Vivimos en una época particularmente anémica de espíritu. La falta de políticas gubernamentales por parte del actual Presidente de Brasil para atacar la Covid-19, muestra algo más que falta de empatía y de solidaridad con los más de cien mil muertos causados ya en el país. Muestra –lo que es más grave– falta de espíritu. Parece que el Presidente vive aún en el estadio pre-humano de los primates. No cuida ni ama la vida, la vida de su pueblo.
Hay que añadir, además, que la cultura del capital, que se basa en el consumo, ahogó el espíritu en la materialidad opaca. Y sin espíritu perdemos lo que hay de mejor en nosotros: la comunicación libre, la cooperación solidaria, la compasión amorosa, el amor sensible y la sensibilidad cordial por el otro lado de todas las cosas, de donde nos vienen mensajes de belleza, de grandeza, de admiración, de respeto, de veneración y de trascendencia. En una de las más importantes fiestas de la tradición cristiana, Pentecostés, los cristianos celebran la irrupción del Espíritu sobre los atemorizados seguidores de Jesús. Los transformó en valientes mensajeros de su mensaje liberador, alcanzándonos hasta el día de hoy. En este momento trágico en que se ahoga el espíritu, que es lo mismo que el asesinato de la vida, abandonada a causa de un virus, que el actual Presidente negacionista considera como una simple gripe, cabe una reflexión sobre el espíritu con minúscula, y el Espíritu con mayúscula. El espíritu: primero en el Universo, después en nosotros Somos singularmente portadores de gran energía. Es el espíritu en nosotros. El espíritu, en la perspectiva de la nueva cosmología (la ciencia que estudia el surgimiento del universo, su expansión y evolución, hacia dónde se dirige, cuál es su sentido y cuál nuestro lugar dentro de este proceso), es tan ancestral como el cosmos. Espíritu es la capacidad que los seres tienen –incluso los más originarios, como los hadrones, los topquarks, los protones y los átomos– de relacionarse, intercambiar informaciones y de crear redes de inter-retro-conexiones, responsables de la unidad compleja del todo. Es propio del espíritu crear unidades cada vez más altas y elegantes. El espíritu, en primer lugar está en el mundo; sólo después está en nosotros. Entre el espíritu de un árbol y el nuestro, la diferencia no es de principio. Ambos son portadores de espíritu. La diferencia radica en el modo de realización. En nosotros, los seres humanos, el espíritu aparece como autoconciencia y libertad. En el árbol, por su vitalidad y relaciones con el suelo, con los rayos solares, las energías de la Tierra y del cosmos, él se siente, se relaciona, se nutre y nutre la propia naturaleza, captando CO2 y dándonos oxígeno, sin el cual no podemos vivir. El espíritu humano es ese momento de la conciencia en que ella se siente parte de un todo mayor, capta la totalidad y la unidad y se da cuenta de que un hilo une y reúne todas las cosas, haciendo que sean un cosmos y no un caos. Por relacionarse con el Todo, el espíritu en nosotros nos hace ser un proyecto infinito, una apertura total a los demás, al mundo y a Dios. La vida, la conciencia y el espíritu pertenecen por lo tanto al cuadro general de las cosas, al universo, más concretamente a nuestra galaxia, la Vía Láctea, al sistema solar y al planeta Tierra, el lugar donde vivimos. Para que surgieran fue necesario un ajuste refinadísimo de todos los elementos, especialmente de las llamadas constantes de la naturaleza (la velocidad de la luz, las cuatro energías fundamentales, la carga del electrón, la radiación atómica, la curvatura del espacio-tiempo, entre otras). De no haber sido así, no estaríamos aquí escribiendo/leyendo sobre esto. Refiero sólo un dato tomado del clásico libro del astrofísico y matemático Stephen Hawking, Una Breve Historia del Tiempo (2005): «Si la carga eléctrica del electrón hubiera sido ligeramente diferente, habría roto el equilibrio de la fuerza gravitatoria y electromagnética de las estrellas, y, o habrían sido incapaces de quemar el hidrógeno y el helio, o habrían explotado. De una u otra forma la Vida no habría podido existir» (p. 117). La Vida pertenece al cuadro general de todas las cosas y es vida poseída por el espíritu. El principio antrópico débil y fuerte Para facilitar la comprensión de esta refinada combinación de factores, se acuñó el término «principio antrópico» (que tiene que ver con el ser humano, anthopos). Por él se trata de responder a esta pregunta que se plantea naturalmente: ¿por qué las cosas son como son? La respuesta sólo puede ser: porque si hubieran sido diferentes, nosotros no estaríamos aquí. Respondiendo así, ¿no caeríamos en el famoso antropocentrismo que afirma que todas las cosas sólo tienen sentido cuando se ordenan al ser humano, considerado el centro de todo, el rey y la reina del universo? Existe ese riesgo. Por eso los cosmólogos distinguen el principio antrópico fuerte y el débil. El fuerte dice: las condiciones iniciales y las constantes cosmológicas se organizaron de tal manera que, en un momento dado de la evolución, la vida y la inteligencia debían surgir necesariamente. Esta comprensión favorecería la centralidad del ser humano. El principio antrópico débiles más cauteloso y afirma: las precondiciones iniciales y cosmológicas fueron articuladas de tal manera que la vida y la inteligencia podrían surgir. Esta formulación deja abierto el camino de la evolución, que se rige cada vez más por el principio de indeterminación de Heisenberg, y por la autopoiesis de Maturana-Varela. Pero mirando hacia atrás, a los miles de millones de años transcurridos, constatamos que en realidad ocurrió así: hace 3.800 millones años surgió la vida y hace unos cuatro millones de años, la inteligencia. En esto no hay una defensa del «diseño inteligente» o de la mano de la Divina Providencia. Sólo que el universo no es absurdo. Viene cargado de propósito. Hay una flecha del tiempo que apunta hacia adelante. Como dijo el astrofísico y cosmólogo Freeman Dyson: «Parece que el universo de alguna manera sabía que algún día íbamos a llegar», y preparaba todo para que pudiéramos ser acogidos y hacer nuestro camino de ascensión en el proceso evolutivo» (Breuer, Das anthropologische Prinzip). Curiosamente, cuando en el proceso evolutivo aparecieron las flores (antes era todo verde), en ese momento surgió nuestro antepasado. Parece que el universo y Dios le prepararon una cuna de flores para resaltar la alta calidad de este ser que estaba iniciando su jornada por los siglos hasta llegar a nosotros. El universo autoconsciente y portador de espíritu El gran matemático y físico cuántico Amit Goswami, que viene mucho a Brasil, apoya la tesis de que el universo es autoconsciente (El universo autoconsciente, 2002). En el ser humano se encuentra una manifestación singular, por la cual, el propio universo, a través de nosotros, se ve a sí mismo, contempla su majestuosa grandeza y alcanza cierta culminación. Cabe también considerar que el cosmos está en génesis, autoconstruyéndose. Cada ser muestra una propensión a irrumpir, crecer y brillar. El ser humano también. Apareció en escena cuando ya estaba el 99,96% de todo lo demás. Él es expresión del impulso cósmico hacia formas más complejas y altas de existencia. Algunos lanzan la siguiente idea: ¿pero no será todo pura casualidad? El azar no se puede excluir, como lo muestra Jacques Monod en su libro El azar y la necesidad, que le valió el Premio Nóbel de biología. Pero el azar o el acaso no lo explica todo. Los bioquímicos han demostrado que para que los aminoácidos y las dos mil enzimas subyacentes a la vida pudieran aproximarse, constituir una cadena ordenada y formar una célula viva serían necesarios billones y billones de años. Más tiempo, por lo tanto, que el que tienen el universo y la Tierra. Tal vez el recurso al azar podría mostrar nuestra ignorancia. Es mejor decir que no sabemos. En este sentido, la visión del universo, de Pierre Teilhard de Chardin , según la cual se vuelve cada vez más complejo y así permite la aparición de la conciencia y la percepción de un punto