¡Tranquilos! Que nadie se ponga nervioso. Porque, como decían los antiguos, “contra facta non valent argumenta”. Es decir, contra los hechos (tal como se produjeron en los primeros años de la Iglesia) no tienen peso ni valor demostrativo nuestras disquisiciones o argumentos.
Ya he dicho que el Evangelio de Jesús llegó tarde. Porque, cuando se conocieron los evangelios (en su redacción definitiva), la Iglesia ya estaba organizada y llevaba varios años funcionando. Los datos están ahí: entre los años 50 al 56, san Pablo informa, en sus cartas, de lo que era y cómo se organizaba cada “ekklesía”. Y, poco después, ausente ya Pablo, la carta a los Efesios habla de la “ekklesía” en sentido universal. Esto supuesto, y sea cual sea el momento en que se redactó Efesios, lo que hoy no admite dudas, entre los estudiosos mejor documentados, es que la redacción que conocemos de los evangelios, se conoció y se divulgó después del año 70. Lo cual quiere decir que los criterios y las convicciones determinantes que tuvo y mantuvo Jesús, “el Nazareno”, se conocieron y se divulgaron cuando las “asambleas” o “iglesias” de los cristianos llevaban ya unos veinte años organizadas y funcionando. Por supuesto, el centro y el eje de las “iglesias” de Pablo fue siempre Jesucristo. El Cristo resucitado y glorioso del cielo. En tanto que el centro y el eje de los evangelios es el Jesús histórico de la tierra. Esto supuesto, la cuestión capital está en que Pablo no conoció al Jesús terreno. Porque, cuando Pablo conoció a los cristianos, Jesús ya había muerto. Es más, “el alcance del conocimiento pasivo de la tradición de Jesús que poseyera Pablo es, en el fondo, irrelevante para comprender la teología paulina” (Jürgen Becker). Así las cosas, lo decisivo es saber que Pablo organizó sus “iglesias” o “asambleas” desde el convencimiento de su autoridad. Una autoridad y un poder derivados del hecho de que Pablo era “apóstol” (1 Tes 2, 6; Gal 1, 1; 1 Cor 1, 1; 9, 1-2; Rom 1, 1; 11, 13), lo que le situaba “al nivel de las más altas autoridades de la Iglesia (1 Cor 12, 28; 15, 9-11; 2 Cor 11, 5)” (M. Y. Macdonald). Una autoridad tal, que le permitía a Pablo añadir sus propias directrices al mandato del Señor, basado en que él poseía el Espíritu de Dios (1 Cor 7, 40; cf. 1 Cor 7, 12 ss). Sin duda, el problema del poder fue determinante en el comportamiento de Pablo al fundar y gobernar las primeras “iglesias” o “asambleas” (B. Holmberg). Por tanto, el tema del poder y la importancia apostólica fue decisivo en la Iglesia desde su mismo nacimiento. Sin embargo, por los evangelios sabemos que Jesús no toleró las disputas de sus apóstoles sobre quién de ellos era el primero, el más importante (Mc 9, 33-37 par; 10, 35-45 par). El ideal de Jesús es que fueran como niños, que buscaran ponerse siempre “los últimos” (Mc 9, 35; 10, 31; Mt 19, 30; 20, 16; Lc 13, 30), que tenían que renunciar a todo título relacionado con el poder y la importancia (Mt 23, 8-12). El contraste es evidente: para Jesús, fue decisiva la ejemplaridad de los apóstoles, mientras que, para Pablo, lo decisivo fue tener poder y autoridad para gestionar la organización de las “asambleas”, las primeras “iglesias”, que se extendían por todo el Mediterráneo, desde Antioquía hasta España. ¿Cómo se ha resuelto en la Iglesia el problema que todo esto plantea? Las estructuras de poder se han potenciado, como es sabido. El ideal de Jesús se ha predicado como ejemplo de espiritualidad. ¿Qué es más determinante en la Iglesia? Es la pregunta que los cristianos tenemos que afrontar.
