Tres escenas aterradoras, el terremoto en Japón, seguido de un tsunami devastador, la pérdida de gases radioactivos de las centrales nucleares afectadas, y los deslizamientos de tierras ocurridos en las ciudades serranas de Río de Janeiro, sin duda han provocado en nosotros dos actitudes: compasión y solidaridad.
Primero irrumpe la compasión. Ente las virtudes humanas, tal vez sea la más humana de todas, porque no solo nos abre al otro como expresión de amor dolorido, sino al otro más victimado y mortificado. Poco importa la ideología, la religión, el status social y cultural de las personas. La compasión anula esas diferencias y hace que tendamos las manos a las víctimas. Quedarnos cínicamente indiferentes demuestra una suprema inhumanidad que nos transforma en enemigos de nuestra propia humanidad. Delante de la desgracia del otro no hay modo de no ser los samaritanos compasivos de la parábola bíblica. La compasión implica asumir la pasión del otro. Es trasladarse al lugar del otro para estar a su lado, para sufrir con él, para llorar con él, para sentir con él el corazón destrozado. Tal vez no tengamos nada que darle y las palabras se nos mueran en la garganta, pero lo importante es estar a su lado y no permitir que sufra solo. Aunque estemos a miles de kilómetros de distancia de nuestros hermanos y hermanas de Japón o cerca de nuestros vecinos de las ciudades serranas cariocas, su padecimiento es nuestro padecimiento, su desespero es nuestro desespero, los gritos desgarradores que lanzan al cielo preguntando: ¿por qué, Dios mío, por qué?, son nuestros gritos desgarradores. Y compartimos el mismo dolor de no recibir ninguna explicación razonable. Y aunque la hubiera, no anularía la devastación, no levantaría las casas destruidas, ni resucitaría a los seres queridos fallecidos, especialmente a los niños inocentes. La compasión tiene algo de singular: no exige ninguna reflexión previa, ni argumento que la fundamente. Ella simplemente se nos impone porque somos esencialmente seres com-pasivos. La compasión refuta por sí misma la noción del biólogo Richard Dawkins del «gene egoísta». O el presupuesto de Charles Darwin de que la competición y el triunfo del más fuerte regirían la dinámica de la evolución. Al contrario: no existen genes solitarios, todos están inter-retro-conectados y nosotros humanos formamos parte de incontables tejidos de relaciones que nos hacen seres de cooperación y de solidaridad. Cada vez más científicos provenientes de la mecánica cuántica, de la astrofísica y de la bioantropología sostienen la tesis de que la ley suprema del proceso cosmogénico es el entrelazamiento de todos con todos y no la competición que excluye. El sutil equilibrio de la Tierra, considerada como un superorganismo que se auto-regula, requiere la cooperación de un sinnúmero de factores que interactúan unos con otros, con las energías del universo, con la atmósfera, con la biosfera y con el propio sistema-Tierra. Esta cooperación es responsable de su equilibrio, ahora perturbado por la excesiva presión que nuestra sociedad consumista y derrochadora hace sobre todos los ecosistemas y que se manifiesta por la crisis ecológica generalizada. En la compasión se da el encuentro de todas las religiones, del Oriente y del Occidente, de todas las éticas, de todas las filosofías y de todas las culturas. En el centro está la dignidad y la autoridad de los que sufren, provocando en nosotros la compasión activa. La segunda actitud, afín a la compasión, es la solidaridad. Obedece a la misma lógica de la compasión. Vamos al encuentro del otro para salvarle la vida, llevarle agua, alimentos, abrigo y especialmente calor humano. Sabemos por la antropogénesis que nos hicimos humanos cuando superamos la fase de la búsqueda individual de los medios de subsistencia y empezamos a buscarlos colectivamente y a distribuirlos cooperativamente entre todos. Lo que nos humanizó ayer, también nos humaniza hoy. Por eso es tan conmovedor ver como tanta gente de todas partes se moviliza para ayudar a las víctimas y a través de la solidaridad darles lo que necesitan y sobre todo la esperanza de que, a pesar de la desgracia, sigue valiendo la pena vivir.