Omega de la evolución hacia el que nos estamos dirigiendo, tal vez sea la más apropiada para expresar la dinámica misma del universo. ¿No sería aconsejable callar, reverentes y respetuosos, ante el Misterio de la existencia y el sentido del universo? Después de estas reflexiones ya estamos preparados para poder abordar la dimensión teológica del espíritu como Espíritu Creador. El Espíritu Creador y la cosmogénesis Y por excelencia. Está presente en la primera página de la Biblia cuando se narra la creación del cielo y de la tierra. Se dice que sobre tohuwabohu, sobre el caos, más bien, sobre las aguas primordiales “soplaba una ruah” (un viento, una energía) impetuosa (Gn 1,2). Sacó todo de aquel caos, los seres inanimados, los animados y el ser humano. A éste, sacado del polvo como todos los demás, Dios le “insufló en sus narices ruah de vida, el espíritu, y se convirtió en un ser vivo” (Gn 2,7). En el capítulo 37 de Ezequiel irrumpe de forma incomparablemente plástica la fuerza vital del espíritu. Cuando éste viene, los huesos resecos se cubren de carne y se transforman en vida. También las expresiones más nobles del ser humano se atribuyen a la presencia del espíritu en él, como la sabiduría y la fortaleza (Is 11,2), la riqueza de ideas (Jo 32,28), el sentido artístico (Ex 28,3), el ardiente deseo de ver a Dios, el sentimiento de culpa y la consiguiente penitencia (Ex 35,21; Jr 51,1; Esd 1,1; Sal 34,19; Ez 11,19; 18,31). Dios “tiene” espíritu Esta fuerza creadora y vivificante es poseída eminentemente por Dios. Las Escrituras hablan a menudo del espíritu de Dios (ruah Elohim). Se le da a Sansón para tener fuerza portentosa (Jue 14,6; 19,15), a los profetas para tener el valor de denunciar en nombre de los pobres de la tierra las injusticias que padecen, para hacer frente al rey y a los poderosos, y anunciarles el juicio de Dios. Especialmente en el judaísmo inter-testamentario se esperaba para el fin de los tiempos la efusión del espíritu sobre toda criatura (Jl 2,28-32; Hch 2,17-21). El Mesías será “fuerte en espíritu” y vendrá dotado de todos los dones del espíritu (Is 11,1). En este contexto de judaísmo tardío surge la tendencia a personificar el espíritu. Sigue siendo una cualidad de la naturaleza, del ser humano y de Dios, pero su acción en la historia es tan densa que comienza a ganar autonomía. Así se dice, por ejemplo, que “el espíritu exhorta, se aflige, grita, se alegra, consuela, reposa sobre alguien, purifica y santifica y llena el universo”. Nunca se piensa en él como una criatura, sino como algo de la dimensión divina que, cuando se manifiesta en la vida y la historia, las transforma. El Espíritu es Dios, Dios es Espíritu Esta comprensión empezó a cambiar cuando se acuñó una expresión decisiva: espíritu de santidad o “espíritu santo”. Esta formulación tiene una cierta ambigüedad, pues se puede decir espíritu santo para evitar decir el nombre de Dios, cosa que los judíos evitan hasta hoy, como para designar al mismo Dios. “Santo”, para la mentalidad hebraica, es el nombre de Dios por excelencia, lo que equivale a decir en la comprensión griega: Dios como trascendente, es decir, distinto de todo y de cualquier ser de la creación. En resumen, podemos afirmar: con la palabra espíritu (ruah) aplicada a Dios (Dios “tiene” espíritu, Dios envía a su espíritu, el espíritu de Dios) los judíos expresaban la siguiente experiencia: Dios no está atado a nada, irrumpe donde quiere, confunde los planes humanos, muestra una fuerza que nadie puede resistir, revela una sabiduría que vuelve estulticia todo nuestro saber. Así Dios se mostró a los dirigentes políticos, a los profetas, a los sabios, al pueblo, especialmente en tiempos de crisis nacional (Jue 6,33; 11,29; 1Sm 11,6). Del mismo modo que se le da al rey para que gobierne con sabiduría y prudencia, en el caso del rey David (1Sm 16,13). Así también se le dará al siervo sufriente, carente de toda pompa y grandilocuencia (Is 42,1). En Isaías 61,1 se dice explícitamente: “El espíritu de Yavé está sobre mí, porque Yavé me ha ungido... para anunciar la liberación a los cautivos y la buena noticia a los pobres”, texto que Jesús se aplica a sí mismo en su primera aparición en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,17-21). Finalmente, el espíritu de Dios no sólo señala su acción innovadora en el mundo, sino que apunta al propio ser de Dios. El espíritu es Dios. Y Dios es Espíritu. Como Dios es santo, el Espíritu será el Espíritu Santo. El Espíritu Santo penetra todo, abarca todo, está más allá de cualquier limitación. “¿A dónde podré ir lejos de tu espíritu?, ¿a dónde escaparé de tu mirada? Si subo hasta los cielos, allí estás tú; si bajo al abismo, allí también te encuentro” (Sal 139,7). Incluso el mal no está fuera de su alcance. Todo lo que tiene que ver con cambio, ruptura, vida y novedad tiene que ver con el espíritu. El Espíritu Santo está tan unido a la historia que ella se transforma de profana en historia santa y sagrada. El Espíritu en un mundo sin espíritu y en degradación Hoy sentimos la urgencia de la irrupción del Espíritu Santo como en la primera mañana de la creación. La «Carta de la Tierra», ante una crisis mundial ecológica con energías negativas que nos pueden arrastrar al abismo, afirma: «Como nunca antes en la historia, el destino común nos invita a buscar un nuevo comienzo… Esto requiere un cambio de la mente y del corazón. Requiere un nuevo sentido de interdependencia global y de responsabilidad universal… Todavía tenemos mucho que aprender de todos los que participan en la búsqueda de la verdad y la sabiduría (final)». El Papa Francisco dice igualmente en su encíclica sobre el cuidado de la Casa Común: “Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra Casa Común como en los dos últimos siglos” (nº 53). «Si no cambiamos nuestro actual estilo de vida insostenible sólo puede terminar en catástrofe» (nº 161). Cabe al Espíritu iluminar nuestra mente y transformar nuestro corazón. Si no hacemos esa conversión, difícilmente escaparemos de las amenazas que pesan sobre el sistema-vida y el sistema-Tierra. Cabe al Espíritu la capacidad de transformar el caos destructivo en caos creativo, como obró en el primer momento del Big Bang. Él puede transformar la tragedia, como la actual de Covid-19, en una crisis acrisoladora que nos permita dar un salto cualitativo hacia un nuevo orden, más alto, más humano, más cordial, más amoroso y más espiritual. El universo, la Tierra y cada uno de nosotros somos templos del Espíritu. Él no permitirá que sea desmantelado y destruido. Esta es una petición urgente en la actual situación, cuando la Tierra como un todo es atacada por un virus letal que está diezmando muchos miles de vidas. Es importante suplicar al Espíritu: ¡Ven, Espíritu Creador! “Ven a renovar la faz de la Tierra”, “Ven pronto y con urgencia”, calienta nuestros corazones, y abre un horizonte de sentido y de esperanza a nuestra realidad humana deshumanizada y ahora en peligro, porque están desapareciendo miles y miles de personas víctimas de la Covid-19. La ciencia, la técnica y la vacuna son fundamentales; pero sólo con ellas no está garantizado que evitemos volver a lo que era antes. Para eso necesitamos otro espíritu, que dé centralidad a lo que importa: la vida, la cooperación, la interdependencia, la generosidad y el cuidado de la naturaleza y de unos a otros. Si no hacemos este giro paradigmático, este cambio de paradigmas, podemos ser atacados nuevamente y de forma aún más letal.
2 Comentarios
Cuando pase la pandemia del coronavirus no nos estará permitido volver a la “normalidad” anterior. Sería, en primer lugar, un desprecio a los miles de personas que han muerto asfixiadas por el virus y una falta de solidaridad con sus familiares y amigos. En segundo lugar, sería la demostración de que no hemos aprendido nada de lo que, más que una crisis, es una llamada urgente a cambiar nuestra forma de vivir en nuestra única Casa Común. Se trata de un llamamiento de la propia Tierra viva, ese superorganismo autorregulado del que somos su parte inteligente y consciente.
