El ascenso de las mujeres en muchos países del mundo al estatus de jefes de Estado y de gobierno es notable. Revela una mutación del estado de conciencia que se está operando dentro de la humanidad. Iniciar esta transformación fue uno de los méritos principales de la reflexión feminista, que ya alcanza a más de un siglo. Las mujeres comenzaron a verse con sus propios ojos y no ya con los ojos de los hombres. Descubrieron su identidad, su diferencia y su relación de reciprocidad y no de subordinación frente a los hombres. Elaboraron tal vez la crítica más consistente y radical de la cultura marcada por el patriarcalismo y por el androcentrismo.
El patriarcado designa una forma de organización social centrada en el poder, ejercido por los hombres dominantes, subordinando y jerarquizando a todos los demás. El androcentrismo se caracteriza por establecer como modelo para todos, las formas de pensamiento y de acción características de los hombres. Ellos son el sol, y los demás, como las mujeres u otras culturas, sus satélites y meros coadyuvantes. El patriarcado y el androcentrismo subyacen en las principales instituciones de las sociedades actuales con las tensiones y los conflictos que provocan. A ellos se debe el surgimiento del Estado, de las leyes, de la burocracia, de la división del trabajo, del tipo de ciencia y tecnología imperantes, de los ejércitos y de la guerra. Las feministas del Tercer Mundo vieron, más allá de la dominación cultural, también la dominación social de las mujeres, hechas pobres y oprimidas por los dueños del poder. El ecofeminismo denunció la devastación de la Tierra llevada a cabo por un tipo de tecnociencia masculina y masculinizante, ya antes percibida por el filósofo de la ciencia Gaston Bachelard, pues la relación no es de diálogo y de respeto, sino de dominación y de explotación hasta el agotamiento. Las mujeres nos ayudaron a ver que la realidad humana no está hecha sólo de razón, eficiencia, competición, materialidad, concentración de poder y de exterioridad. En ella hay afecto, gratuidad, cuidado, cooperación, interioridad, poder como servicio y espiritualidad. Tales valores son comunes a todos los humanos, pero las mujeres son las que más claramente los viven. Ser-mujer es una forma de estar en el mundo, de sentir de manera diferente el amor, de relacionar cuerpo y mente, de captar totalidades, de pensar no sólo con la cabeza sino con todo el ser y de ver las partes como pertenecientes a un Todo. Todo esto permitió que la experiencia humana fuese más completa e inclusiva y abriese un rumbo de superación a la guerra de los sexos. Hoy, debido a la crisis que está asolando la Tierra y la biosfera, poniendo en peligro el futuro del destino humano, estos valores se vuelven urgentes, pues en ellos está la clave principal para superarla. En este contexto veo la presencia de las mujeres al frente de los gobiernos, en este caso, a Dilma Rousseff como presidenta. La dimensión del anima llevada al interior de las relaciones de mando, puede traer humanización y más sensibilidad hacia las cuestiones ligadas a la vida, especialmente la de los más vulnerables. En nuestra historia tuvimos una mujer, considerada la Redentora: la princesa Isabel (1846-1921). Sustituyendo a su padre Don Pedro II en viaje a Europa, en un gesto bien femenino proclamó el 28 de septiembre de 1871 la Ley del Vientre Libre. Los hijos e hijas de esclavos ya no serían esclavos en adelante. Financiaba su liberación con su dinero, protegía a los fugitivos y montaba esquemas de fuga para ellos. En otra ausencia de su padre, el 13 de mayo de 1888, hizo aprobar por el Parlamento la Ley Áurea de la abolición de la esclavitud. A uno de sus críticos que le gritó: «Vuestra Alteza liberó una raza pero perdió el trono», le respondió: «Mil tronos que tuviera, mil tronos yo daría para liberar a los esclavos de Brasil». Quería indemnizar a los ex-esclavos con recursos del Banco Mauá. Preconizaba la reforma agraria y el sufragio político de las mujeres. Fue la primera abolición. Cabe ahora a la presidenta Dilma realizar la segunda abolición, propugnada hace años por el senador Cristovam Buarque, en un famoso libro con este mismo título: la abolición de la pobreza y de la miseria. Ella colocó como primera prioridad de su gobierno «el fin de la miseria». Esta es concretamente posible. De momento sólo es una promesa. Si realiza esta hazaña, verdaderamente mesiánica, podrá ser la segunda Redentora. Como ciudadanos urge apoyar y reclamar la promesa e impedir que se transforme en una mala utopía. Podemos ser condenados por los poderosos pero no podemos defraudar a los pobres y a los oprimidos.
