¡Zorionak, Igoin e Hilargi! ¡Felicidades! Quiero empezar felicitando a vuestros padres, no solo por haberos hecho a los dos –¡cosa asombrosa!–, sino también por haberos puesto el nombre: Hilargi llamaban los vascos a la luna ya hace muchos miles de años, por ejemplo los habitantes de un pequeño monte guipuzcoano llamado Igoin; allí construían dólmenes y adoraban a Hilargi cuando aparecía de noche detrás de los montes. Los nombres que llevamos están llenos de misterio. Somos el nombre que llevamos. Pero somos llevados también por el nombre desde más allá hasta más allá del horizonte.
Hilargi, Igoin. Aquí están hoy vuestros nombres, como ángeles misteriosos, felices de estar juntos. Aquí estáis vosotros, con las manos unidas. ¿Por qué se encontraron un día vuestros nombres, entre millones de nombres, y se reconocieron? ¿Por qué se juntaron un día vuestras manos, entre miles de millones de manos, y se enlazaron? ¿Por qué se miraron un día vuestros ojos y supisteis que erais uno desde siempre y querías seguir siéndolo para siempre, para siempre? Nadie sabe decir por qué, pero es maravilloso, y solo cabe exclamar: “¡Oh, gracias!”. “Es el azar”, dirán algunos. “Estaba escrito”, dirán otros. Tal vez habrá quien diga que es “Dios”, que todo lo ordena según su voluntad. Pero es inútil querer explicar lo que simplemente es, pues es el sumo misterio. Y no tiene sentido creer en un Dios que nos explica, es decir, en un Dios que explicamos. Sería tanto como dejar de admirar y agradecer, como negar la gracia, como vender el amor. “¡Qué necedad! No se vende el amor!”, nos acaba de decir el Cantar de los Cantares, un increíble poema bíblico de amor de hace 2.300 años. Aquí estáis vosotros, sin ningún por qué, como una presencia simple y milagrosa. Sois para nosotros un milagro. En realidad, cada átomo de luz o de aire, cada piedra y cada hoja es un milagro. Y todo cuanto existe es el mismo infinito milagro, pues cada átomo y cada partícula están unidos a todos los átomos y todas las partículas en todo el universo, y es como si se buscaran y quisieran amarse siempre, por mucho que el universo se esté expandiendo infinitamente. Yo llamo “Dios” al Misterio inexplicable de belleza y de ternura que todo lo anima, lo empuja, lo atrae. Y vuestros ojos son sacramento de ese Gran Misterio. Habéis querido celebrar la boda de vuestro amor sin sacerdote ni fórmulas religiosas, y hacerlo aquí, en este lugar que algunos estarían tentados de llamar “laico” o “profano”. Pero ésas son palabras desfasadas, propias de un tiempo en que dividíamos el mundo en sagrado y profano, y colocábamos lo sagrado del lado de la religión instituida, y lo que quedaba fuera se decía “profano”. Vosotros nos enseñáis que ese límite no existe. Tenéis razón. No es más sagrada la música de Bach que la de Oskorri, ni el Ave María de Schubert es más sagrada que “Toda una vida” de Chabela Vargas. Mirad el maravilloso Cantar de los Cantares de la Biblia: nunca menciona a Dios en sus ocho capítulos. Simplemente, un hombre enamorado anhela a su amada (y sería igual si dijera “a su amado”): “Son mejores que el vino tus amores”. Una mujer enamorada suspira por su amado (o si queréis a su amada): “Grábame como sello en tu corazón, como sello en tu brazo”. ¿Qué es lo sagrado y qué es Dios sino eso? La vida es lo sagrado en todas sus manifestaciones de belleza y de bondad. El mundo es lo sagrado en la energía misteriosa que todo lo une y lo expande. La luna y el monte son lo sagrado. El amor es lo sagrado. El placer de los cuerpos y de las almas es lo sagrado. Y cuando sufrimos, cosa que nos sucede tanto, entonces también somos tierra sagrada que hemos de cuidar y curar. Todo aquí, en este lugar laico, es, pues, sagrado, como vosotros mismos, Igoin e Hilargi. Sois sacramento. Y todo es a la vez muy natural y simple, como vosotros mismos. No hay en el mundo nada más sencillo que decirle a alguien, con toda la convicción y con todos los miedos: “te quiero”. Creo que lo mismo se dirán de noche la luna y la montaña, temblando de emoción. Vosotros os lo diréis enseguida