Los medios de comunicación se ha hecho eco de la explicación que el cardenal Rouco le ha dado a la crisis económica que nos azota. A juicio del cardenal, la crisis se debe al olvido de Dios, que tanto se nota en la sociedad europea y más en concreto en España.
Yo me figuro que, al dar semejante explicación de la crisis, Rouco quiere decir que el olvido de Dios lleva consigo el aumento de la codicia y la ambición, con la consiguiente falta de solidaridad, que son, a juicio de los entendidos en asuntos de economía, los fundamentos de orden moral que están en la base de la crisis que padecemos. Pues bien, si es eso lo que el cardenal ha pretendido decirnos, su eminencia tiene toda la razón del mundo al señalar la codicia y la ambición como los motores que han desencadenado y mantienen viva esta crisis espantosa, que está causando tanto sufrimiento. Pero, si efectivamente es eso lo que Rouco ha querido decir, el cardenal no ha tenido en cuenta que son precisamente los más codiciosos y los más ambiciosos los que no están sufriendo las consecuencias negativas de la crisis, sino que, por el contrario, son ellos (los banqueros, los financieros, los potentados de la economía a los que llamamos “los mercados”) los que más se están enriqueciendo. Y además lo están haciendo impunemente. De forma que, en la misma medida en que nos estrangulan, en esa misma medida se están forrando, sin que nadie les pida cuentas de sus inimaginables canalladas. El problema que, según lo dicho, se puede plantear es que haya personas a quienes se les pueda ocurrir que, en realidad, lo que Rouco ha venido a decir es que, cuando en la vida ocurren desgracias y calamidades, el responsable último de los males que padecemos es Dios. Porque, hablando con claridad y sin tapujos, puede parecer que lo importante es que todo el mundo tenga muy claro que, si te olvidas de Dios, te la cargas, y lo vas a pagar muy caro. Sobre todo, si eres pobre. Porque los ricos, ya se las apañan ellos solos para salir adelante. Pero los parados, los enfermos, los ancianos, los desgraciados todos de esta maldita tierra, si se olvidan de Dios, eso es algo que Dios no perdona, El miserable que se olvida de Dios, tendrá que soportar más miserias. Sí, señor. Porque así es Dios. Y en eso está el peligro y la amenaza de no hacer caso a lo que nos viene predicando el señor cardenal. Creo que no he sacado las cosas de quicio. No me cabe en la cabeza que Rouco haya pretendido insinuar tantos disparates. Como supongo que tampoco ha pensado sugerir que son los votantes del PP los que tienen aseguradas las bendiciones de la Iglesia.
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Escribo esto a las 9 y 5 minutos del día 22 de diciembre, cuando está empezando el sorteo de la lotería de Navidad, el día del gran festín del dinero, precisamente el mismo día en que los nombres de los nuevos ministros, que acaba de designar Rajoy, han puesto más de actualidad, si cabe, la crisis económica y las esperanzas que nos quedan ante la crisis. Ningún día como hoy para hablar del dinero.
Dicen los estudiosos de los orígenes de la humanidad que los hombres primitivos vivieron, durante miles y miles de años, en lo que se ha llamado una “cultura de cazadores”. Ahora bien, una condición indispensable de supervivencia, para aquellos hombres, era la movilidad. Ni vivían, ni podían vivir, instalados. De ahí que una característica de aquellas gentes fue el “desprecio de las cosas”: ningún apego a los objetos, ninguna consideración por las riquezas. Como ha observado acertadamente la sabia historiadora de la antigüedad María Daraki, “todo lo que para nosotros es riqueza, para los cazadores era carga”; el desplazamiento continuo exigía el equipamiento mínimo y desalentaba “toda veleidad de posesión” (Marshall Sahlins). Por eso, en aquellos cazadores primitivos se dio el modelo perfecto de “el hombre no-económico”. Con razón, Karl Polanyi ha dicho que “ningún móvil específicamente humano es económico”, ya sea “en el estado primitivo o en todo el curso de la historia” (cf. M. Daraky). ¡Maldita sea, pues, la hora en que se inventó el dinero! Para “el hombre no-económico”, el principio determinante era el “trueque”, el “principio de reciprocidad”. Así era la “justicia” de los hombres primitivos. La justicia del “don por el don”. Y también la justicia del “ojo por ojo”. Luego, con nuestra sedicente “civilización”, hemos inventado prohibiciones que nos organizan la vida. Es el supuesto sobre el que se fundamenta toda obra legislativa. Y hasta estamos orgullosos de nuestro progreso. Y es verdad: hemos inventado barreras que nos protegen, pero al mismo tiempo nos limitan y nos complican la convivencia. Hasta desembocar en el esperpento en el que, no contentos con el invento del dinero, hemos convertido el dinero en capital. Y el capital, en ganancia, en especulación, la ciencia de los hombres que ahora se han puesto de moda, hasta hacerse los más famosos del mundo, por más que, a veces, lleguen a portarse como unos perfectos canallas. Con lo que hemos desembocado en la aterradora situación que estamos viendo y viviendo: desde el sobrio cazador primitivo, nuestro progreso ha sido tan enorme que hemos llegado a ser el “hombre civilizado”, el que brilla, no po “lo que es”, sino por “lo que tiene”. No por su “realidad”, sino por su “apariencia”. El hombre desnudo, por el contrario, sólo podía pagar con su persona. Cuando únicamente queda en pie “lo mínimamente humano”, lo que importa no es lo que tengo para situarme por encima del otro, sino lo que soy para el otro. Ya no interesa ni el tener, ni el poder, ni el subir o el trepar, sino sólo y exclusivamente la necesidad que tengo del otro. Y la necesidad que el otro tiene de mí. A eso, unos le pueden llamar “egoísmo”. Otros dirán que eso es “amor”. No me interesan las palabras. Lo único que me interesa es pasar por la vida contagiando respeto, estima, paz, convivencia y bondad. Mañana seguiré con el tema. A ver si me aclaro sobre lo que es el centro mismo de la vida humana. Y, por eso mismo, el centro de lo que los funcionarios de la religión decimos lo que es eso a lo que le hemos puesto el misterioso y arcano nombre de “la Fe”. San Pablo tenía una obsesión: vivir de tal manera que su conducta no fuera para nadie motivo de alejarse del Evangelio. Era ésta una obsesión que tenía un fundamento muy serio: Pablo sabía que todo lo que aleja del Evangelio, por eso mismo aleja también de la Iglesia. Y esto era, sin duda alguna, lo que más le dolía al apóstol Pablo.
