"Asignatura de religión en la escuela y otros telares" es el título de una reciente conferencia pronunciada por José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián. Magnífico título, por cierto: enunciaba con claridad el tema, ya de por sí controvertido, y la mención final de “otros telares” denunciaba tramas y urdimbres ocultas. Pues es sabido que los telares, esas maravillosas máquinas de madera o de metal, tejen toda clase de telas de todos los colores y de todas las texturas cruzando los hilos de la urdimbre vertical con los hilos de la trama horizontal. Y así visten a los seres humanos por dentro y por fuera con los tejidos más bellos hechos de los hilos más simples, para que no padezcan fríos ni pudores.
El obispo declaró que nos hallamos en una “situación límite de la asignatura de religión en las aulas". Y denunció la causa: “el laicismo anticristiano”, “una estrategia de acoso y derribo muy agresiva" contra la asignatura de religión y presiones a los padres “para que desapunten a sus hijos”. E hizo sonar la alarma en tono casi apocalíptico: “la libertad de enseñanza y la misma libertad de conciencia están en peligro y esto tenemos que tomarlo en serio". Está muy bien que la jerarquía eclesiástica se pronuncie en favor de la libertad de enseñanza y de la libertad de conciencia, aunque no pueda presumir de haber sido pionera en su defensa, pues las asumió con retraso y a regañadientes, después de haberlas condenado mientras pudo. La libertad de las personas y de los pueblos es muy precaria y siempre está en peligro, y haría bien la Iglesia en defenderla siempre como lo más importante, junto con la igualdad o la fraternidad, su hermana inseparable. Pues, como escribió san Pablo, “donde está el Espíritu de Dios, allí está la libertad” (2 Corintios 3,17), y donde no hay libertad no hay Dios, del mismo modo que no hay Dios donde no hay igualdad o fraternidad. Pero de ningún modo se podría decir: “Donde está el Espíritu de Dios, allí debe haber asignatura de religión, y donde no hay asignatura de religión allí no está el Espíritu o el respiro de Dios que teje la vida y la reviste de belleza”. Yo también soy partidario de que la religión esté presente en las aulas públicas, como asignatura obligatoria, en todas las edades. Pero ¿qué tipo de religión y en qué condiciones? He ahí la cuestión. Estoy en contra del modelo que tan vehementemente defienden nuestros obispos: la enseñanza confesional de la religión católica en la escuela pública, con unos contenidos dictados por los obispos, con un profesorado nombrado y controlado por los obispos. “Solo nosotros podemos decidir quién ha de enseñar y aquello que han de enseñar, pero que pague el Estado, es decir, que paguen todos los ciudadanos, sean cristianos, musulmanes o ateos. Es nuestro derecho”. De verdad, ¿es nuestro derecho? Mons. Munilla llegó al extremo de afirmar que la clase de religión católica en la escuela pública “es un derecho, no un privilegio, reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU", y que el marco constitucional español “reconoce también este derecho”. Las dos últimas afirmaciones me dejan atónito. Pues no hay – ni puede haber– ningún artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que diga que la clase de religión católica –o de cualquier otra religión o convicción– en la enseñanza pública sea un derecho universal. Y no hay –ni debe haber– ningún artículo de la Constitución española que reconozca tal derecho. La situación española, sin embargo, es contradictoria: la Constitución de 1978 aboga por un Estado laico, que no significa antirreligioso, sino aconfesional, es decir, religiosamente neutro en una sociedad plural, como debe ser. Pero un año más tarde, en 1979, el Estado firmó con el Vaticano un Concordato por el que se obligaba a ofrecer la enseñanza de la religión católica en la enseñanza pública como una asignatura equivalente a cualquier otra, como las matemáticas, por ejemplo. Claro que este privilegio era indefendible en una sociedad laica, y en años posteriores el Gobierno español fue optando por el café para todos: todas las religiones –de momento, solamente las “más importantes” o las que más se han movido– tienen derecho a ser ofertadas por todos los centros públicos como asignatura, siempre que haya diez alumnos que lo pidan. Pero este sistema, el café para todos, es insostenible por muchas razones. Si la enseñanza de cada religión como asignatura en la escuela pública fuera un derecho importante, no sería justo que se diera la asignatura solamente si hubiera diez alumnos por lo menos. Con lo cual, para respetar el derecho hasta el fin, cada centro tendría que disponer de tantos profesores de religión como religiones, iglesias, corrientes o convicciones religiosas, antirreligiosas o agnósticas hubiera en el centro. Al final, un profesor por alumno, pues supongo que el alumno del Opus no aceptaría que le diera clase de religión un profesor de unas comunidades cristianas de base. Insostenible por razones de economía y de sentido común. Por todo ello, es hora –hace tiempo que ya lo era– de que la jerarquía de la iglesia católica dé un paso al frente, pida que se derogue el Concordato de 1979, considere atentamente el hecho indiscutible de que los ateos más obstinados y los laicistas más acérrimos de hoy estudiaron religión en la escuela, se pregunte si ello será así a pesar de que estudiaron religión católica o quizás precisamente por haberla estudiado, renuncie a la asignatura confesional de la religión católica en la enseñanza pública, y busque la solución más justa y humana para el único problema verdadero en todo este asunto: la situación de los 15.000 profesores de religión que perderían su puesto de trabajo. Este es el único problema. Pero insisto: soy partidario de que la religión esté presente en las aulas públicas en todas las edades, desde la primaria hasta la universidad. Y no