El pasado día 17 de septiembre, el teólogo José Comblin pronunció en la UCA de San Salvador una conferencia que, desde hace algunas semanas, está circulando profusamente por la red. A mí me llegan todos los días varios correos con el texto de esta conferencia. El tema que propuso Comblin es estimulante y da que pensar, como ya lo indica el título del tema que trató: “¿Qué nos está pasando en la Iglesia?” El texto completo de la conferencia se puede encontrar en www.atrio.org
Pues bien, del contenido del texto de Comblin, me parece que es de singular importancia la distinción que hace entre “evangelio” y “religión”. Confieso que me da pena el solo hecho de pensar en la cantidad de cristianos, bautizados, practicantes, personas de buena voluntad y de las mejores intenciones, que ni siquiera se han detenido a pensar, alguna vez por lo menos, en la diferencia radical que existe entre el evangelio y la religión. Comblin lo dice de la forma más sencilla posible: “El evangelio viene de Jesucristo. La religión no viene de Jesucristo”. Y esto, ¿qué tiene que ver con lo que nos está pasando en la Iglesia? Muy sencillo: en la vida y el funcionamiento de la Iglesia, ocupa más espacio y tiene más importancia la religión que el evangelio. Así de claro. Me explico. El evangelio expresa la voluntad de Dios que busca al hombre. La religión expresa la voluntad del hombre que busca a Dios. Por tanto, de entrada, evangelio y religión son dos movimientos radicalmente contrapuestos. Esto es lo primero que, antes que ninguna otra idea o proyecto, habría que tener en cuenta. Como habría que pensar muy en serio lo que esto representa. Por eso, entre otras razones, la religión es un “hecho cultural”, mientras que el evangelio es un “hecho contra-cultural”. El hecho religioso, por más que tenga como punto de arranque alguna teofanía, es siempre un hecho que nace dentro de una cultura y siempre está marcado por esa cultura. Las religiones orientales tienen sus peculiaridades muy condicionadas por las culturas orientales. Como ocurre con las religiones africanas, etc. Por el contrario, el evangelio es siempre un movimiento que interpela a los oyentes de la Palabra (que es Jesús) a enfrentarse con no pocos elementos propios de la cultura, como son, por ejemplo, el ejercicio del poder, las leyes sobre la propiedad de los bienes, los privilegios de los notables, el uso del dinero, la relaciones de parentesco, etc. Lo que acabo de indicar explica cómo y por qué, en el cristianismo, ocurre que la presencia de la religión (elaborada en la cultura de Occidente) tiene más presencia y es más determinante que el evangelio, que tendría que ser la fuerza de contestación y transformación de nuestra cultura de Occidente, que es, hasta hoy, la cultura dominante en un mundo sobrecargado de desigualdades, injusticias y violencias. El hecho es que, como dice Comblin, las cosas han llegado a ponerse de manera que Jesús es más “objeto de culto” que “modelo de seguimiento”. Pero de sobra sabemos que el culto no cambia la vida de la gente, sino que más bien la tranquiliza. Sólo el seguimiento - que es lo que Jesús les pidió a los discípulos - sería capaz de movilizar a la gente para reorganizar una Iglesia más de acuerdo con el evangelio, aunque eso tuviera el enorme coste del enfrentamiento con tantos elementos anticristianos que han marcado la cultura en que vivimos. Para terminar, una observación. El seguimiento de Jesús no es posible si no se vive una espiritualidad muy honda, una fe fuerte en el Padre del Cielo, como lo vivió el propio Jesús. En definitiva, se trata de comprender y asumir que seguramente nos sobran ritos y ceremonias; y nos falta la necesaria mística para seguir a Jesús.
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El post que puse en este blog el pasado domingo, día 31 de octubre, “Esperando al papa”, ha suscitado en muchos de nuestros visitantes bastante interés. Prueba de ello es que, en el momento en que escribo esto, ya tenemos en el blog 38 comentarios. Y, entre tantos comentarios, como era de esperar, hay quienes se adhieren a lo que digo sobre la próxima visita del papa a España. Y hay quienes expresan desacuerdo o incluso protesta contra lo que yo expreso a propósito del viaje del papa a Santiago y Barcelona.