El sistema actual pone en peligro las bases de la vida Volver a la anterior configuración del mundo, hegemonizado por el capitalismo neoliberal, incapaz de resolver sus contradicciones internas y cuyo ADN es su voracidad por un crecimiento ilimitado a costa de la sobreexplotación de la naturaleza y la indiferencia ante la pobreza y la miseria de la gran mayoría de la humanidad producida por ella, es olvidar que dicha configuración está sacudiendo los cimientos ecológicos que sostienen toda la vida en el planeta. Volver a la “normalidad” anterior (business as usual) es prolongar una situación que podría significar nuestra propia autodestrucción. Si no hacemos una “conversión ecológica radical”, en palabras del Papa Francisco, la Tierra viva podrá reaccionar y contraatacar con virus aún más violentos capaces de hacer desaparecer a la especie humana. Esta no es una opinión meramente personal, sino la opinión de muchos biólogos, cosmólogos y ecologistas que están siguiendo sistemáticamente la creciente degradación de los sistemas-vida y del sistema-Tierra. Hace diez años (2010), como resultado de mis investigaciones en cosmología y en el nuevo paradigma ecológico, escribí el libro Cuidar la Tierra-proteger la vida: cómo evitar el fin del mundo (Record). Los pronósticos que adelantaba han sido confirmados plenamente por la situación actual. El proyecto capitalista y neoliberal ha sido rechazado Una de las lecciones que hemos aprendido de la pandemia es la siguiente: si se hubieran seguido los ideales del capitalismo neoliberal –competencia, acumulación privada, individualismo, primacía del mercado sobre la vida y minimización del Estado– la mayoría de la humanidad estaría perdida. Lo que nos ha salvado ha sido la cooperación, la interdependencia de todos con todos, la solidaridad y un Estado suficientemente equipado para ofrecer la posibilidad universal de tratamiento del coronavirus, en el caso del Brasil, el Sistema Único de Salud (SUS). Hemos hecho algunos descubrimientos: necesitamos un contrato social mundial, porque seguimos siendo rehenes del obsoleto soberanismo de cada país. Los problemas mundiales requieren una solución mundial, acordada entre todos los países. Hemos visto el desastre en la Comunidad Europea, en la que cada país tenía su plan sin considerar la necesaria cooperación con otros países. Fue una devastación generalizada en Italia, en España y últimamente en Estados Unidos, donde la medicina está totalmente privatizada. Otro descubrimiento ha sido la urgencia de un centro plural de gobierno mundial para asegurar a toda la comunidad de vida (no sólo la humana sino la de todos los seres vivos) lo suficiente y decente para vivir. Los bienes y servicios naturales son escasos y muchos de ellos no son renovables. Con ellos debemos satisfacer las demandas básicas del sistema-vida, pensando también en las generaciones futuras. Es el momento oportuno para crear una renta mínima universal para todos, la persistente prédica del valiente y digno político Eduardo Suplicy. Una comunidad de destino compartido Los chinos han visto claramente esta exigencia al promover “una comunidad de destino compartido para toda la humanidad”, texto incorporado en el renovado artículo 35 de la Constitución china. Esta vez, o nos salvamos todos, o engrosaremos la procesión de los que se dirigen a la tumba colectiva. Por eso debemos cambiar urgentemente nuestra forma de relacionarnos con la naturaleza y con la Tierra, no como señores, montados sobre ella, dilapidándola, sino como partes conscientes y responsables, poniéndonos junto a ella y a sus pies, cuidadores de toda la vida. A la famosa TINA (There Is No Alternative), “no hay (otra) alternativa” de la cultura del capital, debemos confrontar otra TINA (There Is a New Alternative), “hay una nueva alternativa”. Si en la primera alternativa la centralidad estaba ocupada por el beneficio, el mercado y la dominación de la naturaleza y de los otros (imperialismo), en esta segunda será la vida en su gran diversidad, también la humana con sus muchas culturas y tradiciones la que organizará la nueva forma de habitar la Casa Común. Eso es imperativo y está dentro de las posibilidades humanas: tenemos la ciencia y la tecnología, tenemos una acumulación fantástica de riqueza monetaria, pero falta a la gran mayoría de la humanidad y, lo que es peor, a los Jefes de Estado la conciencia de esta necesidad y la voluntad política de implementarla. Tal vez, ante el riesgo real de nuestra desaparición como especie, por haber llegado a los límites insoportables para la Tierra, el instinto de supervivencia nos haga sociables, fraternos y todos colaboradores y solidarios unos con otros. El tiempo de la competencia ha pasado. Ahora es el tiempo de la cooperación. La inauguración de una civilización biocentrada Creo que inauguraremos una civilización biocentrada, cuidadosa y amiga de la vida, como algunos dicen, “la tierra de la buena esperanza”. Se podrá realizar el “bien vivir y convivir” de los pueblos andinos: la armonía de todos con todos, en la familia, en la sociedad, con los demás seres de la naturaleza, con las aguas, con las montañas y hasta con las estrellas del firmamento. Como el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz ha dicho con razón: “tendremos una ciencia no al servicio del mercado, sino el mercado al servicio de la ciencia”, y yo añadiría, y la ciencia al servicio de la vida. No saldremos de la pandemia de coronavirus como entramos. Seguramente habrá cambios significativos, tal vez incluso estructurales. El conocido líder indígena, Ailton Krenak, del valle del Río Doce, ha dicho acertadamente: “No sé si saldremos de esta experiencia de la misma manera que entramos. Es como una sacudida para ver lo que realmente importa; el futuro es aquí y ahora, puede que mañana no estemos vivos; ojalá que no volvamos a la normalidad” (O Globo, 01/05/2020, B 6). Lógicamente, no podemos imaginar que las transformaciones se produzcan de un día a otro. Es comprensible que las fábricas y las cadenas de producción quieran volver a la lógica anterior. Pero ya no serán aceptables. Deberán someterse a un proceso de reconversión en el que todo el aparato de producción industrial y agroindustrial deberá incorporar el factor ecológico como elemento esencial. La responsabilidad social de las empresas no es suficiente. Se impondrá la responsabilidad socio-ecológica. Se buscarán energías alternativas a las fósiles, menos impactantes para los ecosistemas. Se tendrá más cuidado con la atmósfera, las aguas y los bosques. La protección de la biodiversidad será fundamental para el futuro de la vida y de la alimentación, humana y de toda la comunidad de la vida. ¿Qué tipo de Tierra queremos para el futuro? Seguramente habrá una gran discusión de ideas sobre qué futuro queremos y qué tipo de Tierra queremos habitar. Cuál será la configuración más adecuada a la fase actual de la Tierra y de la propia humanidad, la fase de planetización y de la percepción cada vez más clara de que no tenemos otra casa común para habitar que ésta. Y que tenemos un destino común, feliz o trágico. Para que sea feliz, debemos cuidarla para que todos podamos caber dentro, incluida la naturaleza. Existe el riesgo real de polarización de modelos binarios: por un lado los movimientos de integración, de cooperación general y, por otro, la reafirmación de las soberanías nacionales con su proteccionismo. Por un lado el capitalismo “natural” y verde y por otro lado el comunismo reinventado de tercera generación como pronostican Alain Badiou y Slavoy Zizek. Otros temen un proceso de brutalización radical por parte de los “dueños del poder económico y militar” para asegurar sus privilegios y sus capitales. Sería un despotismo de forma diferente porque se basaría en los medios cibernéticos y en la inteligencia artificial con sus complejos algoritmos, un sistema de vigilancia sobre todas las personas del planeta. La vida social y las libertades estarían permanentemente amenazadas. Pero a todo poder le surgirá siempre un contrapoder. Habría grandes enfrentamientos y conflictos a causa de la exclusión y la miseria de millones de personas que, a pesar de la vigilancia, no se conformarán con las migajas que caen de las mesas de los ricos epulones. No pocos proponen una glocalización, es decir que el acento se ponga en lo local, en la región con su especificidad geológica, física, ecológica y cultural pero abierta a lo global que involucra a todos. En este biorregionalismo se podría lograr un verdadero desarrollo sostenible, aprovechando los bienes y servicios locales. Prácticamente todo se realizará en la región, con empresas más pequeñas, con una producción agroecológica, sin necesidad de largos transportes que consumen energía y contaminan. La cultura, las artes y las tradiciones serán revividas como una parte importante de la vida social. La gobernanza será participativa, reduciendo las desigualdades y haciendo que la pobreza sea menor, siempre posible, en las sociedades complejas. Es la tesis que el cosmólogo Mark Hathaway y yo defendemos en nuestro libro común El Tao de la Liberación (2010) que fue bien acogida en el ambiente científico y entre los ecologistas hasta el punto de que Fritjof Capra se ofreció a hacer un interesante prefacio. Otros ven la posibilidad de un ecosocialismo planetario, capaz de lograr lo que el capitalismo, por su esencia competitiva y excluyente, es incapaz de hacer: un contrato social mundial, igualitario e inclusivo, respetuoso de la naturaleza en el que el nosotros (lo comunitario y societario) y no el yo (individualismo) será el eje estructurador de las sociedades y de la comunidad mundial. El ecosocialismo planetario encontró en el franco-brasileño Michael Löwy su más brillante formulador. Tendremos, como reafirma la Carta de la Tierra así como la encíclica del Papa Francisco “sobre el cuidado de la Casa Común”, un modo de vida verdaderamente sostenible y no sólo un desarrollo sostenible. Al final, pasaremos de una sociedad industrial/consumista a una sociedad de sustentación de toda la vida con un consumo sobrio y solidario; de una cultura de acumulación de bienes materiales a una cultura humanístico-espiritual en la que los bienes intangibles como la solidaridad, la justicia social, la cooperación, los lazos afectivos y no en última instancia la amorosidad y la logique du coeur estarán en sus cimientos. No sabemos qué tendencia predominará. El ser humano es complejo e indescifrable, se mueve por la benevolencia pero también por la brutalidad. Está completo pero aún no está totalmente (terminado). Aprenderá, a través de errores y aciertos, que la mejor configuración para la coexistencia humana con todos los demás seres de la Madre Tierra debe estar guiada por la lógica del propio universo: este está estructurado, como nos dicen notables cosmólogos y físicos cuánticos, según complejas redes de inter-retro-relaciones. Todo es relación. No existe nada fuera de la relación. Todos se ayudan mutuamente para seguir existiendo y poder co-evolucionar. El propio ser humano es un rizoma (bulbo de raíces) de relaciones en todas las direcciones. Si se me permite decirlo en términos teológicos: es la imagen y semejanza de la Divinidad que surge como la relación íntima de tres Infinitos, cada uno singular (las singularidades no se suman), Padre, Hijo y Espíritu Santo, que existen eternamente el uno para el otro, con el otro, en el otro y a través del otro, constituyendo un Dios-comunión de amor, de bondad y de belleza infinita. Tiempos de crisis como el nuestro, de paso de un tipo de mundo a otro, son también tiempos de grandes sueños y utopías. Ellas son las que nos mueven hacia el futuro, incorporando el pasado pero dejando nuestra propia huella en el suelo de la vida. Es fácil pisar la huella dejada por otros, pero ella no nos lleva a ningún camino esperanzador. Debemos hacer nuestra propia huella, marcada por la inagotable esperanza de la victoria de la vida, porque el camino se hace caminando y soñando. Así pues, caminemos. Una de las heridas que más sufre el mundo, también entre nosotros, es seguramente la falta de respeto.
