nada que ver con la vida. Pablo dice: Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana. Yo diría: Si nosotros no resucitamos, nuestra fe es vana, es decir vacía. Aquí debemos buscar el meollo de la resurrección. La Vida de Dios, manifestada en Jesús, tenemos que hacerla nuestra, aquí y ahora. Si nacemos de nuevo, si nacemos del Espíritu, esa vida es definitiva. No tenemos que temer la muerte biológica, porque no puede afectarla para nada. Lo que nace del Espíritu es Espíritu. ¡Y nosotros empeñados en utilizar el Espíritu para que permanezca nuestra carne! Los discípulos pudieron experimentar como resurrección la presencia de Jesús después de su muerte, porque para ellos, efectivamente, había muerto. Y no hablamos solo de la muerte física, sino del aniquilamiento de la figura de Jesús. La muerte en la cruz significaba precisamente esa destrucción total de una persona. Con ese castigo se intentaba que no quedase de ella ni el más mínimo rastro, el recuerdo. Los que le siguieron entusiasmados durante un tiempo vieron como se hacía trizas su persona. Aquel en quien habían puesto todas sus esperanzas había terminado aniquilado por completo. Por eso la experiencia de que seguía vivo fue para ellos una verdadera resurrección. Hoy nosotros tenemos otra perspectiva. Sabemos que la verdadera Vida de Jesús no puede ser afectada por la muerte y por lo tanto no cabe en ella ninguna resurrección. Pero con relación a la muerte biológica, no tiene sentido la resurrección, porque no añadiría nada al ser de Jesús. Como ser humano era mortal, es decir su destino natural era la muerte. Nada ni nadie puede detener ese proceso. Cuando vemos la espiga de trigo que está madurando, ¿a quién se le ocurre preguntar por el grano que la ha producido y que ha desaparecido? El grano está ahí, pero ha desplegado sus posibilidades de ser, que antes solo eran germen. Meditación-contemplación Comprender lo que pasó en Jesús no es el objetivo último. Es solo el medio para saber qué tiene que pasar conmigo. También yo tengo que morir y resucitar, como Jesús. Como Jesús tengo que morir al egoísmo. Día a día tengo que morir a todo lo terreno. Día a día tengo que nacer a lo divino. El centro de esta vigilia no es un cuerpo, ni muerto ni vivo, sino el fuego y el agua. Ya tenemos la primera clave para entender lo que estamos celebrando en la liturgia más importante de todo el año. Fuego y agua son los dos elementos indispensables para la vida biológica. Del fuego surgen dos cualidades sin las cuales no puede haber vida: luz y calor. El agua es el elemento fundamental para formar un ser vivo. El 80% de cualquier ser vivo es agua. Recordar nuestro bautismo es la clave para descubrir de qué Vida estamos hablando. Hoy, fuego y agua simbolizan a Jesús porque le recordamos VIVO y comunicando Vida.
La vida que esta noche nos interesa no es la física, ni la psíquica, sino la trascendente. Por no tener en cuenta la diferencia entre estas vidas, nos hemos armado un buen lío con la resurrección de Jesús. La vida biológica no tiene ninguna importancia para la realidad que estamos tratando. “El que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”. La psíquica tiene importancia, porque es la que nos capacita para alcanzar la espiritual. Solo el ser humano, que es capaz de conocer y de amar, puede acceder a la Vida divina. Si nuestra preocupación se limita a lo biológico, estamos perdidos. Lo que estamos celebrando esta noche es la llegada de Jesús a esa meta. Jesús, como hombre, alcanzó la plenitud de Vida. Posee la Vida definitiva, que es la de Dios. Esa vida ya no puede perderse porque es eterna. Podemos seguir empleando el término “resurrección”, pero creo que no es hoy el más adecuado porque inconscientemente lo aplicamos a la vida biológica y psicológica, que son las que nosotros podemos descubrir por los sentidos. Pero lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo, palpando o razonando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, puede nadie descubrir la divinidad de Jesús. Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón. A la convicción de que Jesús está vivo no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, solo puede ser objeto de fe. Para los apóstoles, como para nosotros, se trata de una experiencia interior. A través del convencimiento de que Jesús les está dando VIDA, descubren que tiene que estar él VIVO. Creer en la resurrección exige haber pasado de la muerte a la Vida. Por eso tiene en esta vigilia tanta importancia el recuerdo de nuestro bautismo. Jesús estuvo constantemente muriendo y resucitando. Muriendo a lo terreno y caduco, al egoísmo, y naciendo a la verdadera Vida, la divina. Tenemos del bautismo una concepción estática. Creemos que hemos sido bautizados un día a una hora determinada y que allí se realizó un milagro que permanece. Para descubrir el error, hay que tomar conciencia de lo que es un sacramento. Todos los sacramentos están constituidos por dos elementos: un signo y una realidad significada. El signo es lo que podemos ver oír, tocar. La realidad significada ni se ve ni se oye ni se palpa, pero está ahí siempre porque depende de Dios que está fuera del tiempo. En el bautismo, la realidad significada es esa Vida divina que significamos para hacerla presente y vivirla. Un día han hecho el signo sobre mí, pero vivir lo significado es tarea de toda la vida. Todos los días tengo que estar haciendo mía esa Vida. Y el único camino para hacer mía la Vida de Dios, que es AMOR, es superando el egoísmo, es decir, amando. Las tres partes en que se divide la liturgia de este viernes, expresan perfectamente el sentido de la celebración. La liturgia de la palabra nos pone en contacto con los hechos que estamos conmemorando en este día de Viernes Santo. La adoración de la cruz nos lleva al reconocimiento de un hecho insólito que tenemos que tratar de asimilar y desentrañar. La comunión nos recuerda que la principal ceremonia litúrgica de nuestra religión es la celebración de una muerte, en la que podemos descubrir la Vida.
Se ha insistido, y se sigue insistiendo tanto en lo externo, en lo “folklórico”, en lo sentimental, que es imposible olvidarnos de todo eso e ir al meollo de la cuestión. No debemos seguir insistiendo en el sufrimiento. No es el dolor lo que nos salva. Tampoco debemos apelar a la voluntad de Dios. Dios ni programó ni permitió ni aceptó la muerte de Jesús. Menos aún “sucedió para que se cumplieran las Escrituras”. Ese amor, manifestado en el servicio a los demás, es lo que demuestra su verdadera humanidad y, a la vez, su plena divinidad. Mientras el cristianismo siga siendo un ropaje exterior, nos podemos sentir abrigados y protegidos, pero no nos cambia interiormente; y por tanto no nos salva. ¿Qué añade la muerte de Jesús al mensaje de Jesús? Aporta una dosis de autenticidad. Sin esa muerte y sin las circunstancias que la envolvieron, hubiera sido mucho más difícil para los discípulos dar el salto a la experiencia pascual. La muerte de Jesús es sobre todo un argumento definitivo a favor del AMOR. En la muerte, Jesús dejó absolutamente claro que el servicio incondicional a los demás era más importante que la misma vida biológica. Aquí podemos y debemos encontrar el verdadero sentido de esa muerte, no en el pago a Dios de una deuda que nosotros habíamos adquirido por nuestros pecados. La muerte de Jesús, como resumen de su vida, nos lo dice todo sobre su persona. Nos dice todo sobre nosotros mismos, si queremos ser humanos como él. Además nos lo dice todo sobre el Dios de Jesús, y sobre el nuestro si es que es el mismo. Sobre Jesús, nos dice que fue plenamente un ser humano. Una trayectoria humana que comenzó naciendo, como la de todos los hombres, nos demuestra que las limitaciones humanas, incluida la muerte, no impiden al hombre alcanzar su plenitud. La buena noticia de Jesús fue que Dios es amor. Pero ese amor se manifiesta de una manera insospechada y desconcertante. El Dios manifestado en Jesús es tan distinto de todo lo que nosotros podemos llegar a comprender, que, aún hoy, seguimos sin asimilarlo. Un Dios que se anonada, se deshace, se aniquila para dejarnos ser nosotros mismos, no puede ser atrayente. Como no aceptamos ese Dios, no acabamos de entrar en la dinámica de relación con Él que nos enseñó Jesús. El tipo de relaciones de toma y da acá, que desplegamos entre nosotros los humanos, no puede servir para aplicarlas al Dios de Jesús. Por eso el Dios de Jesús nos desconcierta y nos deja sin saber a qué atenernos. Un Dios que siempre está callado y escondido, incluso para una persona tan fiel como Jesús, ¿qué puede aportar a mi vida? Es realmente difícil confiar en alguien que no va a manifestarse nunca. Es muy complicado tener que descubrirle en lo hondo de mi ser, pero sin añadir nada a mi ser, sino constituyéndose en el fundamento de mi ser, siendo parte de mi ser en lo que tiene de fundamental. Nos descoloca un Dios que es impasible al dolor humano, sin darnos cuenta de que al aplicar a Dios sentimientos, lo estamos haciendo a nuestra propia imagen. Al hacerlo, nos estamos fabricando nuestro ídolo. Nuestra imagen de Dios, siempre tendrá algo de ídolo, pero nuestra obligación es ir purificándola cada vez más. Un Dios que nos exige deshacernos, disolvernos, aniquilarnos en beneficio de los demás, no para tener un “ego” más potente en el más allá sino para quedar identificados con Él, que es ya nuestro verdadero ser, no puede ser atrayente para nuestra conciencia de individuos separados. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo, pero si muere da mucho fruto”. Este es el nudo gordiano que es imposible desenredar. Es el rubicón que no nos atrevemos a pasar. Como decía el Maestro Eckhart: un Dios hecho nada no puede identificarse conmigo si estoy lleno de mí mismo y creyéndome el ombligo del mundo. La muerte de Jesús deja claro que su objetivo es imitar a Dios. Si Él es Padre, nuestra obligación es la de ser hijos. Ser hijo es salir al padre, imitar al padre de tal modo que viendo al hijo se descubra cómo es el padre. Esto es lo que hizo Jesús, y esta es la tarea que nos dejó, si de verdad somos sus seguidores. Pero el Padre es don total, entrega incondicional a todos y en toda circunstancia. No solo no hemos entrado en esa dinámica, la única que nos puede asemejar a Jesús, sino que vamos en la dirección contraria, cuando buscamos en nuestra relación con Dios seguridades, incluso para el más allá. La muerte en la cruz no fue un mal trago que tuvo que pasar Jesús para alcanzar la gloria. La suprema gloria de un ser humano es hacer presente a Dios en el don total de sí mismo, sea viviendo, sea muriendo para los demás. Dios está solo donde hay amor. Si el amor se da en el gozo, allí está Él. Si el amor se da en el sufrimiento, allí está Él también. Se puede salvar el hombre sin cruz, pero nunca se puede salvar sin amor. Lo que aporta la cruz es la certeza de un amor autentico, aún en las peores circunstancias que podamos imaginar. El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le podía costar la vida, es la clave para comprender que la muerte no fue un accidente, sino fundamental en su vida. Lo esencial no es la muerte, sino la actitud de Jesús que le llevó a una total fidelidad. El que le mataran podía no tener mayor importancia; pero que le importara más la defensa de sus convicciones que la vida nos da la verdadera profundidad de su opción vital. Había experimentado la verdadera Vida y comprendido que la vida biológica y psicológica tenía solamente un valor relativo y efímero. Cuando un ser humano es capaz de consumirse por los demás, está alcanzando su consumación. En ese instante puede decir: Yo y el Padre somos uno. En ese instante manifiesta un amor semejante al amor de Dios. Dios está allí donde hay verdadero amor, aunque sea con sufrimiento. Si seguimos pensando en un dios de “gloria”, ausente del sufrimiento humano o exigiéndolo para poder perdonarnos, será muy difícil comprender el sentido de la muerte de Jesús. Dios no puede abandonar a ningún ser humano y menos al que sufre. Dios está en el dolor dándole verdadero sentido y convirtiéndolo en plenitud. Al adorar la cruz esta tarde debemos ver en ella el signo de todo lo que Jesús quiso trasmitirnos. Ningún otro signo abarca tanto, ni llega tan a lo hondo. Pero no podemos tratarlo a la ligera. Debemos tener muy claro que es un signo que nos permite descubrir la realidad de una vida entregada a los demás. Poner la cruz en todas partes, incluso como adorno, no garantiza una vida cristiana. Tener como signo religioso la cruz y vivir en el más refinado hedonismo indica una falta de coherencia que nos tenía que hacer temblar. Aún tenemos que reflexionar mucho sobre esa muerte para comprender el profundo significado que tiene para nosotros. Su muerte es el resumen de su vida. Se trata de una muerte que manifiesta sin ambages la verdadera Vida. Pero no se trata tanto de la muerte física cuanto de la muerte al yo y al egoísmo. Este es el mensaje que no queremos aceptar, por eso preferimos salir por peteneras y buscar soluciones que no exijan entrar en esa dinámica. Si nuestro "falso yo" sigue siendo el centro de nuestra existencia, no tiene sentido celebrar la muerte de Jesús; y tampoco celebrar su “resurrección”. El tema central del Triduo Pascual es el AMOR. El jueves se manifiesta en los gestos y palabras que lleva a cabo Jesús en la entrañable cena. El viernes queda patente el grado supremo de amor al poner su vida entera, hasta la muerte, al servicio del bien del hombre. El sábado, celebramos la Vida que surge de ese Amor incondicional. En la liturgia de estos días intentamos manifestar de manera plástica, la realidad del amor supremo que se manifestó en Jesús. Lo importante no son los ritos, sino el significado que éstos encierran.
