Quien haya leído mi último artículo –Dónde está la verdadera crisis de la Iglesia – puede haber quedado desesperanzado. Analizaba ahí la estructura de poder de la Iglesia, centralizada, piramidal, absolutista y monárquica. Este tipo de poder no favorece el ideal evangélico de igualdad, de fraternidad ni la participación de los fieles. Mas bien cierra las puertas a la participación y al amor. Es que tal tipo de poder, por su naturaleza, necesita ser fuerte y frío. Este modelo de Iglesia-poder se presenta como «la» Iglesia, la Iglesia sin más, y -peor todavía- como querida por Cristo, cuando, como he mostrado, surgió históricamente y es solamente su instancia de animación y dirección, siendo menos del 0,1% de todos los fieles. Por lo tanto, no es toda la Iglesia sino solamente una mínima parte de ella.
Pero la Iglesia-comunidad como fenómeno religioso y movimiento de Jesús es mucho más que la institución. Aquella encuentra otras formas de organización, mucho más próximas al sueño de su Fundador y de sus primeros seguidores. Sabiamente, los obispos brasileros en su reunión anual, celebrada en Brasilia del 4 al13 de enero del presente año, confesaron: «sólo una Iglesia con diferentes modos de vivir la misma fe será capaz de dialogar significativamente con la sociedad contemporánea». Con esto destruyeron la pretensión de una única manera de ser: la de la Tradición del poder. Sin negarla, hay muchas otras maneras: la de la Iglesia de la liberación, la de los carismáticos, la de los religiosos y religiosas, la de la acción católica, hasta la del Opus Dei, la de Comunión y Liberación y la de la Nueva Canción, para nombrar sólo las más conocidas. Pero hay una forma toda especial y muy promisoria, nacida en los años 50 del siglo pasado en Brasil y que ha adquirido relevancia mundial, pues ha sido asimilada en muchos países: las Comunidades Eclesiales de Bases (CEBs). Los obispos les dedicaron un animador«Mensaje al Pueblo de Dios sobre las CEBs». Curiosamente, ellas surgieron en el momento en que brotó en Brasil una nueva conciencia histórica. En la sociedad: el sujeto popular ansiando más participación política, y en la Iglesia: el sujeto eclesial, ansiando también más participación y corresponsabilidad eclesial. Las CEBs constituyen otro modo de ser Iglesia, cuyo sujeto principal, aunque no exclusivo, son los pobres. Su estilo es comunitario, participativo e insertado en la cultura local. Los servicios son rotativos y la elección, democrática. Articulan continuamente fe y vida, son activas en el campo religioso, creando nuevos servicios y ritos, y activas en el campo social o político, en los sindicatos, en los movimientos sociales como en el MST (Movimiento de los Trabajadores sin Tierra) o en los partidos populares. No sabemos exactamente cuántas son, pero se calcula unas cien mil comunidades de base en Brasil, involucrando a varios millones de cristianos. Los obispos constatan su alto valor innovador y antisistémico. El mercado eliminó las relaciones de cooperación y solidaridad mientras que en las CEBs se viven relaciones fundadas en la gratuidad, en la lógica del ofrecer-recibir-retribuir. Ellas han asumido la causa ecológica, por eso, se entienden también como CEBs = comunidades ecológicas de base. Han desarrollado una fuerte espiritualidad del cuidado de la vida y de la Madre Tierra. El resultado de todo ellos ha sido más respeto, veneración y cooperación con todo lo que existe y vive. Las CEBs muestran cómo la memoria sagrada de Jesús puede recibir otra configuración social, centrada en la comunión, en el amor fraterno y en la alegría de testimoniar la victoria de la vida contra las opresiones. Ese es el significado existencial de la resurrección de Jesús como insurrección contra el tipo de mundo vigente. Humildemente, los obispos declaran que ellas ayudan a la Iglesia a estar más comprometida con la vida y con el sufrimiento de los pobres. Más aún, interpelan a toda la Iglesia llamándola a la conversión, al compromiso para la transformación del mundo en un mundo de hermanos y hermanas. Este modo de ser Iglesia puede servir de modelo para la inserción en la cultura contemporánea, urbana y globalizada. Si fuese asumido como inspiración para el proyecto del Papa Benedicto XVI de «reconquistar» Europa, seguramente tendría algún éxito. Podrían verse comunidades de cristianos, intelectuales, obreros, mujeres, jóvenes, viviendo su fe en articulación con los desafíos de sus situaciones existenciales. No pretenderían tener el monopolio de la verdad y del camino cierto, pero se asociarían a todos los que buscan seriamente un nuevo lenguaje religioso y un nuevo horizonte de esperanza para la humanidad.
