BLOG DE TEOLOGIA
  • Blog
  • Escritos de Teólogos
    • + Mons. Romero
    • Leonardo Boff
    • David Guadalupe EJ
    • Jose Maria Castillo
    • José Arregui
    • Felix Struik OP
    • José Antonio Pagola
    • Sor Lucia Caram OP
    • Hans Kung
    • Jesus Bastante
  • Poemas
  • Preguntas
  • Envía tu escrito
  • Información
    • Contactenos
    • Centro Humanístico
    • Términos y Condiciones de Uso
    • Política de Privacidad
    • Derechos de Autor
  • Languages
    • Francés
    • Italiano
    • English

Premios y castigos de la "otra vida"

2/26/2011

0 Comentarios

 
Las personas que tienen creencias religiosas suelen decir que quienes (al morir) se van de “esta vida”, pasan así a la “otra vida”, los buenos al cielo y los malos al infierno. A lo que se suele añadir una precisión: en el cielo sólo pueden entrar los que llegan allí enteramente purificados y para eso está el purgatorio.
La creencia en la otra vida resulta comprensible si tenemos en cuenta las muchas limitaciones que tiene esta vida. Siempre ha existido gente (mucha gente) que anhela la felicidad sin límites. Como hay gente que, habida cuenta de tantas injusticias como hay en este mundo, esperan que Dios castigue a los malos y canallas en el otro mundo. Parece lógico, por tanto, que haya gente que alimenta creencias en premios y castigos más allá de la muerte.
Así las cosas, lo primero que conviene tener en cuenta, al hablar de este oscuro y complicado asunto, es que las creencias relativas a la otra vida tienen lógicamente consecuencias (para bien o para mal) en esta vida. Lo más seguro es que, por ejemplo, cuando el franciscano Maximiliano Kolbe se dejó matar para salvar a un compañero, en un campo de concentración de la última guerra mundial, tomó aquella decisión ejemplar motivado por el amor cristiano y por la esperanza en la felicidad de la vida futura. Como también se puede dar por seguro que los pilotos camicaces, que se mataron matando a miles de personas en la Torres Gemelas de Nueva York, cometieron semejante atrocidad por motivaciones políticas reforzadas, en última instancia, por el deseo de llegar al paraíso celestial. No cabe duda que la esperanza en la otra vida puede ser un estímulo para el bien o una amenaza para el mal.
Por eso no es de extrañar que los predicadores de la “otra vida” hayan utilizado tantas veces el argumento del cielo y del infierno para motivar a los fieles, unas veces, para lograr objetivos ejemplares; y en otros casos para someter a los crédulos, para asustar a personas de buena voluntad o a gentes ingenuas, sin reparar en que, a base de sermones truculentos, han abrumado a no pocas psicologías débiles, han llevado a mucha gente a los confesionarios y hasta se ha negociado la otra vida mediante indulgencias que han dejado pingües beneficios, limosnas, herencias y otras ventajas de mayor o menor cuantía.
¿Qué hay después de la muerte? Como es lógico, todo lo que trasciende esta vida pertenece al ámbito de lo trascendente. Y lo trascendente es, por definición, lo que no está a nuestro alcance, o sea lo que no conocemos ni podemos conocer. Por tanto, ponerse a decir, determinar, precisar y explicar lo que ocurre después de la muerte es un alarde que entraña tanto atrevimiento como ingenuidad, ya que eso es lo mismo que hablar de lo que no sabemos, ni podemos saber. Pero, ¿no está todo eso dicho en la Biblia y