Me cuento entre los que se entusiasmaron con la elección de Barack Obama para presidente de Estados Unidos, especialmente viniendo después de G. Bush Jr, presidente belicoso, fundamentalista y de poquísimas luces. Creía éste en la inminencia del Armagedón bíblico y seguía al pie de la letra la ideología del Destino Manifiesto, un texto inventado por la voluntad imperial norteamericana para justificar la guerra contra México, según el cual Estados Unidos sería el nuevo pueblo escogido por Dios para llevar al mundo los derechos humanos, la libertad y la democracia. Este convencimiento de la propia excepcionalidad se tradujo en una arrogancia histórica que hizo que Estados Unidos se arrogase el derecho de imponer al mundo entero, por la política o por las armas, su estilo de vida y su visión del mundo.
Esperaba que el nuevo presidente no ya fuera rehén de esta nefasta e imaginaria elección divina, pues anunciaba en su programa el multilateralismo y no la hegemonía, pero tenía mis dudas, pues por detrás del Yes, we can (sí, nosotros podemos) podía esconderse la vieja arrogancia. Ante la crisis económico-financiera pregonaba que Estados Unidos había demostrado en su historia que podía todo, y que iba a superar la actual situación. Ahora, con ocasión del asesinato de Osama bin Laden ordenado por él (en un estado de derecho, que separa los poderes, ¿tiene el ejecutivo el poder de matar, o eso es competencia del judicial que manda prender, juzgar y castigar?) cayó la mascara. No ha podido esconder la arrogancia atávica. El presidente, de extracción humilde, afrodescendiente, nacido fuera del continente, primero musulmán y después evangélico convertido, dijo claramente: «Lo que sucedió el domingo es un mensaje para todo el mundo: cuando decimos que nunca vamos a olvidar, estamos hablando en serio», que es como decir: «terroristas del mundo entero, vamos a asesinarles». Ahí se revela, sin medias palabras, toda la arrogancia y la actitud imperial de ponerse por encima de toda ética. Esto me hace recordar la frase de un teólogo que sirvió doce años como asesor de la ex-Inquisición en Roma y que vino a solidarizarse conmigo cuando sufrí el proceso doctrinario. Me confesó: «Aprenda de mi experiencia: la ex-Inquisición no olvida nada, no perdona nada y se cobra todo; prepárese». Efectivamente, así fue lo que sentí. Peor le ocurrió a un teólogo moralista, queridísimo en toda la cristiandad, el alemán Bernhard Häring. Con un cáncer de garganta que casi no le permitía hablar fue sometido a un riguroso interrogatorio en la sala oscura de aquella instancia de terror psicológico por causa de algunas afirmaciones sobre la sexualidad. Al salir confesó: «este interrogatorio fue peor que el que sufrí bajo la SS nazi durante la guerra», lo cual significa: poco importa la etiqueta, católico o nazi, todo sistema autoritario y totalitario obedece a la misma lógica: se venga de todo, no olvida y no perdona. Así lo prometió Barack Obama y se propone llevar adelante el estado terrorista creado por su antecesor, manteniendo la Ley Patriótica que autoriza la suspensión de ciertos derechos y la prisión preventiva de sospechosos sin avisar siquiera a sus familiares, lo que se convierte en secuestro. No sin razón escribió el noruego Johan Galtung, el hombre de la cultura de la paz, creador de dos instituciones de investigación sobre la paz e inventor del método Transcend en la mediación de los conflictos (una especie de política del gana-gana): tales actos aproximan a Estados Unidos a un estado fascista. La verdad es que estamos ante un imperio. Es la consecuencia lógica y necesaria del presunto excepcionalismo. Es un imperio singular, basado no en una ocupación territorial o en colonias, sino en 800 bases militares distribuidas por todo el mundo, la mayoría innecesarias para la seguridad estadounidense. Pero están ahí para meter miedo y garantizar su hegemonía en el mundo. Nada de eso ha sido desmontado por el nuevo emperador, que no cerró Guantánamo como había prometido y todavía envió treinta mil soldados a Afganistán para una guerra perdida de antemano. Podemos estar en desacuerdo con la tesis básica de Samuel P. Huntington en su discutido libro El choque de civilizaciones, pero hay en él observaciones dignas de atención, como ésta: «la creencia en la superioridad de la cultura occidental es falsa, inmoral y peligrosa» (p. 395). Mas aún: «la intervención occidental probablemente constituye la fuente más peligrosa de inestabilidad y de un posible conflicto global en un mundo multi-civilizacional» (p. 397). Pues bien, las condiciones para semejante tragedia están siendo creadas por Estados Unidos y sus aliados europeos. Una cosa es el pueblo estadounidense, bueno, trabajador, y algo ingenuo, que admiramos, y otra el gobierno imperial, que no respeta los tratados internacionales que van contra sus intereses y que es capaz de todo tipo de violencia. Pero no hay imperios eternos. Llegará el momento en que será un número más en el cementerio de los imperios desaparecidos.