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La crisis de la pedofilia en la Iglesia romano-católica no es nada en comparación con la verdadera crisis, esta sí, estructural, crisis que concierne a su institucionalidad histórico-social. No me refiero a la Iglesia como comunidad de fieles. Ésta sigue viva a pesar de la crisis, organizándose de forma comunitaria, y no piramidal como la Iglesia de la Tradición. La cuestión es: ¿que tipo de institución representa a esta comunidad de fe? ¿Cómo se organiza? Actualmente, ella aparece como desfasada de la cultura contemporánea y en fuerte contradicción con el sueño de Jesús, percibido por las comunidades que se acostumbraron a leer los evangelios en grupos y hacer así sus análisis.
Dicho de forma breve pero sin caricatura: la institución-Iglesia se sustenta sobre dos formas de poder: uno secular, organizativo, jurídico y jerárquico, heredado del Imperio Romano y otro espiritual, asentado sobre la teología política de San Agustín acerca de la Ciudad de Dios que él identifica con la institución-Iglesia. En su montaje concreto no cuenta tanto el Evangelio o la fe cristiana, sino estos poderes que reivindican para sí el único «poder sagrado» (potestas sacra), incluso en su forma absolutista de plenitud (plenitudo potestatis), en el estilo imperial romano de la monarquía absolutista. César detentaba todo el poder: político, militar, jurídico y religioso. El Papa, de manera semejante, detenta igual poder: «ordinario, supremo, pleno, inmediato y universal» (canon 331), atributos que solo caben a Dios. El Papa institucionalmente es un Cesar bautizado. Ese poder que estructura la institución-Iglesia se fue constituyendo a partir del año 325 con el emperador Constantino y fue oficialmente instaurado en 392 cuando Teodosio, el Grande (+395) impuso el cristianismo como la única religión del Estado. La institución-Iglesia asumió ese poder con todos los títulos, honores y hábitos palaciegos que perduran hasta el día de hoy en el estilo de vida de los obispos, cardenales y papas. Este poder adquirió, con el tiempo, formas cada vez más totalitarias y hasta tiránicas, especialmente a partir del Papa Gregorio VII que en 1075 se autoproclamó señor absoluto de la Iglesia y del mundo. Radicalizando su posición, Inocencio III (+1216) se presentó no sólo como sucesor de Pedro sino como representante de Cristo. Su sucesor, Inocencio IV (+1254), dio el último paso y se anunció como representante de Dios y por eso señor universal de la Tierra, y podía distribuir porciones de ella a quien quisiera, como se hizo después a los reyes de España y Portugal en el siglo XVI. Sólo faltaba proclamar infalible al Papa, lo que ocurrió bajo Pio IX en 1870. Se cerró el círculo. Ahora bien, este tipo de institución se encuentra hoy en un profundo proceso de erosión. Después de más de 40 años de continuado estudio y meditación sobre la Iglesia (mi campo de especialización) sospecho que ha llegado el momento crucial para ella: o cambia valientemente, encuentra así su lugar en el mundo moderno y metaboliza el proceso acelerado de globalización, y ahí tendrá mucho que decir, o se condena a ser una secta occidental, cada vez más irrelevante y vaciada de fieles. El proyecto actual de Benedicto XVI de «reconquista» de la visibilidad de la Iglesia contra el mundo secular está destinado al fracaso si no procede a un cambio institucional. Las personas de hoy ya no aceptan una Iglesia autoritaria y triste, como si fuesen a su proprio entierro. Pero están abiertas a la saga de Jesús, a su sueño y a los valores evangélicos. Este crescendo en la voluntad de poder, imaginando ilusoriamente que viene directamente de Cristo, impide cualquier reforma de la institución-Iglesia pues todo en ella sería divino e intocable. Se realiza plenamente la lógica del poder, descrita por Hobbes en su Leviatán: «el poder quiere siempre más poder, porque el poder sólo se puede asegurar buscando más y más poder». Una institución-Iglesia que busca así un poder absoluto cierra las puertas al amor y se distancia de los sin-poder, de los pobres. La institución pierde el rostro humano y se hace insensible a los problemas existenciales, como los de la familia y la sexualidad. El Concilio Vaticano II (1965) trató de curar este desvío por medio de los conceptos de Pueblo de Dios, de comunión y de gobierno colegial. Pero el intento fue abortado por Juan Pablo II y Benedicto XVI, que volvieron a insistir en el centralismo romano, agravando la crisis. Lo que un día fue construido, puede ser deconstruido otro día. La fe cristiana posee fuerza intrínseca para, en esta fase planetaria, encontrar una forma institucional más adecuada al sueño de su Fundador y más en consonancia con nuestro tiempo. Damos por ya realizada la demolición crítica del sistema de consumo y de producción capitalista junto con la cultura materialista que lo acompaña. O lo superamos históricamente o pondrá en gran riesgo a la especie humana.