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Como ahora se habla tanto de la crisis, todo el mundo, a todas horas y por todas partes, quiere saber quiénes son los responsables de este desastre. Unos le echan la culpa a los políticos, otros dicen que los causantes de todo esto son los banqueros, los economistas, los ricos, etc, etc. Y a todo esto se ha venido a sumar, desde hace algunos meses, un nuevo responsable. Y ese responsable es nada menos que Dios. O eso es lo que se da a entender. Porque hay quienes aseguran que la causa de la crisis está en el olvido de Dios. Porque, como hemos abandonado las creencias religiosas, de forma que ya es demasiada la gente que no se acuerda de Dios y de sus mandamientos, por eso nos hemos hecho más egoístas, más codiciosos, más comodones y nos hemos puesto a vivir por encima de nuestras posibilidades. Por eso, el olvido de Dios nos ha hundido en esta miseria de crisis, de la que vamos a salir solamente el día que Dios quiera, como se dice en algunas hojas parroquiales o publicaciones parecidas.
Sin entrar en más profundidades, el lenguaje y las explicaciones que acabo de reproducir tienen un inconveniente que me preocupa: todo eso puede dar pie a que haya gente - quizá mucha gente - que, a partir de semejante discurso, en vez de acercarse a Dios, lo que haga sea alejarse más de Él. Es malo asociar a Dios con las desgracias, por ejemplo con los terremotos, las sequías, las enfermedades y todo lo malo que nos puede ocurrir en la vida. Hacer a Dios responsable del sufrimiento humano es una falta de respeto a Dios. Y además es una solemne mentira. Porque si Dios es el responsable de los males y las desgracias, ¿cómo nos atrevemos a decir que Dios es bueno y nos quiere? ¿Es que un padre, que quiere a sus hijos, les manda sufrimientos y desgracias para mostrarles así su cariño? Y que nadie me diga que Dios “no quiere” los males, sino que “los permite”, para que así nos santifiquemos mediante el aguante y la paciencia. ¡Por favor! Permitir tanto sufrimiento es la prueba más clara de que quien hace eso, tiene muy malas entrañas. La lógica más elemental nos dice que el que permite tanto mal, es que debe ser muy malo. Lo de los males y las desgracias tiene su explicación en que el mundo es como es, con sus limitaciones y contadas posibilidades. Y a eso hay que añadir la inclinación al mal que todos los humanos tenemos en nuestros sentimientos y deseos más comunes. Pero, en el caso de la crisis que estamos sufriendo, hay que decir algo más. Los que peor lo están pasando son las víctimas de los que manejan el gran capital mundial. De donde resulta que los más culpables de la crisis son los que más están ganando y mejor lo están pasando. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Ahora va a ser verdad que los pobres, por ser pobres, son los que más merecido tienen el castigo de Dios? Esto sí que no cuadra, por muchas vueltas que le demos al asunto. La primera petición, que le hacemos a Dios en el Padrenuestro, es: “santificado sea tu nombre”. Sea cual sea el sentido más técnico y profundo que tenga esa petición, por lo menos viene a decir que el primer deseo de todo buen cristiano debe ser éste: “no utilicemos nunca el nombre de Dios para lo que no debe usarse”. El nombre de Dios se utiliza mal cuando se blasfema. Pero también cuando se invoca a Dios para explicar o justificar criterios o formas de conducta que impulsan a la gente a alejarse de Dios, a hacer daño a los demás o simplemente a causar sufrimiento a quien sea y como sea. Ocurre con frecuencia que, entre cristianos, se le da más importancia a los ritos, a las normas, a la organización, a la gestión de la autoridad o a los asuntos económicos (a todo eso), que a la fidelidad al Evangelio. Por eso, muchos veces me pregunto: ¿qué nos pasa a quienes nos consideramos creyentes en Jesús, que el principio rector de nuestras vidas no es justamente el mismo principio que rige nuestra forma de vivir?