en los libros sagrados? ¿no está definido por los papas y los concilios de la Iglesia? Seamos lógicos, sinceros y honestos. Todos los libros sagrados, incluida la Biblia, todo lo que han dicho los papas y los concilios, todo eso está dicho “desde la inmanencia” y, por tanto, es “inmanente”. Es decir, todo eso no puede alcanzar aquellas realidades que, por definición, nos trascienden. En otras palabras, aquellas realidades que no están a nuestro alcance. Y si lo están, es que no se nos habla de “lo trascendente”, sino de “lo inmanente”, disfrazado de falsa “divinidad”.
La fe no es un saber basado en argumentos demostrables por la evidencia. La fe es una “convicción libre”. En el caso de la fe cristiana, esa convicción lleva en sí la esperanza en que la muerte no tiene la última palabra. Es la convicción de la pervivencia en una plenitud de vida, sin que podamos precisar más en que pueda consistir esa plenitud. Y en cuanto al infierno, si efectivamente Dios es justo, hará justicia, sin que podamos saber cómo se hará esa justicia. Pero hablar del infierno, como se suele hacer en los catecismos y sermones al uso, con todo el respeto del mundo, yo no creo que eso pueda ser verdad. Por una razón que, para mí al menos, es incontestable. El infierno, por definición, es un castigo eterno. Ahora bien, un castigo (sea el que sea) tiene razón de ser como “medio” para algo (corregir, mejorar, educar, defender a los inocentes...), pero nunca puede tener razón de ser como “finalidad” en sí mismo. Un castigo, así pensado y realizado, no puede tener su origen en la bondad, sino en la maldad. O sea, un castigo así, no puede haber sido pensado por Dios, ni puede ser mantenido por Dios. Un presunto castigo “divino”, que al mismo tiempo se concibe como “eterno”, es una contradicción en sí mismo. Porque lo “divino”, que no se puede entender sino como bondad y fuente de bien, no puede ser causa y origen de un mal, que no tiene más finalidad en sí que hacer sufrir, o sea causar mal, daño y maldad. Porque si es “eterno”, no es “medio” para ninguna otra cosa, sino algo cuya única finalidad es el sufrimiento sin fin. Hacer a Dios causante y responsable de eso es la agresión más brutal a “lo divino” que la mente humana ha podido inventar.
En religión, se puede hablar de premios y castigos utilizando un lenguaje metafórico que pueda motivar a la gente para hacer el bien y evitar el mal. Tal es el sentido de los textos de los evangelios que hablan del “fuego” eterno, del “rechinar de dientes”, del “gusano de la conciencia” o de otras expresiones parecidas. Todo lo que sea pasar de eso y convertir las metáforas en lenguaje descriptivo de una realidad que está “arriba” o “abajo”, en lo alto de los cielos o en las profundidades del abismo, todo eso no puede ser sino un lenguaje imaginativo del que no nos cabe certeza alguna. La finalidad de las religiones ha de centrarse en hacernos buenas personas, en que seamos respetuosos y honrados, honestos y sinceros, responsables y gente de buen corazón. Y quienes, además de todo eso, tengan una fe que les lleve a mantener viva la esperanza que trasciende el presente, si eso les motiva para ser aún más buena gente, entonces se podrá decir que la religión es cabal. Y es lo que tiene que ser. Con toda sinceridad confieso que lo que acabo de explicar forma parte del eje mismo de mis creencias religiosas.
0 Comentarios