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Brasil ha conocido últimamente dos rupturas de magnitud histórica: eligió presidente a un obrero e, inmediatamente después, a una mujer, hija de inmigrantes búlgaros, resistente a la dictadura militar y probada en la tortura. Esto no deja de tener significado. Después de 503 años sin alternancia en el poder, tiempo en que las élites dominaron en este país, se crearon las condiciones concretas políticas y sociales para romper esta continuidad. Un hijo de la pobreza, Lula, irrumpió con un carisma avasallador que modificó el escenario político brasilero.
Ahora lo sucede una mujer, Dilma Vana Rousseff. En primer lugar es una mujer. Para quienes vienen de la cultura patriarcal y androcéntrica todavía dominante en la sociedad, y que no se han dado cuenta de la revolución cultural traída por las mujeres hace más de un siglo, el hecho de ser mujer no significa nada. En la cabeza de muchos de ellos funciona lo que enseñaba Aristóteles, repetía Tomás de Aquino y todavía se guarda en el Código de Derecho Canónico y en la psicología de Freud: la mujer es un hombre que se quedó a medio camino y no llegó todavía a su plenitud. Por eso, el lugar que le cabe es solamente de coadyuvante. Y he aquí que surge una mujer que rompe con este prejuicio y se muestra como presidenta que asume conscientemente su función. Además es una mujer que demostró ser valiente al oponerse a la truculencia de los que secuestraban, torturaban y mataban en nombre del Estado de Seguridad Nacional (entiéndase Seguridad del Capital). Una mujer que ayudó a construir una democracia abierta, sin rencor y sin odios, como se vio en la campaña presidencial, de bajísima intensidad ética, y que se calificó brillantemente como administradora en varias funciones públicas. Ella no tiene el tipo de carisma de Lula, que es el carisma de la cabeza, que más que palabras habla cosas, que dice la verdad directa y pronuncia discursos convincentes. Ella tiene el carisma de las manos, del hacer: correcto, bien planeado y rigurosamente realizado. Sin perder su ternura de mujer, se muestra exigente, como debe ser. Hay carismas y carismas. La categoría carisma no puede ser monopolizada por un tipo de carisma, el de la palabra creativa y la fascinación que suscita. Hay otros tipos de carisma que no necesariamente pasan por la palabra hablada. Si así fuera, Chico Buarque de Holanda no sería innegablemente el carismático que es, pues su carisma no se realiza por la palabra hablada, sino en la novela, en la poesía y genialmente en la música. Expliquemos mejor este concepto de carisma que va más allá del sentido dado por Max Weber. Raro en la literatura griega y veterotestamentaria, fue introducido por san Pablo que lo usó decenas de veces en sus epístolas. El carisma está ligado a otras dos realidades: el Espíritu y la comunidad. El Espíritu es entendido como la fantasía de Dios, el principio divino de toda creatividad e invención. Ese Espíritu suscita todo tipo de carismas como el de la inteligencia, el consejo, la consolación de los enfermos, la enseñanza, la palabra fácil, la dirección de una comunidad. El carisma no pertenece al reino de lo extraordinario, sino al de lo ordinario de la vida, como el de cantar, hacer música y entretener a la comunidad. No existe ningún miembro ocioso: «Cada cual tiene su propio carisma, uno de un modo, otro de otro»(1Cor 7,7). Los carismas vienen del Espíritu pero se destinan a la construcción y a la animación de la comunidad. No son para la autopromoción sino para el servicio a los demás. Definiendo: carisma es la función concreta que cada cual desempeña dentro de la comunidad para el bien de todos (1 Cor 12,7; Ef 4,7), función entendida en la fe como actuación del Espíritu Creador presente en la comunidad. Apliquemos esto al caso Dilma. Su carisma, según se entiende más arriba, es el de la operatividad de la administración, el del gobierno, la planificación de un proyecto de Brasil y la diligencia para que sea realizado con sentido de la justicia social y ecológica, de la inclusión de los destituidos, con ética pública, transparencia en las decisiones y control de los procedimientos. Tal vez conviene que el carisma de la cabeza sea completado después con el de las manos trabajadoras. Para que este carisma se realice no basta la voluntad de Dilma. Se necesita el apoyo de la sociedad, la buena-voluntad general y de todos los que trabajan por el bien del pueblo, comenzando por los últimos. En un artículo anterior abordábamos la energía como uno de los mayores enigmas del universo, especialmente la Energía de Fondo que sustenta el cosmos y cada ser. Ahora vamos a concentrarnos en la agroenergía, la más ansiada en los días actuales a causa del agotamiento creciente de la matriz energética fósil. Es como una especie de Arca de Noé salvadora del sistema actual.