Este problema - por lo que yo he podido informarme - viene de lejos. No es cosa de ahora. Se trata de un asunto que tiene sus orígenes en los orígenes mismos del cristianismo. La cosa se comprende en cuanto se tiene en cuenta cómo y cuándo se organizaron las primeras “iglesias”. Y también cuando se sabe cómo y cuándo, en aquellas primeras “iglesias”, se conocieron los evangelios, es decir, lo que fue la vida de Jesús y lo que aquella vida representa para nuestra vida. Quiero decir lo siguiente: Jesús murió en los años 30 del s. I. San Pablo escribió sus cartas a “iglesias” que él mismo había fundado, y de las que se sentía responsable, entre los años 49 al 56. Los evangelios, en la redacción que ha llegado hasta nosotros, se empezaron a difundir después del año 70 y no se terminaron de conocer hasta finales del s. I o quizá algo después. Los Hechos de los Apóstoles se redactaron entre los años 80 y 90. Todo esto quiere decir que las primeras “iglesias” (de las que tenemos noticia) se organizaron de acuerdo con las ideas y creencias que les trasmitió el apóstol Pablo. Pero sabemos que Pablo no conoció a Jesús. Ni mostró interés por informarse de la vida terrena de Jesús. A Pablo “se le apareció” el Cristo resucitado y glorioso (Gal 1, 11-16; 1 Cor 9, 1; 15, 8; 2 Cor 4, 6). Es más, Pablo llegó a decir que el conocimiento de Cristo “según la carne” no le interesó (2 Cor 5, 16). Por tanto, hay indicadores suficientes para pensar que las primeras “iglesias” cristianas, de las que tenemos noticia, tuvieron su vida, sus esperanzas y sus motivaciones más determinantes en la gloria, en el cielo, en la eternidad, allí donde ellos pensaban encontrar al Señor de Gloria. La vida, el ejemplo, la bondad, la profunda humanidad de Jesús, todo eso, fue conocido por muchas comunidades, y por las más importantes “iglesias” de la primera hora, bastantes años más tarde, quizá veinte o treinta años después. Se puede decir que el “Señor glorioso” se adelantó al “Jesús terreno”. Por esto he dicho que “el Evangelio llegó tarde”. Tan tarde, que, a no pocos bautizados, no nos ha llegado todavía. Esto es lo que explica, en definitiva, por qué nos preocupa más “someternos” al Señor glorioso que “seguir” al Jesús terreno. Y por eso ha pasado lo que tenía que pasar, estando así las cosas: tenemos un Cristianismo con mucha autoridad, pero llevamos una vida con muy escasa ejemplaridad. Si se lee con atención el relato del juicio final (Mt 25, 31-46), lo que importa, lo que interesa, lo que Dios tendrá en cuenta, en el juicio último y definitivo de la humanidad, no será la fe, ni la religiosidad, ni la piedad, sino solamente una cosa: el comportamiento que cada cual tuvo con sus semejantes, especialmente con los que peor lo pasan en la vida, o sea, los que pasan hambre, los enfermos, los necesitados, los extranjeros, los que están en la cárcel. Los que se portaron así en este mundo, ésos serán los aprobados por Dios, sin aludir siquiera a si tenían o no tenían creencias religiosas, si era personas piadosas y practicantes, y otras cosas parecidas.
