En una situación de crisis económica, como la que estamos viviendo, mucha gente se siente amenazada, se ve en peligro y tiene la sensación de haber perdido la seguridad que antes tenía. Esta situación de miedo y de inseguridad tiene consecuencias, como es lógico, en casi todos los ámbitos de la vida. A muchas personas se les han alterado sus relaciones familiares, profesionales, laborales. Se les ha roto su estabilidad interior. Y todo esto lleva consigo mucho sufrimiento y, en bastantes casos, poca esperanza de salir adelante.
Pues bien, así las cosas, yo me pregunto qué papel está desempeñando la religiosidad de muchas personas en una situación como ésta. Me pregunto concretamente, ¿las creencias y las prácticas religiosas nos están ayudando a superar esta crisis? O por el contrario, ¿la religiosidad está complicando y hasta agravando la penosa situación que estamos soportando? Sin duda, habrá quien se sorprenda de que yo haga estas preguntas. Es verdad que estamos sufriendo una crisis económica y una crisis religiosa. Como estamos soportando una crisis política, una crisis social, una crisis cultural y tantas otras crisis. Pero, en este enorme maremoto que, nos está zarandeando a casi todos, ¿qué tiene que ver la religión? ¿no estamos cansados de repetir que las creencias religiosas están en crisis y cada día pintan menos? Entonces, ¿a qué viene hablar del papel de la religiosidad en tiempos de crisis? Hablo de este asunto y propongo estas preguntas, ante todo, porque es un hecho que, en momentos de crisis y dificultad, el recurso a Dios y a las creencias religiosas es una de las soluciones y salidas que más suele buscar la gente. Se ha dicho miles de veces que en las trincheras no hay ateos. Este solo hecho, ya explicaría el planteamiento que acabo de hacer y las preguntas que acabo de formular. Pero aquí estoy apuntando a algo más concreto y más actual. No estoy seguro de que la crisis económica nos esté acercando a Dios o, por el contrario, nos esté alejando de él. En todo caso, de lo que sí estoy seguro es de que la crisis económica, y la consiguiente crisis política, que se ha desencadenado, lo que sin duda está causando es que nos estamos alejando cada vez más unos de otros, nos estamos enfrentando unos con otros, nos estamos dividiendo y cada día nos resulta más difícil entendernos. Lo que lleva consigo que la convivencia resulta cada vez más difícil y con frecuencia desembocamos en momentos de tensión y crispación que nos rompen por dentro y rompen los grupos humanos hasta hacer muy complicadas y hasta imposibles las relaciones humanas de unos con otros. Ahora bien, en la medida en que todo esto es así, ¿no es cierto que necesitamos una religiosidad que, en lugar de dividirnos y enfrentarnos, nos tendría que servir para acercarnos, para comprendernos mejor, para unirnos y ayudarnos? Es un dolor lo que está ocurriendo. En los años de la transición política, los españoles supimos aparcar nuestras diferencias, tuvimos el acierto de unirnos y quedó patente que un país progresa en la medida en que los ciudadanos se funden en el mismo proyecto que los beneficia a todos. En aquel momento, la Conferencia Episcopal Española jugó un papel decisivo para unirnos a todos. Y el resultado fue el bien de todos. Ahora, sin embargo, yo no estoy seguro de que la religiosidad nos esté uniendo a los ciudadanos de este país. Pero, entonces, ¿qué demonio o qué ángel de religiosidad llevamos a cuestas que, en lugar de edificarnos, nos está dividiendo y nos está haciendo tan difícil la convivencia y la posible salida de la crisis? En definitiva, la pregunta que yo me planteo es ésta: ¿creemos en Jesucristo para unirnos o utilizamos a Jesucristo para enfrentarnos? No vendría mal, tal como están las cosas en este momento, que todos - yo el primero - afrontemos en serio esta pregunta.