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Se necesitaría ser enemigo de sí mismo y contrario a los valores humanitarios mínimos para aprobar el nefasto crimen del terrorismo de Al Qaeda del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Pero resulta de todo punto inaceptable que un Estado, el más poderoso del mundo en el terreno militar, para responder al terrorismo se haya transformado él mismo en un Estado terrorista. Fue lo que hizo Bush, limitando la democracia y suspendiendo la vigencia incondicional de algunos derechos, que eran orgullo del país. Hizo más: dirigió dos guerras, contra Afganistán y contra Irak -donde devastó una de las culturas más antiguas de la humanidad-, en las que han muerto más de cien mil personas y ha habido más de un millón de desplazados.
Cabe repetir la pregunta que a casi nadie interesa plantear: ¿por qué se produjeron tales actos terroristas? El obispo Robret Bowman de Melbourne Beach de Florida, que fue anteriormente piloto de cazas militares durante la guerra de Vietnam, respondió, claramente, en el National Catholic Reporter, en una carta abierta al Presidente: «Somos el punto de mira de los terroristas porque, en buena parte del mundo nuestro Gobierno defiende la dictadura, la esclavitud y la explotación humana. Somos el blanco de los terroristas porque nos odian. Y nos odian porque nuestro Gobierno hace cosas odiosas». No otra cosa dijo Richard Clarke, responsable contra el terrorismo de la Casa Blanca en una entrevista a Jorge Pontual emitida por la cadena Globonews el 28/02/2010 y repetida el 03/05/2011. Había advertido a la CIA y al Presidente Bush que un ataque de Al Qaeda era inminente en Nueva York. No le dieron oídos. Enseguida ocurrió, lo que le llenó de rabia. Esa rabia aumentó contra el Gobierno cuando vio que con mentiras y falsedades, Bush, por pura voluntad imperial de mantener la hegemonía mundial, decretó una guerra contra Irak que no tenía conexión ninguna con el 11 de septiembre. La rabia llegó a un punto tal que, por salud y decencia, dimitió de su cargo. Más contundente fue Chalmers Johnson, uno de los principales analistas de la CIA, también en una entrevista al mismo periodista, el día 2 de mayo del corriente año. Conoció por dentro los maleficios que las más de 800 bases militares norteamericanas producen, distribuidas por todo el mundo, pues suscitan la rabia y la revuelta en las poblaciones, caldo de cultivo para el terrorismo. Cita el libro de Eduardo Galeano «Las venas abiertas de América Latina» para ilustrar las barbaridades que los órganos de inteligencia norteamericanos cometieron por aquí. Denuncia el carácter imperial de los Gobiernos, fundado en el uso de la inteligencia que recomienda golpes de Estado, organiza el asesinato de líderes y enseña a torturar. En protesta, dimitió y se hizo profesor de historia en la Universidad de California. Escribió tres tomos, «Blowback» (venganza), en los que preveía, con pocos meses de anticipación, los actos de venganza contra la prepotencia estadounidense en el mundo. Ha sido tenido como el profeta del 11 de septiembre. Éste es el telón de fondo sobre el que entender la actual situación que culminó con la ejecución criminal de Osama Bin Laden. Los órganos de inteligencia estadounidense son unos fracasados. Por diez años consecutivos han barrido el mundo para cazar a Bin Laden. Nada consiguieron. Sólo usando un método inmoral, la tortura de un mensajero de Bin Laden, han conseguido llegar a su escondite. Por tanto, no han tenido mérito propio alguno. En esa caza todo está bajo el signo de la inmoralidad, la vergüenza y el crimen. En primer lugar, el Presidente Barak Obama, como si fuese un «dios» ha determinado la ejecución/matanza de Bin Laden. Eso va contra el principio ético universal de «no matar» y de los acuerdos internacionales que prescriben la prisión, el juicio y el castigo del acusado. Así se hizo con Hussein de Irak, con los criminales nazis de Nürenberg, con Eichman en Israel y con otros acusados. Con Bin Laden se ha preferido la ejecución intencionada, un crimen por el cual Barak Obama deberá responder algún día. Por otra parte, se ha invadido el territorio de Pakistán, sin ningún aviso previo de la operación. A continuación se secuestrado el cadáver y lo han lanzado al mar, crimen contra la piedad familiar, derecho que cada familia tiene de enterrar a sus muertos, criminales o no, pues por malos que fueren, nunca dejan de ser humanos. No se ha hecho justicia. Se ha practicado la venganza, siempre condenable. «Mía es la venganza» dice el Dios de las Escrituras de las tres religiones abrahámicas. Ahora estaremos bajo el poder de un Emperador sobre quien pesa la acusación de asesinato. Y la necrofilia de las multitudes nos disminuye y nos avergüenza a todos. En uno de los más bellos himnos de la liturgia cristiana de Pascua, que nos viene del siglo XIII, se canta que «la vida y la muerte trabaron un duelo; el Señor de la vida fue muerto, pero ahora reina vivo» Este es el sentido cristiano de la Pascua: la inversión de los términos del combate. Lo que parecía derrota era en verdad una estrategia para vencer al vencedor, es decir, a la muerte. Por eso la hierba no creció sobre la sepultura de Jesús. Resucitado, garantiza la supremacía de la vida.
