El papa Benedicto XVI, en el segundo volumen que acaba de publicar sobre Jesucristo, afirma y argumenta con claridad y decisión que los responsables de la muerte de Jesús no fueron los judíos o el pueblo de Israel, sino los sumos sacerdotes, es decir, los dirigentes de la religión y supremos mandatarios del templo. Es éste un asunto sobre el que se ha escrito mucho y que ha sido ampliamente analizado por los mejores estudiosos, tanto del judaísmo como del cristianismo. Un asunto, además, sobre el que existe un amplio y generalizado consenso. Benedicto XVI ha demostrado así, una vez más, sus profundos conocimientos teológicos y su excelente documentación bíblica.
No pretendo aquí repetir lo que cualquiera puede encontrar en el libro del papa (de próxima aparición) o en otros estudios más específicos que se han publicado, en los últimos años, sobre este importante argumento teológico. Sólo quiero fijarme en dos cuestiones que me parecen de especial actualidad: 1) el antisemitismo; 2) la violencia de las religiones. En cuanto al antisemitismo, yo confieso que recuerdo, con dolor y escándalo, cómo durante muchos años, en las solemnes oraciones que se hacían en la liturgia del Viernes Santo, al recordar la pasión y muerte del Señor, el obispo o sacerdote, que presidía la ceremonia, pedía a todos los fieles orar “por los pérfidos judíos”. Era una demostración deforme y patética del desprecio que, seguramente sin pretenderlo, la liturgia católica fomentaba en un momento tan sagrado y solemne como es la ceremonia de los “Oficios del Viernes Santo”. La cosa venía de lejos. Desde el año 70, cuando las legiones romanas entraron en Jerusalén y arrasaron la ciudad y el templo, no dejando piedra sobre piedra. Desde entonces, el pueblo de Israel, como el “judío errante”, se ha visto obligado a vivir disperso, sin patria y sin hogar. Y teniendo que soportar la intolerancia y el desprecio de gobernantes que con frecuencia eran tan “cristianos” como faltos de escrúpulos y sobrados de no sé qué falsa ortodoxia. Hoy nos resulta incomprensible hasta dónde llegaron las cosas en España con la triste y famosa manía persecutoria contra quienes no podían demostrar su “pureza de sangre”. Basta leer las “Cartas de España”, de Blanco White, para hacerse una idea la irracional intolerancia que se vivía en la España del s. XVIII contra quienes no podían probar que no estaban contaminados por la sangre impura del pueblo deicida. Es de vergüenza. Pero lo más grave no es esto. Lo peor de todo es la violencia que entraña la identificación con un “Dios” al que se acepta como “el único verdadero”. Lo que entraña inevitablemente que todos los demás son “falsos”. Tienen razón Ulrich Beck cuando dice que “el universalismo humanitario de las personas creyentes descansa en la identificación con Dios y en la satanización de quienes se oponen a él. Que son los “siervos de Satán”, según se ha dicho desde san Pablo a Lutero. Las tensiones religiosas, las persecuciones motivadas por las creencias religiosas, las descalificaciones, humillaciones, desprecios, insultos... todo eso, que nace de corazones “muy religiosos”, es la demostración más patente de que la religión puede ser una bendición o un peligro. Y es cosa que está a la vista de todos. Sin ir más lejos, ¿no tiene uno la impresión de que palpa o roza estas violencias leyendo algunos comentarios que se deslizan en este blog y en tantos otros que plantean problemas relacionados con la fe religiosa? Posiblemente, a todos nos hace falta, mucha falta, ir desplazando nuestras creencias de la fe cuya meta es la verdad incuestionable a la fe cuya meta es la humanidad entrañable.
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Ante todo, pido disculpas por mi silencio en el blog en los últimos días. La apremiante urgencia de un trabajo, que tenía que entregar para un congreso, no me ha dejado tiempo para colaborar como es mi deseo. Además, no estoy seguro de que podré escribir un nuevo post la semana próxima, que viajaré a Mexico DF. Esté donde esté, intentaré seguir los comentarios, en la medida de lo posible.