como una “maría”, sino como asignatura troncal con todo su valor y dignidad. Pero eso sí: como una asignatura aconfesional, no dependiente de ninguna institución religiosa ni al servicio de ninguna religión particular. Creo que es muy necesario que los niños conozcan a las grandes figuras religiosas que han marcado la historia y la cultura universal: Zaratustra, Moisés, los autores de los Vedas, Buda, Mahavira, Confucio, Lao zi, Jesús, Muhammad… Y que los jóvenes estudien y mediten sus admirables textos. ¿Cómo podremos leer a Dante, escuchar a Bach, visitar El Prado, explorar el alma, caminar por el mundo e interpretar las huellas si no conocemos la larga historia de las religiones, llena de grandes luces y de inmensas sombras? Soy, pues, partidario decidido de que el estudio de las religiones se implante en las aulas también en el Estado español, como ya se hace en los países más “desarrollados”. Pero sostengo a la vez que lo esencial de la religión no se juega en que se enseñen las religiones, sino en que se enseñe realmente a mirar, a respetar, a respirar. A vivir.Tagore escribió: “Creer que es posible enseñar la religión a los niños es como creer que se puede enseñar a crecer a las orquídeas”. Y Jesús nos dice: “Fijaos cómo crecen los lirios del campo; no se afanan ni hilan; y sin embargo, os digo que ni Salomón en todo su esplendor, con todos sus telares, se vistió como uno de ellos. Y ni Santo Tomás de Aquino con toda su teología alcanzó a expresar el misterio de una flor. Mirad cómo teje Dios la vida y la reviste. Mirad, respetad y confiad. No os preocupéis. Vivid” (Mateo 6). José Arregi Para orar Permite, Padre, que mi patria se despierte en ese cielo donde nada teme el alma, y se lleva erguida la cabeza; donde el saber es libre; donde no está roto el mundo en pedazos por las paredes caseras; donde la palabra surte de las honduras de la verdad; donde el luchar infatigable tiende sus brazos a la perfección; donde la clara fuente de la razón no se ha perdido en el triste arenal desierto de la yerta costumbre; donde el entendimiento va contigo a acciones e ideales ascendentes... ¡Permíteme, Padre mío, que mi patria se despierte en ese cielo de libertad! (Rabindranath Tagore)
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Los pasados días 19 y 20 de Mayo tuvieron lugar en el Palacio Miramar de Donostia (San Sebastián), unas Jornadas sobre Ciencia y Mística, organizadas por la Asociación GUNE de la que me honro en formar parte. Afuera, el cielo se reflejaba en el mar, el mar se reflejaba en el cielo, la luz de la tarde revelaba el infinito. Dentro, ante un salón repleto y seducido, las palabras expresaban el prodigio de lo conocido y evocaban el misterio de la Realidad indecible.
Allí participaron, entre otros, nuestro ilustrePedro Migel Etxenike, el físico catalán David Jou y la monja catalana Berta Meneses, profesora de matemáticas y Maestra Zen. Pedro Migel Etxenike (Premio Príncipe de Asturias de Física) encarna el rigor de la ciencia, la elegancia del saber y la modestia del científico (“el mayor producto del conocimiento es el aumento de la ignorancia”, declaraba como si tal unos días antes en una entrevista). David Jou conjuga de manera singular la ciencia y la poesía (una fórmula matemática es un poema para él). Berta Meneses (Chosui-An, “agua que purifica”) combina clases de matemáticas con cursos de Zen, como si ambas cosas no fueran sino dos maneras de iniciar al mismo misterio que somos y que nunca alcanzamos a ser ni a decir. Durante miles de años, y hasta hace bien poco, la ciencia y la mística estuvieron unidos como la luz y la belleza del arcoíris, como la cuerda y la melodía del piano, como la gramática y el misterio del poema. No son lo mismo, pero no se pueden separar. ¿Pero cómo es que, no siendo lo mismo, no se pueden separar? Pues no lo sé, pero todo es así: hay un misterioso “todo”, una forma misteriosa, una “vida” inasible que no existe sin las partes, que es inseparable de ellas, pero que no se reduce a ninguna de las partes, ni siquiera a la suma de todas ellas. Nuestra ciencia –de otras posibles no sabemos nada– empezó cuando el ojo alcanzó a analizar y distinguir las partes en el todo, y ello nos ha permitido fabricar herramientas, curar enfermedades, comprendernos mejor, ser más libres, sobrevivir. Pero el ojo que analizaba y miraba las partes nunca dejaba de percibir y de admirar el todo, la forma, la vida, y ambos ejercicios nacían del asombro y llevaban a la oración, fuera ésta religiosa o no, se dirigiera a un dios personal con forma o al misterio mismo del Todo sin nombre y sin forma. Luego vino el divorcio que aún persiste en muchos, aunque no precisamente en los grandes científicos ni en los auténticos místicos. El divorcio se dio porque la ciencia olvidó el misterio y porque la religión se apoderó de la mística. Ambas cosas se dieron a la vez, y no se podría decir cuál de las dos se dio primero. En realidad, la raíz de ambas es la misma, y se llama “voluntad de dominio”. Voluntad de prender y de aprehender, de capturar y poseer. La ruptura entre la ciencia y la mística llegó tarde, pero el conflicto estaba en ciernes ya desde muy antiguo, en el corazón mismo del ser humano. Ya el libro bíblico del Génesis nos lo cuenta a su manera. Había dos árboles en el paraíso, nos dice: el árbol de la Vida y el árbol del conocimiento del Bien y del Mal. A Adán y a Eva, al hombre y a la mujer, se les abrieron los ojos y el apetito de tomar y de comer, de ser dueños y señores de todo, incluso el uno del otro, incluso de Dios. Imaginaron a Dios como dueño y señor y no lo pudieron soportar. El mal no consistía en no soportar a un tal Dios supremo, sino en imaginarlo de ese modo. “Seréis como dioses”. El mal no consistía en querer ser como Dios o incluso ser Dios, pues a eso estamos llamados y eso somos; el mal consistía en perder el sentido del don, la actitud de