El mensaje viene del campo religioso que se inscribe en lo más profundo del ser humano, pero su significado no se restringe a él. Adquiere una relevancia universal, especialmente en los días actuales, en que se traba física y realmente un duelo entre la vida y la muerte. Este duelo se realiza en todos los frentes y tiene como campo de batalla el planeta entero, envolviendo a toda la comunidad de vida y a toda la humanidad. Ocurre esto porque, tardíamente, nos estamos dando cuenta de que el estilo de vida que escogimos en los últimos siglos implica una verdadera guerra total contra la Tierra. En el afán de buscar riqueza, y aumentar el consumo indiscriminado (el 63% del PIB norteamericano está constituido por el consumo, que se ha transformado en una cultura consumista real) todos los recursos y servicios posibles de la Madre Tierra están siendo saqueados. En los últimos tiempos ha crecido la conciencia colectiva de que se está entablando un verdadero duelo entre los mecanismos naturales de la vida y los mecanismos artificiales de muerte desencadenados por nuestro sistema de vivir, producir, consumir y tratar los residuos. Las primeras víctimas de esta guerra total somos los propios seres humanos. Gran parte vive con insuficientes medios de vida, favelizados y superexplotados en su fuerza de trabajo. Lo que ahí se esconde de sufrimiento, frustración y humillación es indecible. Vivimos tiempos de nueva barbarie, denunciada por varios pensadores mundiales, como recientemente Tsvetan Todorov en su libro El miedo a los bárbaros (2008). Estas realidades que verdaderamente cuentan porque nos hacen humanos o crueles, no entran en los cálculos de los beneficios de ninguna empresa y no son consideradas en el PIB de los países, con excepción de Bután que estableció el Índice de Felicidad Interna de su pueblo. Las otras víctimas son todos los ecosistemas, la biodiversidad y el planeta Tierra como un todo. Recientemente, el premio Nobel de economía Paul Krugmann revelaba que 400 familias norteamericanas detentan ellas solas una renta mayor que la del 46% de la población trabajadora estadounidense. Esta riqueza no cae del cielo. Se hace por medio de estrategias de acumulación que incluyen trampas, superespeculación financiera y puro y simple robo, fruto del trabajo de millones de personas. Para el sistema vigente, y debemos decirlo con todas las letras, la acumulación ilimitada de ganancias es considerada como inteligencia, la rapiña de recursos públicos y naturales como destreza, el fraude como habilidad, la corrupción como sagacidad y la explotación desenfrenada como sabiduría gerencial. Es el triunfo de la muerte. ¿Será posible que en ese duelo lleve la mejor parte? Lo que podemos decir con toda seguridad es que en esa guerra no tenemos ninguna posibilidad de ganar a la Tierra. Ella existió sin nosotros y puede continuar sin nosotros. Nosotros sí la necesitamos a ella. El sistema dentro del cual vivimos es de una espantosa irracionalidad, propia de seres realmente dementes. Analistas de la huella ecológica global de la Tierra nos advierten de que, debido a la conjunción de las muchas crisis existentes, podremos conocer en un futuro no muy lejano tragedias ecológico-humanitarias de extrema gravedad. En este contexto sombrío cabe actualizar y escuchar el mensage de Pascua. Posiblemente no escaparemos a un doloroso viernes santo, pero después vendrá la resurrección. La Tierra y la Humanidad todavía vivirán. Esta frase es de F. Nietzsche y quiere decir que el ser humano es un ser paradójico, sano y enfermo: en él viven el santo y el asesino. Bioantropólogos, cosmólogos y otros afirman: el ser humano es a un mismo tiempo sapiente y demente, ángel y demonio, dia-bólico y sim-bólico. Freud dirá que en él hay dos instintos básicos: uno de vida que ama y enriquece la vida y otro de muerte que busca la destrucción y desea matar. Importa enfatizar que en él coexisten simultáneamente las dos fuerzas. Por eso, nuestra existencia no es simple sino compleja y dramática. En ocasiones predomina la voluntad de vivir y entonces todo irradia y crece. En otros momentos gana la partida la voluntad de matar y entonces se producen violencias y crímenes como el que ocurrió recientemente en Río de Janeiro.