Como es lógico, no puedo responder a las numerosas cuestiones que han planteado los visitantes de los últimos días. Por supuesto, agradezco las aportaciones de todos. Porque de todos aprendo. Y todos, aunque no estemos de acuerdo unos con otros, nos hacemos bien y nos ayudamos mutuamente. Ver así las cosas - pienso yo - es una de las actitudes más enriquecedoras que hay en la vida. Enriquecedoras, para nuestra humanidad y nuestra espiritualidad. Digo esto porque cada día veo más claro la enorme importancia que tiene la tesis, que tan vigorosamente defendió el concilio Vaticano I (año 1870), sobre la “libertad de la fe”, contra las teorías de Georg Hermes. El concilio afirma que, mediante el acto de fe, “el hombre presta obediencia libre a Dios, ya que asiente y colabora con su gracia, a la que podría resistir” (DH 3010). La fe cristiana es, por tanto, un acto libre. De forma que, de no serlo, dejaría de ser un acto religioso. La fe no puede ser nunca el resultado de una evidencia que se nos impone, sino que es una convicción que se acepta y se asume libremente. Además, si todo esto se piensa detenidamente, pronto se da uno cuenta de que la fe en Dios no puede ser de otra manera, ni puede tener otra estructura. Porque, si hablamos de Dios, estamos hablando, desde nuestra “inmanencia”, de algo que se sitúa en el ámbito de la “trascendencia”. Pero la “trascendencia”, por definición, es aquello que nos trasciende, es decir, que está más allá del límite último al que nosotros (desde nuestra inmanencia) podemos llegar con nuestro conocimiento. Por tanto, nosotros no podemos conocer a Dios en sí. Sólo podemos conocer de Dios las “representaciones” que de él nos hacen las religiones. Desde la “inmanencia”, todo lo que sabemos, pensamos o decimos es necesariamente e inevitablemente “inmanente”. También la Biblia y todos los libros sagrados pertenecen al ámbito de la “inmanencia”. Resignémonos a que es así. Y siempre tiene que ser así. Dejemos, pues, a Dios ser Dios. Y no hagamos de él un “objeto” mental que nos da seguridad o que nos libra de no sé qué sentimientos de miedo o de culpa. Hay gente que habla de Dios como si hubiera estado desayunando con él esta mañana. No, por favor. Aceptemos que Dios es Dios, o sea que no es un “otro” al que nosotros le hemos puesto todas las cualidades que nosotros apetecemos (poder, saber, bondad...). No. Eso no es Dios. Por lo demás, no es lo mismo certeza que seguridad. Yo tengo certeza en mis convicciones más firmes. Pero, sobre esas convicciones, no puedo tener la certeza que me da una ecuación matemática pura. Yo estoy convencido de que mi madre me quiso mucho. Pero sobre esa convicción no tengo la seguridad que tengo cuando digo que dos y dos son cuatro. Es lamentable que muchas personas, por ignorancia de los principios más básicos de la hermenéutica, se aferren a una seguridad que les hace daño a ellos. Y desde la que pueden hacer daño a otros. Todo acceso a la realidad es, por eso mismo, una interpretación de la realidad. Y mucho más cuando hablamos de una realidad que nos trasciende. Nunca insistiremos bastante en la relación inevitable que existe entre “conocimiento” e “interés”, como ya explicó con enorme profundidad J. Habermas, hace más de cuarenta años. Los “intereses rectores de conocimiento” funcionan en todos nosotros sin que nosotros seamos conscientes de ello. El que piensa que él ve la realidad “tal cual es” y que, por tanto, las cosas son “como él las ve”, lo que en realidad está pensando es que todo el que no ve las cosas como él las ve, está equivocado. Una persona que piensa así y se aferra a semejante seguridad, aunque no se dé cuanta de lo que le pasa, es una persona que se ve superior a los demás. Y que, por tanto, piensa que los demás tienen que aprender de él, en tanto que él está llamado a enseñar. Y no tiene por qué modificar sus criterios, sus puntos de vista, sus propias seguridades. De una postura así, al fundamentalismo o incluso al fanatismo, hay sólo un paso. Por esto exactamente, creo yo, son tan peligrosas ciertas posturas religiosas. Para terminar, sólo quiero pedir a cuantos lean este post que nadie piense que yo me siento seguro en todo lo que pienso, en lo que creo, en lo que vivo o en lo que decido. Tengo mis convicciones firmes y fuertes. Y conste que una de esas convicciones es que constantemente debo luchar para saber armonizar, en mí, mis propias convicciones y mis propias certezas con las convicciones y las certezas de los demás. Sólo así - creo yo - se puede ser verdaderamente humano y siempre buena persona, por encima de todo lo demás. Túnez, Egipto, Libia.... La cosa está clara: cada día que pasa, las gentes de nuestro mundo, de nuestro tiempo, y de la cultura que se va imponiendo, soportamos menos la represión (y sobre todo la privación) de la libertad. Esto quiere decir que los poderes absolutos tendrán menos posibilidades de subsistir y, por tanto, de seguir imponiendo la dominación en cualquiera de sus formas y sean cuales sean los argumentos sobre los que pretendan sustentarse. Hoy es impensable la esclavitud legalizada, la inquisición legalizada, la monarquía ilimitada legalizada y tantas otras formas “legales” de someter a la gente.