El respeto exige, en primer lugar, reconocer al otro como otro, distinto de nosotros. Respetarlo significa decir que tiene derecho a existir y a ser aceptado tal como es. Esta actitud no convive con la intolerancia que expresa el rechazo del otro y de su modo de ser. Así un homoafectivo o alguien de otra condición sexual como los LGBT no deben ser discriminados, sino respetados, en primer lugar por ser personas humanas, portadoras de algo sagrado e intocable: una dignidad intrínseca a todo ser con inteligencia, sentimiento y amorosidad; y seguidamente, garantizarle el derecho a ser como es y a vivir su condición sexual, racial o religiosa. Con acierto dijeron los obispos del mundo entero, reunidos en Roma en el Concilio Vaticano II (1962-1965), en uno de sus más bellos documentos, “Alegría y Esperanza” (Gaudium et Spes): «Cada uno debe respetar al prójimo como “otro yo”, sin excepción de nadie» (nº 27). En segundo lugar, el reconocimiento del otro implica ver en él un valor en sí mismo, pues al existir, lo hace como único e irrepetible en el universo, y expresa algo del Ser, de aquella Fuente Originaria de energía y de virtualidades ilimitadas de donde procedemos todos (la Energía de Fondo del Universo, la mejor metáfora de lo que significa Dios). Cada uno lleva en sí un poco del misterio del mundo, del cual es parte. Por eso entre el otro y yo se establece un límite que no puede ser transgredido: la sacralidad de cada ser humano y, en el fondo, de cada ser, pues todo lo que existe y vive merece existir y vivir. El budismo, que no se presenta como una fe sino como una sabiduría, enseña a respetar a cada ser, especialmente al que sufre (la compasión). La sabiduría cotidiana del Feng Shui integra y respeta todos los elementos, los vientos, las aguas, los suelos, los distintos espacios. De igual modo, el hinduismo predica el respeto como no-violencia activa (ahimsa), que encontró en Gandhi su arquetipo referencial. El cristianismo conoce la figura de San Francisco de Asís, que respetaba a todos los seres: la babosa del camino, la abeja perdida en el invierno en busca de alimento, las plantitas silvestres que el Papa Francisco en su encíclica “sobre el cuidado de la Casa Común”, citando a san Francisco, manda respetar porque, a su modo, también alaban a Dios (nº 12). En el documento antes mencionado, los obispos amplían el espacio del respeto afirmando: «El respeto debe extenderse a aquellos que en asuntos sociales, políticos y también religiosos, piensan y actúan de manera diferente a la nuestra» (nº 28). Tal llamamiento es de actualidad para nuestra situación brasileña, empapada de intolerancia religiosa (invasión de terreiros de candomblé), intolerancia política, con apelativos irrespetuosos a personas y a actores sociales o de otra lectura de la realidad histórica. Hemos visto escenas de gran falta de respeto por parte de alumnos contra profesoras y profesores, usando violencia física además de la simbólica, con nombres que ni siquiera nos atrevemos a escribir. Muchos se preguntan: ¿qué madres tuvieron esos alumnos? La pregunta correcta es otra: ¿qué padres han tenido? Corresponde al padre la misión, a veces costosa, de enseñar el respeto, imponer límites y trasmitir valores personales y sociales sin los cuales una sociedad deja de ser civilizada. Actualmente, con el eclipse de la figura del padre, surgen sectores de una sociedad sin padre, y por eso, sin sentido de los límites y del respeto. La consecuencia es el recurso fácil a la violencia, incluso letal, para resolver desavenencias personales, como a veces hemos visto. Armar a la población, como pretende el actual Presidente brasileño, además de ser irresponsable, sólo favorece la falta peligrosa de respeto y el aumento de la ruptura de todos los límites. Por último, una de las mayores expresiones de falta de respeto es hacia la Madre Tierra, con sus ecosistemas superexplotados, con la espantosa deforestación de la Amazonía y con la excesiva utilización de agrotóxicos que envenenan suelos, aguas y aires. Esta falta de respeto ecológico puede sorprendernos con graves consecuencias para la vida, la biodiversidad y para nuestro futuro como civilización y como especie. Cada uno de nosotros tiene la edad del universo que son 13,7 mil millones de años. Todos estábamos virtualmente juntos en aquel puntito, más pequeño que la cabeza de un alfiler, pero repleto de energía y de materia. Ocurrió la gran explosión y generó las enormes estrellas rojas dentro de las cuales se formaron todos los elementos físico-químicos que componen el universo y todos los seres que lo forman. Somos hijos e hijas de las estrellas y del polvo cósmico. Somos también la porción de la Tierra viva que ha llegado a sentir, a pensar, a amar y a venerar. Por nosotros la Tierra y el universo sienten que forman un gran Todo. Y nosotros podemos desarrollar la conciencia de esa pertenencia.