Así las cosas, ante todo quiero informar a los visitantes del blog que yo no he suprimido ningún comentario. Es cierto que, desde hace algún tiempo, vengo notando que algunos comentarios desaparecen, incluso alguno que yo mismo he puesto. No sé por qué ocurre esto. No soy un experto en técnicas de informática. Intentaré informarme de lo que pueda estar sucediendo en este asunto. Y haré lo que esté a mi alcance para que estas cosas no se repitan. Dicho esto, vuelvo a los comentarios que se han escrito sobre la próxima visita del papa. Lo primero y lo que más me interesa, en este momento, es agradecer sinceramente, a todos los que han escrito sus comentarios, lo que cada cual ha dicho, lo mismo los que han escrito a favor que los que han expresado ideas críticas o contrarias a mis puntos de vista. Y quiero dejar claro que no digo esto por quedar bien ante los lectores, sino porque estoy profundamente convencido de que lo mejor que podemos hacer en esta vida es respetar a los demás y las ideas de los demás. También cuando esas ideas son opuestas a mis ideas y a mis convicciones. Todos tenemos que aprender de todos. Y todos nos necesitamos mutuamente. Comprendo que esta postura puede producir la impresión de que no tengo convicciones firmes ni ideas claras. No. Yo tengo mis ideas y mis convicciones. Lo que ocurre es que no quiero ser dogmático. Y rechazo el dogmatismo como estructura mental. Sobre todo cuando me doy cuenta de que el dogmatismo lleva inevitablemente al desprecio del otro. Y, lo que es peor, a la pretensión de cambiar al otro, para que el otro vea la vida como yo la veo. Ya lo he dicho: la esencial del fanatismo reside en el hecho de querer obligar a los demás a cambiar. Y os confieso a todos que me da mucho miedo ser fanático y dar la impresión de que lo soy. El fanatismo ha sido (y sigue siendo) origen de incontables sufrimientos, desprecios, humillaciones. Y lo peor del caso es que el fanático lleva adelante su fanatismo con el convencimiento de que es eso lo que tiene que hacer. Yo sólo quiero aferrarme al Evangelio. Porque el Evangelio me ayuda ser más humano, más tolerante, más comprensivo. Eso es lo que más necesitamos en la Iglesia y en España. El problema, que con frecuencia se me presenta, es tener muy clara la postura que debo adoptar y, al ismo tiempo, respetar las ideas y posturas que defienden los que no ven las cosas como yo las veo. He dado muchas vueltas en mi cabeza a este asunto. Y he llegado a la conclusión de que, tal como están las cosas, es más importante la tolerancia que la intransigencia. Por supuesto, yo veo que hay cosas ante las que todos tenemos que ser intolerantes. Por ejemplo, ante el sufrimiento, la violencia y la humillación de las personas, sobre todo cuando se trata de los más débiles y excluidos de este mundo. Por eso, tampoco podemos ser tolerantes ante quienes humillan o causan sufrimiento a otros. Pero, salvado este extremo capital, lo que veo más claro es que ya nos hemos hecho demasiado daño por anteponer las propias ideas al respeto que merecen los puntos de vista o las ideas de los demás. Nunca insistiremos bastante en el valor de la tolerancia. Este blog lleva por título “Teología sin censura”. Y quiero que sea de verdad eso: un espacio de encuentro, de diálogo, de tolerancia, de respeto, de búsqueda. Si todos nos ayudamos a caminar en esta dirección, por más que sea desde distintos puntos de vista o distintas opciones en la vida, estoy seguro de que este blog nos ayudará a todos a madurar en humanidad. Y eso - básicamente eso - es el fundamento de una fe sólida y de un sólido amor a la Iglesia. Lo que, en definitiva, será siempre la expresión más clara y patente de que hemos tomado en serio el Santo Evangelio, del que decimos que es la “Palabra del Señor”. Los evangelios de Mateo y Lucas, cuando relatan cómo Jesús se acercaba a Jerusalén donde él sabía que le esperaba un trágico final, ponen en boca del propio Jesús unas palabras de profecía y lamento que resultan conmovedoras: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus pollitos bajo las alas, pero no habéis querido! Pues mirad, vuestra casa se quedará vacía” (Lc 13, 34-35; Mt 23, 37-39).