¿Y si nos quedamos sin sacerdotes?

2/21/2011

0 Comentarios

 
La semana pasada escribí en este blog una entrada en la que recordé cómo la Iglesia del primer milenio tuvo un concepto de la vocación sacerdotal muy distinto del que tenemos ahora. Hoy se piensa que la vocación es la “llamada de Dios” para que un cristiano, con la aprobación del obispo, pueda ser ordenado sacerdote. En los primeros diez siglos de la Iglesia, se pensaba que la vocación es la “llamada de la comunidad” para que un cristiano fuese ordenado sacerdote. Pero ocurre que, en este momento, la escasez de vocaciones es un hecho tan notable que hasta los políticos cristianodemócratas de Alemania han hecho pública una carta en la que piden al episcopado que puedan ser ordenados de sacerdotes hombres casados. Hasta los hombres de la política andan preocupados de lo mal que van las cosas en la Iglesia, entre otros motivos, por la alarmante falta de sacerdotes para atender las necesidades espirituales de los católicos. 
Así están las cosas en este momento. Los obispos - ya lo han dicho los alemanes - no están dispuestos a suprimir la ley del celibato. Y menos aún estarían dispuestos a tomar decisiones más radicales en cuanto se refiere al clero, especialmente por lo que respecta a la necesidad de que en la Iglesia haya sacerdotes para administrar los sacramentos. Yo no sé si los obispos van a ceder en este delicado asunto. Y si ceden, cuándo lo harán. Sea lo que sea de todo esto, me parece que ha llegado el momento de afrontar esta pregunta: ¿y si llega el día en que nos quedemos prácticamente sin sacerdotes? ¿sería eso el derrumbe total de la Iglesia?
El cristianismo tiene su origen en Jesús de Nazaret. Pero Jesús no fue sacerdote. Jesús fue un laico, que vivió y enseñó su mensaje como laico. Jesús reunió un grupo de discípulos y nombró doce apóstoles. Pero aquel grupo estaba compuesto por hombres y mujeres que iban con él de pueblo en pueblo (Lc 8, 1-3; Mc 15, 40-41). La muerte de Jesús en la cruz no fue un ritual religioso, sino la ejecución civil de un subversivo. Por eso la carta a los hebreos dice que Cristo fue sacerdote. Pero este escrito es el más radicalmente laico de todo el Nuevo Testamento. Porque el sacerdocio de Cristo no fue “ritual”, sino “existencial”. Es decir, lo que Cristo ofreció, no fue un rito ceremonial en un templo, sino su existencia entera, en el trabajo, en la vida con los demás y sobre todo en la horrible muerte que sufrió. Para los cristianos, no hay más sacerdocio que el de Cristo, que consiste en que cada uno viva para los demás. Ni más ni menos que eso. El sacerdocio cristiano, tal como se vive en la Iglesia, no tiene fundamento bíblico ninguno. Por eso en la Iglesia no tiene que haber hombres “consagrados”. Lo que tiene que haber es hombres y mujeres “ejemplares”. El “sacerdocio santo” y el “sacerdocio real” del que habla la 1ª carta de Pedro (1, 5. 9) es una mera denominación “espiritual” de todos los cristianos.
Además, en todo el Nuevo Testamento jamás se habla de “sacerdotes” en la Iglesia. Es más, está bien demostrado que los autores del Nuevo Testamento, desde san Pablo hasta el Apocalipsis, evitan cuidadosamente aplicar la palabra o el concepto de “sacerdote” a los que presidían en las comunidades que se iban formando. Esta situación se mantuvo hasta el siglo III. O sea, la Iglesia vivió durante casi doscientos años sin sacerdotes. La comunidad celebraba la eucaristía, pero nunca se dice que la presidiera un “sacerdote”. En las comunidades cristianas había responsables o encargados de diversas tareas, pero no se les consideraba hombres “sagrados” o “consagrados”. En el s. III, Tertuliano informa de que cualquier cristiano presidía la eucaristía (“De exhort. cast. VII, 3).
¿Qué pasaría si se acabaran los sacerdotes en la Iglesia? Simplemente que la Iglesia recuperaría, en la práctica, el modelo original que Jesús quiso. Lo que pasaría, por tanto, es que la Iglesia sería más auténtica. Una Iglesia más presente en el pueblo y entre los ciudadanos. Una Iglesia sin clero, sin funcionarios, sin dignidades que dividen y separan. Sólo así retomaríamos el camino que siguió el movimiento de Jesús: un movimiento profético, carismático, secular. El clericalismo, los hombres sagrados y los consagrados han alejado a la Iglesia del Evangelio y del pueblo. Así lo ve y lo dice la gente. La Iglesia se pensó que, teniendo un clero abundante y con prestigio, sería una Iglesia fuerte, con influencia en la cultura y en la sociedad. Pero a los hechos me remito. Ese modelo de Iglesia se está agotando. No podemos ignorar todo el bien que los sacerdotes y los religiosos han hecho. Y el que siguen haciendo. Pero tampoco podemos olvidar los escándalos y violencias que en la Iglesia se han vivido y de los que el clero, en gran medida, ha sido responsable.
Pero lo peor no es nada de eso. Lo más negativo, que ha dado de sí el modelo clerical de la Iglesia, es que quienes han tenido el “poder sagrado”, se han erigido en los responsables y, de las “comunidades de creyentes”, han hecho “súbditos obedientes”. La Iglesia se ha partido, se ha dividido, unos pocos mandando y los demás obedeciendo. En la Iglesia debe haber, como en toda institución humana, personas encargadas de la gestión de los asuntos, de la coordinación, de la enseñanza del mensaje de Jesús... Pero, una de dos: o Jesús vivió equivocado o los que andamos equivocados somos nosotros.
Por supuesto, el final del clero no se puede improvisar. Probablemente el cambio se va a producir, no por decisiones que vengan de Roma, sino porque la vida y el giro que ha tomado la historia nos van a llevar a eso: a una Iglesia compuesta por comunidades de fieles, conscientes de su responsabilidad, unidos a sus obispos (presididos por el obispo de Roma), respetando los diversos pueblos, naciones y culturas. Y preocupados sobre todo por hacer visible y patente la memoria de Jesús. Ya son muchas las comunidades que, por todo el mundo, a falta de clérigos, son los laicos los que celebran ellos solos la eucaristía. Porque son muchos los cristianos que están persuadidos de que la celebración de la eucaristía no es un privilegio de los sacerdotes, sino un derecho de la comunidad. El proceso está en marcha. Y mi convicción es que nadie lo va a detener. Termino afirmando que, si digo estas cosas, no es porque me importe poco la Iglesia o porque no la quiera ver ni en pintura. Todo lo contrario. Precisamente porque le debo tanto y me importa tanto, por eso, lo que más deseo es que sea fiel a Jesús y al Evangelio.
0 Comentarios