El problema más patente que todo esto conlleva es que los procedimientos de dominación y sometimiento han alcanzado formas tan refinadamente disimuladas de imponerse y obligar a que la gente haga lo que no querría hacer, que la enorme mayoría de los ciudadanos pensamos que somos libres cuando en realidad no lo somos. Esto sería largo de analizar. Pero con lo dicho basta para dar que pensar a más de uno. Y quiero destacar que, al decir esto, me parece que estoy tocando uno de los problemas más graves que tenemos planteados en este momento. Y el otro problema, que todos tenemos ante la apremiante tarea de la libertad, está en el miedo. O mejor dicho, en los muchos miedos que sentimos ante lo que es y lo que exige la libertad. Sí - hay que decirlo - la libertad nos da miedo. Por eso queremos gobernantes que nos sometan, líderes que nos sometan, directores, superiores, rectores, sacerdotes, papas... hombres de “autoridad” a los que entregar nuestra libertad. También en esto hay que pensar. Y pensar mucho. Para terminar, una aclaración. Hay mucha gente que quiere libertad sin límites. Lo que es lo mismo que optar por el libertinaje y la desvergüenza en todos los sentidos posibles y todas sus manifestaciones. Una libertad así, es evidentemente un peligro grave, muy grave. Por eso, la propuesta que cabe hacer es que la libertad es admisible en la medida, y sólo en la medida, en que se trata de una libertad al servicio de la misericordia, de la dignidad, de la humanidad y de la felicidad de los seres humanos. Cuando optamos por la libertad al servicio de la dignidad humana, hacemos lo más abnegado y también lo más fecundo para que este mundo y esta vida resulten una auténtica e inagotable fuente de felicidad y de bien. Quiero acabar este post recordando a los numerosos visitantes y amigos de nuestro blog que he encontrado en Mexico. Para ellos mi gratitud más sincera. Con una profunda admiración. El papa Benedicto XVI, en el segundo volumen que acaba de publicar sobre Jesucristo, afirma y argumenta con claridad y decisión que los responsables de la muerte de Jesús no fueron los judíos o el pueblo de Israel, sino los sumos sacerdotes, es decir, los dirigentes de la religión y supremos mandatarios del templo. Es éste un asunto sobre el que se ha escrito mucho y que ha sido ampliamente analizado por los mejores estudiosos, tanto del judaísmo como del cristianismo. Un asunto, además, sobre el que existe un amplio y generalizado consenso. Benedicto XVI ha demostrado así, una vez más, sus profundos conocimientos teológicos y su excelente documentación bíblica.