La liturgia del Jueves Santo está estructurada como recuerdo de la última cena. La lectura del evangelio de Jn nos debe hacer pensar; se aparta tanto de los sinópticos que nos llama la atención que no mencione la fracción del pan. Pero en su lugar, nos narra una curiosa actuación de Jesús que nos deja desconcertados. Si el gesto sobre el pan y el vino, tuvo tanta importancia para la primera comunidad, ¿por qué lo omite Juan? Y si realmente Jesús realizó el lavatorio de los pies, ¿por qué no lo mencionan los tres sinópticos? No es fácil resolver estas cuestiones, pero tampoco debemos ignorarlas o pasarlas por alto a la ligera. Seguiremos haciendo sugerencias, mientras los exégetas no lleguen a conclusiones más o menos definitivas. Sabemos que fue una cena entrañable, pero el carácter de despedida se lo dieron después los primeros cristianos. Seguramente en ella sucedieron muchas cosas que después se revelaron como muy importantes para la primera comunidad. El gesto de partir el pan y de repartir la copa de vino, era un gesto normal que el cabeza de familia realizaba en toda cena pascual. Lo que pudo añadir Jesús, o los primeros cristianos, es el carácter de signo y símbolo, de lo que en realidad fue la vida entera de Jesús. El gesto de lavar los pies era una tarea exclusiva de esclavos. A nadie se le hubiera ocurrido que Jesús la hiciera si no hubiera acontecido algo similar. Es una acción más original y de mayor calado que el partir el pan. Seguramente, en las primeras comunidades se potenció la fracción del pan, por ser más cultual. Poco a poco se le iría llenando de contenido sacramental hasta llegar a significar la entrega total de Jesús. Pero esa misma sublimación llevaba consigo un peligro: convertirla en un rito mágico y estereotipado que a nada compromete. Aquí está la razón por la que Jn se olvida del pan y el vino. La explicación que da de la acción, lleva directamente al compromiso con los demás y no es fácil escamotearla. Parece demostrado que, para los sinópticos, la Última Cena es una comida pascual. Para Juan no tiene ese carácter. Jesús muere cuando se degollaba el cordero pascual, es decir el día de la preparación. La cena se tuvo que celebrar la noche anterior. Esta perspectiva no es inocente, porque Juan insiste, siempre que tiene ocasión, en que la de Jesús es otra Pascua. Identifica a Jesús con el cordero pascual, que no tenía carácter sacrificial, sino que era el signo de la liberación. Jesús el nuevo cordero, es signo de la nueva liberación. Los amó hasta el extremo. Se omite toda referencia de lugar y a los preparativos de la cena. Va directamente a lo esencial. Lo esencial es la demostración del amor. “Hasta el extremo” (eis telos) = en el más alto grado, hasta alcanzar el objetivo final. Manifestó su amor durante toda su vida, ahora va a manifestarse de una manera total y absoluta. “Había amado... y demostró su amor hasta el final”, dos aspectos del amor de Dios manifestado en Jesús: amor y lealtad, (1,14) amor que nunca se desmiente ni se escatima. Dejó el manto y tomando un paño, se lo ató a la cintura. Ya dijimos que no se trata en Juan de la cena ritual pascual, sino de una cena ordinaria. Jesús no celebra el rito establecido, porque había roto con las instituciones de la Antigua Alianza. Dejar el manto significa dar la vida. El paño (delantal, toalla) es símbolo del servicio. Manifiesta cuál debe ser la actitud del que le siga: Prestar servicio al hombre hasta dar la vida como él. Juan pinta un cuadro que queda grabado en la mente de los discípulos. Esa acción debe convertirse en norma para la comunidad. El amor es servicio concreto y singular a cada persona. Se puso a lavarles los pies y a secárselos con la toalla. El lavar los pies era