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La globalización como etapa nueva de la humanidad y de la propia Tierra, no solamente ha puesto en contacto a las personas y a los pueblos entre sí, sino que también ha propagado por todo el mundo sus virus y bacterias, sus plantas y frutas, sus artes culinarias y modas, sus visiones del mundo y las religiones, inclusive sus valores y antivalores. Es propio de la naturaleza humana y de la historia, no como defecto sino como marca evolutiva, que seamos sapientes y dementes y, por eso, surgimos como seres contradictorios. De ahí que, junto a las dimensiones luminosas, que muestran el lado mejor del ser humano y por las cuales nos enriquecemos mutuamente, aparecen también las dimensiones sombrías, tradiciones seculares que castigan a sectores enormes de la población. Por esto, debemos ser críticos unos con otros, para identificar prácticas inhumanas que ya no son tolerables.
Nosotros los occidentales, por ejemplo, somos individualistas y dualistas, tan centrados en nuestra identidad que tenemos grandes dificultades para aceptar a los diferentes a nosotros. Tendemos a tratar a los diferentes como inferiores. Esto proporciona base ideológica a nuestro espíritu colonialista e imperialista, para imponer a todo el mundo nuestros valores y visión de mundo. Semejantes limitaciones las encontramos en todas las culturas. Pero hay limitaciones y limitaciones. Algunas de ellas violan todos los parámetros de la decencia, y basta el simple sentido común para hacerlas inaceptables. Parecen más violaciones y crímenes que tradiciones culturales, por más ancestrales que se presenten. Y no sirve que antropólogos y sociólogos de la cultura salgan a defenderlas en nombre del respeto a las diferencias. Lo que es cruel es cruel en cualquier cultura y en cualquier parte del mundo. La crueldad, por inhumana, no tiene derecho a existir. Me refiero específicamente a la mutilación genital femenina. Es practicada secularmente en 28 países de África, en Oriente Medio, en el Sudeste de Asia y en varios países europeos donde hay inmigración proveniente de esas zonas. Se calcula que existen en el mundo actualmente entre 115 y 130 millones de mujeres mutiladas genitalmente. Otros tres millones, incluyendo quinientas mil en Europa, todavía son sometidas anualmente a tales horrores. ¿De qué se trata? Se trata de la remoción del clítoris y de los dos labios vaginales y en algunos sitios hasta de la sutura de los labios vulvares en niñas con edades comprendidas entre los 4 y los 14 años. Esto se hace sin ninguna preocupación higiénica con tijeras, cuchillos, navajas, agujas y hasta con trozos afilados de vidrio. Son inimaginables los gritos de dolor y de horror, los choques emocionales y sufrimientos indecibles, y las hemorragias y las infecciones que pueden ocasionar la muerte, como puede comprobarse en algunos youtubes de internet que no aconsejo a nadie ver. En Europa tales prácticas están prohibidas. Las madres llevan entonces a sus hijas a sus países de origen con el pretexto de conocer a sus parientes. Y allí les espera este horror, que más que una práctica cultural es una agresión y grave violación de derechos humanos. Por detrás funciona el más primitivo machismo que busca impedir que la mujer tenga acceso al placer sexual transformándola en objeto para el placer exclusivo del hombre. No sin razón la Organización Mundial de la Salud denunció tal práctica como tortura inaceptable. Veo dos razones que descalifican ciertas tradiciones culturales y nos llevan a combatirlas. La primera es el sufrimiento del otro. Donde la diferencia cultural implica deshumanización y mutilación del otro, ahí encuentra su límite y debe ser cohibida. Ninguna persona tiene derecho a imponer sufrimiento injustificado a otra. La segunda razón es la Carta de los Derechos Humanos de la ONU de 1948 suscrita por todos los Estados. Todas las tradiciones culturales deben confrontarse con sus preceptos. Las prácticas que conllevan violación de la dignidad humana deben ser prohibidas y castigadas. La ley suprema es tratar humanamente a los seres humanos. En la mutilación genital nos encontramos con una convención social inhumana y nefasta. Por eso se entiende que se haya instaurado el día 6 de febrero como Día Internacional de Tolerancia Cero a la Mutilación Genital Femenina. Cada día del año y en particular cada 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, debemos solidarizarnos con estas niñas, víctimas de una tradición cultural feroz y enemiga de la vida y del placer. Francisco (†1226) y Clara (†1253), ambos de Asís, son dos de las más queridas figuras de la cristiandad, de las cuales podemos realmente enorgullecernos. Los dos unían tres grandes pasiones: por Cristo pobre y crucificado, por los pobres, especialmente los leprosos, y del uno por el otro. El amor por Cristo y por los pobres no disminuía en nada el amor profundo que los unía, mostrando que entre las personas que se consagran a Dios y al servicio de los otros puede existir verdadero amor y relaciones de gran ternura. Hay entre Francisco y Clara algo misterioso que conjuga Eros y Ágape, fascinación y transfiguración. Los relatos que se conservan de la época hablan de los encuentros frecuentes entre ellos. Sin embargo, «regulaban tales encuentros de manera que aquella divina atracción mutua pudiese pasar desapercibida a los ojos de la gente, evitando rumores públicos».