Lo que más me impresiona en este texto es la imagen de la gallina (“ornis”), que indica la actividad del ave madre, que acoge, defiende y protege a sus hijos, cuando las grandes aves rapaces amenazan a los pequeñitos. Y sabemos que la madre calienta a sus débiles e indefensos hijos incluso exponiéndose ella al peligro inminente de ser víctima de la rapiña del poderoso. En la Biblia se utiliza esta imagen metafórica para representar la bondad, la generosidad y el cariño de Dios, que con solicitud protectora defiende siempre y se expone a lo que sea preciso, con tal de no dejar desamparados a los que no pueden defenderse (Dt 32, 11; Is 31, 5; Sal 36, 8). Los evangelios de Lucas y Mateo tomaron esta imagen conmovedora de la fuente Q (Schulz, 346-356). Tenemos aquí, pues, una de las representaciones del amor de Dios, en Jesús, que resultan más impresionantes: Dios se revela en Jesús como una gallina, con todo lo que eso supone de relación entrañable, protectora, amorosa, que da seguridad y que siempre está de parte de los más débiles e indefensos. Nuestra cultura ha desarrollado más los valores del poder y el esplendor que las cualidades que caracterizan a una gallina-madre: la bondad que defiende al débil desde la propia debilidad. Entre nosotros, decirle a uno ¡gallina! es un insulto. Porque el poder y el esplendor no soportan la sencillez y hasta la debilidad del cariño. Jesús, sin embargo, no encontró otra imagen más apropiada para explicarnos cómo es Dios. Además, el dolor de Jesús se comprende mejor si tenemos en cuenta que, según el relato de Lucas, Jesús dijo esto cuando le acababan de comunicar que Herodes lo andaba buscando para matarlo. Y, por otra parte, él sabía - ya lo había anunciado - que en Jerusalén le esperaba sufrimiento, humillación, fracaso y muerte. En semejante situación, echar mano de la metáfora de la gallina protectora es tan conmovedor que tira por tierra todas las representaciones del Pantocrátor que nos han hechos los teólogos. Confieso que he pensado en esto estos días porque me da pena y siento una preocupación muy honda cuando veo a nuestra Iglesia española tan crispada, tan dividida, tan enfrentada. Y ¡por favor!, no le echemos la culpa a “los otros”. Siempre encontramos motivos - yo el primero - para buscar culpas y culpables. Pero es evidente que, por este camino, de confrontaciones, egresiones mutuas y hasta insultos frecuentes, vamos derechamente al final que anuncia Jesús: “Pues, mirad, vuestra casa se os quedará vacía” (Lc 13, 35). Lo estamos viendo: iglesias vacías, conventos vacíos, seminarios vacíos... ¿No nos sobra poder, altanería y deseos de esplendor? ¿No entendemos que lo que nos falta es la entrañable sencillez y debilidad de la gallina madre? He hablado en este blog del respeto al otro, de la tolerancia con los demás, del amor a los otros. Hoy daré un paso más. Quienes tenemos creencias religiosas, basadas en el Evangelio, en Jesús, en la tradición cristiana, si es que pretendemos ser coherentes con tales creencias, tendríamos que tomar en serio que no basta con el “respeto” al otro. Hay que llegar hasta la “sacralización” del otro. En la teología cristiana tenemos, entre otros, un vacío importante. El vacío de una buena teología y de una buena experiencia de “lo sagrado”, vivido cristianamente. Para el cristianismo, como para las demás religiones, “lo sagrado” es el templo, es el altar, el cáliz y la patena, las imágenes de los santos, los días sagrados de la semana santa o de otras fiestas religiosas, las personas consagradas, como es el caso de los sacerdotes, los obispos, el papa, las monjas y los frailes. Es decir, los cristianos, como los demás hombres religiosos del mundo, hemos sacralizado cosas, objetos, cargos, en los que pensamos que encontramos a Dios y nos relacionamos con Dios. En esto, el cristianismo no ha hecho sino imitar o copiar lo que venían haciendo todas las religiones desde tiempos antiquísimos.
