Una de las cosas que más me han impresionado, en la reciente JMJ celebrada en Madrid, ha sido lo mucho que tanta gente quiere al papa. No me refiero simplemente al entusiasmo masivo, al respeto, la admiración, al fervor de los fieles. De todo eso, por supuesto, ha habido mucho. Pero es que, además, lo que se ha palpado en las miradas y en los rostros, en los gritos y en los cantos de muchos de los asistentes ha sido algo más hondo, seguramente el sentimiento más íntimo y más profundo que un ser humano puede sentir hacia otro: el cariño, el amor sincero.
Y naturalmente me he preguntado, y me pregunto, ¿es esto el mero contagio de una especie de histeria colectiva tan característica en las concentraciones masivas de gente entusiasmada? Sin duda, algo de eso se ha producido. Pero creo que con echar mano del contagio de masas, que se puede producir en cualquier espectáculo o concentración masiva de gente, con eso nada más no explicamos lo que realmente ha ocurrido en Madrid con motivo de la venida del papa. ¿Por qué? Porque los cientos de miles de personas, que ha concentrado el papa, no se han reunido para asistir a un espectáculo artístico, deportivo o de cualquier otro tipo que se parezca a eso. La gente que ha ido a ver al papa no ha ido a divertirse. Ha ido a oír mensajes, consignas, mandatos y prohibiciones que no siempre y en todo son precisamente agradables. El papa les ha dicho a sus oyentes, ya fueran jóvenes o mayores, clérigos o laicos, hombres o mujeres, monjas o profesores de universidad, que lo que tienen que hacer en la vida es aceptar y cumplir lo que les enseña y les manda la Iglesia. Y bien sabemos que lo que enseña la Iglesia es, a veces, difícil de entender. Y lo que manda la Iglesia no siempre es fácil de observar o de cumplirlo a rajatabla. Lo que ha dicho el papa, si se toma en serio, si se acepta de buen gusto, si se acoge con cariño y se aplaude con entusiasmo, supone un fenómeno de amor masivo y entusiasta que no resulta fácil de explicar, al menos a primera vista. A no ser que estemos hablando de un imponente espectáculo de hipocresía colectiva o de una impresionante representación teatral en la que nadie ha tomado en serio el papel que parecía estar representando. Pero no. No se trata de nada de eso. El papa ha dicho lo que creía que tenía que decir, ¡qué duda cabe! Y el millón y medio de personas, que le han escuchado y aplaudido con asombroso entusiasmo, han hecho igualmente lo que creían que tenían que hacer. De la misma manera que, en cualquier portal de la red, como digas cualquier cosa que pueda rozar el intocable proceder del papa, ten por seguro que te llueven insultos y amenazas como no te puedes ni imaginar. Realmente, ¿qué pasa con esto del cariño al papa? Se puede cuestionar lo que dijo Jesucristo en tal o cual pasaje de un evangelio. Te dirán que eso es asunto de teólogos o de exegetas. Pero como te atrevas a cuestionar lo que el papa ha dicho en un discurso cualquiera, prepárate para lo que se te viene encima. ¿Hasta tal extremo se han trastornado las cosas, las mentes y la misma religión? Todo esto - dicen los entendidos - tiene una explicación tan simple como profunda al misma tiempo. El fondo del asunto está en el miedo que todos le tenemos a la libertad. Sí, es así, por más sorprendente que pueda parecer. No nos cansamos de repetir que queremos ser libres, cuando en realidad lo que más tememos es ser libres de verdad. Como es bien sabido, la genialidad de F. Dostoyevsky lo supo formular en su famoso discurso del “Gran Inquisidor”, en “Los Hermanos Karamazov”: “no hay ni ha habido jamás nada más intolerable para el hombre y la sociedad que ser libres”. Por eso la gente ama apasionadamente al que les quita de encima el peso insoportable de tener que enfrentarse cada día y en cada situación al sobrecogedor problema de pensar por sí mismos, decidir desde ellos mismos, asumir ante cada ser humano la propia responsabilidad. Mucho se ha dicho sobre el “miedo a la libertad”. Pero nunca llegaremos a tocar el fondo del problema. Porque, en definitiva, es el problema insondable del ser humano que sólo en el encuentro con su propia humanidad es donde puede encontrar la trascendencia que todos (quizá sin saberlo) tanto anhelamos. Benedicto XVI ha censurado a los que quieren “ser como dioses” decidiendo ellos lo que está bien y lo que está mal. Según el mito bíblico del Paraíso, esa aspiración a “ser como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gen 3, 5) es la tentación básica de todo ser humano. La tentación que se vence, no aspirando a una presunta “divinidad”, sino encontrando nuestra propia “humanidad”. Lo que conlleva, como es lógico, nuestra propia libertad. El catolicismo es la religión que ha cargado sobre los hombros de un solo hombre, el papa, la asombrosa responsabilidad de ir por el mundo liberando a la gente del peso insoportable de la libertad de pensar, de decidir y de actuar. Por eso hay tanta gente que cuando ve a ese hombre lo quiere apasionadamente con un amor sin fin.