Lógicamente, en una pequeñísima ciudad como Asís todos sabían todo de todos. Así, también del amor entre Clara y Francisco. Una leyenda antigua se refiere a esto con tiernísimo candor: «En cierta ocasión, Francisco había oído alusiones inconvenientes. Fue a Clara y le dijo: ¿Has oído, hermana, lo que el pueblo dice de nosotros? Clara no respondió. Sentía que su corazón se iba a parar y que si decía una sola palabra más, lloraría. Es tiempo de separarnos, dijo Francisco. Ve tú delante y antes de que caiga la noche habrás llegado al convento. Yo iré solo y te acompañaré de lejos, según me conduzca el Señor. Clara cayó de rodillas en medio del camino, poco después se repuso, se levantó y siguió caminando sin mirar hacia atrás. El camino atravesaba un bosque. De repente, ella se sintió sin fuerzas, sin consuelo y sin esperanza, sin una palabra de despedida antes de separarse de Francisco. Aguardó un poco. Padre, le dijo, ¿cuándo nos veremos de nuevo? Cuando llegue el verano, cuando vuelvan a florecer las rosas, respondió Francisco. Y entonces, en aquel momento, sucedió algo maravilloso: parecía que hubiera llegado el verano y miles y miles de flores irrumpían sobre los campos cubiertos de nieve. Tras el asombro inicial, Clara se apresuró a coger un ramillete de rosas y lo puso en las manos de Francisco». Y la leyenda termina diciendo: «A partir de ese momento Francisco y Clara nunca más se separaron». Estamos ante el lenguaje simbólico de las leyendas. Son ellas las que guardan el significado de los hechos primordiales del corazón y del amor. «Francisco y Clara nunca más se separaron», es decir, supieron articular su mutuo amor con el amor a Cristo y a los pobres de tal forma que era un solo gran amor. Efectivamente jamás salió uno del corazón del otro. Un testigo de la canonización de Clara dice con grazie que a ella Francisco «le parecía oro de tal forma claro y luminoso que ella se veía también toda clara y luminosa como en un espejo». ¿Se puede expresar mejor la fusión de amor entre dos personas de excepcional grandeza de alma? En sus búsquedas y dudas ambos se consultaban, y buscaban un camino en la oración. Un relato biográfico de la época cuenta: «Una vez, Francisco, cansado, llegó a una fuente de aguas cristalinas y se inclinó a mirar durante largos instantes esas aguas claras. Después, volvió en sí y dijo alegremente a su íntimo amigo fray León: Fray León, ovejita de Dios, ¿qué crees que vi en las aguas claras de la fuente? La luna, que se refleja ahí dentro, respondió fray León. No, hermano, no vi la luna, sino el rostro de nuestra hermana Clara, lleno de santa alegría, de suerte que todas mis tristezas desaparecieron». Ahora en 2011 se celebran los 800 años de la fundación de la Segunda Orden, las Clarisas, por Clara. El relato histórico no podría estar más cargado de densidad amorosa. Francisco convino con Clara que, bellamente ataviada, la noche del domingo de Ramos huyese de casa y viniese a encontrarlo en la capillita que había construido, la Porciúncula. En efecto, ella huyó de casa y llegó a la iglesita donde estaban Francisco y sus compañeros con antorchas encendidas. Alegres, la recibieron con aplausos y con inmenso cariño. Francisco le cortó sus hermosos cabellos rubios. Era el símbolo de su entrada en el nuevo camino religioso. Ahora eran dos en un solo y mismo camino y hasta hoy «nunca más se separaron». La Iglesia católica italiana viene presentando a lo largo de su historia una contradicción fecunda. Por un lado está la fuerte presencia del Vaticano, representando a la Iglesia oficial con su masa de fieles mantenidos bajo un vigilante control social por las doctrinas y especialmente por la moral familiar y sexual. Por otro, está la presencia de cristianos, laicos y laicas, no alineados, resistentes al poder monárquico e implacable de la burocracia de la Curia romana, pero abiertos al evangelio y a los valores cristianos; sin romper con el papado, aunque críticos de sus prácticas y del apoyo que da a regímenes conservadores e incluso autoritarios.