No pretendo aquí repetir lo que cualquiera puede encontrar en el libro del papa (de próxima aparición) o en otros estudios más específicos que se han publicado, en los últimos años, sobre este importante argumento teológico. Sólo quiero fijarme en dos cuestiones que me parecen de especial actualidad: 1) el antisemitismo; 2) la violencia de las religiones. En cuanto al antisemitismo, yo confieso que recuerdo, con dolor y escándalo, cómo durante muchos años, en las solemnes oraciones que se hacían en la liturgia del Viernes Santo, al recordar la pasión y muerte del Señor, el obispo o sacerdote, que presidía la ceremonia, pedía a todos los fieles orar “por los pérfidos judíos”. Era una demostración deforme y patética del desprecio que, seguramente sin pretenderlo, la liturgia católica fomentaba en un momento tan sagrado y solemne como es la ceremonia de los “Oficios del Viernes Santo”. La cosa venía de lejos. Desde el año 70, cuando las legiones romanas entraron en Jerusalén y arrasaron la ciudad y el templo, no dejando piedra sobre piedra. Desde entonces, el pueblo de Israel, como el “judío errante”, se ha visto obligado a vivir disperso, sin patria y sin hogar. Y teniendo que soportar la intolerancia y el desprecio de gobernantes que con frecuencia eran tan “cristianos” como faltos de escrúpulos y sobrados de no sé qué falsa ortodoxia. Hoy nos resulta incomprensible hasta dónde llegaron las cosas en España con la triste y famosa manía persecutoria contra quienes no podían demostrar su “pureza de sangre”. Basta leer las “Cartas de España”, de Blanco White, para hacerse una idea la irracional intolerancia que se vivía en la España del s. XVIII contra quienes no podían probar que no estaban contaminados por la sangre impura del pueblo deicida. Es de vergüenza. Pero lo más grave no es esto. Lo peor de todo es la violencia que entraña la identificación con un “Dios” al que se acepta como “el único verdadero”. Lo que entraña inevitablemente que todos los demás son “falsos”. Tienen razón Ulrich Beck cuando dice que “el universalismo humanitario de las personas creyentes descansa en la identificación con Dios y en la satanización de quienes se oponen a él. Que son los “siervos de Satán”, según se ha dicho desde san Pablo a Lutero. Las tensiones religiosas, las persecuciones motivadas por las creencias religiosas, las descalificaciones, humillaciones, desprecios, insultos... todo eso, que nace de corazones “muy religiosos”, es la demostración más patente de que la religión puede ser una bendición o un peligro. Y es cosa que está a la vista de todos. Sin ir más lejos, ¿no tiene uno la impresión de que palpa o roza estas violencias leyendo algunos comentarios que se deslizan en este blog y en tantos otros que plantean problemas relacionados con la fe religiosa? Posiblemente, a todos nos hace falta, mucha falta, ir desplazando nuestras creencias de la fe cuya meta es la verdad incuestionable a la fe cuya meta es la humanidad entrañable. Si nos atenemos a lo que cuentan los evangelios, nos llevamos la sorpresa de que Jesús fue escandalosamente tolerante con personas y grupos con los que ningún hombre, reconocido como observante y ejemplar desde el punto de vista religioso, podía ser tolerante. Al tiempo que se mostró extremadamente crítico con aquellos que se veían a sí mismos como los más fieles y los más exactos en su religiosidad. Jesús fue tolerante con los publicanos y pecadores, con las mujeres y con los samaritanos, con los extranjeros, con los endemoniados, con las muchedumbres del gentío (óchlos), una palabra dura que designaba a la “plebe que no conocía la Ley y estaba maldita”, a juicio de los sumos sacerdotes y de los fariseos observantes (Jn 7, 49; cf. 7, 45). Y es curioso, pero esa gente es la que aparece constantemente acompañando a Jesús, escuchándole, buscándole.... Los relatos de los evangelios son elocuentes en este punto concreto y repiten muchas veces que el “gentío”, la “muchedumbre”... era la que buscaba a Jesús, la que le oía, la que estaba cerca de él. Y aquella mezcla de Jesús con el “gentío” llegó a ser tan agobiante, que hasta la familia de Jesús llegó a pensar que había perdido la cabeza (Mc 3, 21). Jesús compartía mesa y mantel con gente pecadora, lo que daba pie a murmuraciones por causa de semejante conducta (Lc 15, 1 s). Jesús siempre defendió a las mujeres, por más que fueran mujeres poco ejemplares. Hasta llegar a decir que los publicanos y las prostitutas entraban antes que los sumos sacerdotes en el Reino de Dios (Mt 21, 31). Jesús defendió a una famosa prostituta en casa de un conocido fariseo (Lc 7, 36-50). Como defendió el derroche de perfume que hizo María en la cena de homenaje que le hicieron a Jesús (Jn 12, 1-8). Y sabemos que, cuando iba de pueblo en pueblo por Galilea, le acompañaban, no sólo los discípulos y apóstoles, sino también bastantes mujeres, entre ellas la Magdalena, de la que había expulsado siete demonios (Lc 8, 1-3). Jesús siempre se puso de parte de los cismáticos y despreciados samaritanos, hasta poner como ejemplo de humanidad a uno de ellos, frente a la dureza de corazón del sacerdote (Lc 10, 30-35).