Naturalmente, la energía, poco importa su tipo, es imprescindible para todo, particularmente es el motor de la economía de mercado, y para todas las civilizaciones. Quien quiera tener un resumen bien fundamentado del tema en una perspectiva global, pasando por los países productores y analizando los principales agrocombustibles y la bioenergía en general, debe leer el libro de François Houtart, La agroenergía: solución para el clima o salida de la crisis para el capital (Ed. Ruth, 2009). El autor, sociólogo belga, es muy conocido en todo el tercer mundo por haber creado en Lovaina un Centro Tricontinental donde forma cuadros del más alto nivel, venidos del Gran Sur, entre ellos muchos brasileros, para actuar de forma transformadora en sus respectivos países. Es uno de los fundadores y animadores del Foro Social Mundial. La utilización de energías renovables obedece a dos imperativos: el primero, la corta longevidad, cerca de 40 años, del petróleo; del gas, 60 y 200 para el carbón. El segundo, es la protección del medio ambiente y el control del calentamiento global que, si se descuida, pondrá en peligro toda la civilización. Así y todo, un sustituto de la energía fósil no es alcanzable aún a medio plazo. En 2012 la agroenergía representará solamente el 2% del consumo global y podrá llegar en 2030 al 7%, suponiendo que se utilice el conjunto de las tierras cultivables de Australia, Nueva Zelanda, Japón y Corea del Sur. Si se utilizaran todas las superficies productivas de la Tierra alcanzaría el equivalente a la producción de petróleo, que es de mil cuatrocientos millones de barriles/ día. Las demandas actuales se elevan a tres mil quinientos millones, tendiendo a subir. Aquí surge un impasse sistémico, que debería de obligar a pensar en otro modo de producción y de consumo, menos energívoro. Si hubiese sentido de futuro colectivo, compasión para con la humanidad sufriente, gran parte de ella sometida al hambre, la escasez de agua potable y todo tipo de enfermedades, y si predominase el cuidado de la Madre Tierra contra la cual estamos llevando a cabo una guerra total, en el suelo, en el subsuelo, en los aires, en los ríos y en los océanos, pensaríamos seriamente en cómo encontrar un modo de habitar el planeta con más sinergia con los ritmos de la naturaleza, con responsabilidad colectiva para la inclusión de todos y con benevolencia hacia la comunidad de vida. Ahora sería la gran ocasión. Pero nos falta sabiduría y todavía creemos en las posibilidades ilusorias del desastroso sistema capitalista que nos ha llevado al impasse actual. El drama que envuelve a las energías alternativas reside en el hecho de que han sido secuestradas por la lógica del capital. Éste tiene como objetivo el lucro creciente y nunca toma en consideración las «externalidades», que no entran en el cálculo económico (como la degradación de la naturaleza, la polución del aire, el calentamiento global, el crecimiento de la pobreza). Solamente se toman en serio cuando son tan negativas que perjudican el sistema del capital. Por eso, no nos engañemos con las empresas que alardean del carácter «verde» de su producción. Lo «verde» vale, siempre que no afecte los lucros ni disminuya la capacidad de competencia. Hay que decirlo con todas las palabras: la búsqueda de energías alternativas limpias no pretende forjar formas de salvar al género humano y sus capacidades vitales, sino que busca preservar la suerte del sistema del capital con su lógica del gana-pierde. Ahora, este sistema, con flexibilidad y adaptación estremecedoras, es capaz de producir ilimitados bienes y servicios, pero siempre a costa de la dominación de la naturaleza y de la creación de perversas desigualdades sociales. Hoy se está apoyando en los límites de la Tierra cuyos recursos está extenuando. Se está realizando la profecía de Marx según la cual el capital destruiría sus dos fuentes de riqueza: la naturaleza y el trabajo. Estamos presenciando exactamente el cumplimiento de esta siniestra profecía. La agroenergía no puede estar al servicio de la reanimación de un moribundo, debe reforzar la vida, que demanda otro tipo de producción y de relación no destructiva con la naturaleza. El tiempo para conseguir esto, para que no lleguemos tarde, urge. La descriminalización del aborto y la unión civil de homosexuales, temas suscitados en la campaña electoral, dan la oportunidad de hacer una reflexión sobre la laicidad del Estado brasilero, expresión de la madurez de nuestra democracia.
