El comunicado de ETA anunciando el fin de la violencia armada está poniendo en evidencia lo que cada cual lleva en su corazón. Es verdad que el comunicado no es claro en algunas cuestiones fundamentales. Es explicable, por eso, que haya quien se hace preguntas a las que no encuentra respuesta. Pero lo queno puedo entender es que haya personas que van a misa, quizá con devoción, y al mismo tiempo no son capaces de perdonar hasta el fondo y con todas sus consecuencias. Porque las palabras del Evangelio están muy claras: “Si yendo a presentar tu ofrenda al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” (Mt 5, 23-24).
Esto es lo que dijo Jesús en el Sermón del Monte. Seguramente, estas palabras se refieren a cristianos que procedían del judaísmo, pero seguían acudiendo al templo de Jerusalén. En cualquier caso, la idea de Jesús es clara: si no te has reconciliado, hasta el fondo de tu ser, con el que te ha ofendido o con el que tú has ofendido, no te acerques a lo sagrado. Hoy diríamos, “si no eres capaz de perdonar de verdad y por completo, no vayas a misa”. Es una palabra dura. Tan dura como una piedra en la que siempre nos vamos a partir los dientes. Pero es que el Evangelio es exigente. Por la sencilla razón de que llega hasta el fondo de las cosas. Yo sé muy bien que no debemos confundir los deberes de la religión con las leyes y decisiones que las autoridades políticas y judiciales deben adoptar. Eso, por supuesto. Con todas las consecuencias que de eso se derivan. Pero, si pongo aquí estas palabras del Señor, es porque no me cabe en la cabeza que echemos mano de la religión cuando nos conviene. Y demos de lado al Evangelio cuando las palabras de Jesús nos resultan incómodas o duras de cumplir. Perdonar al enemigo es seguramente lo más difícil que hay en la vida. Pero sólo en el perdón, del que supera el “ojo por ojo y diente por diente”, sólo en eso, es donde se demuestra hasta qué punto hemos tomado en serio esa fe por la que decimos que estamos dispuestos a luchar, a discutir, quizá a ofender y no sé si (en ocasiones) a matar. Una fe por la que casi nunca llegamos a perdonar de verdad. Tenía razón Lutero cuando dijo: “Hay ofrenda sin reconciliación cuando se emprende una guerra, se asesina y se derrama mucha sangre; después damos mil florines para misas por sus almas”.
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Es un hecho que mucha gente ve un contraste entre Jesús y la Iglesia. Un contraste que, a veces, llega a ser tan fuerte que, para no pocas personas, representa un escándalo. De forma que este escándalo puede constituir, en bastantes casos, y de facto constituye, la gran dificultad que algunos aducen para justificar su falta de fe, su alejamiento de Dios, su resistencia a cualquier forma de práctica religiosa, etc.
Este hecho nos viene a decir que lo que representa Jesús, por una parte, y lo que representa la Iglesia, por otra, son dos cosas incompatibles en la mentalidad, en la forma de pensar y en el modo de vivir de muchas personas, que, por otra parte, son gente normal. Por tanto, no parece exagerado decir que estamos ante este dilema: o bien lo que sucede es que Jesús y su Evangelio son una cosa tan extraña, tan inadecuada y tan inadaptada a la realidad, que todo eso hoy no es aplicable a la vida, ni eso es lo que nos lleva a Dios; o bien lo que en realidad sucede es que la Iglesia y su Religión son una contradicción y hasta habrá quien diga que son una traición a lo que quiso, dijo e hizo Jesús de Nazaret. En cualquier caso - sea lo uno o sea lo otro -, parece evidente que, al hablar del tema Jesús y la Iglesia, nos enfrentamos al asunto más espinoso que cualquier persona, interesada por lo que representa el Cristianismo, puede afrontar. En cierto modo, se puede afirmar que estamos ante el tema capital del momento, desde el punto de vista religioso y desde la problemática que debe resolver cualquier cristiano, si es que ese cristiano quiere seguir viviendo en paz y con la debida coherencia su fe en Jesús y su situación en la Iglesia. Por otra parte, al hablar de este asunto, será conveniente (por honestidad intelectual) evitar la fácil y consabida escapatoria de quienes le buscan a este problema una solución de tipo “moralizante”. En el sentido de echar mano de la intolerancia ideológica del “fundamentalismo clerical” o, por el contrario, recurrir al laxismo relativista del “laicismo anticlerical” que invade la cultura moderna. Tengo la impresión de que toda esta verborrea, tan manoseada en ciertos ambientes, no resuelve el problema que acabo de plantear. Por la sencilla razón de que no se trata de un problema moral, es decir, un problema de “buenos” y “malos”, sino que estamos ante un hecho social porque se trata de la percepción que tienen amplios sectores de la sociedad, tanto los que se aferran a lo que ellos perciben como fidelidad a la Iglesia, como los que ven las cosas de manera que enseguida advierten que “lo de Jesús” y “lo de la Iglesia” son dos fenómenos que están más distantes y son más distintos de lo que seguramente podemos imaginar. Con lo que ni le doy la razón a nadie, ni se la quito a nadie. Me limito a presentar hechos que ahí están, a la vista de quien quiera verlos y analizarlos como crea conveniente. En cualquier caso, y sea lo que sea de todo esto, es un hecho - a la vista de todos - que son muchos los que aseguran: “yo creo en Jesús y me interesa su Evangelio; lo que dice o hace la Iglesia, ni me interesa ni me lo creo”. Así están las cosas en demasiados casos, sea cual sea la opinión que cada cual tenga sobre esta cuestión. En situaciones como la que estamos viviendo en España, lo más apremiante es tener muy claro que, por más urgente que haya sido la reforma constitucional que limita el endeudamiento del Estado, mucho más urgente es la reforma ética de todos los que somos responsables de que el Estado se haya endeudado hasta las cejas. Y se ha endeudado, ante todo, porque la codicia de quienes realmente manejan el gran capital es insaciable. Por eso no están dispuestos a ceder en que la riqueza, que produce este país, se reparta más equitativamente. Por eso no quieren ni oír hablar de que les suban los impuestos a los ricos. Como tampoco consienten que las condiciones laborales de los trabajadores sean más seguras y estén mejor retribuidas.
