Cada ser humano marca mi vida de alguna manera. Quizás estarán de acuerdo conmigo que algunos seres marcan tu vida de manera no tan positiva, pero otros son extraordinarios. A esos creo que dedicarle unas líneas en las que uno comparta esa marca son un tributo silencioso a la obra de Dios. Hace unos días ya, perdí a un ser que provocó una marca linda en mi vida. Conocí a Frances hace ya más de 1 año y tuve el privilegio de acompañarla en el peregrinar de la fe. Aunque al principio buscaba la manera de alejarse, porque no le gustaba lo que yo representaba. Ella veía en mí, en aquel momento, la “Iglesia” que la rechazaba, la juzgaba, la maltrataba. Esa “Iglesia que profesa amar a todos, pero, por otro lado, medimos con una vara muy distinta a lo que decimos”. Eso vivió Frances, así que el primer tramo de nuestra relación fue lejana. Ella ayudaba en algunas cosas en la Iglesia, pero no iba los domingos. Ella y su pareja comenzaron a inquietar en mí el pensamiento de como una Iglesia debe predicar nuevamente el Evangelio, pero hacia adentro y no hacia afuera. Y digo hacia adentro porque los que ya escuchamos el Evangelio debemos leerlo nuevamente.
A lo largo de los meses, Frances y yo comenzamos a hablar, a tener espacios en donde me compartía sus inquietudes y yo le escuchaba. Con el tiempo ella fue diagnosticada nuevamente con cáncer. Fue una noticia complicada, pero con la ayuda de su pareja y familia extendida, levantó los ojos a los montes y dijo: “¿De dónde me vendrá el auxilio? El auxilio solo viene del Señor que hizo el cielo y la tierra.” Comenzó, pues, el combate de la enfermedad y de lo relacionado con ello. Fueron meses complejos, muy difíciles para ella y los que le rodeaban. Hasta que un día llego al hospital porque la situación estaba más complicada. Buscó la manera de tener ánimo, estuvo en varias habitaciones y en cada una de ellas compartió diferentes conversaciones conmigo. Hablamos de todo, pero de lo que más hablamos fue del amor. Ella estaba enamorada del amor de su vida, como ella lo describía. Ella no podía entender si amaba como otros, podían rechazar su amor. Ella y Katy, dieron un testimonio vivo del amor. Ellas sabían que tenían que trabajar en su relación, pero buscaban cada día la manera de profesar nuevamente el amor y vivir a plenitud la frase de Don Cholito: “Encabuya y vuelve y tira”. Mientras pasaban los días había momentos que se veía mejoría, pero otros no. Hasta que un día llego a intensivo y no salió más. Tuve el honor de asistirle, orar y acompañarle en el tránsito de la muerte hacia la vida… Yo fui testigo de las lágrimas de Katy y su familia. Vi como vivía el amor y tenía pánico de cada vez que sonaba el teléfono, no quería escuchar la llamada que la iba a separar por completo de su amor. Yo fui testigo de ver las marcas de lágrimas en el rostro de Frances, en algunas ocasiones pensaba que era porque estaba luchando, pero en otras vi que lloraba también por su amor. Vi su fe, vi como mi fe se arraigaba a la de un Dios que es pleno, hermoso y maravilloso; aun en las situaciones más complejas de la vida se hacía presente para hacer comunión con El. Ella comprometió a Katy y me pidió que les casara, yo inicie conversaciones con ellas, pero el tiempo no alcanzó. Pero hoy creo que no fue necesario que yo proclamara las palabras, porque ellas vivieron hasta el último minuto las palabras que hubiese proclamado: “Lo que Dios unió el hombre, no lo separe”, ellas lo lograron hasta que la muerte las separo. Dios, los que acompañamos y el personal del hospital, perpetuamos ese amor en nuestros recuerdos. Amiga… Descansa en paz porque viviste el amor y nuestro Señor te recibió, en libertad…
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