Ocurre con frecuencia que, entre cristianos, se le da más importancia a los ritos, a las normas, a la organización, a la gestión de la autoridad o a los asuntos económicos (a todo eso), que a la fidelidad al Evangelio. Por eso, muchos veces me pregunto: ¿qué nos pasa a quienes nos consideramos creyentes en Jesús, que el principio rector de nuestras vidas no es justamente el mismo principio que rige nuestra forma de vivir?
Este problema - por lo que yo he podido informarme - viene de lejos. No es cosa de ahora. Se trata de un asunto que tiene sus orígenes en los orígenes mismos del cristianismo. La cosa se comprende en cuanto se tiene en cuenta cómo y cuándo se organizaron las primeras “iglesias”. Y también cuando se sabe cómo y cuándo, en aquellas primeras “iglesias”, se conocieron los evangelios, es decir, lo que fue la vida de Jesús y lo que aquella vida representa para nuestra vida. Quiero decir lo siguiente: Jesús murió en los años 30 del s. I. San Pablo escribió sus cartas a “iglesias” que él mismo había fundado, y de las que se sentía responsable, entre los años 49 al 56. Los evangelios, en la redacción que ha llegado hasta nosotros, se empezaron a difundir después del año 70 y no se terminaron de conocer hasta finales del s. I o quizá algo después. Los Hechos de los Apóstoles se redactaron entre los años 80 y 90. Todo esto quiere decir que las primeras “iglesias” (de las que tenemos noticia) se organizaron de acuerdo con las ideas y creencias que les trasmitió el apóstol Pablo. Pero sabemos que Pablo no conoció a Jesús. Ni mostró interés por informarse de la vida terrena de Jesús. A Pablo “se le apareció” el Cristo resucitado y glorioso (Gal 1, 11-16; 1 Cor 9, 1; 15, 8; 2 Cor 4, 6). Es más, Pablo llegó a decir que el conocimiento de Cristo “según la carne” no le interesó (2 Cor 5, 16). Por tanto, hay indicadores suficientes para pensar que las primeras “iglesias” cristianas, de las que tenemos noticia, tuvieron su vida, sus esperanzas y sus motivaciones más determinantes en la gloria, en el cielo, en la eternidad, allí donde ellos pensaban encontrar al Señor de Gloria. La vida, el ejemplo, la bondad, la profunda humanidad de Jesús, todo eso, fue conocido por muchas comunidades, y por las más importantes “iglesias” de la primera hora, bastantes años más tarde, quizá veinte o treinta años después. Se puede decir que el “Señor glorioso” se adelantó al “Jesús terreno”. Por esto he dicho que “el Evangelio llegó tarde”. Tan tarde, que, a no pocos bautizados, no nos ha llegado todavía. Esto es lo que explica, en definitiva, por qué nos preocupa más “someternos” al Señor glorioso que “seguir” al Jesús terreno. Y por eso ha pasado lo que tenía que pasar, estando así las cosas: tenemos un Cristianismo con mucha autoridad, pero llevamos una vida con muy escasa ejemplaridad.
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Si se lee con atención el relato del juicio final (Mt 25, 31-46), lo que importa, lo que interesa, lo que Dios tendrá en cuenta, en el juicio último y definitivo de la humanidad, no será la fe, ni la religiosidad, ni la piedad, sino solamente una cosa: el comportamiento que cada cual tuvo con sus semejantes, especialmente con los que peor lo pasan en la vida, o sea, los que pasan hambre, los enfermos, los necesitados, los extranjeros, los que están en la cárcel. Los que se portaron así en este mundo, ésos serán los aprobados por Dios, sin aludir siquiera a si tenían o no tenían creencias religiosas, si era personas piadosas y practicantes, y otras cosas parecidas.
Según cuentan los evangelios, Jesús dio a entender, con frecuencia, que esto es lo que a él le importaba. En este sentido, es elocuente el relato de la curación del criado de un centurión romano (Mt 8, 5-13; Lc 7, 2-10; Jn 4, 43-54). Aquel militar, como todos los militares del Imperio, tenía que hace un juramento de fidelidad al Emperador, al que se consideraba como Dios (“ipse deus”). Por tanto, aquel centurión no tenía las mismas creencias que los israelitas. No tenía las verdaderas creencias, pero tenía una conducta ejemplar, al preocuparse tanto por remediar el sufrimiento de un criado. Y por eso, Jesús dijo: “Os aseguro que en ningún israelita he visto tanta fe” (Mt 8, 10; Lc 7, 9). ¿Qué fe tenía aquel militar pagano? Nosotros diríamos: “una fe equivocada”. Y sin embargo, a juicio de Jesús, por más equivocado que uno ande en la fe, si es buena persona de verdad, eso es más determinante, ante Dios, que todas las creencias, por más ortodoxas que sean. Y si no, ¿cómo se explica que, en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 30-37), precisamente el modelo que pone Jesús es el del hereje samaritano, en contraste con el sacerdote y el levita, que eran los modelos de la ortodoxia observante? No estoy sacando las cosas de quicio. Las “creencias religiosas” dividen a la gente y enfrentan a los creyentes. Por las creencias, se ha perseguido, se ha torturado, se han organizado guerras, se ha matado a los infieles y ahora se ofende y se insulta a quienes no coinciden con las creencias que yo tengo. O sea, por las creencias se hace trizas la ética y se desprecia a los pecadores. Y es que, en definitiva, las creencias son, con frecuencia, el argumento que justifica y legitima la violencia. Por el contrario, la rectitud ética y la bondad con misericordia, eso es lo que nos une, los que rompe los fanatismos y acaba con los integrismos fundamentalistas, que tanto daño nos hacen y generan tanto sufrimiento. Termino con una pregunta importante en este momento: ¿se puede asegurar que los pueblos más creyentes y observantes son exactamente los pueblos en los que hay menos corrupción, más honradez en el trabajo, más honestidad a la hora de hacer la declaración de la renta, más generosidad en los patronos y más laboriosidad en los trabajadores? Que cada cual veamos, en nuestras conciencias, qué respuesta le damos a esta pregunta inquietante y molesta. El Superior Provincial de los jesuitas del país vasco, Juan José Etxeberría, ha publicado, con motivo del reciente anuncio de ETA del fin de la violencia, un breve documento en el que afirma: “Tenemos perdón que ofrecer, heridas que sanar, dolores que aliviar, odios que apartar, rencores que olvidar”. La declaración del Provincial de los jesuitas vascos ha sido publicada por Religión Digital. Y las reacciones no se han hecho esperar.