respeto, el sentido de la gratitud y la admiración, en querer conquistar lo que es regalo. El mal no consistía en querer comer del árbol de la ciencia y acceder al conocimiento, pues para eso estaba allí y ofrecía sus frutos en medio del paraíso; el mal consistía en querer forzar al árbol, para arrebatarle el fruto gratuito y devorarlo. Entonces se les abrieron los ojos y vieron que estaban desnudos, y sintieron vergüenza el uno del otro y tuvieron miedo a Dios, como si Dios fuera como ellos. Nietzsche y Heidegger mostraron que la ruptura entre la ciencia y la mística se dio en Grecia en los albores mismos de lo que se llama “cultura occidental”. En cualquier caso, se manifestó en toda su crudeza en la Modernidad en forma de positivismo. El positivismo cientificista pretendió que todo lo que es se puede conocer con métodos empíricos y que solo es verdad aquello que conocemos empíricamente y formulamos matemáticamente. Mucho antes, por otro lado, se había ido desarrollando en el seno de la Iglesia católica un auténtico positivismo teológico que afirmaba la revelación cristiana como la única revelación plena de Dios en el mundo, consideraba los dogmas cristianos como expresiones inmutables de verdades ocultas reveladas por Dios, y sostenía que la jerarquía católica ha sido instituida por Dios mismo como depositaria y garante única de la verdad y del misterio divino en la Tierra y el cosmos entero. La religión, vacía de mística, se creía autorizada así para dictar verdades a la ciencia. No es descabellado pensar que el positivismo cientificista moderno ha sido una reacción contra el positivismo y absolutismo cristiano que se había apoderado del misterio en exclusiva, lo que equivale a negarlo. El olvido del misterio arruina la religión y reseca la ciencia. Es necesario que el misterio vuelva a animar la religión y que la ciencia vuelva a recuperar aquella admiración originaria de la que nació como pregunta, como búsqueda, como una exploración casi religiosa de la realidad particular y universal. La ciencia y la mística no se oponen, ni se yuxtaponen, ni siquiera se complementan. Se entrelazan y animan, como la observación y el asombro, como el cálculo y la admiración, como la medida y el infinito. No se identifican, pero son inseparables como la parte y el todo, como el organismo y la vida. La ciencia es el arte de medir las partes del todo. La mística es el arte de mirar el todo en cada parte. Mira un arcoíris maravilloso una tarde soleada y lluviosa. Se puede medir el espectro de frecuencias de la luz y explicar la aparición de los siete colores, del rojo al violeta, cuando los rayos del sol atraviesan las gotitas de agua de la atmósfera, y por qué el arco entre el cielo y la tierra, naciendo del agua, pero tus ojos ven la belleza del arcoíris como un todo y exclamas: “¡Oh, qué bonito!”. Y el científico puede admirar más que nadie, porque sabe más que nadie el milagro que es cada gota de agua o de aire, cada organismo, cada célula, cada átomo y cada partícula. Y no solamente ve que todo es parte de un Todo, sino que también mira cada parte como un todo, pues cada átomo es un universo sin medida de quarks, gluones y electrones, semejante al universo inmenso y sin fin de las galaxias, y porque sabe que todo, desde lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande, está en relación y en movimiento, que en el tiempo está la eternidad y que el futuro es absolutamente indeterminado e impredecible, que del orden se deriva el desorden y del desorden se deriva un nuevo orden maravilloso imprevisible. Y sabe mejor que nadie que toda la realidad es abierta y siempre capaz de novedad y de más, gracias a la relación y al azar. Y que todo, desde la roca al pensamiento y la ternura, todo es materia, salvo la propia materia que nadie sabemos qué es, sino que es. Y la admiración, eso es la mística. La admiración convertida en amor, eso es la verdadera religión. José Arregi Para orar. MÁS QUE LA POSESIÓN; LA BÚSQUEDA La materia conocida sólo es el cinco por ciento del universo; el ADN codificante sólo es un tres por ciento de nuestro genoma; las neuronas sólo son un diez por ciento de nuestro cerebro. Concentramos con avidez nuestra atención en aquello que sabemos interpretar, nombrar, medir, manipular, gozar. Pero de repente, a veces, los bárbaros irrumpen con antorchas oscuras en nuestro imperio de claridades, y abaten los templos y palacios de nuestras certezas: la materia oscura, la energía oscura, los mecanismos ocultos de la regulación de los genes, los astrocitos y sus ondas de calcio. Pese a ello, los científicos nos alegramos de esas invasiones: los horizontes se nos hacen más inquietantes; las preguntas, más sutiles; las respuestas, más sorprendentes; nos lanzamos con perplejidad y audacia a reedificar nuestra imagen del mundo con mayor amplitud que la de antes. Quizás tengamos vocación de vagabundos más que de reyes: amamos más el camino y la búsqueda que la seguridad y la posesión. (David Jou) La justicia de la victoria o la victoria de la justicia. He ahí la opción inexcusable. Sí, ya sé que nada es tan sencillo, y que todo es como es. Pero hay un momento en que se nos ha de caer el velo de los ojos, como se le cayeron a Tobit las escamas de sus lagrimales en Caserín, cerca de Nínive, en el norte de Irak, cuando su hijo Tobías le aplicó el remedio de Rafael, el ángel curador; también se le cayeron a Pablo el perseguidor: iba de Jerusalén a Damasco, cegado por la ira, llevando consigo cartas del sumo sacerdote para detener y encarcelar discípulos de Jesús, y de pronto la luz le inundó el alma y se le abrieron los ojos y empezó a mirar con misericordia. De repente, como a Saulo, nos envuelve un resplandor del cielo y caemos a tierra, esta tierra santa y sufriente que somos, la misma Tierra de todos, y escuchamos nuestro nombre pronunciado con misericordia, y se nos abren los ojos a la misericordia.