Según cuentan los evangelios, Jesús dio a entender, con frecuencia, que esto es lo que a él le importaba. En este sentido, es elocuente el relato de la curación del criado de un centurión romano (Mt 8, 5-13; Lc 7, 2-10; Jn 4, 43-54). Aquel militar, como todos los militares del Imperio, tenía que hace un juramento de fidelidad al Emperador, al que se consideraba como Dios (“ipse deus”). Por tanto, aquel centurión no tenía las mismas creencias que los israelitas. No tenía las verdaderas creencias, pero tenía una conducta ejemplar, al preocuparse tanto por remediar el sufrimiento de un criado. Y por eso, Jesús dijo: “Os aseguro que en ningún israelita he visto tanta fe” (Mt 8, 10; Lc 7, 9). ¿Qué fe tenía aquel militar pagano? Nosotros diríamos: “una fe equivocada”. Y sin embargo, a juicio de Jesús, por más equivocado que uno ande en la fe, si es buena persona de verdad, eso es más determinante, ante Dios, que todas las creencias, por más ortodoxas que sean. Y si no, ¿cómo se explica que, en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 30-37), precisamente el modelo que pone Jesús es el del hereje samaritano, en contraste con el sacerdote y el levita, que eran los modelos de la ortodoxia observante? No estoy sacando las cosas de quicio. Las “creencias religiosas” dividen a la gente y enfrentan a los creyentes. Por las creencias, se ha perseguido, se ha torturado, se han organizado guerras, se ha matado a los infieles y ahora se ofende y se insulta a quienes no coinciden con las creencias que yo tengo. O sea, por las creencias se hace trizas la ética y se desprecia a los pecadores. Y es que, en definitiva, las creencias son, con frecuencia, el argumento que justifica y legitima la violencia. Por el contrario, la rectitud ética y la bondad con misericordia, eso es lo que nos une, los que rompe los fanatismos y acaba con los integrismos fundamentalistas, que tanto daño nos hacen y generan tanto sufrimiento. Termino con una pregunta importante en este momento: ¿se puede asegurar que los pueblos más creyentes y observantes son exactamente los pueblos en los que hay menos corrupción, más honradez en el trabajo, más honestidad a la hora de hacer la declaración de la renta, más generosidad en los patronos y más laboriosidad en los trabajadores? Que cada cual veamos, en nuestras conciencias, qué respuesta le damos a esta pregunta inquietante y molesta. El Superior Provincial de los jesuitas del país vasco, Juan José Etxeberría, ha publicado, con motivo del reciente anuncio de ETA del fin de la violencia, un breve documento en el que afirma: “Tenemos perdón que ofrecer, heridas que sanar, dolores que aliviar, odios que apartar, rencores que olvidar”. La declaración del Provincial de los jesuitas vascos ha sido publicada por Religión Digital. Y las reacciones no se han hecho esperar.
Lo que me sorprende es que, ante una afirmación tan humana y tan evangélica como la de este conocido jesuita, inmediatamente no han faltado los comentarios de personas indignadas, que dan la impresión de sentirse irritadas ante las palabras de un dirigente religioso que pide superar y vencer odios y rencores. Entiendo que, si fuera un político o un juez quien pidiera dejar de lado esos sentimientos, habría motivo para sentirse inquietos, nerviosos o indignados. Pero cuando tal petición viene de un hombre que, por su profesión, nos habla desde los argumentos que le puede suministrar el Evangelio, no entiendo que haya quien rechace airado una petición tan humanitaria. Por supuesto, que los poderes del Estado tienen la obligación de cumplir con su deber. Pero cuando, ni a los hombres de la religión se les tolera una palabra de perdón y bondad, entonces cabe pensar que el tejido social de este país está demasiado dañado. Por eso yo me pregunto si es que Caín sigue vivo entre nosotros. Y si es que Caín sigue ahí, “irritado” y “cabizbajo”, como cuenta el relato mítico del Génesis (4, 5-6), en tal caso, ya podemos poner policías eficaces, jueces severos y políticos inteligentes. De poco servirá todo eso. A terroristas y delincuentes se les pude meter en la cárcel. Pero, si en la calle dejamos campando a sus anchas a nuestros sentimientos más cainitas, en tal caso y por mucho que invoquemos a las víctimas, en esta sociedad nuestra nos sentiremos todos como se sentía Caín: “teniendo que ocultarnos de la presencia (del Bien), y andando errantes vagando por el mundo” (Gen 4, 14). Por favor, ¡ya está bien! El comunicado de ETA anunciando el fin de la violencia armada está poniendo en evidencia lo que cada cual lleva en su corazón. Es verdad que el comunicado no es claro en algunas cuestiones fundamentales. Es explicable, por eso, que haya quien se hace preguntas a las que no encuentra respuesta. Pero lo queno puedo entender es que haya personas que van a misa, quizá con devoción, y al mismo tiempo no son capaces de perdonar hasta el fondo y con todas sus consecuencias. Porque las palabras del Evangelio están muy claras: “Si yendo a presentar tu ofrenda al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” (Mt 5, 23-24).