Lo que me sorprende es que, ante una afirmación tan humana y tan evangélica como la de este conocido jesuita, inmediatamente no han faltado los comentarios de personas indignadas, que dan la impresión de sentirse irritadas ante las palabras de un dirigente religioso que pide superar y vencer odios y rencores. Entiendo que, si fuera un político o un juez quien pidiera dejar de lado esos sentimientos, habría motivo para sentirse inquietos, nerviosos o indignados. Pero cuando tal petición viene de un hombre que, por su profesión, nos habla desde los argumentos que le puede suministrar el Evangelio, no entiendo que haya quien rechace airado una petición tan humanitaria. Por supuesto, que los poderes del Estado tienen la obligación de cumplir con su deber. Pero cuando, ni a los hombres de la religión se les tolera una palabra de perdón y bondad, entonces cabe pensar que el tejido social de este país está demasiado dañado. Por eso yo me pregunto si es que Caín sigue vivo entre nosotros. Y si es que Caín sigue ahí, “irritado” y “cabizbajo”, como cuenta el relato mítico del Génesis (4, 5-6), en tal caso, ya podemos poner policías eficaces, jueces severos y políticos inteligentes. De poco servirá todo eso. A terroristas y delincuentes se les pude meter en la cárcel. Pero, si en la calle dejamos campando a sus anchas a nuestros sentimientos más cainitas, en tal caso y por mucho que invoquemos a las víctimas, en esta sociedad nuestra nos sentiremos todos como se sentía Caín: “teniendo que ocultarnos de la presencia (del Bien), y andando errantes vagando por el mundo” (Gen 4, 14). Por favor, ¡ya está bien! El comunicado de ETA anunciando el fin de la violencia armada está poniendo en evidencia lo que cada cual lleva en su corazón. Es verdad que el comunicado no es claro en algunas cuestiones fundamentales. Es explicable, por eso, que haya quien se hace preguntas a las que no encuentra respuesta. Pero lo queno puedo entender es que haya personas que van a misa, quizá con devoción, y al mismo tiempo no son capaces de perdonar hasta el fondo y con todas sus consecuencias. Porque las palabras del Evangelio están muy claras: “Si yendo a presentar tu ofrenda al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” (Mt 5, 23-24).
Esto es lo que dijo Jesús en el Sermón del Monte. Seguramente, estas palabras se refieren a cristianos que procedían del judaísmo, pero seguían acudiendo al templo de Jerusalén. En cualquier caso, la idea de Jesús es clara: si no te has reconciliado, hasta el fondo de tu ser, con el que te ha ofendido o con el que tú has ofendido, no te acerques a lo sagrado. Hoy diríamos, “si no eres capaz de perdonar de verdad y por completo, no vayas a misa”. Es una palabra dura. Tan dura como una piedra en la que siempre nos vamos a partir los dientes. Pero es que el Evangelio es exigente. Por la sencilla razón de que llega hasta el fondo de las cosas. Yo sé muy bien que no debemos confundir los deberes de la religión con las leyes y decisiones que las autoridades políticas y judiciales deben adoptar. Eso, por supuesto. Con todas las consecuencias que de eso se derivan. Pero, si pongo aquí estas palabras del Señor, es porque no me cabe en la cabeza que echemos mano de la religión cuando nos conviene. Y demos de lado al Evangelio cuando las palabras de Jesús nos resultan incómodas o duras de cumplir. Perdonar al enemigo es seguramente lo más difícil que hay en la vida. Pero sólo en el perdón, del que supera el “ojo por ojo y diente por diente”, sólo en eso, es donde se demuestra hasta qué punto hemos tomado en serio esa fe por la que decimos que estamos dispuestos a luchar, a discutir, quizá a ofender y no sé si (en ocasiones) a matar. Una fe por la que casi nunca llegamos a perdonar de verdad. Tenía razón Lutero cuando dijo: “Hay ofrenda sin reconciliación cuando se emprende una guerra, se asesina y se derrama mucha sangre; después damos mil florines para misas por sus almas”. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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