La justicia del poder o el poder de la justicia. La justicia de los vencedores o la justicia para los vencidos. Apenas se conoce, en los anales de la historia universal, que se haya aplicado con los vencidos otra justicia que no sea la de los vencedores. Los vencedores ponen las leyes y nombran los jueces; y hacen la pantomima, y convocan a juicio a los vencidos, pero siempre como reos; nunca se ha visto a los vencedores sentarse como reos. La sentencia ya está dictada de antemano. ¡Cómo se parecen “vencer” y “vengar”! Pues no, esa justicia no. Esa justicia es ciega, ciega de poder y de impiedad. Y, por mucho que digan y por mucho que desde antiguo se haya representado a la justicia con una venda en los ojos, la justicia no puede ser ciega, no al menos de poder y de impiedad. La victoria de la justicia no significa que los vencidos se vuelvan vencedores. Cambiarían las tornas, trocarían sus puestos el juez y el reo, pero el poder seguiría dictando su justicia ciega e inmisericorde. La tierra común seguiría siendo rasgada y hendida, de seísmo en seísmo, de réplica en réplica, de venganza en venganza, por la ley y la justicia del más fuerte. No sé por qué se la llama “la ley de la selva”, pues la selva no conoce la venganza. Claro que la vida en la selva es dura: unos vivientes viven de otros, y el fuerte devora al débil. Así es también en el riachuelo Narrondo, por más que nos duela: los vecinos nos alegramos mucho hace unos días, cuando, después de una prolongada desaparición que ya nos tenía inquietos, el pato hembra con su plumaje rojizo apareció por fin, seguido de catorce pollitos negros. Pero hoy no veo a los pollitos con su madre, y me temo lo peor. Así es la vida, amasada de muerte, una muerte sembrada de vida. Pero en la selva no hay odio. En nuestro humilde riachuelo de Arroa no hay venganza. El odio y la venganza son un distintivo de la humanidad. Un patrimonio cruel y exclusivo del que ni siquiera somos dueños, sino esclavos, y que de pronto se apodera de nosotros y nos arrastra como un tsunami, como un terrible terremoto sin control. Hace mucho tiempo, 1.800 años antes de Cristo, el código de Hammurabi –un rey babilonio, es decir, irakí– quiso poner freno al furor desatado de la venganza, y ordenó: la venganza no ha de provocar más daño del recibido. Mucho más tarde, inspirándose en Hammurabi, la Biblia declaró: “Ojo por ojo, diente por diente”, y el Derecho Romano lo llamó “ley del talión”. Esta ley, en su tiempo, supuso un gran paso adelante, porque impedía arrancar los dos ojos a quien te había arrancado solamente uno: a “tal” daño, “tal” venganza, la misma que el daño, no más. Pero eso fue antes, porque luego volvimos atrás y se impuso de nuevo, hasta nuestros días, la vieja ley anterior a Roma, anterior a la Biblia, anterior a Hammurabi, ajena a la selva: si te arrancan un ojo, arranca tú los dos, si puedes. Y, si puedes, arranca los ojos de todos tus enemigos, no sea que alguien se envalentone y lo vuelva a intentar. Así vamos, y seguimos presumiendo de mundo desarrollado y de derechos humanos. Es lo que es, dirán algunos. Hay lo que hay. Quedé pasmado la semana pasada, al leer unas declaraciones del prestigioso psiquiatra Luis Rojas Marcos, tras el asesinato de Bin Laden por Barack Obama: “La venganza es un sentimiento muy humano”, decía. Claro que sí: odiar es muy humano, robar es muy humano, mentir y matar es muy humano, y es muy humano violar a una bella joven de 20 años. ¿O no? La venganza y el odio no son, afortunadamente, el único patrimonio, pero hay que elegir.La justicia de la venganza o la justicia de la piedad. He ahí la opción. Lo diré de otra forma, que puede resultar hiriente, a mí también me hiere: la justicia de Obama o la justicia de Mandela. El Sábado Santo, con la comunidad con la que celebré la Pascua, tuve la oportunidad de ver “Invictus”, una película sumamente sencilla y conmovedora. Sin ningún alarde, de la manera más