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Corpus Christi

5/29/2013

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La homilía en esta ocasión, la están pronunciando todos ustedes, esta hermosa corona de sacerdotes, concelebrando en torno al altar de la Catedral, que es el signo de nuestro sacrificio eucarístico, de nuestra unidad en la fe y en el amor. Y una Catedral repleta hasta no caber más; y más allá de la Catedral, millares de oyentes de la emisora católica; y en torno de esta misa de la Catedral, todas las misas parroquiales, en toda la Arquidiócesis.

Parece como si la divina esposa de Cristo, la santa Iglesia, concretándose en esta diócesis de San Salvador, se arrodillara reverente para recoger con cariño, entre lágrimas, unas hostias pisoteadas en Aguilares, robadas en Ciudad Delgado y maltratadas por tantas comuniones mal hechas: Una esposa de Cristo, que recibió esta herencia primorosa, el jueves Santo en la noche, como un retrato viviente de su Esposo, para que recordara todos sus hijos que le iban a nacer a través de los siglos. ¡Cuánto nos amó! Es la esposa Iglesia, en la presencia de todos nosotros, de rodillas ante el Cristo, su divino Esposo, para decirle: ¡Perdona, amado!, ¡Cómo te tratamos! Pero recibe el amor de estos hijos, que lloran los atropellos indignos.

Es la hora del desagravio; y por eso quisiera solamente, para llamar la atención de esta reflexión, fijarme en el aspecto reparador, de desagravio, que la misma eucaristía contiene; porque esto es lo maravilloso, que para pedirle perdón a ese Cristo, ultrajado, no tenemos otra palabra que su misma eucaristía. Somos capaces de ultrajarlo, pero ningún humano puede decir la palabra adecuada de desagravio, si el mismo Cristo no nos la pone en nuestros labios, en nuestro corazón, en nuestras manos. ¡Qué bueno es el Señor! Ofendido, nos señala la manera de perdonarnos. Ofendido -e incapaces de reconciliación- ofrece su propio y su propia sangre, porque es la única que puede dar satisfacción al ultraje brutal que los hombres podemos hacerle, pero que ninguno puede reparar. Por eso pensó él con su amor que no tiene nombre, un amor de locura, sabiendo cómo le íbamos a tratar, dejarnos ya, preparado el homenaje que le puede a él reparar. Y por eso, dice San Pablo, recogiendo la tradición -y fíjense bien- San Pablo escribe veinte años después de que Cristo había instituido la eucaristía, para aquellos que dudan de la presencia real de Cristo o del valor de la misa-, fíjense únicamente en este detalle histórico, San Pablo, a veinte años nada más de Cristo, dice: "He recibido esta tradición"; en veinte años no se puede inventar una cosa". Y yo la transmito a la posteridad"; y a los veinte siglos nosotros estamos seguros, gracias a estos testimonios de la fe, que Cristo está presente en la hostia y que lo que se va a decir dentro de un momento por todos estos sacerdotes unidos, como los responsables de este encargo de Cristo: "Tomad y Comed, esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva que se derrama por vosotros, para remisión de los pecados", no es una invención humana. Es invención que tiene su origen en Cristo, en la noche santa de la última cena. Anticipándose a su sacrificio del Calvario, el Viernes Santo, nos deja este recuerdo vivo: "Haced esto en mi memoria". Por eso San Pablo nos acaba de decir: siempre que celebramos la misa, anunciamos la muerte del Señor y proclamamos su resurrección.

Hermanos, un pueblo que se alimenta de esta mística, un pueblo cristiano, el católico que vive de esta fe, no puede desesperar, por más que sufra los atropellos a su dignidad, a su fe, a su creencia. Es cruz de Viernes Santo, pero también es promesa de resurrección.

La eucaristía nos garantiza a nosotros la presencia de un cristiano que sigue salvando a la humanidad; pero el aspecto de desagravio de Cristo está en esas palabras: El cuerpo que se entrega por nosotros, la sangre que se derrama para perdón de los pecados. En el símbolo de la hostia, pisoteada en Aguilares, miremos el rostro de Cristo en la cruz. Aquel hermoso poema del Cristo Roto nos describe la hora tremenda en que por el rostro de Cristo crucificado iban pasando los pecados de todos los hombres: los blasfemos, los adúlteros, los ladrones, los que pisotean la dignidad de los hombres, todos los pecadores; y en esta hora de la patria, cuántos son los que odian, los que calumnian, y nosotros mismos que pecamos, tal vez, tantas veces. Todos somos pecadores. Miremos que mi rostros y el rostro de cada uno de nosotros y el rostro de nuestros perseguidores y el rostro de los que nos persiguen y calumnian están pasando como por una cinta cinematográfica, en el rostro divino de Cristo, que muere, que agoniza y que nos dice: "Allí les espera mi sangre, mi cuerpo, que se entrega para perdón de todos esos pecados". Y nosotros recogemos en esa hostia consagrada todo el dolor de ese Cristo, todo el amor para los pecadores, todos sus sentimientos, que son muy distintos de los que lo ofenden. "Padre, perdónalos, no saben lo que hacen"; y el Padre miraba en la angustia agonizante de su hijo, la depravación de todos los pecadores, los que pisoteaban sus hostias, los que comulgan sacrílegamente, todos los que ofendemos al Señor. Todos sintámonos pecadores en esta tarde, para decirle al Señor, invocando su fuerza reparadora de la eucaristía: Señor, ahora vamos a venerarte, en una hermosa procesión al terminar la misa. Y esta misma misa, un homenaje de tu Iglesia, mírala Señor: Pecadora, necesitada de perdón.