¿Cuál es nuestro lugar dentro de ese Todo? Más inmediatamente, ¿dentro del proceso de la evolución? ¿Dentro de la Madre Tierra? ¿Dentro de la historia humana? No nos es dado saberlo todavía. Tal vez será la gran revelación cuando hagamos el paso alquímico de este lado de la vida hacia el otro. Ahí, espero, todo quedará claro y nos sorprenderemos porque todos estamos umbilicalmente interrelacionados, formando la inmensa cadena de los seres y el tejido de la vida. Caeremos, así lo creo, en los brazos de Dios-Padre-y-Madre de infinita misericordia para quien la necesita por causa de sus maldades y en un abrazo amoroso eterno para los que se orientaron por el bien y por el amor. Después de pasar por la clínica de Dios-misericordia, los otros vendrán también. Yo, de niño de pocos meses, estaba condenado a morir. Cuenta mi madre, y las tías siempre lo repetían, que yo tenía “el macaquiño”, expresión popular para la anemia profunda. Todo lo que ingería, lo vomitaba. Todos decían en dialecto véneto: “poareto, va morir”: “pobrecito, se va a morir”. Mi madre, desesperada y a escondidas de mi padre que no creía en esas cosas, fue a la rezandera, a la vieja Campañola. Ella hizo sus rezos y le dijo: “dele un baño con estas hierbas y después de hacer el pan en el horno, espere hasta que esté tibio y meta a su hijito dentro”. Eso fue lo que hizo mi madre Regina. Me puso sobre la pala de sacar el pan horneado y me metió dentro. Y me dejó allí un buen rato. Y ocurrió una transformación. Al sacarme del horno empecé a llorar, decían, y a buscar el pecho para chupar la leche materna. Después, mi madre, masticaba en su boca algunas comidas más fuertes y me las daba. Empecé a comer y a fortalecerme. Sobreviví. Y aquí estoy, oficialmente viejo, con 80 años cumplidos. Pasé por varios peligros que podrían haberme costado la vida: un avión DC-10 en llamas rumbo a Nueva York; un accidente de automóvil contra un caballo muerto en la carretera que me rompió todo; un clavo enorme que cayó delante de mí cuando estudiaba en Múnich, que podría haberme matado si hubiera caído sobre mi cabeza; en los Alpes caí en un valle profundo cubierto de nieve y unos campesinos bávaros, viéndome con el hábito oscuro y que me hundía cada vez más, me sacaron con una cuerda. Y otros. Norberto Bobbio me concedió el título de doctor honoris causa en política por la Universidad de Turín. Entendió que la teología de la liberación había realizado una contribución importante al afirmar la fuerza histórica de los pobres. El asistencialismo clásico o la mera solidaridad, manteniendo a los pobres siempre dependientes, es insuficiente. Ellos pueden ser sujetos de su liberación, cuando concientizados y organizados. Superamos el “para los pobres”, insistimos en el “caminar con los pobres”, siendo ellos los protagonistas, y quien pueda y tenga ese carisma viva como los pobres como lo hicieron tantos, como Dom Pedro Casaldáliga. Recuerdo que comencé mi discurso de agradecimiento al título, concedido por esa notable figura que es Norberto Bobbio, diciendo: “vengo de la piedra lascada, del fondo de la historia, cuando a duras penas teníamos medios para sobrevivir. Mis abuelos italianos y mi familia desbravaron una región deshabitada y cubierta de pinares, Concórdia, en los confines de Santa Catarina. Ellos tuvieron que luchar para sobrevivir. Muchos murieron por falta de médicos. Después fui subiendo en la escala de la evolución: los 11 hermanos estudiaron, hicieron la universidad, yo pude terminar mis estudios en Alemania. Ahora estoy aquí en esta famosa universidad”. Y a pedido de Bobbio, hice un resumen de los propósitos de la Teología de la Liberación, que tiene como eje central la opción por los pobres contra su pobreza y a favor de la justicia social. Di muchos cursos por todo el mundo, escribí bastante, enjugué lágrimas y mantuve fuerte la esperanza de militantes que se frustraban con los rumbos de nuestro país. ¿Cuál será mi destino? No lo sé. Tomé como lema el que era de mi padre, que lo vivía: “quien no vive para servir, no sirve para vivir”. A Dios la última palabra. En Brasil muchos vivimos una situación de luto. Se impone el luto cuando sufrimos pérdidas: muchos muertos y cientos de desaparecidos por la rotura de la presa de la Vale que destruyó criminalmente la ciudad de Brumadinho. La pérdida de la persona amada, del empleo que protege la familia, la emigración forzada a causa de amenazas de muerte. El luto es mayor cuando alcanza bienes fundamentales de un país: retroceso de la democracia, pérdida de los derechos laborales garantizados hace muchos años, disminución de las pensiones de los ancianos, recortes de las políticas públicas para pobres y miserables, privatización de los commons, bienes fundamentales para la soberanía del país... Pero el gran luto es tener que aceptar a un presidente que ha reforzado la cultura del odio, que desconoce las cuestiones nacionales, que nos ha avergonzado en Davos, donde los dueños del dinero del mundo se reúnen para garantizar sus intereses. Su discurso, que podría haber sido de 45 minutos, duró escasos seis, pues eso era todo lo poco que tenía que decir. Canceló las entrevistas para ocultar su ignorancia y las acusaciones graves que pesan sobre un miembro de su familia.
Es un gran desafío para todos elaborar las pérdidas y alimentar la resiliencia, que significa saber revertir esta coyuntura adversa y aprender las lecciones que brotan de esta situación de luto. Son varios los pasos a dar en este camino. El primer paso es la indignación, que se expresa mediante la sorpresa: es criminal la ruptura de la presa de la Vale. ¿Merecía el país tal gobierno? Descubrimos que la vida comporta tragedias que hacen sufrir especialmente a los pobres. Y no raramente nos culpamos por no haber tenido cuidado y haberlas percibido antes. El segundo paso es el rechazo sufrido: ¿cómo fue posible llegar a este punto con la Vale, elegiendo a un presidente con muy pocas luces y con algunas características propias del fascismo? ¿Dónde nos equivocamos? Inicialmente tendemos a rechazar el hecho. Pero él está ahí, grosero y tosco. El tercer paso es la depresión psicológica asociada a la recesión económica. Hemos llegado al fondo del pozo. La economía es para el mercado que se beneficia de la crisis mientras lanza a millones de personas a la pobreza. Estamos poseídos por un vacío existencial y el desinterés por las cosas de la vida. ¿Quién consolará a los familiares de las víctimas de Brumadinho? ¿Quién les reforzará la esperanza de que las promesas de reconstrucción van a ser cumplidas? El cuarto paso es el autofortalecimiento. Hacemos una especie de negociación con la frustración y la depresión. Estas cosas siniestras pertenecen a la vida, con sus contradicciones. No nos podemos hundir, ni perder nuestros proyectos y sueños. Necesitamos volver a levantar las casas de Brumadinho. Vale, empresa privada que piensa más en sus ganancias que en las personas, tiene que sacar duras lecciones para evitar nuevos crímenes ambientales. El luto debe generar presiones por parte del pueblo y nuevas iniciativas. Podemos salir más fuertes de este luto. El quinto paso es la aceptación dolorosa del hecho ineludible. El luto debe pasar de delante de los ojos a detrás de la cabeza, a pesar de las imágenes imborrables del crimen. Nadie sale del luto como entró. Madura a duras penas y experimenta que, en el caso del nuevo gobierno brasileño de derechas, no toda la pérdida es total: trae siempre una ganancia social y política. Todo luto requiere una travesía paciente. Parece que nuestras estrellas guiadoras se han apagado, pero el cielo continúa iluminando nuestras noches oscuras. Las nubes pueden tapar al Cristo Redentor del Corcovado, pero él sigue allí. Incluso sin verlo, creemos en su presencia. Bolsonaro también pasará. Cristo, no. Enjugará las lágrimas de los familiares que sufren. Con respecto a nuestra situación política, hay que reconocer que nuestro árbol fue mutilado: cortaron la copa, arrancaron las hojas, destruyeron las flores y los frutos, abatieron su tronco y arrancaron las raíces. ¿Qué quedó después de no quedar nada? Quedó lo esencial que el luto inducido no puede destruir: quedó la semilla. En ella están en potencia las raíces, el tronco, las hojas, las flores, los frutos y la copa frondosa. Todo puede volver a comenzar. Recomenzaremos, más seguros por más experimentados, más experimentados por más sufridos, más sufridos por más dispuestos para un nuevo sueño. El luto pasará. Será tiempo de rehacer un Brasil más cordial, solidario, justo y hospitalario. Una consecuencia de la campaña electoral de 2018, antidemocrática y marcada por un sinnúmero de fake news (falsas noticias), fue el fortalecimiento del racismo ya existente contra indígenas, quilombolas,, y particularmente contra negros y negras. Según el último censo, el 55,4% se declararon pardos o negros. Es decir, después de Kenia somos la mayor nación negra del mundo. La mayoría tiene en su sangre la herencia africana. Además, todos, blancos, negros, amarillos y otros, somos africanos, pues fue en África donde irrumpió el proceso de la antropogénesis hace millones de años.