La solución para la crisis no puede venir del propio sistema que la ha provocado. Como decía Einstein: «el pensamiento que creó el problema no puede ser el mismo que lo solucionará». Estamos obligados a pensar diferente si queremos tener futuro para nosotros y para la biosfera. Por más que se agraven las crisis, como en la zona euro, la voracidad especulativa no remite. Lo dramático de nuestra situación reside en el hecho de que no tenemos ninguna alternativa suficientemente vigorosa y elaborada que venga a sustituir el sistema actual. No por eso debemos desistir del sueño de otro mundo posible y necesario. La sensación que vivenciamos ha sido bien expresada por el pensador italiano Antonio Gramsci: «lo viejo se resiste a morir y lo nuevo no consigue nacer». Pero por todas partes en el mundo hay una amplia siembra de alternativas, de estilos nuevos de convivencia, de formas diferentes de producción y de consumo. Se proyectan sueños de otro tipo de geosociedad, poniendo en actividad a muchos grupos y movimientos, con la esperanza de que algo nuevo podrá brotar desde dentro del viejo sistema en erosión. Este movimiento mundial gana visibilidad en los Foros Sociales Mundiales y recientemente en la Cúpula de los Pueblos por los derechos de la Madre Tierra, realizada en abril de 2010 en Cochabamba (Bolivia). La historia no es lineal. Se hace por rupturas provocadas por la acumulación de energías, de ideas y de proyectos que en un momento dado introducen una ruptura y entonces lo nuevo irrumpe con vigor suficiente para alcanzar hegemonía sobre todas las otras fuerzas. Se instaura entonces otro tiempo y una nueva historia comienza. Mientras esto no suceda, tenemos que ser realistas. Por una parte, debemos buscar alternativas para no quedar rehenes del viejo sistema, y por la otra, estamos obligados a estar dentro de él, a seguir produciendo, no obstante las contradicciones, para atender las demandas humanas. En caso contrario, no evitaríamos un colapso colectivo con efectos dramáticos. Debemos, por lo tanto, andar sobre las dos piernas: una apoyada en el suelo del viejo sistema y la otra, en el suelo nuevo, dando énfasis a este último. El gran desafío es cómo procesar la transición entre un sistema consumista que estresa a la naturaleza y sacrifica a las personas y un sistema de sostenimiento de toda vida en armonía con la Madre Tierra, con respeto a los límites de cada ecosistema y con una distribución equitativa de los bienes naturales e industriales que hemos producido. Intercambiando ideas en Cochabamba con el conocido sociólogo belga François Houtart, uno de los buenos observadores de las actuales transformaciones, convergimos en estos puntos para la transición de lo viejo a lo nuevo. Nuestros países del Sur deben en primer lugar luchar, aun dentro del sistema vigente, por normas ecológicas y regulaciones que preserven lo más posible los bienes y los servicios naturales o traten su utilización de forma socialmente responsable. En segundo lugar, los países del gran Sur, especialmente Brasil, no deben aceptar ser reducidos a meros exportadores de materias primas, sino incorporar tecnologías que den valor añadido a sus productos, crear innovaciones tecnológicas y orientar su economía hacia el mercado interno. En tercer lugar, que exijan a los países importadores que contaminen lo menos posible y que contribuyan financieramente a la preservación y regeneración ecológica de los bienes naturales que importan. En cuarto lugar, que consigan una legislación ambiental internacional más rigurosa para los que menos respetan los preceptos de una producción ecológicamente sostenible, socialmente justa, los que relajan la adaptación y la mitigación de los efectos del calentamiento global e introducen medidas proteccionistas en sus economías. Lo más importante de todo, sin embargo, es formar una coalición de fuerzas a partir de gobiernos, instituciones, iglesias, centros de investigación y de pensamiento, movimientos sociales, ONGs y todo tipo de personas en torno a valores y principios colectivamente compartidos, bien expresados en la Carta de la Tierra, en la Declaración de los Derechos de la Madre Tierra o en la Declaración Universal del Bien Común de la Tierra y de la Humanidad (texto básico del incipiente proyecto de reinvención de la ONU) y en el Vivir Bien de las culturas originarias de las Américas. De estos valores y principios se espera la creación de instituciones globales y, quien sabe, la organización de una gobernanza planetaria que tenga