llana y humana, cuenta los primeros pasos de Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica, interesándose con toda su alma por un campeonato de rugby, como si en él se le fuera la vida, como si en él se jugara el destino de Sudáfrica y de todo el planeta. Y de hecho se jugaba, porque el rugby es más que el rugby, porque una camiseta es más que una camiseta, porque en lo más pequeño se hace visible lo más grande, porque lo más grande se juega en lo más pequeño. Era en 1995, ayer mismo. Mandela había salido de la cárcel pocos años antes –¡27 años de cárcel, todos ellos merecidos de acuerdo a la ley del poder que se erige en justicia!–. Todo el mundo esperaba que Mandela aplicara como mínimo la ley del talión. Hubiera sido “justo”. Pero Nelson Mandela –¡bendito sea!– entendía la justicia de otra manera. En las tinieblas de la cárcel que dañaron sus ojos hasta el punto de que le dolían los ojos al mirar la luz, en esas tinieblas del horror descubrió la verdadera luz del alma que puede iluminar el mundo entero. Descubrió otra justicia, la única justicia digna de ese nombre. No la venganza desatada, ni la venganza controlada, ni el resentimiento arraigado. No la justicia del poder, sino la justicia de la piedad, la única que puede salvar la Tierra del terror, de la muerte, de la ruina total. Nelson Mandela perdonó. Vuelve esta palabra y sé que es equívoca, tanto cuando se refiere al perdón divino como al perdón humano. Nelson Mandela no perdonó como se perdona a un culpable, sino supo mirar con piedad al carcelero y ver también en él un pobre prisionero. Supo mirar con piedad al enemigo y ver en él un pobre hombre herido. Y llegó a amar como propia aquella camiseta verde y oro de los Springboks, símbolo del apartheid y de la humillación. “El perdón y la compasión elevan la mirada y se ve más lejos”, dice en Invictus. Durante 27 años interminables, 9.000 días de injusticia y de humillación, Nelson Mandela había luchado consigo mismo, había combatido en sí el rencor y la venganza, hasta poder con ellos. Pudo consigo y sacó de sí lo mejor, lo más humano que es lo divino. Nelson Mandela perdonó. Perdonó y venció. Esa es la justicia evangélica. Y su criterio es, a la vez, el más universal: “actúa con el prójimo como a ti te gustaría que actuaran contigo si te hallaras en su lugar”. Esa es, pues, la única justicia razonable, la única justicia que puede reparar a la humanidad y salvar el mundo. La justicia de Obama, ciega de poder, o la justicia de Mandela, llena de piedad: con todos los matices que quieras, he ahí la opción ineludible. José Arregi Para orar Más allá de la noche que me cubre negra como el abismo insondable, doy gracias a los dioses que pudieran existir por mi alma invicta. En las azarosas garras de las circunstancias nunca me he lamentado ni he pestañeado. Sometido a los golpes del destino mi cabeza está ensangrentada, pero erguida. Más allá de este lugar de cólera y lágrimas donde yace el Horror de la Sombra, la amenaza de los años me encuentra, y me encontrará, sin miedo. No importa cuán estrecho sea el portal, cuán cargada de castigos la sentencia, soy el amo de mi destino: soy el capitán de mi alma. (Poema “Invictus” de William Ernest Henley, 1849-1903, que le ayudó a Nelson Mandela a no darse por vencido) Hace dos años y medio, fui de los muchos que celebraron la victoria deBarack Obama como signo de esperanza para todo el planeta. Ahora veo que nos sobró entusiasmo, una vieja palabra griega que significa algo así como “estado de inspiración divina”, pero era comprensible, porque veníamos de la larga pesadilla de Bush al frente de América y del mundo, y porque una pequeña chispa suele bastar a veces para que prenda en nosotros el fuego sagrado que nos habita. Necesitábamos recuperar un poco de confianza en el ser humano tan frágil, en la justicia tan insegura, en el futuro tan incierto, y Barack Obama encendió nuestras mejores esperanzas.