Este razonamiento, tan sencillo y tan claro, es el argumento que Pablo utilizó siempre para justificar por qué, teniendo tanto que hacer, no renunció nunca a su trabajo, el oficio duro de fabricar tiendas de campaña, con el que se ganaba la vida. Pablo sabía que la predicación del Evangelio y la organización de las comunidades (“iglesias”) le daba derecho a vivir de esa tarea en favor de los demás. Pero Pablo repite, una y otra vez, que él renunció libremente a ese derecho “para no crear obstáculo alguno al Evangelio” (1 Cor 9, 12; 1 Tes 2, 9; 2, 6-12; 4, 10 ss; 1 Cor 4, 12; 9, 4-18; 2 Cor 11, 7-12; 12, 13-18; Hech 20, 33-35; cf. Hech 18, 1-4). Por tanto, Pablo sabía que, a veces, vivir de la religión, le crea problemas a la religión. Por eso Pablo cortó por lo sano. Y, en consecuencia, vivió de su trabajo, como todo hijo de vecino. La consecuencia, que se deduce de lo dicho, es clara: lo mejor que puede hacer la Iglesia, para tener credibilidad ante la gente, es renunciar a beneficios y privilegios económicos, a los que en otros tiempos tuvo derecho, para recuperar el crédito que ha perdido. Y, sobre todo, porque ahora mismo hay gente que pasa hambre y sufre necesidades apremiantes. Es necesario - precisamente por amor a la Iglesia - recordar estas cosas en este momento. Los medios de comunicación acaban de difundir la decisión que ha tomado el Gobierno de Mario Monti en Italia. Se trata de la decisión según la cual la Iglesia queda exenta de pagar el Impuesto de Bienes Inmuebles (ICI). Y es importante saber que ese impuesto, en Italia, supone mucho dinero, cantidades asombrosas de dinero. Porque los bienes inmuebles de la Iglesia, en Italia, son muchos miles de edificios de todo tipo. Sería estremecedor saber la cantidad total de posesiones que la Iglesia tiene en la atormentada Europa. Y sería más estremecedor aún poder precisar la cantidad de dinero que la Iglesia deja de pagar por los privilegios económicos y beneficios fiscales de los que disfruta en este continente en bancarrota. ¿Sabe mucha gente que la Iglesia española ha alcanzado con Zapatero más privilegios fiscales que tenía con Franco? Esto es tan cierto que, sobre este punto, se ha escrito - que yo sepa, por lo menos - una tesis doctoral bien documentada. Así las cosas, la pregunta que tenemos que hacernos todos los que nos interesamos por el bien y la ejemplaridad de la Iglesia, quienes afirmamos que nos interesa y deseamos que haga el mayor bien que esté a su alcance, es una pregunta tan sencilla como fuerte: lo más ejemplar que la Iglesia podría hacer en Europa, en este momento, ¿no sería dar un decreto obligando a todas las diócesis e instituciones religiosas a renunciar a todos los privilegios económicos de los que gozan y de los que se aprovechan abundantemente? Quiero decir: ¿no sería lo mejor, que la religión podría hacer en esta situación de crisis, ofrecer a los parados, a los sin techo, a los “nadies”, todo el dinero del que ella se beneficia a base de privilegios económicos que nadie más que la Iglesia tiene? Es verdad que la Iglesia, mediante CÁRITAS y tantas otras obras benéficas ayuda a miles de gentes necesitadas. Pero, ¿no es cierto que ayudaría indeciblemente más renunciando a todo el dinero que percibe por tantos otros capítulos que nada tienen que ver con la beneficencia? |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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