como propósito preservar la integridad y vitalidad de la Madre Tierra, garantizar las condiciones del sistema-vida, erradicar el hambre y las enfermedades prevenibles, y forjar las condiciones para una paz duradera entre los pueblos y con la Madre Tierra. Después de que el periodista y amigo Zuenir Ventura se aventurara, en un importante periódico de Río (29/05), a exaltar los beneficios de la siesta como algo que es bueno para la salud, y más aún, que es una necesidad biológica que vuelve a las personas más inteligentes, me he animado a hacer el elogio de la siesta. Es un viejo propósito que alimento desde hace años, en los que he hecho incluso investigaciones sobre el asunto. Pretendo justificar que soy un siestero inveterado. Tan inveterado que condiciono algunas conferencias a la posibilidad de echar una pequeña siesta después del almuerzo aunque sea en una butaca o en la silla.
En Friburgo (Alemania) tomaron tan en serio mi deseo que en una sala montaron una cama de campaña para que pudiese echar la bendita siesta. Pero no lo conseguí, porque algunos alemanes tienen el mal gusto de organizar durante el almuerzo un encuentro con algún grupo que quiere conversar hasta sobre cuestiones metafísicas. El resultado es que echan a perder la comida, o uno acaba no comiendo o, lo que es peor, no le queda tiempo para echarse la indispensable siestecita. Personalmente soy siempre recalcitrante para irme a la cama. No me gusta dormir y retraso lo más que puedo la hora de acostarme. Pero pocas cosas hay mejores, entre las gratas satisfacciones que el Creador dio a los «degradados» hijos e hijas de Adán y Eva, que una buena siesta. No es necesario que sea larga. Bastan unos 20 minutos. A excepción de los sábados y domingos, en que, como buen descendiente de italianos, tomo dos vasos de vino. No tanto por el vino sino por aquello de que propicia una siesta más profunda y más prolongada. Ahí duermo «a pierna suelta», como dicen los españoles, bien traducido por nuestra gente de Minas Gerais: “durmo de pé espalhado”. Es misterioso el origen de la siesta, pero por su bondad intrínseca debe estar ligada al proceso de la antropogénesis, o sea, debe existir desde que apareció el ser humano. Si hasta los animales hacen siesta, ¿cómo no íbamos a hacerla los humanos, hermanos y hermanas más complejos de los animales? Algunos creen que en Occidente fue introducida oficialmente por los monjes y los frailes. Hay un sabroso dicho español que dice: «si quieres matar a un fraile, quítale la siesta y dale de comer tarde». En España la siesta es tan sagrada que gran parte del comercio cierra durante esas horas. En los conventos pude ver que algunos frailes llegaban a ponerse el pijama para hacer la siesta, especialmente después de haber tomado unos vasitos de vino seguidos de un excelente coñac. Se dice que Newton y Churchill tuvieron sus mejores ideas después de la siesta. Víctor Hugo habló de la siesta al referirse al león en un poema que lleva por títuloLa meridienne du lion (la siesta del león). Baudelaire en La belle Dorothée dice inteligentemente por qué hacía siesta: «la siesta es una especie de muerte sabrosa, en la cual quien duerme, semidespierto, degusta el placer de su desaparición». René Louis, en sus Mémoires d\'un Siesteur (Memorias de un siestero) dice muy bien: «la siesta me permite observar durmiendo; es el momento en que el tiempo para y se calla». F. Audouard, en sus Pensées dice hermosamente: «En Provenza amanece dos veces: por la mañana y después de la siesta». Aquí está para mí lo bueno de la siesta: nos brinda una segunda noche y dos nacimientos del sol. La siesta nos permite tener, en el mismo día, un segundo día. Al despertar de la siesta, todo recomienza con renovado vigor como si el día volviera a empezar. Si me quitan la siesta, el cuerpo se venga, especialmente si estoy oyendo una charla: dormito, pestañeo y no es raro que eche una cabezadita. No puedo imaginar un día entero de actividad mental, prestando atención a tantas cosas y teniendo que ordenar no sé cuantas ideas sin una siesta reparadora. La siesta es una sabia invención de la vida. Descansa la cabeza, hace olvidar las contrariedades y nos da la rara experiencia virtual de morir dulcemente (el sueño es una bella metáfora de la muerte) y resucitar de nuevo La democracia es seguramente el más alto ideal que históricamente ha elaborado la convivencia social. El principio que subyace a la democracia es: «lo que interesa a todos debe poder ser pensado y decidido por todos».