Pero las mejores esperanzas dejan paso fácilmente a los mayores desengaños, y entonces nos quedamos sin fuego divino, y el alma nos pesa. La pesadumbre me embargó el lunes por la mañana, cuando escuché al presidente americano, con el tono de las ocasiones más solemnes, anunciar la muerte de Bin Laden y sentenciar luego: “Se ha hecho justicia”. Fue como el triste final de una historia de desencantos que, mes a mes, han ido en aumento durante los dos últimos años, a medida que el realismo se imponía sobre el sueño en todos los campos, de Palestina a Afganistán, del Congo a Guantánamo. ¿Se ha hecho justicia? ¡Mentira, señor Obama! “Se ha hecho venganza”. Ud. llama justicia a la venganza, simplemente porque tiene el poder para dictar la ley que le conviene y para saltarse incluso su propia ley, si así le conviene, sin miedo a ser sentado ante ningún tribunal. Nos ha traicionado. Ud. ha traicionado la esperanza de la humanidad y del planeta, la pobre esperanza huérfana que depositamos en su inspirada palabra, en sus bellos propósitos, en su gran corazón y hasta en su hermosa piel. ¿Qué aprenderán de Ud. sus hijas, y los hijos y las hijas de todos los americanos? ¿Con qué modelos reforzaremos el escaso entusiasmo ético y político de nuestros jóvenes alumnos que mañana deberán hacerse cargo del presente y del futuro? Bin Laden era un asesino, nadie lo discute. Llevaba consigo una siniestra historia de bombas suicidas, de bombas asesinas, de sangre, de lágrimas, de luto. Era un terrorista, nadie lo niega. Ha manchado de infamia y de muerte el santo nombre de Allah el Compasivo, el Misericordioso; ha contaminado de odio y fanatismo a la numerosa y pacífica comunidad de musulmanas y musulmanes. Era un asesino, sí, pero el que mata a un asesino sin otra razón y sin otro objetivo que la venganza es también un asesino. Y si fue Ud., como ha reconocido, quien ordenó matarlo, señor Obama –me duele decirlo, pero no puedo callarlo–, Ud. también es un asesino. Y yo también lo soy, pues pago impuestos, compro y vendo en este lado del planeta –el suyo– que se ha erigido en amo y juez de todo el planeta en contra de la justicia. Hay que impedir al asesino –a todo asesino, y en primer lugar al que tiene poder para saltarse la justicia–, hay que impedirle que mate. Pero nadie creemos que Ud. haya mandado matar a Bin Laden para impedir que mate a otros inocentes. Ud. lo ha matado para saciar el instinto más ciego y más inhumano de esta pobre especie humana llena de terrores: el instinto de venganza. Y no nos engañe, no son los muertos del 11 S los que reclaman venganza. La venganza de los vivos en nombre de los muertos no hace sino envilecer a los muertos y herir aun más su memoria. Los muertos quieren descansar en paz. Los muertos necesitan que desaparezca de la Tierra el odio que les hizo morir. Su predecesor George Bush, siempre en nombre de la justicia, pero por la pura ley de la venganza y sin apenas disimulo, mató a centenares de miles de personas durante 8 interminables años, primero en Afganistán, luego en Irak y luego de nuevo en Afganistán, por no hablar de los muertos de hambre que todos matamos y que no tienen ningún Punto Cero y a quien nadie pone flores en la tumba. También Bin Laden, entrenado y armado en su tiempo por los mismos que ahora le han matado –absurdo mundo, afligida especie–, también él decía matar por justicia, pero era por venganza por lo que mataba, como Ud. ahora. Tal vez hubiera sido justo matar a Bin Laden si con ello se hubieran salvado vidas ajenas. Yo no creo, en efecto, a quienes enseñan que ninguna causa nunca puede nunca justificar que se mate, pues esos mismos aceptan luego la legítima defensa como excepción, o justifican incluso guerras y penas de muerte, cuando no justifican directamente la venganza, como todos aquellos que han celebrado este asesinato de Bin Laden. No, nuestra vida no es un valor absoluto. La vida de cada uno está ligada a la vida de los otros, al igual que la muerte. Vivimos juntos y morimos juntos. O vivimos todos o morimos todos. La vida de todo viviente –también la del asesino– se debe a los otros, para que otros no mueran, para que vivan. Pero Ud., señor Obama, no mandó matar a Bin Laden para impedir que otros murieran ni para que vivamos todos en un mundo más humano y seguro. No fue ese su motivo, y no será ese el efecto, pues es seguro que su asesinato –múltiple, por cierto– hará que haya más muertos. La alarma y el miedo no han hecho sino aumentar. Cuanto más odio, más peligro. Cuanta más venganza, más muerte, hasta que muramos todos. Lo dijo un santo compatriota suyo y de su mismo color, mártir también él del odio y de la venganza, mártir de la no-violencia: “Ojo por ojo y todo el mundo quedará ciego”.Luther King, el sí fue mártir de la verdadera justicia. Nosotros pensábamos que Ud. había tenido el sueño de aquel santo, pero tristemente nos engañábamos. No sabemos quién empezó esta espiral de muerte, pero sabemos que solo acabará cuando dejemos de matar en nombre de la justicia, cuando arranquemos el odio y hagamos desaparecer la venganza. La justicia no consiste en castigar y matar. La justicia no consiste en hacer expiar al culpable. La justicia consiste en procurar a cada viviente al máximo posible lo que la vida reclama para ser sana y feliz. Y cuando la vida es herida, la justicia consiste en curar. En curar primero a la víctima, pero luego también al victimario, él también herido. Y la venganza, por mucho que nos empeñemos, no cura ni a la víctima ni al victimario. ¿Quién es la víctima, quién es el victimario? No