Pero ha llegado la hora de que los cristianos afrontemos de verdad una cuestión capital: el vacío de los templos, el poco aprecio y la baja estima de los objetos religiosos, de los días religiosos, de las cosas de la religión, es la ocasión privilegiada que los “signos de los tiempos” nos sirven en bandeja, para que caigamos en la cuenta de que se está produciendo un “desplazamiento” de lo sagrado, una auténtica “metamorfosis” de lo sagrado, que no es un atentado contra la religión y contra Dios. No, no es eso. Se trata, por el contrario, de una “recuperación” de lo sagrado en el sentido auténtico que le dio Jesús y que se encuentra en el cristianismo naciente: en los evangelios, en las cartas de Pablo, en la Iglesia primitiva. Sabemos que Jesús dijo del templo que había sido convertido en una cueva de bandidos. Los sumos sacerdotes no aparecen nunca en los evangelios como oficiantes de lo sagrado, sino como agentes de sufrimiento y muerte. El Sanedrín vio en Jesús la más seria amenaza precisamente para el templo (Jn 11, 48). Y por eso dictó pena de muerte contra él (Jn 11, 53). En el juicio religioso, teniendo tantas cosas como los dirigentes religiosos tenían contra Jesús, la acusación suprema que hicieron para condenarle fue su ataque al templo (Mc 14, 58 par). Y lo mismo hay que decir de las burlas ante la cruz (Mt 27, 39-44 par). Por lo demás, sabemos que Jesús le dijo a una mujer samaritana que había llegado la hora en que se acabó la adoración a Dios en este templo o en aquél. Lo que Dios quiere es la adoración “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 21-24). Y después de la resurrección, el primer mártir, Esteban, les dijo a los dirigentes judíos que “el Altísimo no habita en edificios construidos por manos humanas” (Hech 7, 48). Entonces, ¿dónde está Dios? San Pablo les dijo a los cristianos de Corinto: “vosotros sois el templo de Dios” (1 Cor 3, 16-17). Más aún, el cuerpo de cada ser humano es templo del Espíritu Santo (1 Cor 6, 19). Y el mismo Jesús había dicho: “donde dos o tres se reúnen... allí estoy yo” (Mt 18, 20). Y todavía más claro: Jesús insistió en que quien “recibe” (Mt 10, 40), “acoge” (Mc 9, 37) o “escucha” (Lc 10, 16; cf. Jn 13, 20) a alguien, por pequeño que sea, es a Dios mismo a quien recibe, acoge o escucha. Nada tiene de extraño que, en el juicio final, el Señor dicte sentencia afirmando: “lo que hicisteis con uno de estos, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). La cosa está clara. Jesús sacó a Dios de los sitios sagrados, lo separó de los objetos sagrados, de los tiempos sagrados, etc. Y puso a Dios en cada ser humano. De manera que lo que le hacemos a cada ser humano, es a Dios a quien se lo hacemos. Y Jesús no puso límites, ni condiciones, ni hizo separaciones. También en las cárceles está Dios: “estuve preso y fuisteis a visitarme”. Lo que pasa es que nosotros hemos vuelto a meter a Dios en el templo, le hemos construido catedrales, iglesias, capillas de todas clases... Y nos pensamos ingenuamente que Dios está en los altares, honrado y respetado, como se merece. Cuando la pura verdad es que a Dios le faltamos al respeto siempre que no respetamos a alguien. Y mucho más cuando ofendemos, nos aprovechamos, robamos, matamos o simplemente le amargamos la vida a quien sea. A Dios lo humillamos y lo torturamos todos los días, a todas horas y en todas partes. Y que nadie me venga diciendo que esto es sacar las cosas de quicio. A no ser que, efectivamente, nos hayamos echado el alma a las espaldas y estemos realmente persuadidos de que donde mejor está Dios es metido en su templo de siempre. Porque en la calle, en la casa, en el trabajo y en el paro, en el bar y donde sea, se está mejor sin dios. Cuando la pura verdad es que donde no nos gusta que esté (en cada persona), allí es donde de veras está el Señor. La manifestación del sábado 23 de octubre, por las calles de Madrid, en la que numerosos colectivos de ciudadanos y de creyentes han expresado su protesta por la mal disimulada “confesionalidad” de un Estado (el español) que constitucionalmente es “no-confesional” (Const. Española, art. 16, 3), plantea, entre otras, una cuestión que los cristianos tendríamos que afrontar con lucidez, valentía y libertad. Esta cuestión se refiere, no a la confesionalidad religiosa del Estado, sino a la confesionalidad religiosa del Cristianismo. Digo esto porque parece razonable sospechar que bastantes ciudadanos (sean o no sean cristianos) ven un serio problema en la confesionalidad religiosa del Estado. Lo cual es, efectivamente, un problema importante, que necesita ser debidamente matizado por los expertos en Derecho Constitucional. Y por eso entiendo que es enteramente razonable y necesario que muchos ciudadanos, sean o no sean creyentes, protesten por el hecho de que sus dineros se dediquen a costear una confesión religiosa (la Iglesia) o a pagar los viajes del papa.