¿Podemos superar este desgarro en el ser humano? Fue la pregunta que A. Einstein planteó a S. Freud en una carta del 30 de julio de 1932: « ¿Existe la posibilidad de dirigir la evolución psíquica al punto de tornar a los seres humanos más capaces de resistir a la psicosis del odio y de la destrucción?» Freud respondió con realismo: «No existe la esperanza de suprimir de modo directo la agresividad humana. Lo que podemos hacer es recurrir a vías indirectas, reforzando el principio de vida (Eros) contra el principio de muerte (Thanatos). Y terminaba con una frase resignada: «hambrientos, pensamos en el molino que muele tan lentamente que podríamos morir de hambre antes de recibir la harina». ¿Será este nuestro destino? ¿Por qué escribo estas cosas? Por causa del demente que el día 5 abril mató a balazos a 12 estudiantes inocentes de entre 13-15 años y dejó 12 heridos en una escuela de un barrio de Río de Janeiro. Ya se han hecho un sinnúmero de análisis, y se han sugerido innumerables medidas como la de restringir la venta de armas, montar esquemas de seguridad policial en cada escuela y otras. Todo eso tiene su sentido. Pero no toca el fondo de la cuestión. La dimensión asesina, seamos concretos y humildes, habita en cada uno de nosotros. Tenemos instintos de agredir y de matar. Está en la condición humana. Poco importan las interpretaciones que le demos. La sublimación y la negación de esta anti-realidad no nos ayudan. Hay que asumirla y buscar formas de mantenerla bajo control e impedir que inunde la conciencia, fortalecer el instinto de vida y asumir las riendas de la situación. Freud lo sugería: todo lo que hace crear lazos emotivos entre los seres humanos, todo lo que civiliza, toda la educación, todo arte y toda competición por lo mejor, trabaja contra la agresión y la muerte. El crimen perpetrado en la escuela es horripilante. Los cristianos conocemos la matanza de los inocentes ordenada por Herodes. Por miedo a que Jesús, recién nacido, fuera más tarde a arrebatarle el poder, mandó matar a todos los niños de los alrededores de Belén. Los textos sagrados traen las expresiones más conmovedoras: «En Ramá se oyó una voz, mucho llanto y gemidos: es Raquel que llora sus hijos y no quiere ser consolada porque ya no existen» (Mt 2,18). Algo parecido ocurrió con los familiares de las víctimas. Este hecho criminal no está aislado de nuestra sociedad. Esta no es que tenga violencia, es peor, está montada sobre estructuras permanentes de violencia. Aquí valen más los privilegios que los derechos. Marcio Pochmann en su Atlas Social do Brasil nos trae unos datos estremecedores: El 1 % de la población (cerca de cinco mil familias) controlan el 48% del PIB y el 1% de los grandes propietarios detenta el 46% de todas las tierras. ¿Se puede construir una sociedad de paz sobre semejante violencia social? Estos son aquellos que abominan hablar de reforma agraria y de modificaciones en el Código de la Floresta. Valen más sus privilegios que los derechos de la vida. El hecho es que en las personas perturbadas psicológicamente, la dimensión de muerte, por mil razones subyacentes, puede aflorar y dominar la personalidad. No pierden la razón. La usan al servicio de una emoción torcida. El hecho más trágico, estudiado minuciosamente por Erich Fromm (Anatomia de la destructividad humana, 1975) fue el de Adolf Hitler. Desde joven fue tomado por el instinto de muerte. Al final de la guerra, al constatar la derrota, pide al pueblo que destruya todo, envenene las aguas, queme los suelos, liquide los animales, derribe los monumentos, se mate como raza y destruya el mundo. Efectivamente él se mató y todos sus seguidores próximos. Era el imperio del principio de muerte. Corresponde a Dios juzgar la subjetividad del asesino de la escuela de estudiantes. A nosotros condenar lo que es objetivo, el crimen de gravísima perversidad, y saber localizarlo en el ámbito de la condición humana. Y usar todas las estrategias positivas para hacer frente al Trabajo de lo Negativo y comprender los mecanismos que nos pueden subyugar. No conozco otra estrategia mejor que buscar una sociedad justa, en la cual el derecho, el respeto, la cooperación, la educación y la salud estén garantizados para todos. Y el método que nos indica Francisco de Asís en su famosa oración: llevar amor donde reina el odio, perdón donde hubiere ofensa, esperanza donde hay desesperación y luz donde dominan las tinieblas. La vida cura la vida y el amor supera en nosotros el odio que mata. |
Leonardo BoffNació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil), el 14 de diciembre de 1938. Es nieto de inmigrantes italianos venidos delVéneto a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores, franciscanos, en 1959. Archivos
Agosto 2020
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