conozco a nadie que sea solo víctima, ni a nadie que sea solo victimario. Somos Caín y Abel. Todos somos Caín, y llevamos una interminable historia de muertes sobre los hombros. Pero también a Caín, Dios le puso una marca en la frente, para que nadie le matara. Todos somos Abel, pobres víctimas desde el inicio de los tiempos, heridos desde siempre. Pero no se curarán nuestras heridas, mientras no se curen también las heridas de Caín, que son también nuestras propias heridas. Entonces habrá paz en la Tierra. Entonces, por fin, solo entonces se hará justicia. Solo entonces, pues la justicia es el nombre de la paz. Señor Obama, no siga traicionando esta esperanza que hace dos años y medio predicó al mundo. No defraude más la esperanza divina que despertó en nosotros. No podemos vivir sin fuego en el alma. No podemos vivir sin esperar en el corazón humano, con todas sus contradicciones. No, no podemos vivir sin confiar en la hermandad de los pueblos y en el futuro del planeta. No podemos vivir sin creer en la paz de la justicia, sin esperar que un día haremos que se cumpla el bello salmo que Ud. reza: “La justicia y la paz se besan”. Haga honor a su nombre, sea Ud. bendito y traiga bendición. José Arregi Para orar Creo firmemente que lo conseguiremos. Creo firmemente en la humanidad. Creo que, en la noche oscura del mundo, aunque algunos se empeñen, amanece la paz. Me niego a creer que el hombre no pueda hacer con su esfuerzo un mundo mejor. Me niego a creer que el odio y el racismo no puedan un día dar paso al amor. Creo firmemente que lo conseguiremos… Me niego a aceptar las noches de odio, las noches de guerra, noches de dolor. Me niego a creer que somos cautivos del miedo, el fracaso, de alzar nuestra voz. Creo firmemente que lo conseguiremos… Me niego a aceptar noches sin estrellas, ´ días sin ternura, meriendas sin pan. Me niego a aceptar que los obuses que estallan, cañones de odio, construyan la paz. Creo firmemente que lo conseguiremos… Me atrevo a creer en el corazón, en tardes de abrazos y de primavera. Pancartas de paz, justicia, ilusión. Se escucha el rumor de la nueva era. Creo firmemente que lo conseguiremos… (Asamblea de cristianos de base de Asturias) Cuentan que fueron a anunciarle a un rabino que había llegado el Reino de Dios. El rabino abrió la ventana, se asomó fuera y dijo: “No es verdad, porque no veo que haya cambiado nada”. Lo que veía contradecía la presencia del Reino, y es difícil rebatir lo que ven los ojos. Pero ¿acaso el rabino veía todo? Otro rabino, abriendo la ventana y asomándose fuera, podría haber dicho: “Es verdad, ya ha llegado. He aquí el Reino. Los campos reverdecen, los pájaros crían, los niños juegan, el corazón se compadece, los pobres se levantan, las heridas sanan, los enemigos se perdonan. Ha llegado el Reino de Dios. Mis propios ojos lo ven”.
Nos gustaría que el segundo rabino tuviera razón, y que el pesimismo del primero no fuera más que un defecto de visión. Sin embargo, y a nuestro pesar, comprendemos de sobra el escepticismo del primero, porque está escrito que, cuando llegue el Reino, desaparecerán las lágrimas. Pero las lágrimas no han desaparecido, y a veces tiene uno la impresión de que, por el contrario, el océano del llanto y de la amargura no hace más que crecer. Hay demasiado miedo y error, demasiado engaño y robo, demasiada violencia y hambre –la peor guerra es el hambre– para confesar jubilosamente que Dios ES y decir Amén y celebrar la Pascua, celebrar la Vida. Dadas las dimensiones de la pasión del mundo, la fe del creyente no puede menos de tomarse un tiempo para el duelo, todo el tiempo que haga falta, antes de exclamar al tercer día, como María de Magdala: “¡Rabbuni, Maestro!”. Al tercer día: no después de cuarenta y ocho horas, sino en cualquier instante –el instante crucial– en que los ojos se abren. En la Biblia hay decenas de hechos que suceden “al tercer día”: es el instante, más allá del tiempo y más acá, en que vemos y palpamos que Dios es el corazón latiente del mundo y que todo es ya distinto de lo que vemos, que el Reino ya se hace presente, que la Pascua amanece, que la vida resucita cada vez que se entrega. Eso es “el tercer día”, que es cualquier día, pero solo si se ve. La Pascua no ocurrió una vez, hace dos mil años. Ocurre cada vez que renace la vida, y la vida no cesa de renacer ante nuestros ojos. No hay más que mirar la primavera. Justamente, la Pascua fue en su origen una doble fiesta de primavera: una fiesta de agricultores que celebraban la nueva cosecha, la nueva levadura, el nuevo pan, y otra fiesta de pastores que celebraban la multiplicación de los rebaños y los corderos jugando en las praderas. Luego unieron ambas fiestas, y la fiesta de la naturaleza se convirtió en fiesta de la historia, en sacramento de todas las liberaciones pasadas y futuras. Cada luna llena de primavera anuncia que la luz ilumina ya la noche, que la liberación se abre paso, se hace pascua a través de la muerte y de sus duelos. La luna nos abre los ojos. Pero los ojos no siempre ven. Y aun cuando vean, la duda y el duelo nunca pueden desaparecer hasta que se enjugue la última lágrima; la duda y el duelo no solamente preceden, sino que también acompañan y siguen a la confesión del creyente, por más creyente y vidente que sea, o precisamente porque lo es. La fe verdadera del discípulo, como la de la discípula María, es humilde, y sobria, contenida. “No me retengas. No te quieras adueñar. Atraviesa, camina, sigue. Mira también las lágrimas y acompaña a tus hermanos”. Sigue mirando las llagas y palpando las