Los curas se suben otra vez al púlpito

2/15/2011

0 Comentarios

 
Acabo de regresar de Italia (Verona) donde he tenido un breve curso (sólo tres días) sobre la fe cristiana. Estos días de trabajo, y otros compromisos que tenía pendientes allí, han sido el motivo del paréntesis de silencio que ha sufrido este blog. Pido las debidas disculpas, por este silencio, a quienes suelen visitar el blog.
Italia es un país en el que la presencia de la religión sigue siendo fuerte. Es un hecho que se palpa enseguida. Sin duda, la cercanía del Vaticano y la abundancia de pequeñas diócesis son dos hechos determinantes en la religiosidad de millones de italianos.
Pero ocurre que, precisamente porque la religiosidad se nota más que en otros países, por eso mismo también se nota más y se percibe mejor la orientación que, en determinados sectores del pueblo, va tomando la práctica religiosa. Se trata de una orientación claramente regresiva. O para ser más preciso, cada vez que voy a Italia (y suelo ir dos o tres veces caño), me doy cuenta de la fuerza que van tomando dos fenómenos enormemente significativos: 1) Por una parte, se palpa que las prácticas religiosas tradicionales, no sólo se refuerzan, sino que además van en claro retroceso en el sentido de ir recuperando usos y costumbres que (quizá ingenuamente) creíamos definitivamente superadas. 2) Por otra parte, a medida que se recuperan prácticas religiosas de tiempos antiguos, casi en la misma medida aumenta el número de personas que anhelan y buscan otra forma de entender y practicar la vida cristiana, otra forma menos atada a determinadas prácticas medievales y más vinculada al Evangelio y a los primeros orígenes del cristianismo. Estos dos fenómenos son clarísimos y, por la información que tengo en este momento, creo que es en Italia donde mejor se advierten y más se notan estas dos tendencias, que, en no pocas cosas, van en direcciones estrictamente opuestas.
Pues bien, si se presta algo de atención al primero de estos fenómenos, el de la recuperación e intensificación de las prácticas religiosas de antaño, una de las cosas que más me han sorprendido es que, en no pocas parroquias del noreste italiano (pienso, por ejemplo, en la diócesis de Údine, en la frontera con Austria), van abundando los curas que están utilizando otra vez los púlpitos para las homilías de las misas o simplemente para predicar sus sermones al pueblo fiel. Y es importante notar que hay mucha gente a la que le gusta eso. Es más, abundan las personas a quienes les encanta que el predicador se ponga ropajes especialmente solemnes y llamativos para echar su sermón.
Esto me ha dado qué pensar. Porque no creo que la explicación del retorno a esta vieja costumbre haya que buscarla en la vanidad de los predicadores. Por supuesto, es evidente que un tipo, que se cuelga encima todos los ropajes que tiene a su alcance, por más que lo haga con el convencimiento de que así es cómo debe proceder, puede dar la impresión de que hace eso motivado por un mal disimulado orgullo. Pero el fondo del asunto no está en los sentimientos que pueda abrigar el predicador de turno. El problema está en lo que el púlpito representa en sí mismo. Lo más evidente que ocurre con el púlpito es que la predicación se separa del altar, es decir, la explicación del Evangelio se aleja de la Eucaristía. De forma que el Evangelio se convierte en “sermón”; y la Eucaristía se reduce a un “ritual” sagrado. Y entonces, en el sermón, el predicador se luce con su retórica; y, en el ritual, el sacerdote ejecuta un ceremonial que fomenta la devoción de unos, tranquiliza la conciencia de otros, pero, por lo general, a casi nadie le evoca lo que Jesús hizo y dijo en la cena aquélla en que se despidió de sus discípulos y amigos.
¿Qué hemos hecho con el Evangelio? ¿Qué nos queda de la Eucaristía? ¿A dónde vamos por este camino? Según dicen los entendidos, el “púlpito” fue, originalmente, parte del escenario del teatro romano. La parte diferenciada de la “orchestra”, es decir, la parte donde los actores recitaban y actuaban. ¿No estaremos haciendo de nuestras celebraciones litúrgicas una especie de teatro en el que todos pasamos un rato pero nadie se convierte?
0 Comentarios

El sacramento del "orden", ¿entraña una contradicción?