delante de todos nosotros: “Quiero estar siempre junto a ti. Quiero que estés siempre junto a mí. Quiero cuidarte y que tú me cuides siempre. Hemos florecido juntos, y juntos marchitaremos para seguir viviendo juntos, tú en mi corazón y yo en el tuyo eternamente”. “Siempre”. “Eternamente”. Supongo que estas palabras os harán estremecer un poco cuando las digáis. ¿Acaso en nuestras vidas no es todo demasiado inconstante e inseguro como para hablar así? Es verdad, y supongo que vosotros lo sabéis. Pero más al fondo, en lo más hondo de vosotros, Hilargi, Igoin, sabéis también otra cosa, y habéis querido que hoy se proclamara en alta voz: “El amor es más fuerte que la duda, la rutina, el tropiezo y la herida. El amor disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre. El amor no falla nunca. Y es más fuerte que la muerte”. Casi protestaríamos, aduciendo como argumento la sociología y la psicología y la arcilla que somos. Pero aquí estáis hoy vosotros para ratificarlo con vuestra presencia y palabras: “Sí, nuestra arcilla es muy frágil, pero, a pesar de todo, la arcilla quiere amar, y el amor es más fuerte que todo”. Así es, así sea, Igoin e Hilargi. Nos hace bien escucharlo. ¡Gracias! A nosotros todos, dejadnos deciros, desde el fondo del corazón y de todas nuestras dudas: No dejéis nunca de creer en vuestro amor. Asumid su rutina y todas sus flaquezas, pero seguid creyendo en él y cuidadlo cada día. No queráis un amor perfecto y sin conflictos, ni queráis colmaros plenamente el uno al otro. Pero cuidad vuestro amor. Cuidaos. Cuidaos sobre todo en los días difíciles, cuando la luna desaparece y la montaña queda oscura, o cuando la montaña se cubre y la luna se aflige más arriba de las nubes. Que cuando el monte se duerma, la luna lo despierte. Que cuando la luna se inquiete, el monte la calme. Confiad en vuestro amor. No estáis solos. Confiad en la misteriosa Presencia que os envuelve. Escuchad la voz misteriosa que, desde el fondo de vuestro amor, os dice a los dos: “Yo soy la madre, soy el padre, soy la Fuente del amor. Yo soy el Amado, soy la Amada, soy el Amor. Yo amo en vosotros, yo os amo. Yo os conduje en medio de los azares. Yo encendí vuestros primeros ardores. Yo velaré por vuestra llama. Yo disfrutaré vuestros placeres y yo lloraré vuestras lágrimas, hasta consolarlas. Hilargi, Igoin: Yo estaré siempre en vosotros. Vosotros estaréis siempre en Mí”. Joxe Arregi Para orar NO OS OLVIDÉIS LA VIDA Cuando vengáis, no os olvidéis la vida, mantenida caliente entre los brazos. No seáis espectadores. A retazos no la desparraméis por la avenida. Traedla tal cual es, vida vivida: doblegada de viento y de zarpazos arañada; tiesa también con lazos de paz, de amor, de júbilo prendida. Venid sin maquillar. Portad la duda, el desencanto, el grito de protesta. Vestíos de todo aquello que hoy se lleva. Pero llegue vuestra alma bien desnuda, con hambre de banquete, ansia de fiesta, de par en par abierta a vida nueva (Jorge Blajot)
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No es un plural mayestático. El vasco que aprendimos con la leche materna nos enseñó a decirlo así, en plural: “nuestra madre”, “nuestro padre”, aunque uno fuera hijo único; “nuestro hermano”, aunque uno fuera hermano único de su único hermano; “nuestra casa”, aunque uno viviera solo en su casa, sin compañero ni compañera. Las lenguas son más sabias que todas las filosofías y teologías juntas, pues contienen todas las palabras, y en las palabras está todo lo que se puede decir, e incluso lo indecible. El vasco, lengua multimilenaria y en peligro de extinción, sabe que toda madre es madre de muchos. Que todos los hijos son hermanos de todos. Y que todos debieran tener una casa, y que nadie debiera ser desahuciado y puesto en la calle por no poder pagar la hipoteca, y que nadie debiera tampoco pensar que su casa solo es suya. ¿El misterio que llamamos “Dios” no es acaso la comunión universal y la casa común de todas las criaturas? Esas cosas y otras muchas nos enseñaba ya la lengua, sin saberlo nosotros, en el pecho de la madre.