Laico es un Estado que no es confesional; lo son, como ocurre todavía en varios países, los que establecen una religión, la mayoritaria, como oficial. Laico es el Estado que no impone ninguna religión, pero las respeta todas, manteniéndose imparcial ante cada una de ellas. Esa imparcialidad no significa desconocer el valor espiritual y ético de una confesión religiosa. Pero por respeto a la conciencia, el Estado es garante del pluralismo religioso. Debido a esta imparcialidad al Estado laico no le es permitido imponer, en materias controvertidas de ética, comportamientos derivados de dictámenes o dogmas de una religión, aunque sea dominante. Al entrar en el campo político y al asumir cargos en el aparato de Estado, no se pide a los ciudadanos religiosos que renuncien a sus convicciones religiosas. Lo único que se les exige es que no pretendan imponer su visión a todos los demás ni traducir en leyes generales sus propios puntos de vista particulares. La laicidad obliga a todos a ejercer la razón comunicativa, a superar los dogmatismos en favor de una convivencia pacífica, y a buscar puntos de convergencia comunes ante los conflictos. En este sentido, la laicidad es un principio de la organización jurídica y social del Estado moderno. Subyacente a la laicidad hay una filosofía humanística, base de la democracia sin fin: el respeto incondicional al ser humano y el valor de la conciencia individual, independiente de sus condicionamientos. Se trata de una creencia, no en Dios, como en las religiones, que mejor podríamos llamar fe, sino de una creencia en el ser humano en sí mismo, como valor. Esta creencia se expresa mediante el reconocimiento del pluralismo y la convivencia entre todos. No será fácil. Quien está convencido de la verdad de su posición, estará tentado a divulgarla y ganar adeptos para ella. Pero le está vedado usar medios masivos para hacerla valer a los otros. Esto sería proselitismo y fundamentalismo. Laicidad no se confunde con laicismo. Este configura una actitud que busca erradicar las religiones de la sociedad, como ocurrió con el socialismo de versión soviética, por cualquier motivo que se aduzca, para dar espacio solamente a valores seculares y racionales. Este comportamiento es opuesto al religioso y no respeta a las personas religiosas. Sectores de la Iglesia hacen daño a la laicidad cuando, como ocurrió entre nosotros, aconsejaron a sus miembros no votar a cierta candidata por apoyar la descriminalización del aborto por razones de salud pública o aceptar las uniones civiles de homosexuales. Esta actitud es inaceptable dentro de un régimen laico y democrático, que asegura la convivencia legítima de las diferencias. La acción política tiene como objetivo la realización del bien común concretamente posible dentro de los límites de una determinada situación y de un cierto estado de conciencia colectivo. Puede ocurrir que, debido a muchas polémicas, no se consiga alcanzar el mejor bien común concretamente posible. En este caso es razonable, también para las Iglesias, acoger un bien menor o tolerar un mal menor para evitar un mal mayor. La laicidad eleva a todos los ciudadanos religiosos a un mismo nivel de dignidad. Esta igualdad no invalida los particularismos propios de cada religión, solo exige de ella el reconocimiento de esta misma igualdad a las otras religiones. Pero no hay solo la laicidad jurídica. Hay también una laicidad cultural y política que, entre nosotros, generalmente no es respetada. La mayoría de las sociedades actuales laicas están hegemonizadas por la cultura del capital. En ésta prevalecen valores materiales cuestionables como el individualismo, la exaltación de la propiedad privada, la laxitud de las costumbres y la magnificación del erotismo. Se utilizan los medios de comunicación de masas, en su mayor parte propiedad privada de algunas familias poderosas, que imponen su visión de las cosas. Tal práctica atenta contra el estatuto laico de la sociedad. Esta debe mantener distancia y someter a crítica los «nuevos dioses». Estos son ídolos de una «religión laica» montada sobre el culto al progreso ilimitado, la tecnificación de toda vida y el hedonismo, sabiéndose que este culto es política y ecológicamente falso porque implica la explotación continuada de la naturaleza ya degradada y la exclusión social de mucha gente. Incluso así, no se invalida la laicidad como valor social. La religiosidad popular está hoy en alza pues ha sido uno de los ejes fundamentales de la campaña electoral, especialmente en su vertiente fundamentalista. Fue inducida por la oposición y por un ala conservadora de obispos de São Paulo, sin apoyo de la CNBB, acolitada después por pastores evangélicos. Sin proyecto político alternativo, Serra descubrió que podía llegar al pueblo apelando a temas emocionales que afectan a la sensible alma popular, como el aborto y el matrimonio de homosexuales, temas que exigen amplia discusión en la sociedad, fuera de la campaña electoral. La política hecha sobre esta base es siempre una mala política porque olvida lo principal: Brasil y su pueblo, además de suscitar odios y difamaciones que van contra la naturaleza de la propia religión y que no pertenecen a la tradición brasilera.
