Todo el mundo sabe que Hipócrates(s. V a.C.) es considerado “el padre de la medicina” y “el médico” por antonomasia. A él se le atribuye, con razón o sin ella, el famoso “juramento hipocrático”: “Por Apolo médico y Esculapio, por Higias, Panacace y todos los dioses y diosas, juro que cuando entre en una casa no llevaré otro propósito que el bien y la salud de los enfermos”. Muchos estudiantes de medicina, al final del grado, siguen haciendo el mismo juramento en versión actualizada y sin mencionar a los dioses, pues éstos han resultado ser menos inmortales de lo que Hipócrates pensara.
No estaría mal –permítaseme la digresión– que los políticos, los empresarios y los periodistas hicieran también un juramento similar en nombre de lo que consideren más sagrado: “Juro que diré la verdad, cuidaré la vida y defenderé al más necesitado sin buscar mi lucro”. Y que los obispos, en vez de jurar obediencia al papa que les ha nombrado y les puede ascender, dijeran: “Juro por Jesús que defenderé la libertad, la fraternidad y la igualdad dentro y fuera de la Iglesia”. Y que todos los teólogos, en vez de aquel “juramento antimodernista” que ha estado vigente hasta no hace muchos años, pronunciaran también su particular juramento hipocrático: “Juro por el Espíritu o la Ruah de Dios que me empeñaré en preparar odres nuevos para el vino nuevo, en liberar la buena nueva de los dogmas viejos, en hacer una nueva teología razonable y liberadora como la Ruah de Dios para el mundo de hoy”. Jesús prohibió jurar, pero estos juramentos le gustarían. Volvamos a Hipócrates. Fue un médico moderno en su tiempo, y se dejó guiar por la observación y la experimentación. Negó, por ejemplo, que la “enfermedad sagrada” –así se llamaba a la epilepsia– se debiera a la acción de los dioses, y se opuso a tratarla con conjuros; él la trataba con buena dieta. Pues bien, un médico de nuestros días, Manuel Guerra Campos –hermano de aquel obispo integrista de Cuenca, diputado en Cortes por nombramiento de Franco–, asegura en sus Confesiones de un creyente no crédulo que Hipócrates no pasaría hoy de un 0 en un examen de Anatomía. Y el Dr. Guerra Campos, se pregunta: ¿Cómo es posible, sin embargo, que la Iglesia siga hoy con el mismo lenguaje y las mismas creencias que hace cientos y miles de años? A eso iba. No es ésa la cuestión más importante en los tiempos que corren –¿qué diría Hipócrates de esta gravísima enfermedad en que está sumido su país, Grecia, y el nuestro y todo el planeta a causa de cuatro ricos que padecen la enfermedad más mortal de todas que es la codicia sin límite?–. Ésta es sin duda, también para la Iglesia, la cuestión más importante, mucho más importante que la “increencia” y el “relativismo”, la familia y la eutanasia e incluso el aborto, y no digamos la religión en la escuela. Pero creo que también es urgente para los cristianos hacer otra teología, una teología que vuelva la fe comprensible para hoy. Esa ha sido siempre la misión de los teólogos: decir la fe de una manera razonable para los hombres y mujeres de cada tiempo y lugar. Solo una teología razonable puede ser liberadora. Hay que repensar el cristianismo, para que sea evangelio liberador. El cristianismo no puede ser evangelio liberador manteniendo conceptos y paradigmas del pasado que hoy resultan anacrónicos, absurdos e incluso nocivos. Que Hipócrates, un genio, hoy no pudiera aprobar ninguna asignatura de Medicina nos parece tan normal. Lo mismo le pasaría a Descartes en Filosofía, por mucho que la Filosofía no evoluciona en los mismos parámetros que las ciencias empíricas. Pero hoy no le valdría su famoso “pienso, luego existo”, y el tribunal se le reiría si repitiera que el cuerpo y el alma se conectan en la glándula pineal. Hasta el mismísimo Einstein, genio entre los genios y muerto hace solo 56 años, hoy suspendería en física cuántica, y seguiría afirmando ingenuamente que “Dios no juega a los dados”. Pues sí que juega, aunque es una forma de hablar. Lo cierto es que no podemos seguir haciendo teología, es decir, hablando de Dios con imágenes y lenguajes que pertenecen a cosmovisiones anacrónicas, a paradigmas obsoletos. Por ejemplo, no podemos hablar de Dios como se hablaba en un mundo estático y determinista, piramidal y geocéntrico: arriba el cielo habitado de dioses con un Dios Supremo al frente, abajo la tierra creada por Dios desde fuera, y más abajo el infierno para los malos. Dios no es un Ente, ni es Algo, ni es Alguien con psicología y sentimientos como los nuestros. Dios no interviene desde fuera cuando quiere. Dios no tiene por qué encarnarse una vez desde fuera, pues es la Carne del mundo, el Ser de cuanto es, el Corazón de cuanto late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra, el Dinamismo de toda transformación, la Ternura de todo abrazo, el Tú de todo yo y el Yo de todo tú, la Unidad de toda diversidad y la Diversidad de toda unidad, la luz de toda mirada, la conciencia de toda mente, la Belleza y la Bondad que sostienen y mueven al universo en su infinito movimiento, en su infinita relación. Y no podemos hablar de Jesús en los términos de la metafísica dualista que subyace a los dogmas: como si Dios fuera una “substancia” distinta y separada del mundo, como si en Jesús asumiera “nuestra substancia” por primera y única vez, de manera singular y milagrosa, como si Dios no fuera el verdadero Ser de todo cuanto es, como si todo ser humano no fuera divino por el mero hecho de ser bueno. Jesús fue un hombre bueno, un hombre libre, y ahí se resumen todos los dogmas. Así de simple. Ni podemos hablar de la revelación y de la encarnación de Dios como si este planeta fuese el centro del universo y como si la especie humana fuese el culmen de la evolución de la vida. El universo no tiene centro, y la vida en este planeta seguirá evolucionando todavía durante miles de millones de años, y seguramente también en infinidad de otros planetas en un universo sin límite. Y Dios es el Corazón y el Misterio del universo siempre revelado y oculto, el Fuego que lo habita. Tampoco podemos hablar del ser humano como si la biogenética y las neurociencias no hubieran demostrado que no tenemos más conciencia y libertad que aquellas de las que nos hacen capaces los genes y las neuronas. Y no es poco, pero tampoco es tanto (todavía). La libertad está en camino, como el cosmos, la vida y la conciencia. La libertad es la meta de toda la creación. ¿Y el pecado? ¡Qué absurdo y nocivo nuestro lenguaje tradicional sobre el pecado, y por lo tanto el perdón! El pecado no es la culpa contraída con una divinidad, sino la herida, el error, la finitud y el daño. Pero somos amados y podemos seguir: eso es el perdón. Así deberíamos seguir revisando todo lo dicho sobre la “salvación” o el “más allá”, para volverlo a decir con palabras libres y metáforas nuevas, pues nada de lo dicho es esencial en la fe, sino justamente lo indecible. Lo dijo nada menos que Santo Tomás de Aquinohace 800 años. Lo malo es que él sí aprobaría hoy un examen de teología en la mayoría de las Facultades. Con él sucede lo contrario de lo que sucede con Hipócrates o Einstein: las autoridades eclesiásticas de su tiempo le suspendieron como heterodoxo, pero más tarde proclamaron su teología como “teología perenne”, inmutable. Sencillamente, no tiene sentido, y el “doctor angélico” sería el primero en protestar por seguir aprobando hoy con la teología de hace ocho siglos, y nos diría con pena que le hemos traicionado. En efecto, ser fieles a Santo Tomás de Aquino no consiste en repetirle, sino en hacer en nuestro tiempo lo que él hizo en el suyo: repensar el cristianismo, paraque sea iluminación y consuelo, medicina y liberación. José Arregi Para orar En el mercado y en el claustro, sólo vi a Dios. En el valle y en la montaña sólo vi a Dios. Lo he visto detrás de mí en la hora de la tribulación y en los días del favor y la fortuna. No vi alma ni cuerpo, accidente ni sustancia, causas ni cualidades: sólo vi a Dios. Abrí mis ojos, y gracias a la luz de Su rostro circundándome, descubrí en todas las miradas al Amado. (Baba Kuhi, poeta sufí iraní del s. XI)
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Nos habían reunido para hablar de sectas en la televisión vasca, y el presentador, tras un breve preámbulo, me preguntó se sopetón: “¿Hay sectas en el País Vasco?”. No había espacio para matices, y yo soy de reflejos tardíos, de modo que respondí apresuradamente: “No”. Y antes de que pudiera añadir o matizar, el presentador ya había lanzado la misma pregunta a un conocido batidor de sectas religiosas por estas tierras, y él, como era de esperar, afirmó lo contrario con igual presura: “Uf, un montón”. Y siguió una discusión acalorada entre los demás intervinientes.