Esto es lo que dijo Jesús en el Sermón del Monte. Seguramente, estas palabras se refieren a cristianos que procedían del judaísmo, pero seguían acudiendo al templo de Jerusalén. En cualquier caso, la idea de Jesús es clara: si no te has reconciliado, hasta el fondo de tu ser, con el que te ha ofendido o con el que tú has ofendido, no te acerques a lo sagrado. Hoy diríamos, “si no eres capaz de perdonar de verdad y por completo, no vayas a misa”. Es una palabra dura. Tan dura como una piedra en la que siempre nos vamos a partir los dientes. Pero es que el Evangelio es exigente. Por la sencilla razón de que llega hasta el fondo de las cosas. Yo sé muy bien que no debemos confundir los deberes de la religión con las leyes y decisiones que las autoridades políticas y judiciales deben adoptar. Eso, por supuesto. Con todas las consecuencias que de eso se derivan. Pero, si pongo aquí estas palabras del Señor, es porque no me cabe en la cabeza que echemos mano de la religión cuando nos conviene. Y demos de lado al Evangelio cuando las palabras de Jesús nos resultan incómodas o duras de cumplir. Perdonar al enemigo es seguramente lo más difícil que hay en la vida. Pero sólo en el perdón, del que supera el “ojo por ojo y diente por diente”, sólo en eso, es donde se demuestra hasta qué punto hemos tomado en serio esa fe por la que decimos que estamos dispuestos a luchar, a discutir, quizá a ofender y no sé si (en ocasiones) a matar. Una fe por la que casi nunca llegamos a perdonar de verdad. Tenía razón Lutero cuando dijo: “Hay ofrenda sin reconciliación cuando se emprende una guerra, se asesina y se derrama mucha sangre; después damos mil florines para misas por sus almas”. La dificultad, que he planteado al hablar de la relación entre Jesús y aquello que tanta gente rechaza de la Iglesia, entraña una complejidad mayor de lo que algunos quizá imaginan. Porque, en este contraste que mucha gente percibe como una contradicción entre Jesús y la Iglesia, se percibe además una especie de misteriosa resistencia a la solución. Una resistencia que, por otra parte, no resulta fácil de explicar.
Esta dificultad o, si se prefiere, esta complejidad radica en el hecho de que, desde hace mucho tiempo (bastantes siglos), ha sido, y sigue siendo, notable la cantidad de personas creyentes y gente de Iglesia que se han dado cuenta perfectamente del problema que acabo de presentar. Además, han sido muchos los cristianos que han tomado conciencia de este problema con verdadera preocupación. Una preocupación que nacía (y nace) de la lógica inquietud de tantas buenas personas que, como creyentes honrados, quieren ser fieles a Jesús, pero al mismo tiempo quieren ser fieles también a la Iglesia. Ya que es a la Iglesia a quien le deben que el Evangelio de Jesús se haya conservado y se haya vivido durante tantos siglos hasta el día de hoy. Y sin embargo, no es exagerado asegurar que, desde muy pronto, se empezó a sentir, entre no pocos creyentes, conscientes de las exigencias de su fe, una misteriosa tensión entre su fidelidad al Evangelio de Jesús, por una parte, y su fidelidad a la Iglesia, por otra. Esta experiencia de tensión entre Evangelio e Iglesia viene de lejos. Ya en el s. III, bastante antes de Constantino, en los orígenes mismos del monacato, en el norte de Egipto, es éste precisamente el fenómeno que se percibe. Fue en aquel tiempo cuando hombres como Antonio, el llamado “padre de los monjes”, se sintieron impulsados a abandonar la vida fácil e instalada de los cristianos urbanos y huyeron al desierto. La Vita Antonii, escrita por san Atanasio, indica que fue justamente la lectura del Evangelio lo que motivo a Antonio (el hoy llamado “san Antón”) a vender la buena herencia que había recibido de sus padres y, después de darlo todo a los pobres, tomó la decisión de retirarse al desierto (Vita Antonii, 2, 