Pero creo que es de suma importancia caer en la cuenta de que, para los cristianos, el problema de fondo no es el problema de la confesionalidad religiosa del Estado, sino el de la confesionalidad religiosa del Cristianismo. Digo esto porque, a mi manera de ver (no hablo ahora de los ciudadanos no-creyentes), la cuestión más seria que se le plantea a la Iglesia y se nos plantea a los cristianos, no es que el Estado español aclare, según el Derecho Constitucional, el significado y los límites de sus relaciones con la Iglesia (y con las demás confesiones religiosas), sino que la Iglesia y los cristianos nos aclaremos sobre nuestras relaciones con el Evangelio de Jesús. La pregunta que, con lucidez, valentía y libertad, tenemos que afrontar los cristianos es la siguiente: si leemos atentamente los evangelios, ¿podemos asegurar que Jesús fundó y quiso una “confesión religiosa”, es decir, una “religión”, como otra más entre tantas otras religiones que hay en el mundo? A los cristianos - y más a los católicos - nos han educado en el convencimiento de que el Cristianismo es una religión. Es más, siempre se nos ha dicho que el Cristianismo es la única religión verdadera. Lo que supone obviamente que todas las demás son falsas. Pero, con el Evangelio en las manos, ¿podemos afirmar que eso es así con toda seguridad? Por supuesto, Jesús fue un hombre profundamente religioso. Su intensa y frecuente relación con el Padre del cielo, su prolongada oración al Padre del cielo, su predicación sobre el Reino de Dios, la fe en Dios, la bondad de Dios, todo eso pone en evidencia la intensa religiosidad de Jesús. Es, pues, correcto decir que Jesús fue un profeta de Dios, un carismático religioso, un místico que vivió una profunda experiencia de Dios. Pero también todo eso pone de manifiesto que la religiosidad de Jesús no se acomodó, ni se ajustó, ni estuvo de acuerdo con la religión establecida, ni siquiera con el hecho religioso tal como suele ser vivido y practicado en casi todas las confesiones religiosas que conocemos. ¿Por qué? Según el gran relato del Evangelio, Jesús fue un hombre conflictivo. De forma que el relato global del Evangelio es el relato de un conflicto. Un conflicto tan grave, que acabó en violencia y muerte: la muerte violenta de Jesús. Ahora bien, lo decisivo, en este relato, está en que el conflicto, que se nos relata, fue el enfrentamiento de Jesús con la religión. La religiosidad de Jesús fue una religiosidad “marginal”, es decir, él vivió su relación con el Padre al margen de la religión oficial. Nunca, en los evangelios, se nos dice que Jesús fuera a orar al templo, ni que participara en los sacrificios rituales que imponía la liturgia del templo. Ni Jesús construyó un templo o una capilla aparte. Sabemos, además, la denuncia tan grave que hizo Jesús contra el templo, del que dijo que había sido convertido en “una cueva de bandidos”. Por otra parte, Jesús tuvo conflictos frecuentes con los observantes religiosos por causa de su no observancia de preceptos que imponía la religión(observancia del sábado, del ayuno, de las purificaciones rituales...). Jesús, además, se enfrentó a los sacerdotes y, sobre todo, a los sumos sacerdotes. Hasta el extremo de que fue el consejo supremo del Sanedrín el que decretó su muerte y forzó al procurador romano, Pilatos, para que firmara la ejecución de Jesús en una cruz. Es verdad que la teología de san Pablo presenta una interpretación distinta de la muerte de Cristo, como sacrificio y expiación por nuestros pecados. De forma que la decisión de la muerte de Jesús fue una decisión del Padre, para nuestra redención y salvación. Esto es lo que san Pablo explicó en sus cartas entre los años 50-55. Pero sabemos que, algunos años después, a partir del año 70, los evangelios, empezando por el de Marcos, nos dejaron claro que una cosa es la “interpretación teológica”, que dio Pablo de la vida y la muerte de Cristo, y otra cosa es el “relato histórico” que presentan los evangelios de cómo fue la vida y por qué ocurrió la muerte de Jesús. Es cierto que los cristianos tenemos que saber armonizar la “interpretación teológica” de Pablo con el “relato histórico” de los evangelios. Pero el hecho es