Hay muchos días en que, contra lo que pudiera parecer a más de uno, no deseo discutir, palabra de origen latino compuesta de “dis” que significa separar y “cútere” o “quátere” que significa agitar. Hay muchos días, hoy mismo por ejemplo, en que tampoco deseo hablar ni escribir, que es otra forma de hablar. También hablar es separar, por mucho que hablemos para entendernos y acercarnos. Sería preferible quedarse a mirar la suave luz de la tarde y dejarse envolver, o contemplar el agua correr mansamente y dejarse llevar. Oh, sí!, sería infinitamente mejor estar sin más aquí, ahora, en el infinito, y dejar que el Espíritu entre en lo más profunde del alma, donde siempre habita haciendo el alma infinita, abriéndola al Infinito sin fronteras, y dejar que ejerza su dulce oficio de madre, el oficio de consolar infinitamente. Pero a veces es necesario distinguir, discernir y discrepar, y hoy me propongo hacer algunas precisiones sobre aquella discusión televisiva, aquellos monosílabos apresurados. Afirmar que algo existe es más fácil y menos arriesgado que afirmar que algo no existe. No se puede decir, por ejemplo, que no hay cisnes negros sin antes haber explorado a fondo todo el universo, ¿y quién lo podrá hacer? ¿Hay sectas por aquí? Sobre el plató, hubiese debido decir: “Pues no lo sé, pero yo no las conozco. Y si las conociera, debería denunciarlas ante un juez. Y si no las denunciara, yo mismo cometería delito y debería ser denunciado”. Porque una secta es un grupo que delinque, eso sí que lo dije. Pero la verdad es que el término “secta” es muy ambiguo; ni siquiera sabemos si proviene del latín “sequere” (seguir) o “secare” (cortar, separar). Pero, en el lenguaje común, no significa simplemente un "conjunto de seguidores de una doctrina religiosa o ideológica concreta”, como dice Wikipedia, sino algo mucho más fuerte y peyorativo. Quien hoy dice “secta” dice destrucción de la personalidad, atentado a la libertad, manipulación de la persona, reclutamiento fraudulento, abuso de poder, explotación económica. Conductas todas que en nuestra sociedad están tipificadas como delitos. Decir “secta” es, pues, decir una asociación que delinque. Que delinque como asociación, se entiende, pues un grupo en el que ninguno de sus miembros haya cometido nunca un delito, ni grande ni pequeño, es como un cisne negro. Además, “secta” suele designar casi siempre a grupos minoritarios, a menudo escindidos de otro más grande. Pero es evidente que el criterio de la mayoría no puede servir sino para confundir más; bien podría suceder que el grupo mayoritario sea más sectario que el grupo escindido. A nadie se le ocurre acusar a los mormones (o Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días) de ser una secta en el Estado norteamericano de Utah, donde son mayoría. Pero el perseguidor de “sectas destructivas” al que me he referido más arriba tiene en su página web una larga lista –de no menos de 60 asociaciones y movimientos–, en la que incluye a mormones, testigos de Jehová, bahaís o brahma kumaris…, e incluso a la “Nueva Eva” y “otros grupos en observación” para que no falte nadie. Pero no se nos ofrece ningún dato y ninguna prueba. Solamente la acusación: son sectas destructivas. Eso sí, solo se trata de grupos minoritarios. Ese camino me parece impracticable. Para hablar de “sectas” (se entiende “destructivas”; de las otras no hay por qué preocuparse), necesitamos de un criterio objetivo, y éste no puede ser otro que el Código Penal vigente. Claro que también el Código Penal es parcial y discutible, y tanto que lo es, pero es la única norma razonable en este asunto. Ahora bien, el Código Penal no habla de “sectas”, que es un término demasiado confuso, tan confuso que la Asociación UNESCO para el Diálogo Interreligioso de Cataluña, que sabe mucho de todo esto, renunció a utilizarlo. El Código Penal (artículo 515) habla de “asociaciones ilícitas punibles”, que son “las que tengan por objeto cometer algún delito o, después de constituidas, promuevan su comisión, así como las que tengan por objeto cometer o promover la comisión de faltas de forma organizada, coordinada y reiterada”. Ahí debe terminar a mi entender la discusión sobre las sectas. Si no son asociaciones ilícitas y punibles, nadie puede acusarlas impunemente. Y si alguien, como es el caso, las acusa públicamente como “sectas destructivas”, una de dos: o bien las denuncia ante un juez, o bien delinque él mismo por no denunciarlas a sabiendas de que son delictivas. El juez deliberará y dictará sentencia (¡ojalá que imparcialmente!). Pero mientras no se demuestre el delito, la presunción de inocencia y la libertad de asociación han de prevalecer. A no ser que queramos volver a implantar un clima general de intolerancia, de fanatismo sectario y de caza de brujas. Sería un mundo irrespirable. Queremos respirar. Dejemos respirar. No quiero decir que hayamos de ser ingenuos, aunque no estaría mal que pecáramos de un poco más de ingenuidad, de un poco más de fe en las personas o de fe en la libertad, más bien que de intransigencia, de suspicacia, de miedo, pues el miedo lleva al miedo, y de eso es de lo que más peca y padece el mundo de hoy que creíamos tan libre, tan ilustrado, tan desarrollado. En conclusión, propongo que dejemos de lado el término secta y hablemos simplemente de asociaciones delictivas que hay que denunciar ante el juez y de asociaciones que tienen derecho a difundir sus ideas y desarrollar sus actividades, nos gusten o no. Pero aun descartando el término “secta”, no descarto el término “sectarismo”. El sectarismo sí que existe, aunque sea imposible llevarlo a los tribunales, y existe en las grandes empresas, religiones e iglesias, mucho más que en los movimientos disidentes y marginales. Una empresa que te atosiga hasta que contratas sus servicios y que luego, si quieres rescindir el contrato por lo que sea, te enseña la letra pequeña y te amenaza con penalizarte para que no te vayas, ¿no es sectaria? Una religión que ha metido a la pobre gente el miedo a Dios hasta la médula ¿no es una religión sectaria? ¿No es sectaria una iglesia que sigue enseñando que si estás en pecado mortal y no te confiesas con un sacerdote católico te puedes ir al infierno eterno? Nada de eso es Dios, gracias a Dios. No son más que los miedos humanos, adheridos a la frágil memoria de unas pobres neuronas. Dios no es sectario, no separa. Dios es como la suave luz que inunda un templo, o todo el campo al atardecer, para buenos y malos. Dios es la Vida que recorre la planta, que empuja al vencejo en su eléctrico vuelo. Dios es Espíritu que ensancha el alma hasta el infinito. Celebremos Pentecostés y respiremos. José Arregi Para orar. EN TORNO A TU MANDATO Cuántas vueltas y vueltas en torno a ese destello que parece ser tuyo; y, al abrirlo, no hay Pascua, sólo encuentro oscuridad. Cuántos credos y credos en torno a esas sonoras palabras que decimos tuyas; y, al escucharlas, sólo resuena el duro silencio. Cuántos nudos y nudos para tejer una red de solidaridad centrada en tu más vivo querer; y después de tanta fatiga sólo toma cuerpo la debilidad. Cuánto barro y barro amasado por tus artesanas manos con sabiduría y mimo; y, sin embargo, al contemplarnos, nos sentimos rotos y solos. Cuántos gestos y gestos para expresar nuestra amistad y sentirnos buenos y hermanos; y al alzarlos y presentártelos aparecen vacíos y sin espíritu. Cuántas normas y normas avaladas por Jerusalén y Roma para sentirnos seguros; y al agarrarnos a ellas con fuerza, nos sentimos tan inseguros... Cuántos cambios y cambios para encontrarte en el camino y estar seguros de nuestro empeño; y, tras la ilusión primera, volvemos a estar perdidos. Señor, que andas y andas por las afueras y los reversos, que no nos desilusionemos si al encontrarnos contigo nos “confundes” o te confundimos. Porque aunque seas tan claro en tu gesto, palabra y mandato, y nos lo repitas setenta veces siete, “amar como tú nos has amado” es muy nuevo para nosotros, tus amigos. (Florentino Ulibarri) Estoy en Arantzazu. Aquí siguen sus fieles moradores de siempre: la peña, el haya y el espino, y a menudo, como hoy, también la niebla. Y las golondrinas bienvenidas de cada primavera, con sus nidos de barro colgados en los voladizos del santuario: aquí nacieron y aquí han vuelto, y las que ahora están naciendo también volverán. Aquí siguen cantando en el fondo de la niebla el tordo y el mirlo, el zarcero y el pinzón, y el reyezuelo que interpreta a Paganini. Ahí sigue, arriba a la vera del camino viejo, la ermita de Santo Cristo, donde los peregrinos han descansado durante siglos desahogando sus penas ante el Herido, antes de bajar a la iglesia. Aquí está la basílica, un inmenso nido de golondrinas, con su infinita calma, con su penumbra transfigurada.