Ella murió el pasado 10 de Agosto, después de haber apurado el cáliz de muchos dolores en tres semanas, tan breves que apenas nos dieron tiempo para hacernos a la idea de que la íbamos a perder, y tan largas, sin embargo, que ella misma y nosotros hubiésemos querido abreviarlas al menos en unos días, y las hubiéramos abreviado de no haberlo impedido algunos prejuicios todavía vigentes. ¡Que nadie invoque el sagrado nombre de Dios para prolongar una vida demasiado dolorosa! Lo que la vida no quiere no lo quiere Dios, pues Dios es La Vida. Era el día de San Lorenzo, un santo popular, al que la leyenda presenta como aragonés, diácono y tesorero en la iglesia de Roma del siglo III; entre los tesoros encomendados a su custodia figuraba, se dice, el Santo Grial, la copa con la que Jesús celebró la cena de despedida, de la que bebió vino alegremente con sus amigos y amigas y que luego se le convirtió en cáliz de soledad y amargura, en contra de su voluntad y de la Dios. San Lorenzo sufrió el martirio, se cuenta también, asado sobre una parrilla, y de ahí que se le represente con una parrilla en una mano y un cáliz en la otra. Así se le representa en el sencillo retablo de la ermita de San Lorente, allí arriba, entre Arroa y Zumaia, a donde llevé a nuestra madre el primer día que, acompañada por varias de sus hijas, vino a ver mi casa, perdón, nuestra casa. ¡Cuánto le gustó la ermita y todo su entorno de montaña y de mar! Ya de antes, no sé por qué, a mí me gustaba ir allí de paseo, solo, los domingos por la tarde, y ahora ya es una cita imprescindible. Allí le rezo a nuestra madre. Allí nos encontramos, al caer la tarde, en la gran Presencia. La Presencia… Pero ¡cuántas ausencias sentimos, Dios mío! ¡Cuánta ausencia, imposible de colmar, siente una madre cuando pierde a un hijo, como perdió nuestra madre hace veinte meses, o a una hija pequeñita de apenas un año, que también perdió hace muchos años pero que nunca se le fue del corazón y de la memoria! Son cosas de madre. ¡Y cuánta ausencia sienten los hijos y las hijas, por crecidos que estén, cuando pierden a su madre! Nada colmará ya ese vacío. Nuestra madre no era la mejor del mundo. Era la nuestra. Y era de una presencia que lo cubría y lo llenaba todo. Como la Presencia del Todo. Como esta ausencia de ahora, hecha de todas las ausencias, ¡y son tantas en el mundo! Era una mujer fuerte, increíblemente fuerte, y falta le hizo en esta vida que, por mucho que digamos, sigue siendo también valle de lágrimas. Era fuerte como la tierra, que todo lo aguanta. Era tan fuerte que, a sus 83 años, después de catorce partos y diecisiete embarazos e infinitos desvelos, tenía el páncreas y el hígado invadidos por el cáncer, pero nadie lo sabíamos, y ella seguía trabajando todo el día, labrando la huerta con su azada, amasando el pan con sus manos y cultivando las flores, ¡cómo le gustaban las flores! Y sin cuidarse apenas, pero cuidándose de todo y de todos, hasta el último detalle. Y así siguió hasta la luna llena, el 15 de Julio, y al día siguiente, madrugando como siempre, todavía amasó y coció en el horno de leña muchas hogazas de pan dorado y tierno, y por la tarde ya no pudo más, y solo entonces lo supimos. Tanta fortaleza, sin embargo, nunca pudo con su ternura. Su ternura, reflejada en una deliciosa sonrisa, era –estoy seguro– el secreto de su fuerza y lo que la hizo tan humana, tan humana. Por eso la echamos tanto de menos, y por eso celebramos su memoria. Con ella, nuestra madre, quiero celebrar la memoria de todas las madres, ¡benditas sean! Y quiero bendecir a todas las hijas e hijos, pues todos somos huérfanos o bien lo seremos. ¡Gracias, ama! A veces todavía no podremos evitar las lágrimas por haberte perdido, perolloraremos sobre todo de gratitud por haberte tenido. Curaremos la herida de tu pérdida con el bálsamo de tu recuerdo. Gracias porque tú nos tuviste. Por habernos hecho, como el pan, en el horno de tus entrañas cálidas, uniendo el aire y el agua, la tierra y el fuego. Por habernos amasado, como el pan, lentamente, tiernamente, en la artesa de la vida, hecha de gozos y dolores. Gracias por haber sido tan sabia siendo casi analfabeta y sin haber leído ningún libro, salvo el gran libro de la Vida, el único importante. Gracias por haber encarnado tan bien aquella máxima que se atribuye a Jesús de Nazaret, el hombre bueno y feliz: “Hay más alegría en dar que en recibir”. Gracias por haber sido tan feliz