que, en la historia del cristianismo, esta armonización se ha hecho de forma que la “interpretación teológica” de Pablo ha sido más determinante, para la teología cristiana, que el “relato histórico” de los evangelios. La consecuencia ha sido que el Cristianismo y la Iglesia se han orientado y configurado, ante todo, como una “religión” (templos, sacerdotes, sacramentos, dogmas, poderes religiosos...), siendo así que, en realidad, Jesús de Nazaret no pensó en nada de eso, ni en su vida se dedicó a poner en práctica nada de eso. De ahí que los grandes temas de Pablo son los que han configurado la “teología” cristina, mientras que los relatos de la vida de Jesús han quedado, en la vida y funcionamiento de la Iglesia, relegados a un segundo término, como elementos inspiradores de la “espiritualidad” cristiana. Así las cosas, y volviendo al comienzo de esta reflexión, lo más lógico tendría que ser que los cristianos nos preocupemos, ante todo y sobre todo, por vivir um “cristianismo laico”, como lo vivió Jesús de Nazaret. Porque, si vivimos así nuestra relación con Jesús, lucharíamos más contra el Estado confesional y nos esforzaríamos mucho más por nuestra “religiosidad laica” y nuestra profunda espiritualidad, la “religiosidad alternativa”, que vivió y nos enseñó Jesús. Esto es lo que le pedía a Dios el Maestro Eckhard, uno de los místicos más grandes que ha tenido la Iglesia en su larga historia. Este hombre, que nació en 1260 (Hochheim - Alemania) y murió en 1327 (Avignon - Francia), fue un dominico que ocupó cargos de gobierno y enseñanza en su Orden Religiosa y en la Universidad de Paris. En 1326, el arzobispo de Colonia inició un proceso contra las enseñanzas de Eckhard en sus sermones. El asunto llegó al papa Juan XXII, que residía en Avignon. Pero el místico dominico se sometió, de antemano, a la decisión que pudiera tomar el Pontífice. Eckhard viajó a Avignon para defenderse ante el papa, pero antes de poder presentar su defensa, murió inesperadamente.
No pretendo aquí exponer la doctrina del Maestro Eckhard, enseñanza compleja y no siempre fácil de interpretar, que se basa en el más hondo radicalismo evangélico, en ideas filosóficas que tienen su origen en Plotino, y en la “Guía de Descarriados”, de Maimónides. Como es lógico, todo esto no cabe en el post de un blog tan sencillo como éste. Dicho esto, lo que hoy quiero plantear es que el tema de Dios, que tendría que servir para unirnos a los humanos, con frecuencia sirve para todo lo contrario. Porque es un hecho que a Dios en sí mismo nadie lo ha visto ni lo puede ver (Jn 1, 18). Por eso cada pueblo, cada cultura, cada religión, cada grupo humano y cada individuo “se lo representa” como puede. O quizás como a cada cual le conviene o le interesa. El problema no está en que cada creyente se invente “su propio dios”, de acuerdo con sus particulares conveniencias. No se trata de eso. El problema radica en que las personas que creen en Dios, por eso mismo, tienen la tendencia (inconsciente) a relacionar determinados ámbitos de su vida y su conducta, no con Dios en sí, sino con la “representación de Dios” que cada cual se hace. O quizá con la “representación de Dios” que le han impuesto a cada uno en el ambiente religioso en el que se desenvuelve, en el que vive, y al que sin duda se somete. Sobre todo, cuando el creyente de una determinada religión está persuadido de que esa religión ha sido “revelada” por Dios mismo. Incluso - lo que es más complicado - cuando el creyente pone toda su fe y su vida entera en un Dios que se ha “revelado” así, tal como el creyente lo piensa y lo acepta. Con lo cual, lo que sucede es que la “representación”, que nos hacemos de Dios, la identificamos con “Dios en sí mismo”. O sea, identificamos nuestra representación “inmanente” con el Dios “trascendente”. Y aquí, en el proceso íntimo (que se vive en la intimidad del espíritu) que acabo de apuntar, ahí es donde empieza el peligro. El enorme y asombroso peligro que, sin duda, intuyó el Maestro Eckhard. Es verdad que el pensamiento del gran místico alemán iba mucho más lejos, hasta la idea misma de Dios. Yo no me refiero ahora a eso. Estoy hablando de nuestros comportamientos. Y bien sabemos