Aquí están mis hermanos franciscanos, con un año más y la misma bondad de siempre, y con sus miedos y contradicciones, las de todos. Uno de ellos me ha preguntado: “¿De qué vas a escribir esa semana?”. “Pues no sé muy bien, quizá sobre las iglesias de nuestros pueblos y las ermitas de nuestros montes: de quién son las iglesias, las ermitas, las casas parroquiales; si han de ser del obispo o del pueblo que las hizo…”. “¡Oh! Es un tema vidrioso. No escribas sobre eso”. Pero esas palabras de mi hermano franciscano han acabado de decidirme a escribir sobre el tema. Sí que es un tema vidrioso, pero todos los temas lo son, y no pretendo dictar verdades, sino expresar opiniones y, si se diera el caso, hacer pensar. Amo las iglesias, y sobre todo las ermitas. En las tardes de domingo, en Arroa, me gusta subir andando, por una carreterita solitaria y empinada, flanqueada de encinas, hasta la ermita de San Lorente; está rodeada de fresnos y acacias, en medio de una explanada verde, con la entrada abrigada por un porche bajo, con sus ventanitas desiguales, indicios de alguna ermita de otros tiempos, con una campana de bronce en el arco de la espadaña, testigo de todos los tiempos. Esta capilla y su entorno me cautivan. Al llegar, me siento impulsado a ponerme de rodillas y rezar –¡qué cosa más natural!– abrazado a la vieja puerta de madera desgastada, y de los siglos y del corazón acude a mis labios aquella oración que rezaba san Francisco en la ermita de San Damián a las afueras de Asís: “Oh alto y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón…”. Me da pena que un domingo por la tarde ese lugar tan bello y sagrado, tan lleno de paz, esté cerrado con llave, y que me deba conformar con asomarse justo por la rendija de la puerta a la penumbra y al misterio, pero tal vez así sea mejor, para no invadir. Ya es mucho poder estar en el umbral abrazado a la vieja puerta. Es hermoso rodear luego la ermita y, por detrás de ella, contemplar Zumaia y entrar en sus entrañas siguiendo el curso de las dos rías, el Narrondo y el Urola, y perderse más allá en el mar hasta el otro lado del mundo. A la derecha, a media altura, se levanta la imponente iglesia de San Miguel de Artadi, en medio de unas pocas casas y de algunos caseríos diseminados. Bajo por el mismo camino por el que he subido y, al bajar, veo alzarse en la ladera de enfrente, en Arroa Goia, en medio de media docena de casas y caseríos, otra iglesia enorme, digo enorme en proporción al lugar. Así, de capital en capital, de aldea en aldea, de colina en colina, podríamos recorrer toda la geografía peninsular, sembrada de humildes ermitas o de magníficas catedrales. Son símbolos de otros tiempos, tan cercanos y tan distintos, en que todo el pueblo se reunía en esos hermosos templos para aliviar las penas, para alegrar el alma, para seguir viviendo, porque no solo de pan vive el hombre, ni entonces ni ahora. Todo era en aquellos tiempos tan ambiguo como en los nuestros. Con sus manos y sus tributos, aquellas gentes construían lujosos edificios de mármol para Dios y confortables casas de piedra para el clero, mientras ellos no poseían más que chozas miserables de barro, como las golondrinas. Y lo hacían para dar gloria a Dios, pero también porque no se les ofrecía otra manera de darse a sí mismos un poco de gloria y dignidad, o porque no se les permitía tener otra imagen de Dios que la imagen y semejanza de quienes les oprimían, queriéndolo o sin querer. Y aquella gente pensaba que honrando al clero honraban a Dios, porque así se lo había enseñado el clero. Estaban ciertamente orgullosos de sus templos, pero su orgullo era también un triste reflejo de la profunda humillación que padecían sin saber. No sé. Todo es tan equívoco. A mí me conmueven las ermitas, y no quiero dejar de subir a San Lorente los domingos por la tarde, pero tampoco puedo disimular todas esas dudas. Y hoy no quiero callar una pregunta crucial: ¿De quién son estos templos, hoy casi vacíos? No son de Dios, que nunca los necesitó ni le importa que hoy se vacíen, porque solo le importa la Vida. Los construyó la pobre gente porque los necesitaba, cuando todo el pueblo era cristiano, o porque así lo habían decidido o porque así se lo habían impuesto. Todos nosotros somos sus hijos. ¿A quién pertenecen, pues, ahora que están vacíos? ¿Y de quién son esas magníficas casas parroquiales construidas en piedra de sillería, ahora que ya no hay clero que las ocupe o ahora que el pueblo en su inmensa mayoría no las quiere para el clero? Hago estas preguntas porque es sabido que los responsables de muchas curias diocesanas están moviendo sigilosa y eficazmente los hilos para hacerse con los títulos de propiedad de estos templos y casas, y así poder venderlas al mejor postor o que las puedan vender sus sucesores. Me parece muy grave. Es una rapiña, indigna de la Iglesia de Jesús. Es un atentado contra el culto en espíritu y en verdad que Jesús nos legó. Es un fraude contra el erario público, contra la ciudadanía con cuyos impuestos se siguen conservando esos templos y esas cosas. Es una ofensa contra la memoria de la pobre gente que en otros tiempos construyeron esos templos y esas casas para Dios o para sí, para seguir viviendo, pero de ningún modo para enriquecer al clero. Por supuesto, no estoy en contra –muy al contrario– de que los cristianos sigamos utilizando los templos heredados de nuestros antepasados y nos reunamos en ellos cada domingo para celebrar la vida. No es eso. Me refiero a las ermitas, las iglesias y las casas parroquiales que van quedando vacías. Fueron del pueblo, y pienso que han de volver al pueblo y que el pueblo ha de disponer de ellas para cultivar la vida de la manera que le parezca más oportuna. Lo que construyeron entre todos y para todos, y que aún hoy se sigue conservando y restaurando con subvenciones públicas, es decir, con dinero de todos, ha de volver a ser de todos. Es más: yo propondría que, al igual que en todos los pueblos hay cines y casas de cultura y jardines cuidados, en todos los pueblos hubiera también una especie de ermitas urbanas, enteramente laicas y aconfesionales, unos espacios de calma, cuidados y bellos, para que la gente, cualquier gente de cualquier convicción, se recoja allí, como las golondrinas en sus nidos, para descansar y desahogarse, para gozar o llorar en silencio, para respirar mejor. Y bien podrían servir para ello nuestros templos cristianos, algunos al menos. Sin duda, aquellos que están vacíos. Pero también muchos de los que solo se utilizan los domingos. ¿Por qué no podrían transformarse en espacios públicos compartidos con otras religiones o movimientos espirituales? ¿O por qué no podrían reconvertirse para todos los que quieran, creyentes o no, en ermitas laicas o lugares de paz? Todo menos el pillaje eclesiástico que ya está en marcha. José Arregi Para orar Han penetrado las sombras. Han salido las estrellas. Los pájaros se han ido a dormir. La noche abraza la mitad silenciosa de la tierra. Un vagabundo, un pobre caminante con los pies cubiertos de polvo, baja por un camino nuevo: un Dios sin techo, perdido en la noche, un Dios sin papeles, sin identificación, sin número, un extranjero frágil y desechable, yace desolado bajo las dulces estrellas del mundo, esperando a dormirse. (William Ernest Henley, poeta inglés, 1849-1903) ¿Qué es lo que quieren estos tíos, si no han trabajado en su puta vida?”. “Despejad la plaza, que quiero dar de comer a las palomas”. Se me humedecieron los ojos cuando, el domingo por la tarde, una de las “indignadas” de la plaza Arriaga de Bilbao nos leyó estos comentarios, y otros igualmente terribles, que acababan de aparecer en ciertos blogs integristas. Me pregunté: “¿Es el colmo del cinismo o es la sima de la inconsciencia?”. Y pensé: “Tal vez hoy habrán ido hoy a misa esos que hablan así”.
Me gustaría entrar por un momento en el corazón de las personas que escribieron tales comentarios y entender por qué oscuras razones se expresan con tanta dureza sobre esta rebelión pacífica que es el 15-M. Y me gustaría decirles: Amiga/o, ¿hablarías así si tus hijos de 30 y 35 años estuvieran en paro, si no tuvieran una casa en que vivir con sus parejas y darte nietos, y hacer crecer en el mundo la vida y la dicha? Amigo/a, ¿nunca te ha estremecido la denuncia del profeta: “Disminuiremos la medida, aumentaremos el precio y falsearemos las balanzas para robar; compraremos al desvalido por dinero; venderemos al pobre por un par de sandalias” (Amos 8,5-6)? ¿No ven tus ojos el dolor del mundo? ¿No oyen tus oídos su clamor? Tal vez te llames cristiano y lo seas; pero ¿cómo rezas entonces el Padrenuestro, si no es como “un manifiesto revolucionario y un himno de esperanza” (J. D. Crossan)? ¿En qué piensas cuando dices: “Venga a nosotros tu reino” y “Danos el pan de cada día”? Nadie sabe si el 15-M es un vigoroso germen de transformación planetaria o no es más que un sueño generoso y pasajero. Eso no depende de ellos, sino de nosotros, de todos nosotros. “Si no buscas una solución, eres parte del problema”, nos han dicho certeramente. No es seguro que tenga éxito aunque lo apoyemos, pero es seguro que no tendrá éxito si no lo apoyamos. Y en cualquier caso, la calidad de un compromiso no se mide por el éxito o el fracaso, sino por la generosidad vivida y por el valor de la causa, aunque fracase. A veces hay que medir la acción en función del resultado previsto, no digo que no, pero hay causas –son las causas más humanas– que merecen adhesión aunque fracasen. Nada hay más ético y humano, nada más divino, que la compasión y el compromiso con el herido del camino sin esperar premio ni obtener éxito. ¿Qué otra cosa hizo Jesús cuando subió a la montaña y proclamó: “Bienaventurados vosotros, los pobres, porque Dios os librará”, cuando salió a los caminos y curó a quien pudo, cuando se enfrentó al Sanedrín y al Pretorio arriesgando su vida? No importa que fracasara, si es que fracasó. ¿Qué es el éxito y qué es el fracaso? “El crucificado vive en Dios”, proclamaron los cristianos después de su fracaso. El vencido es victorioso, el condenado ha subido al cielo, porque Dios está con los que padecen el infierno. Donde está Dios, allí es el cielo. No os quedéis, pues, mirando al cielo, sino transformad la tierra. La causa de los jóvenes indignados de nuestras plazas es la causa más justa del planeta entero y merece la pena, aunque fracase. Pero sería tremendo que fracasara por nuestra desidia. Es la causa del Evangelio. Es la causa de Dios. La causa de Dios no es que todo el mundo crea en Dios – ¿qué significa eso?–, sino que el mundo sea justo y viva en paz, que todas las criaturas sean dichosas. La causa de Dios se defiende en las tiendas de campaña de las plazas, mucho más que en los templos de piedra. Está bien que los cristianos nos reunamos cada domingo a celebrar la memoria de Jesús, cuyo fracaso es ascensión. Pero no sería la misa de Jesús, si antes o después, de una manera u otra, no acudimos, con todos los párrocos al frente, a reunirnos con los jóvenes indignados de las plazas que encarnan el sueño y la causa de Jesús. Está bien –digamos que sí– que los obispos convoquen a los jóvenes del mundo entero a la JMJ en Madrid, pero creo que sería una traición a Jesús, al Evangelio, a la memoria y a la esperanza de la Iglesia, si estos jóvenes, antes y después de la JMJ, no se sumaran a la juventud mundial del 15-M, reclamando con ellos lo mismo que Jesús reclamaba, y dándole así a Dios el único culto que le honra. Sería un sacrilegio que la JMJ vaya a gastar 50 millones de euros –en buena parte, dinero de los contribuyentes que somos todos; en otra buena parte, donaciones interesadas de algunas de las empresas más corruptas del Estado español–, si los jóvenes de la JMJ no apoyaran activamente la rebelión bíblica de los jóvenes del 15-M. El vía crucis de la Castellana sería entonces una farsa cruel. Pues no hay gloria de Dios sin democracia real. Y no hay democracia real cuando el 40 % de la juventud no tiene trabajo ni casa; cuando en las listas de las últimas elecciones españolas había tantos candidatos corruptos que nos seguirán mandando si han sido elegidos, y si no lo han sido también; cuando la eliminación del fraude fiscal en el Estado español permitiría dar 20.000 euros a cada uno de los 4 millones de parados; cuando 300 multinacionales gobiernan a todos los gobiernos; cuando unas pocas empresas controlan y manipulan a todos los medios de comunicación y hacen que la libertad de expresión e incluso de opinión sea mera ficción; cuando los países ricos imponen los precios y aranceles que les interesan; cuando el dinero sirve ante todo para ganar dinero; cuando están aplicando como remedio para la crisis las mismas medidas que la han provocado; cuando, solo en África, mueren 2 niños por minuto a causa de la malaria, y mueren 10 niños por minuto en el mundo por beber agua contaminada, y 21 niños por minuto por falta de medicinas (los matamos tú y yo, pero nunca habrá para ellos ninguna ley de víctimas); cuando el 40% de la humanidad vive con menos de 2 dólares por día; cuando los países ricos destinan a la ayuda del desarrollo menos que en los años 90; cuando lo que hemos dado a los bancos en crisis bastaría para resolver el hambre en el mundo durante los próximo 54 años por lo menos. No hay democracia real cuando se deja libre a un zorro en un corral, como se ha escrito. “No falta dinero. Sobran ladrones”, como dice un cartel en la plaza Arriaga. ¡Bien por esos jóvenes de nuestras plazas alegres e indignados, lúcidos y generosos, con su bloc y su boli moderando asambleas en corro, dando lecciones de política a los políticos, de economía a los economistas, de verdadera teología a los creyentes de todas las religiones! ¿Qué piden estos jóvenes en las plazas? Solamente piden aquello que debe y puede ser. “Esto es revolucionario y es solo el comienzo”, y de nosotros depende que tenga futuro, es decir, que tengamos futuro. Son como los viejos profetas de la Biblia, que inventaron imágenes y palabras para el sueño posible, para Dios, porque dice Dios: “Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando en las plazas, ¿no lo notáis. Trazaré un camino en el desierto, senderos en la estepa” (Isaías 43,19). Pero, con infinita inquietud en sus ojos, Dios dice también: “Oh criaturas mías, yo no podré hacer nada nuevo, ni trazar un camino en el desierto ni ser el futuro del mundo, sin vosotras. Yo no puedo nada sino gracias a vosotras". José Arregi Para orar. LA ASCENSIÓN Aquí vino y se fue. Vino..., nos marcó nuestra tarea y se fue. Tal vez detrás de aquella nube hay alguien que trabaja lo mismo que nosotros y tal vez las estrellas no son más que ventanas encendidas de una fábrica donde Dios tiene que repartir una labor también. Aquí vino y se fue. Vino..., llenó nuestra caja de caudales con millones de siglos y de siglos, nos dejó unas herramientas... y se fue. Él, que lo sabe todo, sabe que estando solos, sin dioses que nos miren, trabajamos mejor. Detrás de ti no hay nadie. Nadie. Ni un maestro, ni un amo, ni un patrón. Pero tuyo es el tiempo. El tiempo y esa gubia con que Dios comenzó la creación. (León Felipe) "Asignatura de religión en la escuela y otros telares" es el título de una reciente conferencia pronunciada por José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián. Magnífico título, por cierto: enunciaba con claridad el tema, ya de por sí controvertido, y la mención final de “otros telares” denunciaba tramas y urdimbres ocultas. Pues es sabido que los telares, esas maravillosas máquinas de madera o de metal, tejen toda clase de telas de todos los colores y de todas las texturas cruzando los hilos de la urdimbre vertical con los hilos de la trama horizontal. Y así visten a los seres humanos por dentro y por fuera con los tejidos más bellos hechos de los hilos más simples, para que no padezcan fríos ni pudores.