2/11/2011

0 Comentarios

 
Expliqué en el post anterior que todos los autores del N. T. evitaron cuidadosamente utilizar el término “sacerdote” para designar a los ministros o responsables de las comunidades cristianas. Y es importante recordar que esta actitud se mantuvo hasta el siglo III. Como es lógico, si en la Iglesia de los dos primeros siglos se cuidó evitar esta designación, por algo sería, es decir, alguna rezón tendrían aquellas comunidades para no utilizar jamás el título de “sacerdote” cuando se referían a los líderes de las comunidades. Esto da que pensar. Sobre todo, si tenemos en cuenta que, como no podía ser de otra manera, todos los grupos religiosos de la antigüedad tenían naturalmente una nomenclatura (consagrada y aceptada) para designar a sus cuadros de mando. Sin embargo - y por más sorprendente que pueda parecer -, las primeras comunidades de la Iglesia tomaron, para designar a los cargos en las comunidades, nombres tomados de las instituciones civiles. Así: “ apostoloi” (enviados, mensajeros); “prophetai” (profetas, que con frecuencia eran laicos); “poimenes” (pastores); “euangelistês” (el que lleva buenas noticias); “episkopoi” (obispos), que eran los “vigilantes”, “inspectores”o “gobernadores”: “presbyteroi” (presbíteros), personas honorables y que en Asia Menor y Egipto designaban a los que presidían en una corporación; “proistámenoi” (los que presidían) (Rom 12, 8; 1 Tes 5, 12); “egoúmenoi” (dirigentes) (Heb 13, 7; Hech 15, 22); “diakonoi” (sirvientes o camareros); “douloi” (siervos o esclavos) (Rom 1, 1; 2 Cor 6, 4; Col 1, 25...; cf. Mc 10, 45 par).
La Iglesia naciente no toleró títulos “sagrados”, sino nombres o calificativos “civiles” y, en ese sentido, “laicos”. Nos guste o no nos guste, así fue. Y lo lógico es pensar que esto no pudo ser mera casualidad. Sin duda, esto tiene su lógica relación con el título mismo de “Iglesia”, que es la versión a nuestra lengua del término griego “ekklesía”, la palabra técnica que se utilizaba en Grecia para designar a la asamblea de ciudadnos libres, reunidos para tomar democráticamente sus decisiones.
Nada de esto impedía creer en Jesús el Señor. Y ser testigos de la fe. Es más, sin duda alguna, los primeros cristianos vieron que era así cómo tenían que denominarse y hacerse presentes en la sociedad del Imperio.
Precisando más: en la primera mitad del s. III, los ministros de las comunidades empezaron a utilizar los términos “orden” y “ordenación”. Ahora bien, estos términos remitían, ya entonces y sobre todo entonces, a las ideas de “honor”, “dignidad” y “potestad”. En efecto, el “ordo” y la “ordinatio” eran, en aquel tiempo, conceptos clave en la organización de la sociedad. Porque eran los términos clásicos para designar el nombramiento de los funcionarios imperiales, sobre todo del emperador. El “ordo” tenía, en el imperio romano, la significación de “clase social”, de manera que existían tres “ordines”: el orden de los senadores (“ordo senatorum”) y el orden de los caballeros (“ordo equitum”), que se situaban claramente sobre la plebe o pueblo llano (“ordo plebeius”) (Pauly-Wissowa, 18/1, 930-936). Es claro que los ministros de las comunidades, en el s. III, se apropiaron el “ orden” y la “ ordenación”, como títulos de dignidad y supremacía, para diferenciarse de la gente sencilla y, por tanto, de la comunidad. En buena medida, se puede decir que el derecho y la cultura del imperio fueron más determinantes que el Evangelio. Jesús había reprendido insistentemente a los discípulos y apóstoles por sus pretensiones de ser los más importantes, de situarse los primeros (Mc 10, 35-45 par; Mc 9, 33-37 par). El criterio de Jesús es que los primeros tenían que situarse como los últimos (Mt 20, 16; Mc 10, 31). En este sentido, la Iglesia tendría que ser la subversión del “orden” de este mundo. Pero el “clero”, como “porción escogida”, no quiso que fuera así.
Como es lógico, toda institución que pretenda perpetuarse ha de tener un mínimo de organización, una estructura. Pero eso se puede hacer de muchas maneras. Jesús no quiso, en el movimiento que el ponia en marcha, reproducir los modelos organizativos de los poderes de este mundo. Y, con claridad y firmeza, los primeros cristianos entendieron que la Iglesia no tiene por qué ser guiada por “hombres sagrados” o “ consagrados”. Pero el hecho es que en la Iglesia trastornó el ideal utópico de Jesús. El ideal de quien está convencido que todo el que sube, por eso mismo, divide; mientras que todo el que baja, por eso mismo, une. Ya el autor de la primera carta de Pedro se dio cuenta del peligro que acechaba, a las comunidades de la Iglesia, cuando, dirigiéndose “a los responsables de las comunidades”, les dijo: “cuidad del rebaño de Dios que os han confiado, cuidando de él no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por por sacar dinero, sino generosamente; no tiranizando a los que os han confiado, sino haciéndoos modelos del rebaño” (1 Pe 5, 1-3).
Algunos comentarios al post anterior han dado a entender que en la Iglesia, desde el N. T. hasta hoy, se ha ha producido un “desarrollo del dogma”. Pero, ¿podemos los cristianos admitir un “ desarrollo” que resulta contradictorio con el Evangelio?
0 Comentarios