Todos los días oímos hablar de la codicia de los mercados y de la amenaza de los mercados. Pero, ¿quiénes son “los mercados”? Yo no he visto jamás “un mercado” de ésos de los que tanto se habla. Lo que sí vemos es a los mercaderes. Y por lo que se sabe de ellos, no parece que lo estén pasando mal. Ni que están en el paro. Ni parece que vivan con el agua al cuello. Es verdad que, en este país, está más extendida de lo que seguramente imaginamos la mentalidad según la cual lo que importa es vivir lo mejor posible trabajando lo menos posible. Y además hay mucha gente que pone el grito en el cielo si no se puede seguir permitiendo el nivel de consumo al que nos hemos acostumbrado en España. Es decir, nos hemos acostumbrado a consumir más de lo que producimos. Lo que lleva consigo inevitablemente que, si en este país se gasta más de lo que se produce, el Estado no tiene más remedio que endeudarse, para seguir manteniendo las prestaciones sociales (sanidad, educación, pensiones...). Y, entonces, lo que suele suceder es que, si los ricos y los empresarios se plantan, de forma que no toleran ni subida de impuestos, ni condiciones laborales que hagan más soportable la vida de los trabajadores, lo que ocurre es que el Estado no tiene más remedio que pagar las deudas a base de recortar los gastos aunque sea en servicios sociales tan básicos como la sanidad o la educación. Con lo que no queda más salida que aumentar las clínicas privadas y los colegios de pago, recortar las pensiones.... Pues bien, estando así las cosas, por supuesto, que los gobernantes, los economistas y los políticos de oficio tienen que buscar la solución que sea más eficaz para los ciudadanos. Insisto, para los ciudadanos, no para mi partido político o para el de la oposición. Y, menos aún, para que quienes ya ganan más de lo que imaginamos, sigan aumentando sus cuentas en paraísos fiscales o negocios turbios de dinero negro. Todo eso no es sino corrupción pura y dura. Todo esto es lo que me lleva a pensar que, por muy importante que sea la “reforma constitucional”, más importante y más urgente es la “reforma ética”. Porque una de las cosas que ha puesto en evidencia la crisis económica es el vacío legal que tenemos en un asunto de tanta importancia como es la economía financiera y concretamente la voracidad insaciable de los mercados. Ante ellos, no tenemos suficiente protección legal. Por eso se explica que, después de cuatro años de hundimiento de la economía mundial, los causantes de semejante desastre viven en sus lujosas mansiones, disfrutando de las ganancias que han obtenido a costa de todos nosotros. Y ya, puestos a hablar de corrupción, también son corruptos los funcionarios y los trabajadores que rinden la mitad de lo que tendrían que rendir porque “legalmente” consiguen bajas laborales que no son justificables o trabajan mal y de mala gana. ¿”Reforma ética”? No le faltaba razón a Max Weber cuando nos hizo caer en la cuenta de que los países del centro y del norte de Europa han tenido un crecimiento económico muy superior al de los países del sur. Y la historia se repite: ahora, la crisis se ceba en Grecia, Italia, España, Portugal y en la católica Irlanda. Hoy sigue siendo decisivo el principio que formuló el mismo Weber: “El más noble contenido de la propia conducta moral consiste precisamente en sentir como un deber el cumplimiento de la tarea profesional en el mundo”. Los países del centro y del norte de Europa asimilaron mejor este criterio determinante de la conducta moral. En tanto que los países del sur han orientado más su religiosidad hacia la piedad individual, las devociones (a veces folclóricas) y un cierto sentimentalismo religioso. En todo caso, se puede asegurar que, mientras en los países más prósperos predomina la ética del buen profesional, en los países más castigados por la crisis está más presente la moral privada y los sentimientos asociados a ciertas prácticas de piedad. Por eso, no es exagerado decir que en los países más sólidos económicamente la ética religiosa está más asociada al despacho del buen profesional o al puesto de trabajo, mientras que en los países cuya economía es más frágil la ética religiosa está más vinculada al templo, a la piedad o a ciertas devociones. Pero nunca deberíamos olvidar que la obligación es más importante que la devoción. Es decir, donde no tenemos un buen ciudadano y un buen profesional, no es posible tener una persona religiosa de verdad. En esto consiste la reforma ética que necesitamos con más urgencia. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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