El obispo declaró que nos hallamos en una “situación límite de la asignatura de religión en las aulas". Y denunció la causa: “el laicismo anticristiano”, “una estrategia de acoso y derribo muy agresiva" contra la asignatura de religión y presiones a los padres “para que desapunten a sus hijos”. E hizo sonar la alarma en tono casi apocalíptico: “la libertad de enseñanza y la misma libertad de conciencia están en peligro y esto tenemos que tomarlo en serio". Está muy bien que la jerarquía eclesiástica se pronuncie en favor de la libertad de enseñanza y de la libertad de conciencia, aunque no pueda presumir de haber sido pionera en su defensa, pues las asumió con retraso y a regañadientes, después de haberlas condenado mientras pudo. La libertad de las personas y de los pueblos es muy precaria y siempre está en peligro, y haría bien la Iglesia en defenderla siempre como lo más importante, junto con la igualdad o la fraternidad, su hermana inseparable. Pues, como escribió san Pablo, “donde está el Espíritu de Dios, allí está la libertad” (2 Corintios 3,17), y donde no hay libertad no hay Dios, del mismo modo que no hay Dios donde no hay igualdad o fraternidad. Pero de ningún modo se podría decir: “Donde está el Espíritu de Dios, allí debe haber asignatura de religión, y donde no hay asignatura de religión allí no está el Espíritu o el respiro de Dios que teje la vida y la reviste de belleza”. Yo también soy partidario de que la religión esté presente en las aulas públicas, como asignatura obligatoria, en todas las edades. Pero ¿qué tipo de religión y en qué condiciones? He ahí la cuestión. Estoy en contra del modelo que tan vehementemente defienden nuestros obispos: la enseñanza confesional de la religión católica en la escuela pública, con unos contenidos dictados por los obispos, con un profesorado nombrado y controlado por los obispos. “Solo nosotros podemos decidir quién ha de enseñar y aquello que han de enseñar, pero que pague el Estado, es decir, que paguen todos los ciudadanos, sean cristianos, musulmanes o ateos. Es nuestro derecho”. De verdad, ¿es nuestro derecho? Mons. Munilla llegó al extremo de afirmar que la clase de religión católica en la escuela pública “es un derecho, no un privilegio, reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU", y que el marco constitucional español “reconoce también este derecho”. Las dos últimas afirmaciones me dejan atónito. Pues no hay – ni puede haber– ningún artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que diga que la clase de religión católica –o de cualquier otra religión o convicción– en la enseñanza pública sea un derecho universal. Y no hay –ni debe haber– ningún artículo de la Constitución española que reconozca tal derecho. La situación española, sin embargo, es contradictoria: la Constitución de 1978 aboga por un Estado laico, que no significa antirreligioso, sino aconfesional, es decir, religiosamente neutro en una sociedad plural, como debe ser. Pero un año más tarde, en 1979, el Estado firmó con el Vaticano un Concordato por el que se obligaba a ofrecer la enseñanza de la religión católica en la enseñanza pública como una asignatura equivalente a cualquier otra, como las matemáticas, por ejemplo. Claro que este privilegio era indefendible en una sociedad laica, y en años posteriores el Gobierno español fue optando por el café para todos: todas las religiones –de momento, solamente las “más importantes” o las que más se han movido– tienen derecho a ser ofertadas por todos los centros públicos como asignatura, siempre que haya diez alumnos que lo pidan. Pero este sistema, el café para todos, es insostenible por muchas razones. Si la enseñanza de cada religión como asignatura en la escuela pública fuera un derecho importante, no sería justo que se diera la asignatura solamente si hubiera diez alumnos por lo menos. Con lo cual, para respetar el derecho hasta el fin, cada centro tendría que disponer de tantos profesores de religión como religiones, iglesias, corrientes o convicciones religiosas, antirreligiosas o agnósticas hubiera en el centro. Al final, un profesor por alumno, pues supongo que el alumno del Opus no aceptaría que le diera clase de religión un profesor de unas comunidades cristianas de base. Insostenible por razones de economía y de sentido común. Por todo ello, es hora –hace tiempo que ya lo era– de que la jerarquía de la iglesia católica dé un paso al frente, pida que se derogue el Concordato de 1979, considere atentamente el hecho indiscutible de que los ateos más obstinados y los laicistas más acérrimos de hoy estudiaron religión en la escuela, se pregunte si ello será así a pesar de que estudiaron religión católica o quizás precisamente por haberla estudiado, renuncie a la asignatura confesional de la religión católica en la enseñanza pública, y busque la solución más justa y humana para el único problema verdadero en todo este asunto: la situación de los 15.000 profesores de religión que perderían su puesto de trabajo. Este es el único problema. Pero insisto: soy partidario de que la religión esté presente en las aulas públicas en todas las edades, desde la primaria hasta la universidad. Y no como una “maría”, sino como asignatura troncal con todo su valor y dignidad. Pero eso sí: como una asignatura aconfesional, no dependiente de ninguna institución religiosa ni al servicio de ninguna religión particular. Creo que es muy necesario que los niños conozcan a las grandes figuras religiosas que han marcado la historia y la cultura universal: Zaratustra, Moisés, los autores de los Vedas, Buda, Mahavira, Confucio, Lao zi, Jesús, Muhammad… Y que los jóvenes estudien y mediten sus admirables textos. ¿Cómo podremos leer a Dante, escuchar a Bach, visitar El Prado, explorar el alma, caminar por el mundo e interpretar las huellas si no conocemos la larga historia de las religiones, llena de grandes luces y de inmensas sombras? Soy, pues, partidario decidido de que el estudio de las religiones se implante en las aulas también en el Estado español, como ya se hace en los países más “desarrollados”. Pero sostengo a la vez que lo esencial de la religión no se juega en que se enseñen las religiones, sino en que se enseñe realmente a mirar, a respetar, a respirar. A vivir.Tagore escribió: “Creer que es posible enseñar la religión a los niños es como creer que se puede enseñar a crecer a las orquídeas”. Y Jesús nos dice: “Fijaos cómo crecen los lirios del campo; no se afanan ni hilan; y sin embargo, os digo que ni Salomón en todo su esplendor, con todos sus telares, se vistió como uno de ellos. Y ni Santo Tomás de Aquino con toda su teología alcanzó a expresar el misterio de una flor. Mirad cómo teje Dios la vida y la reviste. Mirad, respetad y confiad. No os preocupéis. Vivid” (Mateo 6). José Arregi Para orar Permite, Padre, que mi patria se despierte en ese cielo donde nada teme el alma, y se lleva erguida la cabeza; donde el saber es libre; donde no está roto el mundo en pedazos por las paredes caseras; donde la palabra surte de las honduras de la verdad; donde el luchar infatigable tiende sus brazos a la perfección; donde la clara fuente de la razón no se ha perdido en el triste arenal desierto de la yerta costumbre; donde el entendimiento va contigo a acciones e ideales ascendentes... ¡Permíteme, Padre mío, que mi patria se despierte en ese cielo de libertad! (Rabindranath Tagore) Los pasados días 19 y 20 de Mayo tuvieron lugar en el Palacio Miramar de Donostia (San Sebastián), unas Jornadas sobre Ciencia y Mística, organizadas por la Asociación GUNE de la que me honro en formar parte. Afuera, el cielo se reflejaba en el mar, el mar se reflejaba en el cielo, la luz de la tarde revelaba el infinito. Dentro, ante un salón repleto y seducido, las palabras expresaban el prodigio de lo conocido y evocaban el misterio de la Realidad indecible.