Como nuestra historia ha sido escrita por manos blancas, muchos historiadores intentaron suavizar la esclavitud. El hecho es que la esclavitud deshumanizó a todos, señores y esclavos. Ambos vivieron la esclavitud en un permanente síndrome de miedo, de revueltas, de envenenamientos, de asesinatos de patrones, de hijos, de asaltos a sus mujeres. Los señores, para contener a los negros y aplicar la violencia contra ellos, tuvieron que reprimir su sentido de humanidad y de compasión. Por eso, las clases dominantes, herederas del orden esclavista, viven hasta hoy llenas de prejuicios de que los negros, los mulatos deben ser tratados con violencia y dureza. Son considerados perezosos cuando, en realidad, ellos fueron los que construyeron nuestras iglesias y edificios coloniales. Los esclavos eran casi siempre mucho más numerosos que los blancos. En Salvador y en la capitanía de Sergipe, hacia 1824 eran 666 mil esclavos y 192 mil blancos libres (Clovis Moura, Sociología del negro, 1988, p. 232). En 1818, el 50,6% de la población brasilera era de negros esclavos (Beozzo, Iglesia y esclavitud, 1980, p. 259). Y actualmente como acabamos de mencionar son el 55,4% de la población. La esclavitud deshumanizó mucho más a los negros. Darcy Ribeiro, en su extraordinario libro El pueblo brasileño (1995) resume bien la condición esclava: Sin amor de nadie, sin familia, sin sexo que no fuese la masturbación, sin ninguna identificación posible con nadie –su capataz podía ser un negro, sus compañeros de infortunio, unos enemigos–, malvestido y sucio, feo y apestoso, llagado y enfermo, sin ningún gozo u orgullo del cuerpo, vivía su rutina: sufrir todos los días el castigo de los latigazos sueltos, para trabajar atento y tenso. Semanalmente venía un castigo preventivo, pedagógico, para no pensar en la fuga, y, cuando llamaba la atención, recaía sobre él un castigo ejemplar, en forma de mutilación de dedos, perforación de los senos, quemaduras con tizón, todos los dientes rotos concienzudamente, o de azotes en la picota, trescientos latigazos de una vez para matar, o cincuenta latigazos diarios para sobrevivir. Si huía y era capturado, podía ser marcado con hierro, o quemado vivo en días de agonía en la boca del horno, o arrojado de una vez dentro de él para arder como leña oleosa (p. 119-120). A causa de este tipo de violencia, los esclavos internalizaron dentro de sí al opresor. Para sobrevivir, tuvieron que asumir la religión, las costumbres y la lengua de sus opresores. Desarrollaron la estrategia del “jeitinho” (del acomodarse con astucia) para nunca decir no y al mismo tiempo poder alcanzar el objetivo que de otra forma jamás alcanzarían. Pero hace ya mucho tiempo surgió una fuerte conciencia de la negritud, con la determinación de rescatar su identidad, su religión y su forma de estar en el mundo. Se trata de establecer el sujeto de la liberación de las negras y los negros contra su inserción forzada en la inicua historia de la barbarie blanca. La historia contada por la mano negra no es una historia contra el blanco; es una historia propia, que no se confunde con la historia de los opresores y esclavócratas, aunque esté ligada dialécticamente a ella. Y está recorriendo su curso libremente. La abolición de los esclavos en 1888 no significó la abolición de la mentalidad esclavócrata, presente en la cultura dominante, que sigue manteniendo a centenares de trabajadores con una relación análoga a la de los esclavos. En enero de 2019 había 204 empresarios cometiendo ese crimen. Basta leer la reciente obra distribuida en 2019 Estudios sobre las formas contemporáneas de trabajo esclavo (Maud) en la que colaboraron cuarenta y cuatro investigadores, cubriendo gran parte del área nacional, organizada, junto con otros, por el conocido especialista, Ricardo Rezende Figueira. La impresión final es estremecedora. ¿Cómo puede existir todavía hoy la pérfida inhumanidad de seres humanos esclavizando a otros seres humanos? Cada uno de nosotros tiene la edad del universo que son 13.730 millones de años. Todos estábamos virtualmente juntos en aquel puntito, más pequeño que la cabeza de un alfiler, pero repleto de energía y de materia. Ocurrió la gran explosión, y generó las enormes estrellas rojas dentro de las cuales se formaron todos los elementos físico-químicos que componen el universo y todos los seres que lo forman. Somos hijos e hijas de las estrellas y del polvo cósmico. Somos también la porción de la Tierra viva que ha llegado a sentir, a pensar, a amar y a venerar. Por nosotros la Tierra y el universo sienten que forman un gran Todo. Y nosotros podemos desarrollar la conciencia de esa pertenencia.
¿Cuál es nuestro lugar dentro de ese Todo? Más inmediatamente, ¿dentro del proceso de la evolución? ¿Dentro de la Madre Tierra? ¿Dentro de la historia humana? No nos es dado saberlo todavía. Tal vez será la gran revelación cuando hagamos el paso alquímico de este lado de la vida hacia el otro. Ahí, espero, todo quedará claro y nos sorprenderemos, porque todos estamos umbilicalmente interrelacionados, formando la inmensa cadena de los seres y el tejido de la Vida. Caeremos, así lo creo, en los brazos de un Dios-Padre–y-Madre, de infinita misericordia para quien la necesita por causa de sus maldades, y en un abrazo amoroso eterno para los que se orientaron por el bien y por el amor. Después de pasar por la clínica de Dios-misericordia, los otros vendrán también. Yo de niño de pocos meses estaba condenado a morir. Cuenta mi madre, y las tías siempre lo repetían, que yo tenía “el macaquiño”, expresión popular para la anemia profunda. Todo lo que ingería, lo vomitaba. Todos decían en dialecto véneto: “poareto, va morir”: “pobrecito, va a morir”. Mi madre, desesperada, y a escondidas de mi padre que no creía en esas cosas, fue a la rezandera, a la vieja Campañola. Ella hizo sus rezos y le dijo: “dele un baño con estas hierbas y después de hacer el pan en el horno, espere hasta que esté tibio y meta a su hijito dentro”. Eso fue lo que hizo mi madre Regina. Me puso sobre la pala de sacar el pan horneado y me metió dentro. Y me dejó allí un buen rato. Y ocurrió una transformación. Al sacarme del horno empecé a llorar, decían, y a buscar el pecho para chupar la leche materna. Después, mi madre, masticaba en su boca algunas comidas más fuertes y me las daba. Empecé a comer y a fortalecerme. Sobreviví. Y aquí estoy, oficialmente viejo, con 80 años cumplidos. Pasé por varios peligros que podrían haberme costado la vida: un avión DC-10 en llamas rumbo a Nueva York; un accidente de automóvil contra un caballo muerto en la carretera que me rompió todo; un clavo enorme que cayó sobre mi frente cuando estudiaba en Múnich, que podría haberme matado si hubiera caído sobre mi cabeza; en los Alpes caí en un valle profundo cubierto de nieve y unos campesinos bávaros, viéndome con el hábito oscuro y que me hundía cada vez más, me sacaron con una cuerda. Y otros. Norberto Bobbio me concedió el título de doctor honoris causa en política por la Universidad de Turín. Entendió que la teología de la liberación había realizado una contribución importante al afirmar la fuerza histórica de los pobres. El asistencialismo clásico o la mera solidaridad, manteniendo a los pobres siempre dependientes, es insuficiente. Ellos pueden ser sujetos de su liberación, cuando concientizados y organizados. Superamos el para los pobres, insistimos en el caminar con los pobres, siendo ellos los protagonistas, y quien pueda y tenga ese carisma viva como los pobres, como lo hicieron tantos, como Dom Pedro Casaldáliga. Recuerdo que comencé mi discurso de agradecimiento al título, concedido por esa notable figura que es Norberto Bobbio, diciendo: “vengo de la piedra lascada, del fondo de la historia, cuando a duras penas teníamos medios para sobrevivir. Mis abuelos italianos y mi familia desbravaron una región deshabitada y cubierta de pinares, Concórdia, en los confines de Santa Catarina. Ellos tuvieron que luchar para sobrevivir. Muchos murieron por falta de médicos. Después fui subiendo en la escala de la evolución: los 11 hermanos estudiaron, hicieron la universidad, yo pude terminar mis estudios en Alemania. Ahora estoy aquí en esta famosa universidad”. Y a pedido de Bobbio, hice un resumen de los propósitos de la Teología de la Liberación, que tiene como eje central la opción por los pobres contra su pobreza y a favor de la justicia social. Di muchos cursos por todo el mundo, escribí bastante, enjugué lágrimas y mantuve fuerte la esperanza de militantes que se frustraban con los rumbos de nuestro país. ¿Cuál será mi destino? No lo sé. Tomé como lema el que era de mi padre, que lo vivía: “quien no vive para servir, no sirve para vivir”. A Dios la última palabra. Mañana, 14 de diciembre, cumpliré 80 años de vida. Estoy descendiendo la montaña de la vida.