un signo de acogida o deferencia. Solo lo realizaban los esclavos o las mujeres. Lavar los pies en relación con una comida, siempre se hace antes, no durante la misma. Esto muestra que lo que Jesús hace no es un servicio cualquiera. Al ponerse a los pies de sus discípulos, echa por tierra la idea de Dios creada por la religión. El Dios de Jesús no actúa como Soberano, sino como servidor. El verdadero amor hace libres. Jesús se opone a toda opresión. En la nueva comunidad todos deben estar al servicio de todos, imitando a Jesús. La única grandeza del ser humano es ser como el Padre, don total y gratuito para los demás. ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Esta explicación que el evangelista pone en boca de Jesús, nos indica hasta qué punto es original esa actitud. Retomó el manto pero no se quita el delantal. Se recostó de nuevo, símbolo de hombre libre. El servicio no anula la condición de hombre libre, al contrario, da la verdadera libertad y señorío. La pregunta quiere evitar cualquier malentendido. Tiene un carácter imperativo. Comprended bien lo que he hecho con vosotros, porque estas serán las señas de identidad de la nueva comunidad. Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor” y decís bien porque lo soy. Juan es muy consciente de la diferencia entre Jesús y ellos. Lo que quiere señalar es que esa diferencia no crea rango de ninguna clase. Las dotes o funciones de cada uno no justifican superioridad alguna. Los hace iguales y deben tratarse como iguales. La única diferencia es la del mayor o menor amor manifestado en el servicio. Esta diferencia nunca eclipsará la relación personal de hermanos, todo lo contrario, a más amor más igualdad, más servicio. Pues si yo os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Reconoce los títulos, pero les da un significado completamente nuevo. Es “Señor”, no porque se imponga, sino porque manifiesta el amor, amando como el Padre. Su señorío no suprime la libertad, sino que la potencia. El amor ayuda al ser humano a expresar plenamente la vida que posee. Llamarle Señor es identificarse con él, llamarle Maestro es aprender de él, pero no doctrinas sino su actitud vital. Se trata de que sienten la experiencia de ser amados, y así podrán amar con un amor que responde al suyo. Os dejo un ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. Los sinópticos dicen, después de la fracción de pan: “Haced esto para acordaros de mí”. Es exactamente lo mismo, pero en el caso del lavatorio de los pies, queda mucho más claro el compromiso de servir. Lo que acaba de hacer no es un gesto momentáneo, sino una norma de vida. Ellos tienen que imitarle a él como él imita al Padre. Ser cristiano es imitar a Jesús en un amor que tiene que manifestarse siempre en el servicio a todos los hombres. Es una pena que una vivencia tan profunda se haya reducido a celebrar hoy el día de la “caridad”. Tranquilizamos nuestra conciencia con un donativo de algo externo a nosotros, siempre de lo que me sobra, o por lo menos, que en nada compromete mi nivel de vida. Podemos aceptar que no somos capaces de seguir a Jesús, pero no tiene sentido engañarnos a nosotros mismos con ridículos apaños. Celebrar la eucaristía es comprometerse con el gesto y las palabras de Jesús. Él fue pan partido y preparado para ser comido. Él fue sangre (vida) derramada para que todos los que encontró a su paso la tuviera también. Jesús promete y da Vida definitiva al que es capaz de seguirle por el camino que nos marcó. La misma Vida de Dios, la comunica a todo el que acepta su mensaje. No al que es perfecto, sino al que, con autenticidad, se esfuerza por imitarle en la preocupación por el ser humano. |
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