Allí participaron, entre otros, nuestro ilustrePedro Migel Etxenike, el físico catalán David Jou y la monja catalana Berta Meneses, profesora de matemáticas y Maestra Zen. Pedro Migel Etxenike (Premio Príncipe de Asturias de Física) encarna el rigor de la ciencia, la elegancia del saber y la modestia del científico (“el mayor producto del conocimiento es el aumento de la ignorancia”, declaraba como si tal unos días antes en una entrevista). David Jou conjuga de manera singular la ciencia y la poesía (una fórmula matemática es un poema para él). Berta Meneses (Chosui-An, “agua que purifica”) combina clases de matemáticas con cursos de Zen, como si ambas cosas no fueran sino dos maneras de iniciar al mismo misterio que somos y que nunca alcanzamos a ser ni a decir. Durante miles de años, y hasta hace bien poco, la ciencia y la mística estuvieron unidos como la luz y la belleza del arcoíris, como la cuerda y la melodía del piano, como la gramática y el misterio del poema. No son lo mismo, pero no se pueden separar. ¿Pero cómo es que, no siendo lo mismo, no se pueden separar? Pues no lo sé, pero todo es así: hay un misterioso “todo”, una forma misteriosa, una “vida” inasible que no existe sin las partes, que es inseparable de ellas, pero que no se reduce a ninguna de las partes, ni siquiera a la suma de todas ellas. Nuestra ciencia –de otras posibles no sabemos nada– empezó cuando el ojo alcanzó a analizar y distinguir las partes en el todo, y ello nos ha permitido fabricar herramientas, curar enfermedades, comprendernos mejor, ser más libres, sobrevivir. Pero el ojo que analizaba y miraba las partes nunca dejaba de percibir y de admirar el todo, la forma, la vida, y ambos ejercicios nacían del asombro y llevaban a la oración, fuera ésta religiosa o no, se dirigiera a un dios personal con forma o al misterio mismo del Todo sin nombre y sin forma. Luego vino el divorcio que aún persiste en muchos, aunque no precisamente en los grandes científicos ni en los auténticos místicos. El divorcio se dio porque la ciencia olvidó el misterio y porque la religión se apoderó de la mística. Ambas cosas se dieron a la vez, y no se podría decir cuál de las dos se dio primero. En realidad, la raíz de ambas es la misma, y se llama “voluntad de dominio”. Voluntad de prender y de aprehender, de capturar y poseer. La ruptura entre la ciencia y la mística llegó tarde, pero el conflicto estaba en ciernes ya desde muy antiguo, en el corazón mismo del ser humano. Ya el libro bíblico del Génesis nos lo cuenta a su manera. Había dos árboles en el paraíso, nos dice: el árbol de la Vida y el árbol del conocimiento del Bien y del Mal. A Adán y a Eva, al hombre y a la mujer, se les abrieron los ojos y el apetito de tomar y de comer, de ser dueños y señores de todo, incluso el uno del otro, incluso de Dios. Imaginaron a Dios como dueño y señor y no lo pudieron soportar. El mal no consistía en no soportar a un tal Dios supremo, sino en imaginarlo de ese modo. “Seréis como dioses”. El mal no consistía en querer ser como Dios o incluso ser Dios, pues a eso estamos llamados y eso somos; el mal consistía en perder el sentido del don, la actitud de respeto, el sentido de la gratitud y la admiración, en querer conquistar lo que es regalo. El mal no consistía en querer comer del árbol de la ciencia y acceder al conocimiento, pues para eso estaba allí y ofrecía sus frutos en medio del paraíso; el mal consistía en querer forzar al árbol, para arrebatarle el fruto gratuito y devorarlo. Entonces se les abrieron los ojos y vieron que estaban desnudos, y sintieron vergüenza el uno del otro y tuvieron miedo a Dios, como si Dios fuera como ellos. Nietzsche y Heidegger mostraron que la ruptura entre la ciencia y la mística se dio en Grecia en los albores mismos de lo que se llama “cultura occidental”. En cualquier caso, se manifestó en toda su crudeza en la Modernidad en forma de positivismo. El positivismo cientificista pretendió que todo lo que es se puede conocer con métodos empíricos y que solo es verdad aquello que conocemos empíricamente y formulamos matemáticamente. Mucho antes, por otro lado, se había ido desarrollando en el seno de la Iglesia católica un auténtico positivismo teológico que afirmaba la revelación cristiana como la única revelación plena de Dios en el mundo, consideraba los dogmas cristianos como expresiones inmutables de verdades ocultas reveladas por Dios, y sostenía que la jerarquía católica ha sido instituida por Dios mismo como depositaria y garante única de la verdad y del misterio divino en la Tierra y el cosmos entero. La religión, vacía de mística, se creía autorizada así para dictar verdades a la ciencia. No es descabellado pensar que el positivismo cientificista moderno ha sido una reacción contra el positivismo y absolutismo cristiano que se había apoderado del misterio en exclusiva, lo que equivale a negarlo. El olvido del misterio arruina la religión y reseca la ciencia. Es necesario que el misterio vuelva a animar la religión y que la ciencia vuelva a recuperar aquella admiración originaria de la que nació como pregunta, como búsqueda, como una exploración casi religiosa de la realidad particular y universal. La ciencia y la mística no se oponen, ni se yuxtaponen, ni siquiera se complementan. Se entrelazan y animan, como la observación y el asombro, como el cálculo y la admiración, como la medida y el infinito. No se identifican, pero son inseparables como la parte y el todo, como el organismo y la vida. La ciencia es el arte de medir las partes del todo. La mística es el arte de mirar el todo en cada parte. Mira un arcoíris maravilloso una tarde soleada y lluviosa. Se puede medir el espectro de frecuencias de la luz y explicar la aparición de los siete colores, del rojo al violeta, cuando los rayos del sol atraviesan las gotitas de agua de la atmósfera, y por qué el arco entre el cielo y la tierra, naciendo del agua, pero tus ojos ven la belleza del arcoíris como un todo y exclamas: “¡Oh, qué bonito!”. Y el científico puede admirar más que nadie, porque sabe más que nadie el milagro que es cada gota de agua o de aire, cada organismo, cada célula, cada átomo y cada partícula. Y no solamente ve que todo es parte de un Todo, sino que también mira cada parte como un todo, pues cada átomo es un universo sin medida de quarks, gluones y electrones, semejante al universo inmenso y sin fin de las galaxias, y porque sabe que todo, desde lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande, está en relación y en movimiento, que en el tiempo está la eternidad y que el futuro es absolutamente indeterminado e impredecible, que del orden se deriva el desorden y del desorden se deriva un nuevo orden maravilloso imprevisible. Y sabe mejor que nadie que toda la realidad es abierta y siempre capaz de novedad y de más, gracias a la relación y al azar. Y que todo, desde la roca al pensamiento y la ternura, todo es materia, salvo la propia materia que nadie sabemos qué es, sino que es. Y la admiración, eso es la mística. La admiración convertida en amor, eso es la verdadera religión. José Arregi Para orar. MÁS QUE LA POSESIÓN; LA BÚSQUEDA La materia conocida sólo es el cinco por ciento del universo; el ADN codificante sólo es un tres por ciento de nuestro genoma; las neuronas sólo son un diez por ciento de nuestro cerebro. Concentramos con avidez nuestra atención en aquello que sabemos interpretar, nombrar, medir, manipular, gozar. Pero de repente, a veces, los bárbaros irrumpen con antorchas oscuras en nuestro imperio de claridades, y abaten los templos y palacios de nuestras certezas: la materia oscura, la energía oscura, los mecanismos ocultos de la regulación de los genes, los astrocitos y sus ondas de calcio. Pese a ello, los científicos nos alegramos de esas invasiones: los horizontes se nos hacen más inquietantes; las preguntas, más sutiles; las respuestas, más sorprendentes; nos lanzamos con perplejidad y audacia a reedificar nuestra imagen del mundo con mayor amplitud que la de antes. Quizás tengamos vocación de vagabundos más que de reyes: amamos más el camino y la búsqueda que la seguridad y la posesión. (David Jou) La justicia de la victoria o la victoria de la justicia. He ahí la opción inexcusable. Sí, ya sé que nada es tan sencillo, y que todo es como es. Pero hay un momento en que se nos ha de caer el velo de los ojos, como se le cayeron a Tobit las escamas de sus lagrimales en Caserín, cerca de Nínive, en el norte de Irak, cuando su hijo Tobías le aplicó el remedio de Rafael, el ángel curador; también se le cayeron a Pablo el perseguidor: iba de Jerusalén a Damasco, cegado por la ira, llevando consigo cartas del sumo sacerdote para detener y encarcelar discípulos de Jesús, y de pronto la luz le inundó el alma y se le abrieron los ojos y empezó a mirar con misericordia. De repente, como a Saulo, nos envuelve un resplandor del cielo y caemos a tierra, esta tierra santa y sufriente que somos, la misma Tierra de todos, y escuchamos nuestro nombre pronunciado con misericordia, y se nos abren los ojos a la misericordia.