3. Ed. Sources Chrétiennes, nº 400, Paris 1994, p. 133). Como ya he dicho, esta tensión se mantuvo siglos después. Otro ejemplo elocuente, en este mismo sentido, es el extraordinario fenómeno social que tanto inquietó a buena parte de la Europa cristiana en los siglos XI al XIII. Me refiero a los movimientos espirituales anti-eclesiásticos de aquellos tiempos: cátaros, valdenses, pobres de Lyón y tantos otros grupos de los que Y. Congar ha dicho con razón que “no querían otra cosa sino ser cristianos según la literalidad del Evangelio” (L’Eglise de saint Augustin à l’époque moderne, Paris, Cerf, 1970, 209). Que es exactamente la misma tensión y la misma respuesta que encontró Francisco de Asís en el pontificado de Inocencio III. Como lo vio claro H. Grundmann, Francisco tuvo siempre “confianza creyente en la Iglesia y en sus sacramentos”, como siempre tuvo una “inquebrantable veneración del ministerio sacerdotal” (Ketzergeschichte des Mittelalters, Göttingen 1963, p. 37). Pero esto no le impidió ver la necesidad de una “reconstrucción de la Iglesia derruida”. Reconstrucción que sólo se podía hacer mediante la recuperación de la pobreza, la humildad y la sencillez de Jesús crucificado (cf. H. Küng, El Cristianismo. Esencia e Historia, Madrid, Trotta, 1997, p. 418-419). Y conste que ejemplos parecidos a éste se podrían poner tantos y tantos hasta nuestros días. Pues bien, si es cierto que esta tensión entre la fidelidad a Jesús y la fidelidad a la Iglesia ha existido durante siglos, y sigue viva en este momento, es evidente que, en la raíz de esta tensión, se oculta un problema capital para el cristianismo. La complejidad del problema se advierte enseguida si tenemos en cuenta que, en el fondo, la persistencia resistente de este problema, vivido por tantas personas de buena voluntad durante tantos siglos, nos está diciendo que Jesús significa y nos evoca algo que la generosidad y la tenacidad de generaciones y generaciones de creyentes no han encontrado en la imagen que la Iglesia proyecta de sí misma. De tal manera que han sido muchas las personas que han buscado mantenerse fieles a Jesús, no por lo que ven en la Iglesia, sino a pesar de lo que ven en ella. Es verdad que son muchos los cristianos que ven, en su fidelidad al papa y a la jerarquía, su propia fidelidad a Jesús y al Evangelio. Pero no es menos cierto que son también muchos - seguramente muchos más - los que ven, en las diatribas y conflictos de Jesús con los sumos sacerdotes del templo, las mismas diatribas y conflictos que hoy se viven y se propalan contra los dirigentes de nuestra Iglesia. Por no hablar de la inmensa cantidad de ciudadanos que ya no quieren saber nada de todo este embrollado asunto. Porque están demasiado desencantados y hartos del solemne y anacrónico tinglado eclesiástico, que no les dice nada evocador y humano, que no les resuelve nada para su vida, y en el que encuentran incontables contradicciones religiosas y humanas. Así las cosas, nos preguntamos honestamente: ¿es que no entendemos a Jesús? ¿es que no entendemos a la Iglesia? ¿o es que en todo esto se oculta un problema que nunca acabamos de ver precisamente porque intentamos armonizar ambas fidelidades, la fidelidad a Jesús y la fidelidad a esta Iglesia, una Iglesia a la que respetamos y queremos, pero a la que nunca acabamos de entender? Los días 8 y 9 de este mismo mes de Octubre, se ha celebrado en el Seminario da Boa Nova de Oporto, un Coloquio sobre Jesús de Nazaret en el que han participado, junto a colegas portugueses de primer nivel (Anselmo Borges, Paulo Rangel, Isabel Allegro de Magalhaes, Albino Valente dos Anjos), varios estudiosos españoles del cristianismo primitivo cuyos nombres son conocidos: Xabier Pikaza, Antonio Piñero, Juan A. Estrada, José Ignacio González Faus, José M. Castillo, Juan J. Tamayo, Andrés Torres Queiruga.