En primer lugar, doy gracias a Dios por haber llegado hasta aquí y por haber sobrevivido. De pequeño, con sólo algunos meses, estaba destinado a morir. En aquellos interiores profundos del Estado brasileño de Santa Catarina, en mi ciudad Concórdia, todavía no había médicos. Todos, desolados, decían: “pobrecito, va a morir”. Mi madre, desesperada, después de hacer el pan familiar en un horno de piedra, lo dejó entibiar y sobre una pala de madera me colocó unos cuantos minutos allí dentro. A partir de este intento último, mejoré, y aquí estoy, como sobreviviente. Pensaba que nunca pasaría de la edad de mi padre que murió de un infarto fulminante a los 54 años. Sobreviví. Escribí un balance a los 50. Después pensaba que no pasaría de la edad de mi madre, que también murió de infarto con 64 años. Sobreviví. Hice otro balance a los 60. Entonces, estaba seguro de que no llegaría a los 70. Sobreviví. Tuve que escribir otro balance a los 70. Finalmente, pensé convencido, de todas maneras: no llegaré a los 80. Sobreviví. Y tengo que escribir otro balance. Como salí desacreditado en mis previsiones, ya no hago ninguna previsión más. Cuando llegue la hora que sólo Él conoce, iré alegremente al encuentro del Señor. Releyendo los distintos balances, sorprendentemente, y sin intención previa, veo que hay constantes que atraviesan todas las memorias. Voy a tratar de hacer una lectura de ciego, que sólo capta lo que sobresale. Siempre estuve como poseído por alguna pasión más fuerte, que me llevaba a hablar y a escribir. La primera fue la pasión por la Iglesia renovada por el Concilio Vaticano II. Escribí mi tesis doctoral en Múnich: La Iglesia como sacramento; Iglesia: carisma y poder (que me acarreó el ‘silencio obsequioso’) y Eclesiogénesis: las CEBs reinventan la Iglesia. La segunda pasión fue por el Jesús histórico, su gesta, que lo llevó a la cruz. Escribí: Jesucristo el Liberador; Nuestra resurrección en la muerte; El evangelio del Cristo cósmico; Vía Crucis de la justicia. La tercera pasión fue por san Francisco de Asís, el primero después del último (Jesús). Escribí: Francisco de Asís: ternura y vigor; San Francisco: nostalgia del Paraíso; Comentario a su Oración por la Paz. La cuarta pasión fue por los pobres y oprimidos. Nació la teología de la liberación y escribí: Teología del cautiverio y de la liberación; El caminar de la Iglesia con los oprimidos; y, junto con mi hermano Fray Clodovis, escribimos Cómo hacer teología de la liberación. La quinta pasión fue por la Madre Tierra, superexplotada. Escribí: La opción Tierra: la solución a la Tierra no cae del cielo; El Tao de la liberación: ecología de la transformación, junto con Mark Hathaway; Cómo cuidar la Casa Común. La sexta pasión fue por la condición humana sapiente y demente. Escribí: El destino del hombre y del mundo; El águila y la gallina: una metáfora de la condición humana; El despertar del águila: lo dia-bólico y lo sim-bólico en la construcción de la realidad; Saber cuidar; El cuidado necesario; Femenino-Masculino, con Rose-Marie Muraro; El ser humano como proyecto infinito. La séptima pasión fue por la vida del Espíritu: traduje la obra principal del místico Maestro Eckhart; retraduje actualizándola La Imitación de Cristo, de 1441, añadiéndole una parte nueva; El seguimiento de Cristo; Experimentar a Dios hoy; La Santísima Trinidad es la mejor comunidad; El Espíritu Santo: fuego interior, dador de vida y padre de los pobres ; Espiritualidad: un camino de transformación. He publicado cerca de cien libros. Es trabajoso, con sólo 27 letras, componer las palabras, y después con las palabras formular las frases, y por fin con las frases concebir el contenido pensado de un libro. Cuando me preguntan: “¿Qué haces en la vida?”, respondo: “soy un trabajador como cualquier otro, como un carpintero o un electricista. Sólo que mis instrumentos son muy sutiles: apenas 27 letras”. “¿Y qué es lo que pretendes con tantas letras?” Respondo: “sólo, pensar, en sintonía, las preocupaciones mayores de los seres humanos, a la luz de Dios; suscitar en ellos la confianza en las potencialidades escondidas dentro de ellos mismos, para encontrar soluciones. Intentar llegar al corazón de las personas, para que tengan compasión por el sufrimiento injusto del mundo y de la naturaleza, para que nunca desistan de mejorar siempre la realidad, comenzando por mejorarse a sí mismos. Para que, independientemente de su condición moral, se sientan siempre en la palma de la mano de Dios-Padre-Madre de infinita bondad y misericordia. “¿Han valido la pena tantos sacrificios para escribir?”. Respondo con el poeta Fernando Pessoa: “Todo vale la pena si el alma no es pequeña”. Me esforcé para que no fuese pequeña. Dejo a Dios la última palabra. Ahora en el atardecer de la vida, reviso los días pasados, y tengo la mente vuelta hacia la eternidad... El ser humano es, por naturaleza, un ser de muchas carencias. Necesita un gran empeño para atenderlas y así poder vivir, no miserablemente, sino una vida de calidad. Tras cada necesidad se esconde un temor y un deseo: el deseo de poder satisfacerla de la forma más satisfactoria posible y el temor de no conseguirlo y entonces sufrir. Quien tiene, teme perder: quien no tiene, desea tener. Así es la dialéctica de la existencia.
Maestros de las más diferentes tradiciones de la humanidad y de las ciencias de lo humano convergen más o menos en las siguientes necesidades fundamentales: Tenemos necesidades biológicas: en una palabra, necesitamos comer, beber, vestirnos y tener seguridad. Gran parte del tiempo lo empeñamos en atender tales necesidades. Las grandes mayorías de la humanidad las satisfacen de forma precaria, o por falta de trabajo o porque la solidaridad y la compasión son bienes escasos. La primera petición del Padrenuestro es el pan de cada día, porque el hambre no puede esperar. Pero no pedimos a Dios que haga milagros cada día y así nos evite producir el pan. Pedimos que los climas y la fertilidad de los suelos sean favorables y que haya cooperación en la producción y en la distribución de los alimentos. Sólo entonces exorcizamos el miedo y atendemos a nuestro deseo básico. Además, tenemos necesidad de seguridad: podemos enfermar y sucumbir a peligros que nos quitan la vida. Pueden provenir de la naturaleza, de las tempestades, de los rayos, de las sequías prolongadas, de los deslizamientos de tierra, de todo tipo de accidentes. Pueden provenir, principalmente, del propio ser humano que no sólo tiene dentro de sí el instinto de vida sino también el instinto de muerte; puede perder el autocontrol y eliminar al otro. Todo esto nos produce miedo. Y tenemos la esperanza de sortearlo. El hecho de haber vivido en las cavernas y después en casas muestra nuestra búsqueda de seguridad. La realidad es que nunca controlamos todos los factores. Siempre podemos ser víctimas inocentes o culpadas. Y entonces clamamos a Dios, no para que nos saque del borde del abismo, sino para que nos dé coraje para evitarlo y sobrevivir. Tenemos, en tercer lugar, necesidad de pertenencia: somos seres societarios. Pertenecemos a una familia, a una etnia, a un determinado lugar, a un país, al planeta Tierra. Lo que hace penoso el sufrimiento es la soledad, el no poder contar con un hombro amigo y una mano acogedora. Como somos frutos del cuidado de nuestras madres que nos llevaron en sus brazos, queremos morir dando la mano a alguien próximo o a quien nos ama. En el fondo del abismo existencial clamamos por la madre o por Dios. Y sabemos que Él nos atiende porque es sensible a la voz de sus hijos e hijas y siente el latir de nuestro corazón atemorizado. Ser reducido a la soledad es ser condenado al infierno existencial y a la ausencia de cualquier comunión. Por eso es importante satisfacer el sentimiento de pertenencia, de lo contrario nos sentimos cual perros abandonados vagando por el mundo. En cuarto lugar, tenemos necesidad de autoestima. No basta existir. Necesitamos que nuestra existencia sea acogida, que alguien con sus palabras y actos nos diga: «sé bienvenido a nuestro medio, tú cuentas para nosotros». El rechazo nos hace tener, aun vivos, la experiencia de muerte. Necesitamos, pues, ser reconocidos como personas, con nuestras diferencias y particularidades. De lo contrario, somos como una planta sin nutrientes que se va mustiando hasta morir. Qué importante es cuando alguien nos llama por nuestro nombre y nos abraza. Nos devuelve nuestra humanidad negada y podemos seguir adelante con esperanza y sin miedo. Finalmente, tenemos necesidad de autorrealización. Este es el gran anhelo y desafío del ser humano: poder realizarse a sí mismo y volverse humano. ¿Qué es lo humano del ser humano? No lo sabemos exactamente porque hasta lo inhumano pertenece a lo humano. Somos un misterio para nosotros mismos. No es que no sepamos nada de lo humano. Al contrario, cuanto más sabemos, más se amplían las dimensiones de aquello que no sabemos. Tenemos saudades de las estrellas de donde venimos. Pero sabemos lo suficiente para descubrirnos como seres de apertura, al otro, al mundo y al Todo. Somos seres de deseo ilimitado. Por más que busquemos un objeto que sacie nuestro deseo, no lo encontramos entre los seres de nuestro alrededor. Deseamos al Ser esencial y nos topamos solo con entes accidentales. ¿Cómo, entonces, vamos a conseguir autorrealizarnos si nos percibimos como un proyecto infinito? En este afán gana sentido hablar de Dios como el Ser esencial y el oscuro objeto de nuestro deseo infinito. Sólo Él llena las características del Infinito, adecuadas a nuestro proyecto infinito. Autorrealizarse, por lo tanto, implica envolverse con Dios. Envolverse con Dios es despertar la espiritualidad en nosotros, aquella capacidad de sentir una Energía poderosa y amorosa que atraviesa toda la realidad. Es poder ver en la ola, el mar y en la gota de agua, la inmensidad del Amazonas. Espiritualidad es sentir el hambre y la sed de un último refugio, un sentirse seguro en los brazos de alguien en quien se confía, donde, por fin, todas nuestras necesidades serán satisfechas, donde mueren todos los temores y podremos descansar. Mientras no elaboremos en nosotros ese Centro, nos sentiremos siempre en la prehistoria de nosotros mismos; seres enteros pero inacabados y en último término, frustrados. Cuando entramos en comunión con el Ser esencial por la entrega silenciosa e incondicional, por la oración y por la meditación, abrimos un manantial de energías incomparable e insustituible. El efecto es la pura alegría, la levedad de la vida, la bienaventuranza posible a los caminantes. No tuve muchos encuentros con Oscar Niemeyer, pero los que tuve fueron largos y densos. ¿De qué iba a hablar un arquitecto con un teólogo sino sobre Dios, sobre religión, sobre la injusticia de los pobres y sobre el sentido de la vida?