Así tenemos en el siglo XIX la figura de Antonio Rosmini, fino filósofo y crítico del antimodernismo de los Papas. En tiempos recientes identificamos a figuras como Mazzolari, Raniero La Valle, Arturo Paoli, la eremita Maria Campello. Entre todos destaca Adriana Zarri, eremita, teóloga, poetisa y eximia escritora. Además de varios libros, escribía semanalmente en el diario Il Manifesto y quincenalmente en la revista de cultura Rocca. Era durísima con respecto al actual curso de la Iglesia bajo los papas Wojtyla y Ratzinger, a quienes acusaba directamente de traicionar los intentos de reforma aprobados por el Concilio Vaticano II (1962-1965) y de volver a un modelo medieval de ejercicio de poder y de presencia de la Iglesia en la sociedad. Falleció el 18 de noviembre de 2010 con más de 90 años. La visité algunas veces en su eremitorio cerca de Strambino en el norte de Italia. Vivía sola en un enorme y vetusto caserón, lleno de rosas y con su querida gataArchibalda. Tenía una capilla con el Santísimo expuesto donde se recogía varias horas al día en oración y profunda meditación. En nuestras conversaciones, ella quería saber todo sobre las comunidades eclesiales de base, del compromiso de la Iglesia en la causa de los pobres, de los negros y de los indígenas. Tenía un especial cariño por los teólogos de la liberación, al ver la persecución que sufrían por parte de las autoridades del Vaticano que los trataban, según ella, «a bastonazos», mientras que usaban guantes de seda con los seguidores del cismático Mons. Lefèbvre. Su último artículo, publicado tres días antes de su muerte, se lo dedicó a su querida Archibalda. Con ella, como pude testimoniar personalmente, tenía una relación afectuosa, como de íntimos amigos. Aquello que nuestra gran psicoanalista junguiana Nise da Silveira describió en su libro Gatos, la emoción de convivir, lo confirmó Zarri: «el gato tiene la capacidad de captar nuestro estado de ánimo; si me ve llorando, inmediatamente viene a lamer mis lágrimas». Cuentan que la gata estuvo junto a ella mientras expiraba. Al ver llegar a los amigos para el velatorio se enrollaba, nerviosa, en la cortina de la sala. Poco antes de que cerrasen el féretro, como si supiese la hora, entró discretamente en la capilla. Alguien, sabiendo del amor de la gata por Adriana Zarri, la cogió por el cuello y la acercó al rostro de la difunta. La miró largamente; parecía que lagrimeaba. Después se puso debajo de féretro y permaneció allí en absoluta quietud. Esto me hace recordar a nuestra gata Blanquita. Parece una niña frágil y elegante. Se apegó de tal manera a mi compañera Márcia que la acompaña siempre y duerme a sus pies, especialmente cuando tiene algún disgusto. Capta su estado de ánimo y procura consolarla restregándose contra ella y maullando suavemente. Adriana Zarri dejó escrito su epitafio que vale la pena reproducir: «No me vistan de negro: es triste y fúnebre. Ni de blanco, porque es soberbio y retórico. Vístanme de flores amarillas y rojas, y con alas de pajarillos. Y Tú, Señor, mira mis manos. Tal vez me han puesto un rosario, o una cruz. Pero se equivocaron. En las manos tengo hojas verdes y sobre la cruz, tu resurrección. No coloquen sobre mi tumba un mármol frío, con las mentiras acostumbradas para consolar a los vivos. Dejen que la tierra escriba, en primavera, un epitafio de yerbas. Allí se dirá que viví y que espero. Entonces, Señor, tú escribirás tu nombre y el mío, unidos como dos pétalos de amapolas». La escritora y mística de los ojos abiertos, Adriana Zarri, nos mostró cómo vivir y morir bella y dulcemente. A mucha gente le extraña que siendo teólogo y filósofo de formación me meta en asuntos ajenos a estas disciplinas como la ecología, la política, el calentamiento global y otros.