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Sin duda, mucha gente pensará que es un despropósito relacionar los viajes del Papa con los viajes de Jesús. Veinte siglos separan unos viajes de otros. Y casi todas las circunstancias, que rodearon y rodean una cosa y otra son tan distintas, que relacionar aquello con esto no puede tener otra finalidad que terminar diciendo que aquellos viajes no tienen nada que ver con éstos. Con lo que, a fin de cuentas y si todo esto es así, lo que aquí se pretendería sería sencillamente desprestigiar al Papa.
Por supuesto, a quien piense como acabo de indicar no le faltan razones para hacerlo. Pero también digo que, si el solo título de este artículo pone nerviosas a algunas personas, quizá se pueda pensar razonablemente que, al menos de entrada, nadie tendría por qué tener prevenciones de que, a propósito del viaje del Papa, se diga algo de cómo, por qué, para qué y con quién viajaba Jesús. ¿No decimos que el Papa es el Vicario de Cristo en la tierra? El Diccionario de la RAE dice que Vicario es el "que tiene las veces, poder y facultades de otro o le representa". Pues - digo yo -, si el Papa representa a Jesús, salvando todas las diferencias, algo tendrán que ver estos viajes con aquellos. Y así es. Jesús viajaba para hablar de Dios. Y para eso viene el Papa a Madrid. Jesús viajaba para buscar a los alejados de Dios. Y para eso se ha organizado la Jornada Mundial de la Juventud, ya que hay razones para pensar que los jóvenes son uno de los sectores de la población más alejados de la fe en Dios. Jesús viajaba para consolar a los que sufren. Y no cabe duda que la visita del Papa servirá de consuelo a no pocas personas atribuladas. Todo esto es cierto. Pero también es verdad que Jesús viajaba de forma que las "multitudes", que acudían a él para escucharle, eran gentes que los evangelios designan normalmente mediante la palabra griega "óchlos", que aparece 170 veces en los evangelios. Y que designa, no sólo una cantidad grande de gente, sino además gente ignorante, de condición social humilde y que era considerada por los piadosos como "gente que desconocía la ley religiosa y estaba maldita", según decían los más observantes religiosos (Jn 7, 49). Si los autores de los evangelios disponían de otras palabras griegas ("démos", "láos", "éthnos"...) para designar al pueblo que acudía a Jesús, ¿por qué normalmente utilizan la palabra más despectiva que tenían a mano? ¿Qué atractivo extraño tenía aquél itinerante incansable que fue Jesús? Al hacerme estas preguntas, no pretendo cuestionar ni el costo económico que va a tener el viaje del Papa, ni lo que pretenden quienes han organizado este viaje, ni lo que buscan los que van a viajar hasta Madrid para escucharlo. Yo me pregunto algo que es mucho más grave, más apremiante, más fuerte: estando como están las cosas en los países del cuerno de África, donde cientos de miles de criaturas se mueren de hambre y de escasez, y en vista de que los países más poderosos del mundo no le ponen remedio a esa situación tan angustiosa, ¿por que el Papa no se va, de momento al menos, a Somalia y Kenia, y se queda allí, en los campos de refugiados, hasta que no se le ponga un remedio eficaz a esta situación de tantos seres inocentes que se debaten entre la vida y la muerte? Si hay fundadas esperanzas de que un gesto así del Papa fuera un zarandeo a la conciencias de tantos multimillonarios que podrían aliviar el presente estado de cosas, ¿por qué no lo hace el Papa? ¿No es más necesario, más importante, más humano, más evangélico, en este dramático momento, irse con los pobres moribundos que entrar triunfante en