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Una de las cosas que más me han impresionado, en la reciente JMJ celebrada en Madrid, ha sido lo mucho que tanta gente quiere al papa. No me refiero simplemente al entusiasmo masivo, al respeto, la admiración, al fervor de los fieles. De todo eso, por supuesto, ha habido mucho. Pero es que, además, lo que se ha palpado en las miradas y en los rostros, en los gritos y en los cantos de muchos de los asistentes ha sido algo más hondo, seguramente el sentimiento más íntimo y más profundo que un ser humano puede sentir hacia otro: el cariño, el amor sincero.
Y naturalmente me he preguntado, y me pregunto, ¿es esto el mero contagio de una especie de histeria colectiva tan característica en las concentraciones masivas de gente entusiasmada? Sin duda, algo de eso se ha producido. Pero creo que con echar mano del contagio de masas, que se puede producir en cualquier espectáculo o concentración masiva de gente, con eso nada más no explicamos lo que realmente ha ocurrido en Madrid con motivo de la venida del papa. ¿Por qué? Porque los cientos de miles de personas, que ha concentrado el papa, no se han reunido para asistir a un espectáculo artístico, deportivo o de cualquier otro tipo que se parezca a eso. La gente que ha ido a ver al papa no ha ido a divertirse. Ha ido a oír mensajes, consignas, mandatos y prohibiciones que no siempre y en todo son precisamente agradables. El papa les ha dicho a sus oyentes, ya fueran jóvenes o mayores, clérigos o laicos, hombres o mujeres, monjas o profesores de universidad, que lo que tienen que hacer en la vida es aceptar y cumplir lo que les enseña y les manda la Iglesia. Y bien sabemos que lo que enseña la Iglesia es, a veces, difícil de entender. Y lo que manda la Iglesia no siempre es fácil de observar o de cumplirlo a rajatabla. Lo que ha dicho el papa, si se toma en serio, si se acepta de buen gusto, si se acoge con cariño y se aplaude con entusiasmo, supone un fenómeno de amor masivo y entusiasta que no resulta fácil de explicar, al menos a primera vista. A no ser que estemos hablando de un imponente espectáculo de hipocresía colectiva o de una impresionante representación teatral en la que nadie ha tomado en serio el papel que parecía estar representando. Pero no. No se trata de nada de eso. El papa ha dicho lo que creía que tenía que decir, ¡qué duda cabe! Y el millón y medio de personas, que le han escuchado y aplaudido con asombroso entusiasmo, han hecho igualmente lo que creían que tenían que hacer. De la misma manera que, en cualquier portal de la red, como digas cualquier cosa que pueda rozar el intocable proceder del papa, ten por seguro que te llueven insultos y amenazas como no te puedes ni imaginar. Realmente, ¿qué pasa con esto del cariño al papa? Se puede cuestionar lo que dijo Jesucristo en tal o cual pasaje de un evangelio. Te dirán que eso es asunto de teólogos o de exegetas. Pero como te atrevas a cuestionar lo que el papa ha dicho en un discurso cualquiera, prepárate para lo que se te viene encima. ¿Hasta tal extremo se han trastornado las cosas, las mentes y la misma religión? Todo esto - dicen los entendidos - tiene una explicación tan simple como profunda al misma tiempo. El fondo del asunto está en el miedo que todos le tenemos a la libertad. Sí, es así, por más sorprendente que pueda parecer. No nos cansamos de repetir que queremos ser libres, cuando en realidad lo que más tememos es ser libres de verdad. Como es bien sabido, la genialidad de F. Dostoyevsky lo supo formular en su famoso discurso del “Gran Inquisidor”, en “Los Hermanos Karamazov”: “no hay ni ha habido jamás nada más intolerable para el hombre y la sociedad que ser libres”. Por eso la gente ama apasionadamente al que les quita de encima el peso insoportable de tener que enfrentarse cada día y en cada situación al sobrecogedor problema de pensar por sí mismos, decidir desde ellos mismos, asumir ante cada ser humano la propia responsabilidad. Mucho se ha dicho sobre el “miedo a la libertad”. Pero nunca llegaremos a tocar el fondo del problema. Porque, en definitiva, es el problema insondable del ser humano que sólo en el