Con lo dicho hay suficiente para hacerse una idea de lo “escandalosa” que tuvo que resultar la tolerancia de Jesús. Ser tolerante con los que viven y piensan como cada cual vive y piensa, eso no es sino sentido común. El problema está en saber con qué tenemos que ser tolerantes. Y qué cosas no se deben tolerar. Por supuesto, aquí tocamos un tema extremadamente difícil de precisar y delimitar con exactitud. Por eso entiendo que haya personas que entran en el blog y expresan sus desacuerdos con lo que yo escribo. Los entiendo perfectamente. Y me parece que es bueno que todo el que entre en este blog se sienta con libertad para decir lo que piensa, con tal que eso se haga con argumentos y razones, nunca agrediendo o humillando al que no se ajusta a mis puntos de vista. Pero con eso, nada más, no tocamos el fondo del problema. Yo creo que todo depende de aquello que para cada cual es “intocable”. Dado que estamos en un blog de teología, la cuestión que, a mi modo de ver, habría que afrontar es la siguiente: desde el punto de vista del Evangelio, “lo intocable” ¿es “lo religioso” o es “lo humano”? Pienso que es capital , para un creyente en Jesucristo, tener bien planteada y bien resuelta esta pregunta. De sobra sabemos que, por salvaguardar los derechos de la religión, a veces, no se respetan los derechos humanos. Por defender un dogma, se ha quemado al hereje. Como por asegurar un criterio moral, se ha metido en la cárcel al homosexual o se apedrea a una adúltera. Es sintomático que los enfrentamientos, que, según los evangelios, tuvo y mantuvo Jesús, fueron con gente muy religiosa, al tiempo que se llevó bien con los grupos humanos que la religión despreciaba o perseguía. Es evidente que, para Jesús, su relación con el Padre del Cielo era lo central. Pero lo que pasa es que Jesús entendía al Padre del Cielo de forma que ese Padre no hacía diferencias. Y por eso es el Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos; y manda la lluvia sobre justos y pecadores (Mt 5, 45). Porque es humano necesitar el sol y necesitar la lluvia. Cosas que, por lo visto y a juicio de Jesús, son más intocables que la “bondad” de unos o la “maldad” de otros. ¿Que todo esto entraña sus peligros? Sin duda alguna. Pero a mí, por lo menos, me parece que es mucho más peligroso dividirnos y enfrentarnos por motivos religiosos, de forma que tales motivos justifiquen las mil intolerancias que hacen la vida tan desagradable y hasta puede ser que la lleguen a hacer sencillamente insoportable. Eso nos hace daño a todos. Y además daña - y mucho - a la religión. ¿Por qué, si no, la religión se ha hecho tan odiosa para no pocas personas, muchas de las cuales sabemos que son gente honrada a carta cabal? Las religiones tendrán que pensarse este asunto. Y tendrán que hacerlo de prisa y con toda honestidad, si es que quieren que la historia no las arrolle y las deje tiradas en las cunetas de los muchos caminos de este mundo. No pretendo cortar con mis modestos y sencillos recuerdos de la historia del cristianismo, de la Iglesia y de su teología. Eso es ahora quizá más necesario que nunca. Y precisamente por eso, porque es tan necesario y tiene tanta actualidad, por eso me parece conveniente decir hoy algo sobre la tolerancia. Porque tengo la fundada impresión de que, cuando se sacan a la luz determinados recuerdos del pasado, sucede exactamente lo mismo que cuando se agitan los bajos fondos estancados bajo una superficie aparentemente limpia: el agua estancada huele mal. Y hay muchas personas que no soportan olores demasiado fétidos. La reacción, entonces, es la intolerancia, echando mano, si es preciso, de un clavo ardiendo.