"Espiritualidad para insatisfechos"

2/7/2011

0 Comentarios

 
Hace cuatro años, exactamente en enero de 2007, la editorial Trotta (Madrid) publicó un libro mío que lleva el mismo título que esta entrada del blog. Recuerdo hoy este cuarto aniversario porque acaba de salir a la luz pública la 5ª edición de este libro. Seguramente, muchas de las personas que suelen visitar este blog no conocen el libro que se acaba de reeditar. Por eso me ha perecido conveniente anunciarlo aquí. Por supuesto, y como es lógico, cualquier escritor, al que le publican un libro (sea la edición que sea), tiene interés en que la gente se entere de que ese libro está en las librerías. No tanto por las ganancias económicas que eso le pueda reportar, ya que tales ganancias son bastante más reducidas de lo que la gente se imagina (sólo el 10 % de la venta, del que Hacienda descuenta además el 18 %), sino porque (como es natural) quien trabaja durante meses, quizás años, en una obra escrita, tiene interés en que el contenido de ese trabajo llegue a la mayor cantidad posible de destinatarios. Esto no necesita mucha explicación. Lo entiende cualquiera.
Pero, en el caso concreto de este libro, hay dos motivos que me parecen de cierta relevancia para anunciarlo y hasta recomendarlo. Ante todo, el contenido del libro. Porque se trata de un escrito pensado para personas “insatisfechas”. Y, como bien sabemos, la gente insatisfecha abunda bastante más de lo que podemos imaginar. Sobre todo, gente insatisfecha en lo que se refiere a la religión, a la fe, a la Iglesia. De todo eso es de lo que habla este libro. Intentado explicar cómo se debe entender y vivir una espiritualidad que no entre en conflicto con nuestra propia humanidad, sino todo lo contrario. Porque lo más claro, que hay en la tradición cristiana, es que Dios, cuando pensó traer salvación y esperanza a este mundo, lo primero que hizo fue “humanizarse”, o como dice san Pablo, “hacerse como uno de tantos”, “vaciándose de sí mismo” y “tomando la forma (o la presencia) de un esclavo” (Fil 2, 7). O sea, Dios bajó y se rebajó hasta lo más sencillo, elemental e insignificante de la condición humana. Porque, por lo visto, por ahí es por donde Dios vio que se le puede ofrecer esperanza a la gente y fuerza de solución a los mil problemas que nos agobian. Creo que analizar esto, con paz, sosiego y la profundidad que está a nuestro alcance, es un asunto que representa un notable interés. Por esto, ante todo, anuncio aquí que se acaba de publicar esta nueva edición de este libro.
El otro motivo, por el que se me antoja que a algunos les puede interesar esta 5ª edición, es que se trata de un libro de espiritualidad cristiana que, ya antes de salir a la luz pública, fue prohibido por los consejeros teológicos que en 2007 eran los teólogos de la Conferencia Episcopal Española. Si alguien me pregunta quiénes eran estos teólogos, tengo que decir que no lo sé. A mí me comunicó, de palabra, la prohibición el director de la editorial religiosa que me había pedido la publicación de este libro. Y me envió, por correo postal, dos largos escritos anónimos, sin membrete, sin firma y sin sello. Y en los que sólo constaba la fecha: uno (cinco folios) era del 26 de junio de 2007. Y el otro (cuatro folios), del 29 del mismo mes. Sé que esos escritos venían de las oficinas de la Conferencia Episcopal porque así me lo dijo, por correo y por teléfono, el director de la editorial religiosa. Lo más desagradable, que había en estos escritos, no era el anonimato de sus autores, sino el contenido de los mencionados escritos. Sin entrar en cuestiones más técnicas, baste saber que uno de estos escritos, al enjuiciar el libro, empezaba diciendo: “Estamos ante un libro intencionadamente escandaloso” (las dos últimas palabras en cursiva). Y el escrito terminaba así: “No estamos simplemente ante una obra en la que se han “deslizado” algunos errores debido al deseo de ser creativos, sino ante una toma formal de postura en la que intencionadamente se busca estar en contra de la enseñanza de la Iglesia. No es un problema de pensamiento, sino ante todo, de voluntad. Esta obra ilustra bien lo que el Código de Derecho Canónico llama “negación pertinaz” (CIC 750) y “contumacia” (CIC 1347, 1358, 1364)”. Estos cánones se refieren a las “censuras al delincuente” (can. 1358) y a los delitos de apostasía, herejía y cisma (can. 1364).
Confieso públicamente que amo a la Iglesia. Confieso públicamente que quiero vivir y morir en ella. Porque en ella, yo, que no sé si he dado pie para que se pueda decir o insinuar que voy por la vida pisando el terreno peligroso de los delincuentes, apóstatas, herejes y cismáticos, no obstante mis humillantes maldades, en la Iglesia he encontrado a Jesús, he encontrado la fe en Jesús, y en Jesús he encontrado el sentido de mi vida y la esperanza de un amor del Señor hacia mí que no tiene límites.
0 Comentarios