heridas, y en el fondo del sepulcro, en el fondo de las heridas… deja que tus ojos miren otros dulces ojos llenos de consuelo que te miran desde más allá del fondo, y deja que el corazón se rinda y descanse y que los labios, inseguros y confiados, digan simplemente: “Señor mío y Dios mío”. Y cree sin ver, o ve precisamente por creer. Pues es verdad que lo esencial es invisible a los ojos, pero más verdad es aún que nuestros ojos están hechos para ver lo invisible y que solo lo ven cuando el corazón los ilumina desde dentro y desde fuera; sí, desde dentro y desde fuera. Lo más real es invisible, y nuestros ojos están hechos para verlo con la luz del corazón. O con la luz de la fe, o con la luz de la compasión, o con la luz de la esperanza contra toda esperanza, llámala como quieras. Con nuestros ojos vemos la vida invisible en el tallo que florece, la ternura y la pena en los ojos que nos miran, la magia y el milagro en el solo de la flauta. Así es como vieron –¿de qué otra forma pudieron ver?– al Resucitado María en el jardín del sepulcro al amanecer, Cleofás y su compañero –o compañera – en la posada de Emaús al atardecer. Jesús resucitado no se les apareció a ellos de manera distinta a como se nos aparece a nosotros. Lo que pasa es que, en tiempo de Jesús, entre judíos y griegos, abundaban relatos de apariciones de muertos vivos, y así lo cuentan también los evangelios, pero hoy nadie puede creer a la letra tales relatos, tampoco los de los evangelios. ¿Y de qué nos serviría pensar que Jesús –por unas razones que ni siquiera están en los evangelios, sino que hemos fabricado nosotros– se apareció a ellos de una manera singular, “milagrosa”? ¿A qué llamamos “milagro”? Milagro no es lo extraordinario, menos aun un suceso que rompe las leyes de la naturaleza –que nadie conoce– por voluntad divina –que nadie debe presumir conocer–. No podemos creer en tales milagros. Pero todo ser es un milagro y, si sabemos mirar, así lo vemos: como una epifanía pascual. Jesús no se apareció a María de Magdala y sus compañeros sino como se aparece la vida y la belleza, el dolor y la ternura, como se aparecen “los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados”. Jesús se les aparecía y se nos aparece como se nos aparecen los muertos que amamos en la Memoria y el Corazón de Dios, que son lo mismo. Como se nos aparece Dios, la ternura y la belleza invisible y real, corazón de toda realidad. El corazón tiene deseos, que no se han de desdeñar, si no queremos que la desesperación nos invada, que todos los milagros desaparezcan y que este mundo maravilloso se vuelva sombrío y penoso. El corazón tiene razones que la razón ha de entender. El corazón tiene luces que han abrir los ojos. Es bueno que los ojos se dejen iluminar por el corazón para ver el Reino, la Pascua, al crucificado vivo, a Dios padeciendo y resucitando en la oscuridad de todas las cruces. Un día, después de muchos días de duelo, María y sus compañeros vieron que el sepulcro estaba vacío, que todas las losas no bastaban para ahogar el Reinado liberador de Dios que Jesús había anunciado y anticipado en su vida, e incluso en su cruz. No necesitaron abrir el sepulcro, ni necesitaron que desapareciera de él el cuerpo muerto de Jesús. ¿Cómo iban a abrir un sepulcro, si era profanarlo? ¿Y de qué servía embalsamar un cadáver al tercer día, si ya se estaba corrompiendo? La fe pascual no tiene nada que ver con tales sucesos físicos. La fe pascual consiste en que el corazón ilumina los ojos hasta ver que Dios es siempre compañía de la vida, sobre todo cuando es crucificada, que la vida se transforma siempre cuando se da, que la Pascua ya es presente, aunque sea como semilla, como levadura, como primera gavilla. Y que “merece la pena morir de vida” (Mercedes Navarro). Amiga, amigo: te deseo que cada día puedas abrir la ventana y exclamar: “¡Oh! Ya ha llegado el Reino”. Y que, si es de noche, te acuestes tranquilo porque ya ha llegado, y que, si es de día, te pongas en camino para hacerlo llegar. José Arregi PD. En las dos próximas semanas no escribiré (por “razones de agenda”, como se dice). Que tengáis la santa paz de Jesús, el viviente entre los vivientes. Para orar. “No te rindas” No te rindas, aún estás a tiempo De alcanzar y comenzar de nuevo, Aceptar tus sombras, Enterrar tus miedos, Liberar el lastre, Retomar el vuelo. No te rindas que la vida es eso, Continuar el viaje, Perseguir tus sueños, Destrabar el tiempo, Correr los escombros, Y destapar el cielo. No te rindas, por favor no cedas, Aunque el frío queme, Aunque el miedo muerda, Aunque el sol se esconda, Y se calle el viento, Aún hay fuego en tu alma Aún hay vida en tus sueños. Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo Porque lo has querido y porque te quiero Porque existe el vino y el amor, es cierto. Porque no hay heridas que no cure el tiempo. Abrir las puertas, Quitar los cerrojos, Abandonar las murallas que te protegieron, Vivir la vida y aceptar el reto, Recuperar la risa, Ensayar un canto, Bajar la guardia y extender las manos Desplegar las alas E intentar de nuevo, Celebrar la vida y retomar los cielos. No te rindas, por favor no cedas, Aunque el frío queme, Aunque el miedo muerda, Aunque el sol se ponga y se calle el viento, Aún hay fuego en tu alma, Aún hay vida en tus sueños Porque cada día es un comienzo nuevo, Porque esta es la hora y el mejor momento. Porque no estás solo, porque yo te quiero (Mario Benedetti) |
Jose Arregui
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Abril 2021
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