La justicia del poder o el poder de la justicia. La justicia de los vencedores o la justicia para los vencidos. Apenas se conoce, en los anales de la historia universal, que se haya aplicado con los vencidos otra justicia que no sea la de los vencedores. Los vencedores ponen las leyes y nombran los jueces; y hacen la pantomima, y convocan a juicio a los vencidos, pero siempre como reos; nunca se ha visto a los vencedores sentarse como reos. La sentencia ya está dictada de antemano. ¡Cómo se parecen “vencer” y “vengar”! Pues no, esa justicia no. Esa justicia es ciega, ciega de poder y de impiedad. Y, por mucho que digan y por mucho que desde antiguo se haya representado a la justicia con una venda en los ojos, la justicia no puede ser ciega, no al menos de poder y de impiedad. La victoria de la justicia no significa que los vencidos se vuelvan vencedores. Cambiarían las tornas, trocarían sus puestos el juez y el reo, pero el poder seguiría dictando su justicia ciega e inmisericorde. La tierra común seguiría siendo rasgada y hendida, de seísmo en seísmo, de réplica en réplica, de venganza en venganza, por la ley y la justicia del más fuerte. No sé por qué se la llama “la ley de la selva”, pues la selva no conoce la venganza. Claro que la vida en la selva es dura: unos vivientes viven de otros, y el fuerte devora al débil. Así es también en el riachuelo Narrondo, por más que nos duela: los vecinos nos alegramos mucho hace unos días, cuando, después de una prolongada desaparición que ya nos tenía inquietos, el pato hembra con su plumaje rojizo apareció por fin, seguido de catorce pollitos negros. Pero hoy no veo a los pollitos con su madre, y me temo lo peor. Así es la vida, amasada de muerte, una muerte sembrada de vida. Pero en la selva no hay odio. En nuestro humilde riachuelo de Arroa no hay venganza. El odio y la venganza son un distintivo de la humanidad. Un patrimonio cruel y exclusivo del que ni siquiera somos dueños, sino esclavos, y que de pronto se apodera de nosotros y nos arrastra como un tsunami, como un terrible terremoto sin control. Hace mucho tiempo, 1.800 años antes de Cristo, el código de Hammurabi –un rey babilonio, es decir, irakí– quiso poner freno al furor desatado de la venganza, y ordenó: la venganza no ha de provocar más daño del recibido. Mucho más tarde, inspirándose en Hammurabi, la Biblia declaró: “Ojo por ojo, diente por diente”, y el Derecho Romano lo llamó “ley del talión”. Esta ley, en su tiempo, supuso un gran paso adelante, porque impedía arrancar los dos ojos a quien te había arrancado solamente uno: a “tal” daño, “tal” venganza, la misma que el daño, no más. Pero eso fue antes, porque luego volvimos atrás y se impuso de nuevo, hasta nuestros días, la vieja ley anterior a Roma, anterior a la Biblia, anterior a Hammurabi, ajena a la selva: si te arrancan un ojo, arranca tú los dos, si puedes. Y, si puedes, arranca los ojos de todos tus enemigos, no sea que alguien se envalentone y lo vuelva a intentar. Así vamos, y seguimos presumiendo de mundo desarrollado y de derechos humanos. Es lo que es, dirán algunos. Hay lo que hay. Quedé pasmado la semana pasada, al leer unas declaraciones del prestigioso psiquiatra Luis Rojas Marcos, tras el asesinato de Bin Laden por Barack Obama: “La venganza es un sentimiento muy humano”, decía. Claro que sí: odiar es muy humano, robar es muy humano, mentir y matar es muy humano, y es muy humano violar a una bella joven de 20 años. ¿O no? La venganza y el odio no son, afortunadamente, el único patrimonio, pero hay que elegir.La justicia de la venganza o la justicia de la piedad. He ahí la opción. Lo diré de otra forma, que puede resultar hiriente, a mí también me hiere: la justicia de Obama o la justicia de Mandela. El Sábado Santo, con la comunidad con la que celebré la Pascua, tuve la oportunidad de ver “Invictus”, una película sumamente sencilla y conmovedora. Sin ningún alarde, de la manera más llana y humana, cuenta los primeros pasos de Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica, interesándose con toda su alma por un campeonato de rugby, como si en él se le fuera la vida, como si en él se jugara el destino de Sudáfrica y de todo el planeta. Y de hecho se jugaba, porque el rugby es más que el rugby, porque una camiseta es más que una camiseta, porque en lo más pequeño se hace visible lo más grande, porque lo más grande se juega en lo más pequeño. Era en 1995, ayer mismo. Mandela había salido de la cárcel pocos años antes –¡27 años de cárcel, todos ellos merecidos de acuerdo a la ley del poder que se erige en justicia!–. Todo el mundo esperaba que Mandela aplicara como mínimo la ley del talión. Hubiera sido “justo”. Pero Nelson Mandela –¡bendito sea!– entendía la justicia de otra manera. En las tinieblas de la cárcel que dañaron sus ojos hasta el punto de que le dolían los ojos al mirar la luz, en esas tinieblas del horror descubrió la verdadera luz del alma que puede iluminar el mundo entero. Descubrió otra justicia, la única justicia digna de ese nombre. No la venganza desatada, ni la venganza controlada, ni el resentimiento arraigado. No la justicia del poder, sino la justicia de la piedad, la única que puede salvar la Tierra del terror, de la muerte, de la ruina total. Nelson Mandela perdonó. Vuelve esta palabra y sé que es equívoca, tanto cuando se refiere al perdón divino como al perdón humano. Nelson Mandela no perdonó como se perdona a un culpable, sino supo mirar con piedad al carcelero y ver también en él un pobre prisionero. Supo mirar con piedad al enemigo y ver en él un pobre hombre herido. Y llegó a amar como propia aquella camiseta verde y oro de los Springboks, símbolo del apartheid y de la humillación. “El perdón y la compasión elevan la mirada y se ve más lejos”, dice en Invictus. Durante 27 años interminables, 9.000 días de injusticia y de humillación, Nelson Mandela había luchado consigo mismo, había combatido en sí el rencor y la venganza, hasta poder con ellos. Pudo consigo y sacó de sí lo mejor, lo más humano que es lo divino. Nelson Mandela perdonó. Perdonó y venció. Esa es la justicia evangélica. Y su criterio es, a la vez, el más universal: “actúa con el prójimo como a ti te gustaría que actuaran contigo si te hallaras en su lugar”. Esa es, pues, la única justicia razonable, la única justicia que puede reparar a la humanidad y salvar el mundo. La justicia de Obama, ciega de poder, o la justicia de Mandela, llena de piedad: con todos los matices que quieras, he ahí la opción ineludible. José Arregi Para orar Más allá de la noche que me cubre negra como el abismo insondable, doy gracias a los dioses que pudieran existir por mi alma invicta. En las azarosas garras de las circunstancias nunca me he lamentado ni he pestañeado. Sometido a los golpes del destino mi cabeza está ensangrentada, pero erguida. Más allá de este lugar de cólera y lágrimas donde yace el Horror de la Sombra, la amenaza de los años me encuentra, y me encontrará, sin miedo. No importa cuán estrecho sea el portal, cuán cargada de castigos la sentencia, soy el amo de mi destino: soy el capitán de mi alma. (Poema “Invictus” de William Ernest Henley, 1849-1903, que le ayudó a Nelson Mandela a no darse por vencido) Hace dos años y medio, fui de los muchos que celebraron la victoria deBarack Obama como signo de esperanza para todo el planeta. Ahora veo que nos sobró entusiasmo, una vieja palabra griega que significa algo así como “estado de inspiración divina”, pero era comprensible, porque veníamos de la larga pesadilla de Bush al frente de América y del mundo, y porque una pequeña chispa suele bastar a veces para que prenda en nosotros el fuego sagrado que nos habita. Necesitábamos recuperar un poco de confianza en el ser humano tan frágil, en la justicia tan insegura, en el futuro tan incierto, y Barack Obama encendió nuestras mejores esperanzas.
Pero las mejores esperanzas dejan paso fácilmente a los mayores desengaños, y entonces nos quedamos sin fuego divino, y el alma nos pesa. La pesadumbre me embargó el lunes por la mañana, cuando escuché al presidente americano, con el tono de las ocasiones más solemnes, anunciar la muerte de Bin Laden y sentenciar luego: “Se ha hecho justicia”. Fue como el triste final de una historia de desencantos que, mes a mes, han ido en aumento durante los dos últimos años, a medida que el realismo se imponía sobre el sueño en todos los campos, de Palestina a Afganistán, del Congo a Guantánamo. ¿Se ha hecho justicia? ¡Mentira, señor Obama! “Se ha hecho venganza”. Ud. llama justicia a la venganza, simplemente porque tiene el poder para dictar la ley que le conviene y para saltarse incluso su propia ley, si así le conviene, sin miedo a ser sentado ante ningún tribunal. Nos ha traicionado. Ud. ha traicionado la esperanza de la humanidad y del planeta, la pobre esperanza huérfana que depositamos en su inspirada palabra, en sus bellos propósitos, en su gran corazón y hasta en su hermosa piel. ¿Qué aprenderán de Ud. sus hijas, y los hijos y las hijas de todos los americanos? ¿Con qué modelos reforzaremos el escaso entusiasmo ético y político de nuestros jóvenes alumnos que mañana deberán hacerse cargo del presente y del futuro? Bin Laden era un asesino, nadie lo discute. Llevaba consigo una siniestra historia de bombas suicidas, de bombas asesinas, de sangre, de lágrimas, de luto. Era un terrorista, nadie lo niega. Ha manchado de infamia y de muerte el santo nombre de Allah el Compasivo, el Misericordioso; ha contaminado de odio y fanatismo a la numerosa y pacífica comunidad de musulmanas y musulmanes. Era un asesino, sí, pero el que mata a un asesino sin otra razón y sin otro objetivo que la venganza es también un asesino. Y si fue Ud., como ha reconocido, quien ordenó matarlo, señor Obama –me duele decirlo, pero no puedo callarlo–, Ud. también es un asesino. Y yo también lo soy, pues pago impuestos, compro y vendo en este lado del planeta –el suyo– que se ha erigido en amo y juez de todo el planeta en contra de la justicia. Hay que impedir al asesino –a todo asesino, y en primer lugar al que tiene poder para saltarse la justicia–, hay que impedirle que mate. Pero nadie creemos que Ud. haya mandado matar a Bin Laden para impedir que mate a otros inocentes. Ud. lo ha matado para saciar el instinto más ciego y más inhumano de esta pobre especie humana llena de terrores: el instinto de venganza. Y no nos engañe, no son los muertos del 11 S los que reclaman venganza. La venganza de los vivos en nombre de los muertos no hace sino envilecer a los muertos y herir aun más su memoria. Los muertos quieren descansar en paz. Los muertos necesitan que desaparezca de la Tierra el odio que les hizo morir. Su predecesor George Bush, siempre en nombre de la justicia, pero por la pura ley de la venganza y sin apenas disimulo, mató a centenares de miles de personas durante 8 interminables años, primero en Afganistán, luego en Irak y luego de nuevo en Afganistán, por no hablar de los muertos de hambre que todos matamos y que no tienen ningún Punto Cero y a quien nadie pone flores en la tumba. También Bin Laden, entrenado y armado en su tiempo por los mismos que ahora le han matado –absurdo mundo, afligida especie–, también él decía matar por justicia, pero era por venganza por lo que mataba, como Ud. ahora. Tal vez hubiera sido justo matar a Bin Laden si con ello se hubieran salvado vidas ajenas. Yo no creo, en efecto, a quienes enseñan que ninguna causa nunca puede nunca justificar que se mate, pues esos mismos aceptan luego la legítima defensa como excepción, o justifican incluso guerras y penas de muerte, cuando no justifican directamente la venganza, como todos aquellos que han celebrado este asesinato de Bin Laden. No, nuestra vida no es un valor absoluto. La vida de cada uno está ligada a la vida de los otros, al igual que la muerte. Vivimos juntos y morimos juntos. O vivimos todos o morimos todos. La vida de todo viviente –también la del asesino– se debe a los otros, para que otros no mueran, para que vivan. Pero Ud., señor Obama, no mandó matar a Bin Laden para impedir que otros murieran ni para que vivamos todos en un mundo más humano y seguro. No fue ese su motivo, y no será ese el efecto, pues es seguro que su asesinato –múltiple, por cierto– hará que haya más muertos. La alarma y el miedo no han hecho sino aumentar. Cuanto más odio, más peligro. Cuanta más venganza, más muerte, hasta que muramos todos. Lo dijo un santo compatriota suyo y de su mismo color, mártir también él del odio y de la