La alarmante escacez de vocaciones en la Iglesia

2/4/2011

0 Comentarios

 
Me refiero concretamente a las vocaciones para el presbiterado. Lo estamos viendo y palpando: cada día hay menos seminaristas, menos curas y muchos de los que van quedando son ya mayores con las consiguientes e inevitables limitaciones que eso lleva consigo.

Las estadísticas en Europa, Estados Unidos e incluso ya en América Latina son muy preocupantes. A este paso, dentro de diez años, la situación será insostenible.

Por otra parte, la Iglesia entera debería tener siempre muy presente la severa afirmación que hizo el concilio Vaticano II:

“Todos los fieles cristianos tienen el derecho de recibir de los sagrados pastores, de entre los bienes espirituales de la Iglesia, ante todo, los auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos” (LG 37, 1).

Un derecho que además quedó recogido y ratificado en CIC, canon 213.

Ahora bien, este derecho se está quebrantando gravemente en este momento porque, como es bien sabido, hay miles de pueblos y aldeas en los que no hay un sacerdote que enseñe el catecismo, que explique el Evangelio, que celebre la eucaristía, que visite a los enfermos, que atienda a los necesitados, etc.

Así las cosas, la pregunta que hay que hacerse es la siguiente: ¿tiene la jerarquía eclesiástica autoridad para establecer unas condiciones de acceso al ministerio presbiteral, que, tal como hoy está la vida y la sociedad, de esas condiciones se sigue inevitablemente que a miles y miles de cristianos se les priva de un derecho que es inherente a la condición misma y al ser del cristiano?

Por tanto, ¿no hay motivos suficientes para pensar que la jerarquía eclesiástica está abusando de un poder que entra en conflicto con un derecho fundamental de los fieles cristianos?

La respuesta a estas preguntas no se puede despachar con la fácil escapatoria de quienes dicen que la falta de vocaciones no depende de los obispos, sino que es un problema cuyas raíces están en la secularización de la sociedad, en el laicismo imperante, en la educación atea que se les da a tantos jóvenes, en el hedonismo y materialismo que invaden las costumbres, etc.

¿Qué más quisiéramos que tener muchas y buenas vocaciones sacerdotales? Pero, ¿si Dios no las manda…? ¿O si lo que ocurre es que los jóvenes no responden a la llamada divina? ¿Qué podemos hacer nosotros ante un problema cuya solución no depende de nosotros?

Insisto en que este tipo de razonamientos no son sino una fácil escapatoria. Tan fácil como falsa. ¿Por qué? Porque la jerarquía eclesiástica puede perfectamente modificar las condiciones de acceso al ministerio ordenado.

Otra cosa es que se considere intangible el procedimiento actual. Y el actual concepto que tenemos de lo que es una vocación al ministerio eclesiástico. ¿Estamos seguros de que esto es lo que Dios quiere?

No podemos tener esta seguridad. Por la sencilla razón de que en la Iglesia, durante siglos, las cosas se hicieron de otra manera. Es decir, durante cientos de años, fue distinta la idea que se tenía de lo que es una vocación al sacerdocio. Y fue distinto, por tanto, el procedimiento para elegir y designar a quienes podían y debían ser ordenados de presbíteros o de obispos.

Hoy tenemos la idea de que la vocación es una “llamada de Dios”, a la que, quien es llamado, debe responder con generosidad. Hasta el siglo XI, no era básicamente una llamada de Dios, sino una “llamada de la comunidad” cristiana.