A mí me parece que tenía razón A. Sajarov cuando dijo que “la intolerancia es la angustia de no tener razón”. El eminente físico ruso, que fue Sajarov, experimentó en sus propias carnes lo que representa en la vida la intolerancia de quienes carecían de razones para prohibirle acudir a Oslo a recoger el Nobel de la Paz. Por otra parte, la certera formulación de Sajarov sobre la intolerancia se palpa cada día con más fuerza. Porque cada día hay más gente que vive la angustia de no tener razón para oponerse a cosas que no está dispuesta a tolerar. ¡Amigos internautas!, “estamos tocando el fondo”. Viendo las cosas con los ojos de la fe, uno se acuerda enseguida del texto más sencillo y más profundo que se ha escrito sobre la tolerancia. Me refiero a la parábola de la cizaña (Mt 13, 24-30). Comentando esta parábola, escribió Erasmo, en su “Paráfrasis de san Mateo”, esta reflexión tan profundamente humana: “Los siervos que quieren segar la cizaña, antes del tiempo para eso, son aquellos que piensan que los falsos apóstoles y los heresiarcas deben ser eliminados por la espada y los suplicios. Pero el dueño del campo no quiere que se les destruya sino que se les tolere, pues quizá se enmienden y, de la cizaña que eran, se tornen trigo. Si no se enmiendan déjese a su juez el cuidado de castigarlos un día.... Mientras tanto, hay que tolerar a los malos mezclados con los buenos, puesto que habría más daño en suprimirlos que en soportarlos”. Erasmo tenía - y sigue teniendo -, en este asunto, toda la razón del mundo. Por dos motivos, sobre todo: 1) Porque, si es que somos creyentes o, al menos, nos queda algo de sentido común, lo más serio que podemos hacer es “dejar a Dios ser Dios”, es decir, el juicio le corresponde a Dios. Y nadie tiene derecho a usurparlo y apropiárselo. Dejemos, pues, que sea Dios quien dicte sentencia sobre quién es trigo y quién es cizaña. 2) ¿Es malo que convivan el trigo y la cizaña? Peor es ir por la vida con la pretensión de que soy yo el que veo las cosas como son y tengo siempre la razón. ¿Por qué es eso lo peor? Porque lo más determinante en la vida no son las “verdades”, sino las “convicciones”. Las mil guerras y batallas de la verdad contra el error han ensangrentado demasiadas páginas de la historia.Y ¿para qué? Para causar espantosos sufrimientos y no arreglar nada. Sin embargo, ¿quiénes son los que más han influido en la vida de los pueblos y han cambiado - para bien o para mal - el destino de los pueblos? Los que han sido marcados con la fuerza de las más profundas convicciones.El que está convencido de una cosa, la hace. Y si no la hace, es que no está convencido de tal cosa. He dicho (y repito) que ahora necesitamos más que nunca la tolerancia. Porque el trigo y la cizaña están ahora más mezclados de lo que imaginamos. Y más que se van a mezclar. Por eso, sin duda alguna, la vieja “rabies theológica” (de la que tanto se habló en los ambientes eclesiásticos medievales) está ahora más floreciente que nunca. Por eso, a quienes insultan y ofenden, a quienes ridiculizan y atacan asestando el golpe donde más duele, yo les pregunto: ¿es que no tienen más argumentos que el insulto y la ofensa? ¿no tienen otras razones de las que echar mano? Los que así proceden, sólo hacen ostentación de una sola cosa: de la enorme angustia que segrega en ellos la intolerancia. |
Jose M. Castillo
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