encuentro con su propia humanidad es donde puede encontrar la trascendencia que todos (quizá sin saberlo) tanto anhelamos. Benedicto XVI ha censurado a los que quieren “ser como dioses” decidiendo ellos lo que está bien y lo que está mal. Según el mito bíblico del Paraíso, esa aspiración a “ser como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gen 3, 5) es la tentación básica de todo ser humano. La tentación que se vence, no aspirando a una presunta “divinidad”, sino encontrando nuestra propia “humanidad”. Lo que conlleva, como es lógico, nuestra propia libertad. El catolicismo es la religión que ha cargado sobre los hombros de un solo hombre, el papa, la asombrosa responsabilidad de ir por el mundo liberando a la gente del peso insoportable de la libertad de pensar, de decidir y de actuar. Por eso hay tanta gente que cuando ve a ese hombre lo quiere apasionadamente con un amor sin fin. Se puede asegurar que el motivo de esta visita del papa a Madrid no es coyuntural. Por la sencilla razón de que la JMJ estaba programada desde hace tiempo, años quizá. Estas Jornadas, que congregan a jóvenes de medio mundo, fueron inauguradas en 1984 por Juan Pablo II, y se preparan con bastante antelación. Sin duda, la visita del papa agradará más al PP que al PSOE. Pero es seguro que, por los tres días que el papa estará en Madrid, ni va a descender el paro, ni va a mejorar la prima de riesgo de nuestra maltrecha economía, ni habrá más trabajo para tantos miles de jóvenes parados, ni creo que la convivencia entre los españoles resultará, desde ahora, menos crispada y más soportable. Por eso me parece pertinente la pregunta: ¿a qué viene el papa?
La JMJ se nos ha presentado como la solución que necesitan los jóvenes para sus problemas más preocupantes. ¿Será realmente eso? Lo que nadie pone en duda es que la religión interesa cada día menos. El abandono de las prácticas y de las ideas religiosas, el desprestigio de la Iglesia y sus dirigentes en amplios sectores de la opinión pública, son hechos bien conocidos y procesos sociales que van en aumento. De día en día se afianza el convencimiento de que estamos ante un fenómeno nuevo y creciente que no tiene vuelta atrás. ¿Por qué? Los “hombres de la religión” suelen decir que la causa de estos hechos está en la secularización de la sociedad y en el relativismo de las ideas que han arrasado las certezas religiosas de antaño. Sin embargo, los estudiosos que han analizado estos problemas desde una perspectiva más amplia, explican que todo sistema político y social, que perdura, se apoya casi con seguridad en un orden moral adecuado que configura los sistemas político y económico, como éstos configuran al sistema establecido. En los sistemas pre-industriales, este orden moral suele adoptar la forma de la religión. Pero está visto que, en las sociedades industrializadas, la religión ya no sirve para cumplir esa función para la mayoría de la gente. Porque, en estas sociedades avanzadas, la tecnología y la economía funcionan de forma que en ellas se potencia más la apetencia del bienestar que la necesidad de la convivencia. Y entonces, lo que le ocurre a la mayoría de la gente, sobre todo a los jóvenes, es que la aspiración inmediata al bienestar material se muestra mucho más poderosa que las promesas de las religiones, que ofrecen recompensas de las que nadie sabe con certeza ni cuándo ni cómo llegan. Así las cosas, la Iglesia se ha equivocado. Porque ha pensado que la solución a este estado de cosas está en recuperar lo que le sirvió en las sociedades pre-industriales y pre-ilustradas. El ejemplo más claro, en este sentido, son estas concentraciones masivas que tanto han fomentado los dos últimos papas. Porque estas concentraciones, que afianzan en sus convicciones a los ya convencidos, a mucha gente le resultan extrañas o escandalosas. Y no suelen responder a las preocupaciones espirituales más hondas que la mayoría llevamos en nuestra intimidad secreta. Entonces, ¿a qué viene? A prolongar la equivocación. Y confieso que mi deseo es que yo fuera el equivocado. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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