Han sido días de trabajo intenso. Más de doscientas personas han intervenido en los coloquios que siguieron a cada una de las conferencias. En las distintas intervenciones se ha debatido desde lo que hoy podemos saber sobre la biografía de Jesús hasta lo que significa y representa la fe en la resurrección, pasando por temas de tanta actualidad como Jesús y Dios, Jesús y el dinero, Jesús y la política, Jesús y la Iglesia, Jesús y la religiones, Jesús y las mujeres. Tres características cabe destacar de este Coloquio, que, desde mi modesto punto de vista, han tenido especial relevancia. Ante todo, el alto nivel de pensamiento en el que se han desarrollado, tanto las exposiciones de los ponentes, como las intervenciones de los participantes. No han sido estas ponencias meras charlas de divulgación. En las distintas intervenciones, se ha recogido el trabajo de largos años de estudio e investigación de los profesores que han intervenido. En segundo lugar, hay que reseñar el profundo respeto a la Iglesia, y a la tradición del Magisterio Eclesiástico, en el que se han desarrollado los temas tratados y los debates que se han mantenido después de cada una de las ponencias. Y, por último, ha sido admirable la libertad con que cada cual ha expuesto el resultado de sus indagaciones y estudios. En definitiva, calidad, respeto y libertad. Tres condiciones enteramente indispensables para pensar en estos tiempos nuestros de búsqueda y oscuridades en los que, con demasiada frecuencia, nos encontramos ante muchas preguntas a las que no acabamos de encontrar la respuesta que pueda indicarnos caminos de esperanza. La sabia y autorizada dirección del profesor Anselmo Borges, de la Universidad de Coimbra, ha hecho posible el éxito admirable de este excelente Coloquio. Pero también en este caso - como ocurre tantas veces -, hay un aspecto (sólo uno) que resulta inevitablemente lamentable: para quienes vemos las cosas desde España, es penoso que, para hablar con libertad (y siempre con el respeto que merece la Iglesia) públicamente y en un espacio religioso sobre Jesús, tengamos que irnos fuera de nuestro país. ¿Por qué los espacios religiosos están controlados entre nosotros de manera que en ellos sólo pueden expresarse sin censuras quienes se limitan a repetir lo que piensan y dicen nuestros obispos? ¿No ha llegado la hora de que en España se pueda cuestionar abiertamente esta penosa situación? Sobre todo, cuando los temas que se tratan y las respuestas que se aportan, caben perfectamente dentro de la ortodoxia que otros episcopados católicos viven en Europa o en otros continentes. El comunicado de ETA anunciando el fin de la violencia armada está poniendo en evidencia lo que cada cual lleva en su corazón. Es verdad que el comunicado no es claro en algunas cuestiones fundamentales. Es explicable, por eso, que haya quien se hace preguntas a las que no encuentra respuesta. Pero lo queno puedo entender es que haya personas que van a misa, quizá con devoción, y al mismo tiempo no son capaces de perdonar hasta el fondo y con todas sus consecuencias. Porque las palabras del Evangelio están muy claras: “Si yendo a presentar tu ofrenda al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” (Mt 5, 23-24).