que hay zonas de nuestra conducta - desde nuestras ideas hasta nuestros hábitos de vida - que, si los explicamos a partir de una presunta voluntad absoluta de Dios, por eso mismo los hacemos tan absolutos, tan intocables, tan indiscutibles, que, como es lógico, detrás de posturas tan férreas, tan intransigentes, tan agresivas y hasta tan violentas, sin duda alguna es que, detrás de esas posturas (tan absolutamente intolerantes), tiene que haber un “dios intolerante”, quizá un “dios violento”. Por eso, a veces, ocurre que las posturas más profundamente irracionales son, en el fondo, posturas profundamente religiosas. Muchas veces, al ver cómo se comportan o cómo hablan algunas personas, me he preguntado: “¿En qué dios creerá este hombre o qué dios tendrá en su cabeza esta mujer?” Yo me planteo muchas veces esta pregunta porque no me cabe en la cabeza que Dios, que es el Dios-Padre de todos los mortales, pueda estar legitimando, justificando, impulsando o promoviendo el insulto, la palabra humillante, la falta de respeto, la intolerancia, la dureza de corazón.... Por no hablar de la ofensa descarada, del abuso del débil, y de tantas otras situaciones que causan dolor, malestar, división, y otras cosas que hasta da vergüenza mencionar. Cuando pienso en estas cosas y en este tipo de situaciones, no puedo dejar de recordar los numerosos textos de los cuatro evangelios, en los que Jesús afirma e insiste que quien “recibe”, “acoge”, “escucha” o “rechaza” a un ser humano, aunque sea el ser humano más débil, un niño, es a Jesús y a Dios a quien “recibe”, “acoge”, “escucha” o “rechaza” (Mt 10, 40; Mc 9, 37; Mt 18, 5; Lc 10, 16; 9, 48; Jn 13, 20). Más aún, en el juicio definitivo que Cristo el Señor hará de todas las naciones de la tierra, el criterio determinante de ese juicio será lo que cada cual hizo o dejó de hacer con cualquier ser humano (Mt 25, 31-45). Porque la dignidad de todo ser humano es tanta que se identifica con la dignidad misma de Dios. El Maestro Eckhart supo extraer, de las enseñanzas de Jesús, lo más profundo que seguramente hay en tales enseñanzas: a Dios lo encontramos “en el otro”. Lo encontramos o lo despreciamos en “los otros”. El peligro y el horror de las religiones consiste en que podemos llegar a “divinizar” nuestros sentimientos más turbios y nuestros resentimientos más bajos. Cuando, en nombre de la defensa de la fe en Dios, privamos a alguien de su dignidad, de su libertad o de sus derechos, incurrimos en una auténtica idolatría blasfema. Hasta el extremo de que, por defender a “dios”, despreciamos y ofendemos al verdadero Dios, el Dios que está en cada ser humano. El problema está en que, para vivir esto, no basta tenerlo en la cabeza. Lo absolutamente necesario es lo que el mismo Eckhard denominaba “el despojo de todo interés, de todo deseo de toda posesión, de todo apego”, que nos aleje del otro o nos enfrente al otro, sea quien sea. En este caso, la “espiritualidad” se convierte en “identidad” del espíritu humano con la divinidad. Así, y sólo así, superamos la religión y la metafísica, la división de lo divino y lo humano, lo sagrado y lo profano, y centramos nuestra vida en la honradez, el respeto, la bondad sin límites y la sinceridad sin fronteras. Falta menos de una semana para que el papa Benedicto XVI vuelva a España. Y ya se está caldeando el ambiente. Desde los que hablan con entusiasmo sobre el magno acontecimiento que se nos avecina, hasta los que se quejan o incluso protestan de la suntuosidad y el despilfarro que la visita papal va a suponer, precisamente ahora en tiempos de crisis económica. Aunque no faltan los que aseguran que la visita del Pontífice a Barcelona le va a proporcionar a la ciudad condal unos ingresos que van a superar los treinta millones de euros. En todo caso, y como parece lógico, las protestas más airadas provienen de grupos o instituciones que, como es el caso de “Europa laica”, propugnan un laicismo sin recortes. Todo esto, naturalmente, da mucho que hablar y genera no pocos acaloramientos. Por eso me ha parecido que puede resultar pertinente hacer algunas observaciones que quizá ayuden a encontrar algo de luz y poner cierto orden en esta enmarañada situación.