venganza, mártir de la no-violencia: “Ojo por ojo y todo el mundo quedará ciego”.Luther King, el sí fue mártir de la verdadera justicia. Nosotros pensábamos que Ud. había tenido el sueño de aquel santo, pero tristemente nos engañábamos. No sabemos quién empezó esta espiral de muerte, pero sabemos que solo acabará cuando dejemos de matar en nombre de la justicia, cuando arranquemos el odio y hagamos desaparecer la venganza. La justicia no consiste en castigar y matar. La justicia no consiste en hacer expiar al culpable. La justicia consiste en procurar a cada viviente al máximo posible lo que la vida reclama para ser sana y feliz. Y cuando la vida es herida, la justicia consiste en curar. En curar primero a la víctima, pero luego también al victimario, él también herido. Y la venganza, por mucho que nos empeñemos, no cura ni a la víctima ni al victimario. ¿Quién es la víctima, quién es el victimario? No conozco a nadie que sea solo víctima, ni a nadie que sea solo victimario. Somos Caín y Abel. Todos somos Caín, y llevamos una interminable historia de muertes sobre los hombros. Pero también a Caín, Dios le puso una marca en la frente, para que nadie le matara. Todos somos Abel, pobres víctimas desde el inicio de los tiempos, heridos desde siempre. Pero no se curarán nuestras heridas, mientras no se curen también las heridas de Caín, que son también nuestras propias heridas. Entonces habrá paz en la Tierra. Entonces, por fin, solo entonces se hará justicia. Solo entonces, pues la justicia es el nombre de la paz. Señor Obama, no siga traicionando esta esperanza que hace dos años y medio predicó al mundo. No defraude más la esperanza divina que despertó en nosotros. No podemos vivir sin fuego en el alma. No podemos vivir sin esperar en el corazón humano, con todas sus contradicciones. No, no podemos vivir sin confiar en la hermandad de los pueblos y en el futuro del planeta. No podemos vivir sin creer en la paz de la justicia, sin esperar que un día haremos que se cumpla el bello salmo que Ud. reza: “La justicia y la paz se besan”. Haga honor a su nombre, sea Ud. bendito y traiga bendición. José Arregi Para orar Creo firmemente que lo conseguiremos. Creo firmemente en la humanidad. Creo que, en la noche oscura del mundo, aunque algunos se empeñen, amanece la paz. Me niego a creer que el hombre no pueda hacer con su esfuerzo un mundo mejor. Me niego a creer que el odio y el racismo no puedan un día dar paso al amor. Creo firmemente que lo conseguiremos… Me niego a aceptar las noches de odio, las noches de guerra, noches de dolor. Me niego a creer que somos cautivos del miedo, el fracaso, de alzar nuestra voz. Creo firmemente que lo conseguiremos… Me niego a aceptar noches sin estrellas, ´ días sin ternura, meriendas sin pan. Me niego a aceptar que los obuses que estallan, cañones de odio, construyan la paz. Creo firmemente que lo conseguiremos… Me atrevo a creer en el corazón, en tardes de abrazos y de primavera. Pancartas de paz, justicia, ilusión. Se escucha el rumor de la nueva era. Creo firmemente que lo conseguiremos… (Asamblea de cristianos de base de Asturias) Cuentan que fueron a anunciarle a un rabino que había llegado el Reino de Dios. El rabino abrió la ventana, se asomó fuera y dijo: “No es verdad, porque no veo que haya cambiado nada”. Lo que veía contradecía la presencia del Reino, y es difícil rebatir lo que ven los ojos. Pero ¿acaso el rabino veía todo? Otro rabino, abriendo la ventana y asomándose fuera, podría haber dicho: “Es verdad, ya ha llegado. He aquí el Reino. Los campos reverdecen, los pájaros crían, los niños juegan, el corazón se compadece, los pobres se levantan, las heridas sanan, los enemigos se perdonan. Ha llegado el Reino de Dios. Mis propios ojos lo ven”.
Nos gustaría que el segundo rabino tuviera razón, y que el pesimismo del primero no fuera más que un defecto de visión. Sin embargo, y a nuestro pesar, comprendemos de sobra el escepticismo del primero, porque está escrito que, cuando llegue el Reino, desaparecerán las lágrimas. Pero las lágrimas no han desaparecido, y a veces tiene uno la impresión de que, por el contrario, el océano del llanto y de la amargura no hace más que crecer. Hay demasiado miedo y error, demasiado engaño y robo, demasiada violencia y hambre –la peor guerra es el hambre– para confesar jubilosamente que Dios ES y decir Amén y celebrar la Pascua, celebrar la Vida. Dadas las dimensiones de la pasión del mundo, la fe del creyente no puede menos de tomarse un tiempo para el duelo, todo el tiempo que haga falta, antes de exclamar al tercer día, como María de Magdala: “¡Rabbuni, Maestro!”. Al tercer día: no después de cuarenta y ocho horas, sino en cualquier instante –el instante crucial– en que los ojos se abren. En la Biblia hay decenas de hechos que suceden “al tercer día”: es el instante, más allá del tiempo y más acá, en que vemos y palpamos que Dios es el corazón latiente del mundo y que todo es ya distinto de lo que vemos, que el Reino ya se hace presente, que la Pascua amanece, que la vida resucita cada vez que se entrega. Eso es “el tercer día”, que es cualquier día, pero solo si se ve. La Pascua no ocurrió una vez, hace dos mil años. Ocurre cada vez que renace la vida, y la vida no cesa de renacer ante nuestros ojos. No hay más que mirar la primavera. Justamente, la Pascua fue en su origen una doble fiesta de primavera: una fiesta de agricultores que celebraban la nueva cosecha, la nueva levadura, el nuevo pan, y otra fiesta de pastores que celebraban la multiplicación de los rebaños y los corderos jugando en las praderas. Luego unieron ambas fiestas, y la fiesta de la naturaleza se convirtió en fiesta de la historia, en sacramento de todas las liberaciones pasadas y futuras. Cada luna llena de primavera anuncia que la luz ilumina ya la noche, que la liberación se abre paso, se hace pascua a través de la muerte y de sus duelos. La luna nos abre los ojos. Pero los ojos no siempre ven. Y aun cuando vean, la duda y el duelo nunca pueden desaparecer hasta que se enjugue la última lágrima; la duda y el duelo no solamente preceden, sino que también acompañan y siguen a la confesión del creyente, por más creyente y vidente que sea, o precisamente porque lo es. La fe verdadera del discípulo, como la de la discípula María, es humilde, y sobria, contenida. “No me retengas. No te quieras adueñar. Atraviesa, camina, sigue. Mira también las lágrimas y acompaña a tus hermanos”. Sigue mirando las llagas y palpando las heridas, y en el fondo del sepulcro, en el fondo de las heridas… deja que tus ojos miren otros dulces ojos llenos de consuelo que te miran desde más allá del fondo, y deja que el corazón se rinda y descanse y que los labios, inseguros y confiados, digan simplemente: “Señor mío y Dios mío”. Y cree sin ver, o ve precisamente por creer. Pues es verdad que lo esencial es invisible a los ojos, pero más verdad es aún que nuestros ojos están hechos para ver lo invisible y que solo lo ven cuando el corazón los ilumina desde dentro y desde fuera; sí, desde dentro y desde fuera. Lo más real es invisible, y nuestros ojos están hechos para verlo con la luz del corazón. O con la luz de la fe, o con la luz de la compasión, o con la luz de la esperanza contra toda esperanza, llámala como quieras. Con nuestros ojos vemos la vida invisible en el tallo que florece, la ternura y la pena en los ojos que nos miran, la magia y el milagro en el solo de la flauta. Así es como vieron –¿de qué otra forma pudieron ver?– al Resucitado María en el jardín del sepulcro al amanecer, Cleofás y su compañero –o compañera – en la posada de Emaús al atardecer. Jesús resucitado no se les apareció a ellos de manera distinta a como se nos aparece a nosotros. Lo que pasa es que, en tiempo de Jesús, entre judíos y griegos, abundaban relatos de apariciones de muertos vivos, y así lo cuentan también los evangelios, pero hoy nadie puede creer a la letra tales relatos, tampoco los de los evangelios. ¿Y de qué nos serviría pensar que Jesús –por unas razones que ni siquiera están en los evangelios, sino que hemos fabricado nosotros– se apareció a ellos de una manera singular, “milagrosa”? ¿A qué llamamos “milagro”? Milagro no es lo extraordinario, menos aun un suceso que rompe las leyes de la naturaleza –que nadie conoce– por voluntad divina –que nadie debe presumir conocer–. No podemos creer en tales milagros. Pero todo ser es un milagro y, si sabemos mirar, así lo vemos: como una epifanía pascual. Jesús no se apareció a María de Magdala y sus compañeros sino como se aparece la vida y la belleza, el dolor y la ternura, como se aparecen “los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados”. Jesús se les aparecía y se nos aparece como se nos aparecen los muertos que amamos en la Memoria y el Corazón de Dios, que son lo mismo. Como se nos aparece Dios, la ternura y la belleza invisible y real, corazón de toda realidad. El corazón tiene deseos, que no se han de desdeñar, si no queremos que la desesperación nos invada, que todos los milagros desaparezcan y que este mundo maravilloso se vuelva sombrío y penoso. El corazón tiene razones que la razón ha de entender. El corazón tiene luces que han abrir los ojos. Es bueno que los ojos se dejen iluminar por el corazón para ver el Reino, la Pascua, al crucificado vivo, a Dios padeciendo y resucitando en la oscuridad de todas las cruces. Un día, después de muchos días de duelo, María y sus compañeros vieron que el sepulcro estaba vacío, que todas las losas no bastaban para ahogar el Reinado liberador de Dios que Jesús había anunciado y anticipado en su vida, e incluso en su cruz. No necesitaron abrir el sepulcro, ni necesitaron que desapareciera de él el cuerpo muerto de Jesús. ¿Cómo iban a abrir un sepulcro, si era profanarlo? ¿Y de qué servía embalsamar un cadáver al tercer día, si ya se estaba corrompiendo? La fe pascual no tiene nada que ver con tales sucesos físicos. La fe pascual consiste en que el corazón ilumina los ojos hasta ver que Dios es siempre compañía de la vida, sobre todo cuando es crucificada, que la vida se transforma siempre cuando se da, que la Pascua ya es presente, aunque sea como semilla, como levadura, como primera gavilla. Y que “merece la pena morir de vida” (Mercedes Navarro). Amiga, amigo: te deseo que cada día puedas abrir la ventana y exclamar: “¡Oh! Ya ha llegado el Reino”. Y que, si es de noche, te acuestes tranquilo porque ya ha llegado, y que, si es de día, te pongas en camino para hacerlo llegar. José Arregi PD. En las dos próximas semanas no escribiré (por “razones de agenda”, como se dice). Que tengáis la santa paz de Jesús, el viviente entre los vivientes. Para orar. “No te rindas” No te rindas, aún estás a tiempo De alcanzar y comenzar de nuevo, Aceptar tus sombras, Enterrar tus miedos, Liberar el lastre, Retomar el vuelo. No te rindas que la vida es eso, Continuar el viaje, Perseguir tus sueños, Destrabar el tiempo, Correr los escombros, Y destapar el cielo. No te rindas, por favor no cedas, Aunque el frío queme, Aunque el miedo muerda, Aunque el sol se esconda, Y se calle el viento, Aún hay fuego en tu alma Aún hay vida en tus sueños. Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo Porque lo has querido y porque te quiero Porque existe el vino y el amor, es cierto. Porque no hay heridas que no cure el tiempo. Abrir las puertas, Quitar los cerrojos, Abandonar las murallas que te protegieron, Vivir la vida y aceptar el reto, Recuperar la risa, Ensayar un canto, Bajar la guardia y extender las manos Desplegar las alas E intentar de nuevo, Celebrar la vida y retomar los cielos. No te rindas, por favor no cedas, Aunque el frío queme, Aunque el miedo muerda, Aunque el sol se ponga y se calle el viento, Aún hay fuego en tu alma, Aún hay vida en tus sueños Porque cada día es un comienzo nuevo, Porque esta es la hora y el mejor momento. Porque no estás solo, porque yo te quiero (Mario Benedetti) El título puede sonar escandaloso a oídos de muchos cristianos, más en estos días en que alzamos la cruz para cantar al Hermano Herido. Hace ya dos mil años que dura el grave malentendido, y son demasiados los que aún lo sostienen, pero hoy es insostenible. No es la cruz la que salva, sino aquello de lo que nos hemos de salvar. En realidad, el equívoco es muy anterior al cristianismo. En infinidad de excavaciones arqueológicas de África, Asia, América y Europa se encuentran restos de cruces de hace ocho mil años. De México a Perú y de China a Babilonia, la cruz fue utilizada como símbolo de vida.