el apoteósico recibimiento que se le va a hacer en Madrid? Y conste que me voy a poner el parche antes de que me salga el grano. Porque son mucos los que van a decir que todo esto es demagogia barata, utopía inútil, etc, etc. Pero aun a riesgo de que se me eche en cara todo eso, y mucho más, no voy a dejar de decir lo que siento, ante una necesidad tan patente y que tanto clama al cielo. Es más, si lo digo, no es para atacar a la Iglesia o al Papa. Todo lo contrario. Lo digo porque tengo la convicción firme de la fuerza que tienen la Iglesia y el Papa para mover corazones y conciencias cuando está en juego la vida o la muerte de tantos seres débiles, los más indefensos y desamparados. Por supuesto, que el Papa se reúna con los jóvenes y les remueva las conciencias, les indique el camino del Evangelio y les descubra horizontes de humanidad. Pero, por favor, lo primero es lo primero. Y, sin duda alguna, lo más urgente, en este momento, es salvar la vida de tantas personas que son los "nadies" de este mundo. Y termino afirmando que esto no es sólo para el Papa y los obispos. Es para todos. Para mí el primero. Para que todos tengamos el coraje de afrontar una situación que no admite espera. Lo que ayer publiqué sobre los “Indignados de la Iglesia” ha provocado reacciones apasionadas, que solamente resultan explicables desde la ignorancia. Una ignorancia sorprendente y preocupante, puesto que se refiere a cosas muy fundamentales. Por supuesto, que, al decir esto, me estoy defendiendo. Pero, además de eso (a lo que creo que tengo derecho), estoy advirtiendo que, si tenemos en cuenta los datos que nos proporciona la historia de la Iglesia, quienes atacan con pasión (y algunos con desenfreno) lo que he dicho, lo que hacen es poner en evidencia un desconocimiento tan serio de lo que es la Iglesia, que esto sí que es preocupante.
Ante todo, me permito advertir que las propias creencias y las propias convicciones no se defienden con insultos y agresiones. Eso, ni es cristiano, ni es de personas educadas. Y, como es lógico, quienes hablan así, lo único que consiguen es perder el poco prestigio y la poca credibilidad que les queda. Por respeto a sí mismos, deberían prohibirse utilizar esos lenguajes. Y sustituir su manera de hablar por razonamientos documentados. Esto es lo que se hace entre personas que pretenden presentarse como gente educada y culta. Pero, si vamos al contenido de lo que yo decía ayer, realmente resulta penoso quitarle la razón al papa San Gregorio Magno utilizando para ello un dicho de Santa Catalina de Siena. ¿Qué teología hay detrás de semejante argumentación? Pero lo más serio, en este incidente, es que, según creo, muchos se han puesto nerviosos cuando se han enterado de que los papas de todo el primer milenio, hasta ya entrado el s. XI, o sea durante más de diez siglos, se resistieron a utilizar el título de papa “universal”. De forma que fue en el año 1049, cuando un sínodo romano, bajo el pontificado de León IX, prohibió “bajo anatema de la autoridad apostólica” que de nadie se afirme ser primado de la iglesia universal, más que del obispo de la sede romana, y se declara “que sólo el pontífice de Roma es el primado y el apostólico de la Iglesia universal” (Mansi, XIX, 738). Se ha dicho, con razón, que la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar. Mientras no nos tengamos respeto y mientras no hablemos desde el conocimiento, y no desde la pasión fanática, mal servicio le vamos a prestar a la Iglesia, al Romano Pontífice y, sobre todo, a la fe que en Jesucristo que decimos defender. |
Jose M. Castillo
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