La religiosidad popular ha sufrido históricamente todo tipo de interpretaciones, como forma decadente del cristianismo oficial. Los hijos de la primera Ilustración (Voltaire y otros) la veían como reminiscencia anacrónica de una visión mágica del mundo; los hijos de la segunda Ilustración (Marx y compañía) la consideraban como falsa conciencia, opio adormecedor y grito ineficaz del oprimido; los neodarwinistas como Dawkins la leen como un mal para la humanidad, que debe ser extirpado. Estas lecturas son estrechas pues no hacen justicia al fenómeno religioso en sí mismo. Lo correcto es tomar la religiosidad por lo que es: como vivencia concreta de la religión en su expresión popular. Toda religión es el ropaje sociocultural de una fe, de un encuentro con Dios. En el interior de la religión se articulan los grandes temas que mueven las búsquedas humanas: qué sentido tiene la vida, el dolor, la muerte y qué podemos esperar después de esta cansada existencia. Habla del destino de las personas, que depende de los comportamientos vividos en este mundo. Su objetivo es evocar, alimentar y animar la llama sagrada del espíritu que arde dentro de las personas, a través del amor, la compasión, el perdón y la escucha del grito del oprimido, sin dejar de lado la cuestión del sentido final del universo. Por lo tanto, no es poca cosa lo que está en juego con la religión y la religiosidad. Ella existe en razón de estas dimensiones. Un uso que no respete esta naturaleza suya, significa manipulación irrespetuosa y secularista, como ha ocurrido en las elecciones actuales. No obstante todo esto, hay que tener en cuenta las instituciones religiosas que poseen un poder y un peso social que desborda el campo religioso. Este peso puede ser instrumentalizado en diferentes direcciones: para evitar la discusión de temas fuertes, como la injusticia social y la necesidad de políticas públicas orientadas a los que más necesitan, y otros temas relevantes. En este campo es donde se verifica la disputa por la fuerza del capital religioso. Y se ha dado de forma feroz en estas elecciones. Curiosamente el candidato de la oposición, se transformó en pastor al hacer publicar en un periódico que yo vi: «Jesús es verdad y justicia», firmado con su puño y letra, como si no nos bastasen los evangelistas para garantizarnos esta verdad. El sentido es insinuar que Jesús está de su lado, mientras que la candidata opositora es satanizada, víctima de odio y rechazo. Esto es una forma sutil de manipulación religiosa. Un católico fervoroso me escribió que quería «cortarme en mil pedazos, quemarlos, tirarlos al fondo de un pozo y enviar mi alma a los más profundos infiernos». Todo esto en nombre de aquel que mandó que amásemos hasta a los enemigos. El pueblo brasilero no piensa así porque es tolerante y respeta las diferencias, porque cree que en el camino hacia Dios podemos siempre sumar y darnos las manos. Lo único que no desnaturaliza la religiosidad es la práctica que potencia la capacidad de amor, que nos ayuda a la auto-contención de nuestra dimensión de sombras, nos despierta a los mejores caminos que realizan la justicia para todos, garantiza los derechos de los pobres y nos vuelve no solo más religiosos, sino fundamentalmente más humanos. ¿A quién ayuda la difamación y la mentira? Dios las abomina. |
Leonardo BoffNació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil), el 14 de diciembre de 1938. Es nieto de inmigrantes italianos venidos delVéneto a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores, franciscanos, en 1959. Archivos
Agosto 2020
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