De forma que está abundantemente documentado que quienes se presentaban al obispo diciendo que habían sentido la llamada del Señor, a esos precisamente era a los que normalmente nunca se ordenaba.

La norma establecida en la Iglesia antigua era que las ordenaciones sacerdotales tenían que ser ordenaciones “invitus” y “coactus”, es decir, ordenaciones de aquellos que se resistían, que no querían, ser ordenados. Y lo eran porque era la comunidad la que veía y discernía quién era o no era el sujeto adecuado para ejercer el ministerio pastoral.

Además, es importante saber que esta práctica no era una “recomendación”, sino una “norma” establecida en los sínodos y en los concilios; la norma que, por todas partes, enseñaban los padres de la Iglesia y explicaban los teólogos.

La enorme documentación, que existe sobre este asunto, ha sido recogida y razonada, entre otros, por Y. Congar (”Ordinations invitus, coactus de l’Église antique au canon 214″; en la “Rev. Sc. Phil. Et Théol.” 50 (1966) 169-197).

Todavía el “Decreto” de Graciano (s. XI) recoge la tradición de los siglos anteriores con esta fórmula: “El puesto de gobierno, así como ha de ser negado a quienes lo desean, se debe ofrecer a los que lo rechazan” (can. 9, q. 1 C. VIII, col. 592).

Era otra mentalidad. Ser cura, ser obispo, no era una dignidad ni un honor, sino una carga. Y una carga pesada. Esto, ante todo. Pero, más que nada, lo que se tenía en cuenta era el criterio y el juicio de la comunidad (parroquia, diócesis), en la que iba a ejercer el ministerio el nuevo candidato.

Y, como es lógico, quienes mejor sabían quién era el sujeto que mejor reunía las condiciones convenientes para la parroquia o la diócesis, eran los ciudadanos y feligreses con los que el candidato iba a trabajar. Era, por tanto, otro modelo organizativo de Iglesia.

Una Iglesia menos centralizada, que miraba más al pueblo que a Roma o a la Curia Diocesana. Y era, en consecuencia, una Iglesia cercana, unida y hasta fundida con el pueblo, con la gente, con las necesidades y esperanzas de los fieles cristianos. Es evidente que todo esto se podría hacer hoy. Se tendría que hacer ya.

Y si no se hace, me parece que tenemos razones suficientes para pensar que el motivo del actual inmovilismo, ante una situación tan grave y tan preocupante, no es otro que el deseo de mantener un poder sobre la gente, sobre los laicos, de los que la jerarquía no se fía y cuyas necesidades, carencias y esperanza no toma en serio.

Se tiene miedo a que la gente pida que se ordene de sacerdote a un hombre casado. Se tiene más miedo aún a que la gente quiera que se ordene a una mujer. Y así sucesivamente. ¿Por qué tantos miedos? ¿Y no nos da miedo la soledad, el desprestigio y el desamparo en que se está quedado la Iglesia?

0 Comentarios
    Picture

    Jose M. Castillo

     

    Archivos

    Diciembre 2018
    Julio 2018
    Abril 2018
    Enero 2016
    Diciembre 2015
    Agosto 2014
    Julio 2014
    Febrero 2014
    Enero 2014
    Noviembre 2013
    Octubre 2013
    Septiembre 2013
    Mayo 2013
    Marzo 2013
    Septiembre 2012
    Agosto 2012
    Junio 2012
    Mayo 2012
    Abril 2012
    Marzo 2012
    Febrero 2012
    Enero 2012
    Diciembre 2011
    Noviembre 2011
    Octubre 2011
    Septiembre 2011
    Agosto 2011
    Julio 2011
    Junio 2011
    Abril 2011
    Marzo 2011
    Febrero 2011
    Enero 2011
    Diciembre 2010
    Noviembre 2010

    Categorias

    Todo

    Canal RSS

Centro Humanístico © Derechos Reservados 2010-2023
  • Blog
  • Escritos de Teólogos
    • + Mons. Romero
    • Leonardo Boff
    • David Guadalupe EJ
    • Jose Maria Castillo
    • José Arregui
    • Felix Struik OP
    • José Antonio Pagola
    • Sor Lucia Caram OP
    • Hans Kung
    • Jesus Bastante
  • Poemas
  • Preguntas
  • Envía tu escrito
  • Información
    • Contactenos
    • Centro Humanístico
    • Términos y Condiciones de Uso
    • Política de Privacidad
    • Derechos de Autor
  • Languages
    • Francés
    • Italiano
    • English