Yo siempre respondo: hago teología pura, pero me ocupo también de otros temas justamente porque soy teólogo. La tarea del teólogo, ya lo enseñaba el mayor de todos, Tomás de Aquino, en la primera cuestión de la Summa Teológica es estudiar a Dios y su revelación, y después todas las demás cosas «a la luz de Dios» (sub ratione Dei), pues Él es el principio y el fin de todo. Por lo tanto, corresponde a la teología ocuparse también de otras cosas que no son Dios, pero haciéndolo «a la luz de Dios». Hablar de Dios y también de las cosas es una tarea casi irrealizable. La primera: ¿Cómo hablar de Dios si Él no cabe en ningún diccionario? La segunda: ¿cómo reflexionar sobre todas las demás cosas, si los saberes sobre ellas son tantos que nadie individualmente puede dominarlos? Lógicamente, no se trata de hablar de economía como un economista o de política como un político, sino de hablar de tales materias en la perspectiva de Dios, lo que presupone conocer previamente esas realidades de forma crítica y no ingenua, respetando su autonomía y acogiendo sus resultados más seguros. Solamente después de esta ardua labor, puede el teólogo preguntarse: ¿Cómo quedan esas realidades cuando son confrontadas con Dios? ¿Cómo encajan en una visión más trascendente de la vida y de la historia? Hacer teología no es una tarea como cualquier otra, como ir al cine o al teatro. Es una cosa serísima pues se trabaja con la categoría «Dios», que no es un objeto tangible como todos los demás. Por eso no tiene ningún sentido la búsqueda de la partícula «Dios» en los confines de la materia o en el interior del «Campo Higgs». Eso supondría que Dios sería parte del mundo. De ese Dios soy ateo. Sería un pedazo del mundo y no Dios. Hago mías las palabras de un sutil teólogo franciscano, Duns Scotus (+1308) que escribió: «Si Dios existe como las cosas existen, entonces Dios no existe». Es decir, Dios no es del orden de las cosas que pueden ser encontradas y descritas. Él es la Precondición y el Soporte para que esas cosas existan. Sin Él las cosas habrían quedado en la nada o volverían a la nada. Esta es la naturaleza de Dios: no ser cosa sino el Origen de las cosas. Aplico a Dios como Origen lo que los orientales aplican a la fuerza que les permite pensar: «la fuerza por la cual el pensamiento piensa, no puede ser pensada». El Origen de las cosas, no puede ser cosa. Como se deduce, es muy complicado hacer teología. Henri Lacordaire (+1861), el gran orador francés, dijo con razón: «El doctor católico es un hombre casi imposible pues tiene que conocer todo el depósito de la fe y los hechos del papado y también lo que san Pablo llama los Elementos del mundo, es decir, todo todo». Recordemos lo que afirmó René Descartes (+1650) en el Discurso del Método, base del saber moderno: «si yo quisiera hacer teología, tendría ser más que un hombre». Y Erasmo de Roterdam (+1536), el gran sabio de los tiempos de la Reforma, observaba: «existe algo de sobrehumano en la profesión de teólogo». No nos admira que Martin Heidegger haya dicho que una filosofía que no se ha enfrentado a las preguntas de la teología, no ha llegado plenamente a sí misma. Digo esto no como automagnificación de la teología sino como confesión de que su tarea es casi impracticable, cosa que siento día a día. Lógicamente, hay una teología que no merece este nombre porque es perezosa y renuncia a pensar en Dios. Solamente piensa lo que los otros han pensado o lo que han dicho los papas. Mi sentimiento del mundo me dice que hoy la teología en cuanto teología tiene que proclamar a gritos: tenemos que conservar la naturaleza y entrar en armonía con el universo, porque son el gran libro que Dios nos ha entregado. Ahí se encuentra lo que Dios nos quiere decir. Porque dejamos de leer este libro, nos dio otro, las Escrituras, cristianas y de otros pueblos, para que reaprendiésemos a leer el libro de la naturaleza. Hoy está siendo devastada. Y con ella destruimos nuestro acceso a la revelación de Dios. Tenemos pues que hablar de la naturaleza y del mundo a la luz de Dios y de la razón. Sin la naturaleza y el mundo preservados, los libros sagrados perderían su significado que es reenseñarnos a leer la naturaleza y el mundo. El discurso teológico tiene, pues, su lugar junto con los demás discursos. |
Leonardo BoffNació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil), el 14 de diciembre de 1938. Es nieto de inmigrantes italianos venidos delVéneto a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores, franciscanos, en 1959. Archivos
Agosto 2020
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