Ante lo que va a suceder el próximo fin de semana, en Santiago de Compostela y Barcelona, lo primero que convendría tener en cuenta es que la visita del papa se va a llevar a cabo tal como está programada. Adoptar una postura de sano realismo ante este hecho, que va a suceder como está pensado, me parece una postura sensata. Lo cual no quiere decir que nos identifiquemos con lo que se va a hacer y tal como se piensa realizar. Se trata simplemente de tener los pies en el suelo. Y tener también muy claro que es bueno respetar a quienes ven en la visita del papa un acontecimiento que les reconforta en sus convicciones religiosas. Como también considero razonable que, si es que queremos sinceramente una Iglesia más coherente y evangélica, el camino para conseguir eso no es organizar protestas de última hora, que no llevan a ninguna parte. Esto supuesto, me parece que también sería conveniente aprovechar esta visita del papa para iniciar y promover un gran movimiento de reflexión, entre los católicos, para analizar y encontrar caminos de solución a esta pregunta: ¿Qué ha ocurrido en el cristianismo y su teología para que hayamos llegado a vivir en un modelo de Iglesia en el que es posible y se ve como una cosa lógica un acontecimiento como el que se va a vivir en España el próximo fin de semana? Esta pregunta tiene su razón de ser en una contradicción que habría que estar ciegos para no verla. Se trata de la contradicción entre lo que representa y simboliza la institución del papado actual y lo que tendría que simbolizar y representar quien pretende presentarse como “testigo del Evangelio de Jesucristo” en este mundo, en nuestra sociedad y en la España actual. Yo veo las cosas de esta manera porque me parece que el problema más serio, que tendríamos que afrontar los católicos, no es el problema del dinero que cuesta la visita del papa. Ni el problema del Estado laico y sus consecuencias. Todo eso, por muy importante que sea, no es le problema de fondo que habría que resolver. Me refiero a la coherencia entre el papado actual y el Evangelio de Jesús. ¿Pensamos que lo uno es coherente con lo otro? ¿Estamos de acuerdo, no digo ya con este papa, sino con este modelo de papado? Y, lo mismo si estamos que si no estamos, ¿por qué hemos adoptado la postura que cada cual ha asumido? ¿Es que pensamos que ésta es una cuestión que no merece nuestra atención? ¿Pensamos, quizá, que este asunto no vale la pena, ni tiene entidad para que en ello nos calentemos la cabeza? Sinceramente pienso que, mientras no tengamos la claridad mental y la limpieza de corazón para responder a estas preguntas, todo lo demás serán parches y cataplasmas, a las que les concederemos toda la importancia y la urgencia que queramos. Pero, a fin de cuentas, eso: parches cataplasmas. Y digo yo: ¿no es disparate querer curar a un enfermo comatoso con parches y cataplasmas? No sé lo que realmente pasa en otros continentes. Pero, al menos en Europa, esta Iglesia que preside el papa presenta síntomas de preocupante gravedad para su futuro. ¿A dónde vamos por este camino de alarmante pérdida de vitalidad y credibilidad? ¿Qué está ocurriendo realmente en la Iglesia? Ésta es - creo yo - la cuestión que a todos nos urge afrontar. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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