Las páginas negras que se nos han publicado, como para gloriarse de nuestras culpas, no son ni sombra de las muchas culpas que tenemos como Iglesia también, si lo hemos reconocido, si en el Concilio mismo hay unas páginas que, con humildad, proclaman los pecados de la Iglesia. No nos dicen nada nuevo nuestros depravados perseguidores, sino simplemente nos recuerdan lo que ya tenemos nosotros necesidad de golpearnos el pecho, como lo hemos hecho al principio de la misa: "Por mi culpa, porque he pecado mucho, de pensamiento, palabra y obra". Y aquellos que se erigen en jueces para señalar los pecados de la Iglesia, se parecen al hipócrita fariseo: "No soy como los otros hombres"; ¿y quién es sin pecado para tirar la primera piedra? Todos necesitamos, en esta hora de desagravio, pedirle perdón al Señor. Y la voluntad santa de Cristo, que vive en la Iglesia, no es de rencor, de venganza, de desear mal a nadie, sino la de Cristo en la cruz: "Perdónalos, Padre". El desagravio es amor, el desagravio es mirar al pecador, para que se convierta, mirarse a sí mismo, para convertirnos. Y en esta hora de conversión, hermanos, cuanto más humildes seamos y apoyemos más nuestra incapacidad de ser perdonados en Cristo, que muere por nosotros y se queda con su perdón en la eucaristía, estamos construyendo nuestra Iglesia.

Yo les agradezco a las comunidades Parroquiales, que han hecho atención a este llamamiento. Dios se los pague. Es una hermosa comunidad la que llena la Catedral. Es el símbolo de toda una Arquidiócesis enardecida en el amor, para amar más, cuánto más se le persigue, para ser en medio del mundo, la respuesta a todas las maldades; una respuesta de amor, una respuesta que se eleva al cielo con la voz de Jesús: "Padre, perdónalos, perdónalos". Y así, ¡cómo no nos va a bendecir el Señor! Sigamos construyendo nuestra Iglesia; sigamos nuestra eucaristía esta tarde, con ese sentido de desagravio, unidos a Cristo, porque él será para los pecadores, que somos todos, el perdón; y para las almas generosas que saben perdonar, una fuente de mayores bendiciones.

El Corazón de Jesús pedía este gesto de reparación. Y si preguntáramos ahora, ¿Cuál es la necesidad más grande de nuestra madre Iglesia?, yo les diría esto: La necesidad más grande es la reparación. Reparar, porque se le ha escupido mucho; limpiarle su rostro, hacerla más bella; colaborar todos para que sea más bella esposa de nuestro Señor Jesucristo; hacerla hermosa: Esta es la tarea.

De modo que esta ceremonia no sea un acto esporádico. Yo les diría, hermanos: Iniciemos una campaña de reparación; es decir, démosle a nuestro dolor, a nuestra pobreza, a nuestro sufrimiento, a nuestro trabajo por la dignidad humana, al cumplimiento de nuestro deber, a nuestra lucha por construir una Iglesia más bella, a nuestra legítima aspiración por una patria más digna, un sentido de reparación... todo por ti, Sacratísimo Corazón de Jesús.

Les invito ya desde ahora para que el próximo viernes en la Basílica del Sagrado Corazón, celebremos la fiesta del Sacratísimo Corazón, también como un acto de desagravio; que todo lo que vivamos de aquí en adelante, sea verdaderamente una vida de desagravio; que no hay vida más bella que la que se abraza a la cruz de Cristo y, desde la cruz, pide perdón por él y por los demás.

En este sentido, pues, vamos a vivir nuestra eucaristía, en esta tarde primorosa... del Corpus del Señor. 

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    Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez

     Ciudad Barrios, El Salvador; 15 de agosto de 1917 – † San Salvador, (Id.), 24 de marzo de 1980) conocido como Monseñor Romero,[1] fue un sacerdote católico salvadoreño y el cuarto arzobispo metropolitano de San Salvador (1977-1980). Se volvió célebre por su predicación en defensa de los derechos humanos y murió asesinado en el ejercicio de su ministerio pastoral.

    Como arzobispo, denunció en sus homilías dominicales numerosas violaciones de los derechos humanos y manifestó públicamente su solidaridad hacia las víctimas de la violencia política de su país.[2] Su asesinato provocó la protesta internacional en demanda del respeto a los derechos humanos en El Salvador. Dentro de la Iglesia Católica se le consideró un obispo que defendía la "opción preferencial por los pobres". En una de sus homilías, Monseñor Romero afirmó: "La misión de la Iglesia es identificarse con los pobres, así la Iglesia encuentra su salvación." (11 de noviembre de 1977)

    En 1994, una causa para su canonización fue abierta por su sucesor Arturo Rivera y Damas. A partir de este proceso, Monseñor Romero ha recibido el título de Siervo de Dios.[3] En Latinoamérica muchos se refieren a él como San Romero de América.[4] Fuera de la Iglesia Católica, Romero es honrado por otras denominaciones religiosas de la cristiandad,[5] incluyendo a la Comunión Anglicana.[6] [7] Él es uno de los diez mártires del siglo XX representados en las estatuas de la Abadía de Westminster, en Londres,[8] y fue nominado al Premio Nobel de la Paz en 1979.

     

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