Según el canon 331, del vigente Código de Derecho Canónico, el papa tiene una potestad que es: “suprema, plena, inmediata y universal”. Además, el papa puede ejercer esta potestad “siempre libremente”. Más aún, “no cabe apelación ni recurso contra una sentencia o un decreto del Romano Pontífice” (can. 333, 3). Es evidente que, sea quien sea la persona que ejerce de papa, la institución del papado, tal como está organizado y tal como se gestiona, entraña un poder que se presenta, ante el mundo, no sólo con pretensiones, sino sobre todo con la intención, de estar sobre cualquier otro poder en la tierra.
En la Edad Media, concretamente a partir del pontificado de Inocencio III, este poder fue interpretado por los teólogos desde la teoría de la “plenitudo potestatis”, según la cual el papa tenía poder para destituir a reyes y emperadores. Lo que tuvo consecuencias fatales para pueblos enteros. En 1454, el papa Nicolás V, basado en esta teoría del poder pleno, le concedió al rey de Portugal “la plena y libre facultad de apropiarse, para él y sus sucesores, ... y de someter a perpetua esclavitud a esas gentes” (los habitantes de Africa). Esta generosa y extravagante donación fue reiterada por León X (1516) y por Pablo III (1534). Es la misma teoría del poder del papado que justificó las bulas de Alejandro VI cuando hizo donación de las tierras de América a los reyes de España y Portugal (4.V.1493). Como es lógico, estas teorías y estas prácticas se vieron seriamente cuestionadas en el s. XVIII, con motivo de la Ilustración. Pero la reacción conservadora no se hizo esperar. De ahí que durante el s. XIX no cesaron los empeños insistentes, por recuperar y hasta por llevar hasta el límite la exaltación del poder del papado. Baste recordar el tratado sobre el papa (Du Pape) de Joseph de Maistre, que fue traducido y reeditado por toda Europa. Su punto de vista es tajante: “No hay moral pública ni carácter nacional sin religión, no hay religión europea sin cristianismo, no hay cristianismo sin catolicismo, no hay catolicismo sin papa, no hay papa sin la supremacía que le corresponde”. Se dirá que hoy ya nadie piensa así. No es cierto. Desde el momento en que el poder del papado se sitúa en un plano superior a cualquier otro poder meramente humano y terreno, desde ese momento se acaba diciendo que “la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas derivadas de una visión integral del hombre y de su eterno destino”. Esto dijo Benedicto XVI, el 24 de Junio de 2005, ante el presidente de la República Italiana en el palacio de El Quirinal. Lo que, en el fondo, equivale a decir que el poder temporal del Estado se tiene que supeditar al poder eterno del papado. Ya he dicho - y repito - que yo no pienso enjuiciar aquí ni lo que ha dicho, ni lo que ha hecho, Benedicto XVI. Insisto en que, a mi manera de ver, el problema no está en la persona del papa, sino en la organización del papado. Por eso la cuestión capital está en esto: si es que, efectivamente, existe ese poder supremo en la Iglesia, ¿quién es el sujeto que posee ese supremo poder? Esta cuestión ha quedado resuelta jurídicamente en el Código de Derecho Canónico, como ya he dicho antes. Pero teológicamente está sin resolver. Y no olvidemos que la estructura de la Iglesia no es “jurídica”, sino “sacramental”, es decir, estrictamente “teológica”, como consta ampliamente en la Constitución sobre la Iglesia (Lumen Gentium) del Vaticano II. Pues bien, para ir derechamente al centro del problema, sin duda alguna, cuando este asunto se planteó con más fuerza fue con motivo del llamado “Cisma de Occidente”. Desde 1409, la Iglesia se encontró con tres papas. Y los tres defendían su potestad de manera que ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. Solución: se convocó el concilio de Constanza (1414-1418), que afirmó el poder superior del concilio sobre el papa. En 1431, el concilio de Basilea repitió, con más fuerza si cabe, este mismo criterio. Lo que, en definitiva, equivalía a decir que el episcopado, en cuanto representante de toda la Iglesia, es el sujeto de supremo poder en la Iglesia, por encima incluso del papado, en situaciones que no se pueden resolver de otra manera. ¿Quedó con esto el problema resuelto de forma definitiva? No. Porque, unos años después, en 1439, el Concilio de Florencia definió: “La Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre la Iglesia universal”. Así, se retornó a la situación anterior al cisma de los tres papas. Porque en la Iglesia se mantuvo una potente corriente de pensamiento teológico, la idea “conciliarista”, que defendía la obligación de juzgar al papa si se aparta de la fe. Esta idea agitó a la Iglesia con fuerza durante los siglos XV y XVI. Por eso, sin duda, el concilio de Trento, que se debió enfrentar a la propuesta más peligrosa de la Reforma, la cuestión del papado, en ningún momento se atrevió a poner en el orden del día el problema capital de quién es el sujeto de suprema potestad en la Iglesia. El asunto, por tanto, siguió sin ser resuelto. Y sin resolver se quedó en el concilio Vaticano I (1870). En este concilio se afirmaron con fuerza los poderes del papa. Pero la interrupción del concilio, por causa de la guerra, dejó sin tratar el tema de los poderes del episcopado. De forma que el Relator oficial del Concilio, el obispo Zinelli, comunicó a la asamblea: “Concedemos gustosamente que en el concilio ecuménico, es decir, en los obispos en unión con su jefe, reside el poder eclesial supremo y pleno sobre todos los fieles”. Y así quedaron las cosas hasta el día de hoy. En una próxima reflexión (entrada en el blog), explicaré lo que quedó resuelto - y sin resolver - en el Vaticano II. De momento, y dado lo apremiante de los días que estamos viviendo en la Iglesia, me limito a decir que el Colegio Cardenalicio, que es el que va a tomar las decisiones que comprometerán el futuro de la Iglesia, ni fue instituido por Jesucristo, ni tiene mucho que ver con el Evangelio. Sin embargo, el episcopado, en el que se realiza la “apostolicidad” de la Iglesia, tiene su primer origen en los Doce Apóstoles que designó Jesús. Por eso creo que la Iglesia tiene que preguntarse en estos días: ¿Por qué los cardenales, meros dignatarios sin fundamento evangélico, son los que deciden nuestro futuro eclesial, mientras que los obispos, sucesores de la Apóstoles, cimentados en una sólida raíz evangélica, no tienen poder de decisión, precisamente en un momento tan fuerte y tan cargado de graves consecuencias para el futuro? Somos muchos los creyentes en Jesús, que, por diversos motivos, estamos cansados, y hasta escandalizados, del inexplicable silencio de los obispos en una situación tan grave como la que estamos viviendo. ¿Hasta cuándo tendremos que soportar este estado de cosas?