Esto es lo que dijo Jesús en el Sermón del Monte. Seguramente, estas palabras se refieren a cristianos que procedían del judaísmo, pero seguían acudiendo al templo de Jerusalén. En cualquier caso, la idea de Jesús es clara: si no te has reconciliado, hasta el fondo de tu ser, con el que te ha ofendido o con el que tú has ofendido, no te acerques a lo sagrado. Hoy diríamos, “si no eres capaz de perdonar de verdad y por completo, no vayas a misa”. Es una palabra dura. Tan dura como una piedra en la que siempre nos vamos a partir los dientes. Pero es que el Evangelio es exigente. Por la sencilla razón de que llega hasta el fondo de las cosas. Yo sé muy bien que no debemos confundir los deberes de la religión con las leyes y decisiones que las autoridades políticas y judiciales deben adoptar. Eso, por supuesto. Con todas las consecuencias que de eso se derivan. Pero, si pongo aquí estas palabras del Señor, es porque no me cabe en la cabeza que echemos mano de la religión cuando nos conviene. Y demos de lado al Evangelio cuando las palabras de Jesús nos resultan incómodas o duras de cumplir. Perdonar al enemigo es seguramente lo más difícil que hay en la vida. Pero sólo en el perdón, del que supera el “ojo por ojo y diente por diente”, sólo en eso, es donde se demuestra hasta qué punto hemos tomado en serio esa fe por la que decimos que estamos dispuestos a luchar, a discutir, quizá a ofender y no sé si (en ocasiones) a matar. Una fe por la que casi nunca llegamos a perdonar de verdad. Tenía razón Lutero cuando dijo: “Hay ofrenda sin reconciliación cuando se emprende una guerra, se asesina y se derrama mucha sangre; después damos mil florines para misas por sus almas”. Es un hecho que mucha gente ve un contraste entre Jesús y la Iglesia. Un contraste que, a veces, llega a ser tan fuerte que, para no pocas personas, representa un escándalo. De forma que este escándalo puede constituir, en bastantes casos, y de facto constituye, la gran dificultad que algunos aducen para justificar su falta de fe, su alejamiento de Dios, su resistencia a cualquier forma de práctica religiosa, etc.
Este hecho nos viene a decir que lo que representa Jesús, por una parte, y lo que representa la Iglesia, por otra, son dos cosas incompatibles en la mentalidad, en la forma de pensar y en el modo de vivir de muchas personas, que, por otra parte, son gente normal. Por tanto, no parece exagerado decir que estamos ante este dilema: o bien lo que sucede es que Jesús y su Evangelio son una cosa tan extraña, tan inadecuada y tan inadaptada a la realidad, que todo eso hoy no es aplicable a la vida, ni eso es lo que nos lleva a Dios; o bien lo que en realidad sucede es que la Iglesia y su Religión son una contradicción y hasta habrá quien diga que son una traición a lo que quiso, dijo e hizo Jesús de Nazaret. En cualquier caso - sea lo uno o sea lo otro -, parece evidente que, al hablar del tema Jesús y la Iglesia, nos enfrentamos al asunto más espinoso que cualquier persona, interesada por lo que representa el Cristianismo, puede afrontar. En cierto modo, se puede afirmar que estamos ante el tema capital del momento, desde el punto de vista religioso y desde la problemática que debe resolver cualquier cristiano, si es que ese cristiano quiere seguir viviendo en paz y con la debida coherencia su fe en Jesús y su situación en la Iglesia. Por otra parte, al hablar de este asunto, será conveniente (por honestidad intelectual) evitar la fácil y consabida escapatoria de quienes le buscan a este problema una solución de tipo “moralizante”. En el sentido de echar mano de la intolerancia ideológica del “fundamentalismo clerical” o, por el contrario, recurrir al laxismo relativista del “laicismo anticlerical” que invade la cultura moderna. Tengo la impresión de que toda esta verborrea, tan manoseada en ciertos ambientes, no resuelve el problema que acabo de plantear. Por la sencilla razón de que no se trata de un problema moral, es decir, un problema de “buenos” y “malos”, sino que estamos ante un hecho social porque se trata de la percepción que tienen amplios sectores de la sociedad, tanto los que se aferran a lo que ellos perciben como fidelidad a la Iglesia, como los que ven las cosas de manera que enseguida advierten que “lo de Jesús” y “lo de la Iglesia” son dos fenómenos que están más distantes y son más distintos de lo que seguramente podemos imaginar. Con lo que ni le doy la razón a nadie, ni se la quito a nadie. Me limito a presentar hechos que ahí están, a la vista de quien quiera verlos y analizarlos como crea conveniente. En cualquier caso, y sea lo que sea de todo esto, es un hecho - a la vista de todos - que son muchos los que aseguran: “yo creo en Jesús y me interesa su Evangelio; lo que dice o hace la Iglesia, ni me interesa ni me lo creo”. Así están las cosas en demasiados casos, sea cual sea la opinión que cada cual tenga sobre esta cuestión. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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