Muchos representaron al dios sol en forma de cruz: así hicieron los egipcios con Osiris (que es, además, el dios de la muerte y de la resurrección), y los acadios, asirios y babilonios con Shamash. Desde Europa hasta la India, todos los pueblos arios utilizaron también la cruz gamada como símbolo del sol más o menos divinizado. Odín cuelga de un árbol. El árbol tiene forma de cruz. El árbol vive del sol. La cruz es el árbol, es el sol, es la Vida en las cuatro direcciones del cosmos. Si la pobre humanidad, desde la noche de los tiempos en que aprendió a guardar el fuego –fuego del sol o del rayo– e incluso a encenderlo cruzando y frotando dos palos de árbol, si la pobre humanidad hubiera guardado el Fuego y cuidado la Vida, también nosotros podríamos seguir venerando la cruz como el signo más sagrado, el signo de la Vida. Pero la pobre humanidad, para su gran desgracia, hizo de la cruz un instrumento de muerte. Cuando esta especie humana que llamamos dos veces Sapiens dominó la tierra, construyó ciudades, ordenó el poder y organizó religiones, entonces taló un árbol e inventó la cruz para matar al enemigo condenado como culpable. Babilonios, persas y egipcios, griegos, cartagineses y romanos convirtieron el signo de la vida en el más cruel instrumento de tortura y de muerte para esclavos, sediciosos y prisioneros enemigos. Y llamaron Dios al Poder, e hicieron de Él el Gran Legislador, el Supremo Garante del orden del más poderoso, siempre injusto. Y dijeron: “Dios castiga al culpable”, pero era simplemente para poder ellos castigar con la conciencia tranquila. Nadie explicó nunca por qué Dios exige expiación, ni quién gana qué con que el culpable expíe. Eso hicimos de Dios, ¡pobre Dios! Más bien, ¡pobres nosotros!, pues ese Dios no existe, mientras que nosotros sí existimos y seguimos crucificándonos. ¡Maldita cruz! Miles de años más tarde, un viernes de abril, crucificaron a Jesús, uno más de tantos. El Sanedrín de los sacerdotes le acusó de querer destruir el Templo. El Pretorio romano le condenó por amenazar el orden imperial. El Sanedrín tenía razón según la ley vigente en la religión del templo, y el Pretorio tenía también razón según la ley del Imperio. Pero ambas leyes eran la misma, y ambas eran perversas. Eran la ley del poder y del orden, de la culpa y del castigo. No eran la ley de Dios, la santa ley de la bondad y de la vida. De modo queJesús fue crucificado contra la voluntad de Dios, que solo puede querer que vivamos y hace salir el sol sobre buenos y malos. Pero los cristianos entendieron muy pronto la cruz de Jesús de acuerdo a las viejas categorías de la religión del templo: la culpa y el castigo, el sacrificio y el perdón. Eso sí, los cristianos, con Pablo al frente, dieron la vuelta al argumento y dijeron: “Dios exigía que alguien expiara todos los pecados, pero ha sido el Justo quien ha expiado en lugar de los pecadores. Era necesario que alguien cargara con las culpas, pero ha sido el Crucificado quien ha cargado con todas nuestras culpas”. Los cristianos olvidaron la historia del Sanedrín y de Pilato, y comprendieron la cruz, en clave cultual, como un sacrificio de expiación. Dieron la vuelta al argumento, pero mantuvieron el viejo marco de la culpa, la pena y la expiación. Y llegaron a decir que, en realidad, fue Dios el que crucificó a Jesús. ¿Quién puede creer hoy en un Dios que exige expiar culpas, a veces al propio culpable, a veces al inocente en lugar del culpable? Ese dios sería un monstruo terrible, y la verdadera piedad empezaría por combatirlo. Pero tales monstruos hemos creado, y les hemos consagrado templos, doctrinas y sistemas penitenciales, un siniestro edificio que descansa sobre un dogma erigido en una especie de principio metafísico de carácter absoluto: “Toda culpa debe ser expiada”. Una religión de la expiación universal, en la que lo más importante ni siquiera es que aquel que ha hecho daño a alguien lo repare y trate de curarle, sino que pague, que sufra, que se pudra en la cárcel, que se muera (se oyen gritos de multitudes). Terrible religión, y terrible sociedad, la que así grita. No es esa la religión de Jesús. El principio absoluto de Jesús es otro, absolutamente distinto: “Toda herida debe ser curada”. A Jesús no le importó el pecado (¿qué es el pecado?), sino el sufrimiento: la gente que sufría y la gente que hacía sufrir. No le importó la culpa (¿qué es la culpa?), sino el daño: la gente herida, y la gente que hería, y todo el que hiere es porque está herido, y lo que necesita es sanación, no castigo. En última instancia, ni siquiera le importó quién tenía la culpa, sino que alguien, cada uno en su lugar y a su manera, se hiciera responsable y dijera: “Yo respondo. No quiero herir, quiero curar. Y también al que hiere quiero curarlo, porque también él está herido. Yo quiero hacer algo para que no haya daño. Y sé que eso es arriesgado, porque el poder es ciego y cruel, y está en todas partes aunque no es nadie. Pero yo lo haré”. Eso hizo Jesús. Corrió el riesgo, y le crucificaron. Pero sus discípulas y discípulos no dejaron de amarle. Dijeron que estaba vivo. Tan ciertos estaban de que lo que Jesús había dicho y hecho era divino, la vida misma y la bondad misma que es inmortal como Dios. Los cristianos le veneraron primero en figura de cordero, de buen pastor, de pez y de ancla. Y al cabo de trescientos años, empezaron a venerarle en figura de cruz. Y la cruz –el maldito instrumento de tortura y de muerte, impuesto por los poderosos a los sediciosos y profetas– volvió a convertirse en signo de la Vida, en árbol de vida, cargado de frutas y medicinas saludables. Pero aún persiste el equívoco y hay que despejarlo. El Dios de la expiación nunca existió, y la religión de la expiación ha de ser borrada. El dolor no es lo que salva, sino aquello de lo que hemos de ser salvados. Y la salvación no consiste en ser absueltos de una culpa ni en expiarla, sino en ser curados de todas las heridas. Eso es lo que quiso hacer Jesús. Pero en su vida y en su cruz, no es la cruz la que nos salva, sino la libertad arriesgada, la bondad solidaria, la proximidad sanadora. La suya y la de todos los hombres y mujeres buenas. Benditos sean todos los crucificados, y malditas sean todas las cruces, también la de Jesús. Es el Hermano Herido el que nos salva. Todas las hermanas y hermanos heridos por ser buenos nos salvan, a pesar de la cruz. Por supuesto, no sin la cruz. Pero ciertamente, no por la cruz. José Arregi Para orar "Un Dios de corazón y no de ley. Una mirada de calor y no de hielo. Un Señor de los nuestros, no distante. El padre para todos, no el príncipe de algunos. Una Palabra que habla en los gestos: el pan compartido, la fiesta de los impuros, la denuncia del soberbio, la bienaventuranza del pobre, el envío de los débiles, la amistad con los solos, la mano firme que alza a la adúltera, la risa y el llanto de quien está vivo, la plegaria del hombre angustiado, el silencio ante el juez injusto, los brazos clavados en una cruz, el grito de perdón, un sepulcro sin muerto, los destellos del que vive para siempre. ¿Qué hay en el corazón de Dios? Un Amor eterno, cercano y apasionado. Una pasión que sepulta a la muerte.. Un grito que da sentido a la historia. La voluntad inquebrantable de abrirnos paso a la Vida." (José María Olaizola) |
Jose Arregui
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Abril 2021
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