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Entre los numerosos comentarios, que lógicamente está suscitando la noticia de ladimisión del papa Benedicto XVI, echo de menos una reflexión que, a mi manera de ver, me parece la más importante, la más urgente, la que más puede (y debería) influir en el futuro de la Iglesia y su posible influencia en bien de este mundo tan atormentado en que vivimos. Me refiero a la reflexión que distingue entre los que es y representa la persona del “papa”, por una parte, y lo que es y representa la institución del “papado”, por otra.
Por supuesto, nadie duda que es importante analizar, enjuiciar y saber valorar los aciertos y desaciertos que ha tenido el papa Ratzinger en sus años de pontificado. Por supuesto, también, que es seguramente más importante aún proponer y saber elegir al hombre más competente que, en este momento, tendría que ocupar el cargo de Sumo Pontífice. Todo eso, nadie lo duda, es de enorme interés en estos días. Pero, por muy importante que sea enjuiciar a las personas, tanto del pasado como del posible futuro inmediato, nadie va a poner en duda - me parece a mí - que es mucho más determinante detenerse a pensar lo que representa, y lo que tendría que representar, no ya este papa o el otro, sino lo que realmente es y hace la institución que, de hecho, es el papado, tal como está organizada, tal como funciona, y tal como es gestionada, sea quien sea el papa que la ha presidido o que la puede presidir. Porque, vamos a ver: ¿es lo mejor para la Iglesia que todo el poder para gobernar una institución, a la que pertenecen más de mil doscientos millones de seres humanos, esté concentrado en un solo hombre, sin más limitación que la que le imponen sus propias creencias a ese hombre, el que ocupa el papado? Tal como está dispuesto en el vigente Código de Derecho Canónico, así es como está pensado, legislado, y así funciona el papado (can. 331; 333; 1404; 1372). Porque, entre otras cosas, el papa quita y pone a los más altos y más bajos cargos de la Curía. Quita y pone a cardenales, obispos y cargos eclesiásticos de toda índole. Y hace todo esto sin tener que dar explicaciones a nadiey sin que nadie le pueda pedir responsabilidades. Además, esto se mantiene así, sea quien sea el papa reinante, la edad que tenga ese papa, la salud que goce o padezca, su mentalidad, sus preferencias y hasta sus posibles manías. Más aún, no echemos mano ingenuamente de la presencia del Espíritu Santo y su presunta inspiración constante en la toma de decisiones del papa reinante. No. Esa presunta intervención del Espíritu Santo no está demostrada en ninguna parte. Como tampoco está demostrado, ni hay argumentos para probarlo, que el obispo de Roma, por muy sucesor de Pedro que sea, tenga que acumular todo el poder que el papa y sus teólogos incondicionales aseguran que acumula por voluntad de Dios. ¿Dónde está eso dicho? ¿En qué argumentos se basa? El mejor conocedor de toda esta historia, que la Iglesia ha tenido en el último siglo, el cardenal Y Congar, dejó escrito en su diario personal que todo eso era una manipulación organizada por los intereses de Roma, cuyas raíces llegan hasta el siglo segundo de la historia del cristianismo. En todo caso, lo que es seguro es que, en todo el Nuevo Testamento, en ninguna parte consta que la Iglesia tenga que estar organizada así y así tenga que ser gestionada. Y, ¡por favor!, que nadie me venga ahora con el famoso texto de Mt 16, 18-19. Entre los mejores estudiosos del evangelio de Mateo, cada día aumenta el número de los que aseguran que esas palabras no salieron de boca de Jesús. Es un texto “redaccional”, muy posterior al texto original, añadido al evangelio por el redactor último del evangelio que ha llegado a nosotros. En fin, por hoy, basta con lo dicho. Seguiremos hablando de estas cosas en los próximos días. Pero me parece importante terminar diciendo que la Iglesia está, precisamente en estos días, en un momento privilegiado para afrontar sin miedo estas cuestiones, que apuntan a los problemas de fondo que la Iglesia tiene sin resolver. Y que, si no se afrontan y se toman en serio, esta Iglesia seguirá perdida (y callada), por muy lúcido y muy valioso que sea el papa futuro. Porque, insisto, el problema de la Iglesia no es el papa, es el papado, tal como está organizado y tal como funciona, sea quien sea el hombre que ocupa el trono papal. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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