Tiene muchas formas: la directa, como es vivida en Suiza, donde toda la población participa en las decisiones vía plebiscito. La representativa, en la cual las sociedades más complejas eligen delegados que, en nombre de todos, discuten y toman decisiones. El gran problema actual es que la democracia representativa se muestra incapaz de reunir a las fuerzas vivas de una sociedad compleja, con sus movimientos sociales. En sociedades de gran desigualdad social, como Brasil, la democracia representativa asume características de irrealidad, cuando no de farsa. Cada cuatro o cinco años, los ciudadanos tienen la posibilidad de escoger a su «dictador» que, una vez elegido, se dedica más a hacer una política palaciega que a establecer una relación orgánica con las fuerzas sociales. La democracia participativa que significa un avance respecto a la representativa. Fuerzas organizadas, como los grandes sindicatos, los movimientos sociales por la tierra, la vivienda, salud, educación, derechos humanos, ambientalistas y otros han crecido de tal manera que se constituyen como base de la democracia participativa: El Estado se obliga a oír y a discutir con tales fuerzas las decisiones a tomar. Se está se imponiendo por todas partes especialmente en América Latina. Está también la democracia comunitaria que es característica de los pueblos originarios de América Latina, poco conocida y reconocida por los analistas. Nace de la estructura comunitaria de las culturas originarias de norte a sur de Abya Yala (nombre indígena para América Latina). Ella busca realizar el « vivir bien» que no es nuestro «vivir mejor» que implica que muchos vivan peor. El «vivir bien» es la búsqueda permanente del equilibrio mediante la participación de todos, equilibrio entre hombre y mujer, entre ser humano y naturaleza, equilibrio entre la producción y el consumo en la perspectiva de una economía de lo suficiente y de lo decente y no de la acumulación. El «vivir bien» implica una superación del antropocentrismo: no es sólo la armonía con los humanos, sino con las energías de la Tierra, del Sol, de las montañas, de las aguas, de las selvas y con Dios. Se trata de una democracia sociocósmica, donde todos los elementos se consideran portadores de vida y por eso incluidos en la comunidad, respetando sus derechos. Por último, estamos caminando hacia una superdemocracia planetaria. Algunos analistas como Jacques Attali (Breve historia del futuro, 2008) imaginan que será la alternativa salvadora ante un superconflicto que podría, dejado a su libre curso, destruir la humanidad. Esta superdemocracia parte de una conciencia colectiva que se da cuenta de la unicidad de la familia humana y de que el planeta Tierra, pequeño, con recursos escasos, superpoblado y amenazado por el cambio climático, obligará a los pueblos a establecer estrategias políticas globales para garantizar la vida de todos y las condiciones ecológicas de la Tierra. Esta superdemocracia planetaria no anula las distintas tradiciones democráticas, sino que las hace complementarias. Esto se consigue mejor mediante elbiorregionalismo. Se trata de un nuevo diseño ecológico, es decir, de otra forma de organizar la relación con la naturaleza a partir de los ecosistemas regionales. Al contrario de la globalización uniformadora, valora las diferencias y respeta las singularidades de cada región, con su cultura local, haciendo más fácil el respeto a los ciclos de la naturaleza y la armonía con la Madre Tierra. Tenemos que rezar para que este tipo de democracia triunfe; si no lo hace, no sabemos en absoluto hacia donde seremos llevados. |
Leonardo BoffNació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil), el 14 de diciembre de 1938. Es nieto de inmigrantes italianos venidos delVéneto a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores, franciscanos, en 1959. Archivos
Agosto 2020
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