En nuestras conversaciones sentía a alguien con una profunda saudade de Dios. Me envidiaba porque, considerado por él una persona inteligente, aun así creía en Dios, cosa que él no conseguía. Pero yo lo tranquilizaba diciéndole: lo importante no es creer o no creer en Dios, sino vivir con ética, amor, solidaridad y compasión por los que más sufren. Pues al atardecer de la vida, lo que cuenta son esas cosas. Y en este punto él estaba muy bien situado. Su mirada se perdía a lo lejos con un leve brillo. Una vez se impresionó sobremanera cuando le dije esta frase de un teólogo medieval: «Si Dios existe como existen las cosas, entonces Dios no existe». Y él replicó: «¿qué significa eso?» Le respondí: «Dios no es un objeto que puede ser encontrado por ahí; si fuese así, sería una parte del mundo y no Dios». Pero entonces, preguntó él: «¿y qué es ese Dios?» Y yo casi susurrando le dije: «Es una especie de Energía poderosa y amorosa que crea las condiciones para que las cosas puedan existir; es más o menos como el ojo: ve todo pero no puede verse a sí mismo; o como el pensamiento: la fuerza por la cual el pensamiento piensa, no puede ser pensada». Él se quedó pensativo, pero continuó: «¿la teología cristiana dice eso?» Y respondí: «lo dice, pero tiene vergüenza de decirlo, porque entonces debería callar más que hablar: y se pasa la vida hablando, especialmente los papas». Pero le consolé con una frase atribuida a Jorge Luis Borges, el gran argentino: «La teología es una ciencia curiosa: en ella todo es verdadero, porque todo es inventado». Le hizo mucha gracia. Y más gracia encontró en una bonita trouvaille de un barrendero de Río, el famoso Gari Sorriso: «Dios es el viento y la luna; es la dinámica del crecer; es aplaudir a quien sube y ayudar a quien baja». Sospecho que Oscar no tendría dificultad en aceptar a ese Dios tan humano y tan próximo a nosotros. Sonrió suavemente y yo aproveché para decir: «¿No es lo mismo con su arquitectura? En ella todo es bonito y sencillo, no porque sea racionalismo sino porque todo es inventado y fruto de la imaginación». En esto estuvo de acuerdo, añadiendo que para la arquitectura se inspiraba más leyendo poesía, novela y ficción que entregándose a elucubraciones intelectuales. Y le dije: «en la religión es más o menos lo mismo: la grandeza de la religión es la fantasía, la capacidad utópica de proyectar reinos de justicia y cielos de felicidad. Y grandes pensadores modernos de la religión como Bloch, Goldman, Durkheim, Rubem Alves y otros no dicen otra cosa: nuestro error fue colocar la religión en la razón cuando su nicho natural se encuentra en el imaginario y en el principio de la esperanza. Ahí ella muestra su verdad y nos puede inspirar un sentido de vida». Para mí la grandeza de Oscar Niemeyer no está solamente en su genialidad, reconocida y alabada en el mundo entero, sino en su concepción de la vida y en la profundidad de su comunismo. Para él «la vida es un soplo», leve y pasajero, pero un soplo vivido con total entereza. Ante todo, la vida para él no era puro disfrute, sino creatividad y trabajo. Trabajó hasta el final, como Picasso, produciendo más de 600 obras. Y, como era un ser completo, cultivaba las artes, la literatura y las ciencias. Últimamente se había puesto a estudiar cosmología y física cuántica. Se llenaba de admiración y de asombro ante la grandeza del universo. Pero más que nada cultivó la amistad, la solidaridad y el aprecio a todos. «Lo importante no es la arquitectura» repetía muchas veces, «lo importante es la vida». Pero no cualquier vida; la vida vivida en busca de la transformación necesaria que supere las injusticias contra los pobres, que mejore este mundo perverso, vida que se traduzca en solidaridad y amistad. En el Jornal do Brasil del 21/04/2007 confesaba: «Lo fundamental es reconocer que la vida es injusta y solo dándonos las manos, como hermanos y hermanas, podemos vivirla mejor». Su comunismo está muy próximo al de los primeros cristianos, referido en los Hechos de los Apóstoles en los capítulos 2 y 4. Ahí se dice que “los cristianos todo lo ponían en común y no había pobres entre ellos”. Por lo tanto, no era un comunismo ideológico sino ético y humanitario: compartir, vivir con sobriedad, como siempre vivió, despojarse del dinero y ayudar a quien lo necesitase. Todo debería ser común. A un periodista que le preguntó si aceptaría la píldora de la eterna juventud, le respondió coherentemente: «la aceptaría si fuese para todo el mundo; no quiero la inmortalidad sólo para mí». Un hecho, que se me quedó grabado, ocurrió a principios de los años 80 del siglo pasado. Estando Oscar en Petrópolis, me invitó a almorzar con él. Yo había llegado ese mismo día de Cuba donde junto con Frei Betto dialogábamos desde hacía años, a petición de Fidel Castro, con distintos escalones del gobierno (siempre vigilados por el SNI) para ver si los sacábamos de la concepción dogmática y rígida del marxismo soviético. Eran tiempos tranquilos en Cuba que, con el apoyo de la Unión Soviética, podía llevar adelante sus espléndidos proyectos de salud, de educación y de cultura. Le conté que, por todos los lados por donde había ido en Cuba, nunca encontré favelas sino una pobreza digna y laboriosa. Le conté mil cosas de Cuba que, según Frei Betto, en esa época era «una Bahía que había resultado». Sus ojos brillaban. Casi no comía. Se llenaba de entusiasmo al ver que, en algún lugar del mundo, su sueño de comunismo podría, al menos en parte, ganar cuerpo y ser bueno para las mayorías. Cuál no sería mi sorpresa cuando, dos días después, apareció en la Folha de São Paulo, un artículo suyo con un bello dibujo de tres montañas con una cruz encima. A cierta altura decía: «Bajando la sierra de Petrópolis a Río, yo que soy ateo, rezaba al Dios de Frei Boff para que esa situación del pueblo cubano pudiese un día ser realidad en Brasil». Esa era la generosidad cálida, suave y radicalmente humana de Oscar Niemeyer. Guardo un recuerdo perenne de él. Adquirí de Darcy Ribeiro, de quien Oscar era amigo-hermano, un pequeño apartamento en el barrio Alto de Boa-Vista, en el Valle Encantado. Desde allí se avista toda la Barra de Tijuca hasta el final del Recreio de los Bandeirantes. Oscar reformó aquel apartamento para su amigo, de tal forma que, desde cualquier lugar, Darcy (que era pequeño de estatura) pudiese ver siempre el mar. Hizo un estrado de unos 50 centímetros de altura y, como no podía ser de otro modo, con una bella curva de esquina, como ola de mar sobre el cuerpo de la mujer amada. Allí me recojo cuando quiero escribir y meditar un poco, pues un teólogo debe también cuidar de salvar su alma. En dos ocasiones se ofreció a diseñar la maqueta de una iglesita para el lugar donde vivo, Araras en Petrópolis. Lo rechacé pues consideraba injusto revalorizar mi propiedad con la obra de un genio como Niemeyer. A fin y al cabo, Dios no está ni en el cielo ni en la tierra sino allí donde las puertas están abiertas. La vida no está destinada a desaparecer con la muerte sino a transfigurarse alquímicamente a través de la muerte. Oscar Niemeyer solamente ha pasado al otro lado de la vida, al lado invisible. Pero lo invisible forma parte de lo visible. Por eso no está ausente, sino presente, aunque invisible. Pero siempre con la misma dulzura, suavidad, amistad, solidaridad y amorosidad que permanentemente lo caracterizó. Y ahí donde esté estará fantaseando, proyectando y creando mundos bellos, curvos y llenos de levedad. |
Leonardo BoffNació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil), el 14 de diciembre de 1938. Es nieto de inmigrantes italianos venidos delVéneto a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores, franciscanos, en 1959. Archivos
Agosto 2020
Categorias |