como fuiste y haberlo sido dando, dándolo todo, escogiendo siempre para ti la peor parte y guardando siempre la mejor parte para los demás, para nosotros. Gracias por haberte ignorado tanto. Por no haberte sentado nunca a la mesa, ni al final, hasta haber servido a todos. Gracias por haber amado tanto la tierra y por haberla cuidado con el mismo mimo que a nosotros. Y por haberle contado sin drama, la azada en la mano y el sudor en la frente, tantos secretos dolorosos que nos guardaste a nosotros. Y por habernos dejado la casa llena de pan y de flores. Y gracias, ama, porque no fuiste perfecta. Porque fuiste de carne y de barro, aunque a veces parecías de otra carne y de otro barro. ¡Gracias por tus defectos y heridas! Siempre te querremos con ellas, como tú nos quisiste con las nuestras. Gracias por las palabras testamentarias que, en tu hora de Getsemaní, aquel bendito y duro sábado 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración, nos dijiste: “Vivid en paz. Tened paciencia”. Nunca lo olvidaremos. También tú, ama, vive en Paz. Descansa ya. Pero no dejes de cuidar en nosotros la llama de tu horno, pues ¿cómo podrías tú descansar sin cuidarnos? José Arregi Para orar Y entonces vio la luz. La luz que entraba por todas las ventanas de su vida. Vio que el dolor precipitó la huida y entendió que la muerte ya no estaba. Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba. Acabar de llorar y hacer preguntas; ver al Amor sin enigmas ni espejos; descansar de vivir en la ternura; tener la paz, la luz, la casa juntas y hallar, dejando los dolores lejos, la Noche-luz tras tanta noche oscura. (José Luis Martín Descalzo) Vuelve el otoño con su belleza dorada, con su paz y melancolía. Yo vuelvo con estos escritos, testigos de dudas, mucho más que de certezas. Pero es el signo de los tiempos complejos que nos toca vivir, y debemos amar este tiempo de tantos peligros, y habitarlo de paz. Amiga lectora, amigo lector: que tengas paz.
¿Has oído hablar del lobo de Gubbio? Es una deliciosa florecilla de Francisco de Asís, aquel hombre de paz que murió un sábado de otoño, el 3 de octubre de 1226, en su querida “Porciúncula”, porcioncita de tierra del valle dorado de Umbría. Hoy quiero honrar su memoria, la de un hombre que fue tan pobre que no tuvo enemigos. Tan pobre que todos fueron para él hermanas y hermanos, incluso el hermano lobo, y perdón por ese “incluso” que está de sobra. En su vida itinerante, como la de Jesús, Francisco moró durante algún tiempo en la ciudad de Gubbio, que guarda todavía hoy su aire medieval. Y cuenta la florecilla que por ese tiempo apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz. Entiéndase: algún terrible malhechor o, simplemente, el bando enemigo en un tiempo de luchas fratricidas. Lo que pasa es que las gentes sencillas que narraron esta historia o esta leyenda –una leyenda es una historia que espera todavía a ser verdadera–, compararon al temible criminal o al bando con un lobo feroz. Como seguimos comparando al degradado con el perro, al carroñero con el buitre, al siniestro con la víbora, al vil con el gusano, al engreído con el gallo, al vanidoso con el pavo, o al feo con el oso y al necio con el burro... Algún día caeremos en la cuenta de que con tales comparaciones no solo ofendemos y herimos a esos pobres animales, sino sobre todo a este pobre animal humano que somos. Y reinventaremos el lenguaje, para mirarnos mejor. Volvamos a Gubbio. Un lobo feroz –algún asesino o alguna banda más feroz que todos los lobos– tenía aterrorizados a todos los habitantes y todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad. Todo eso nos es familiar en nuestras ciudades atemorizadas, en nuestro planeta armado. Las armas no consiguen espantar al terror. Y no es porque falten armas, sino porque aún no hemos descubierto que sobran. Francisco ya lo sabía y, adelantándose a su tiempo y mucho más al nuestro, donde había armas puso compasión. Y compadecido de la pobre gente, pero también del pobre malhechor, salió a buscarlo, desatendiendo los consejos de toda la ciudad. “Hizo la señal de la cruz”, dicen las Florecillas. Es decir, se acordó del crucificado que murió indefenso y perdonando. Se armó únicamente de confianza en Dios, de confianza en sí, de confianza en el criminal. En cuanto el lobo lo divisó, corrió a su encuentro con las fauces abiertas, para devorarlo. Pero entonces Francisco le habló mansamente y le dijo: “Ven aquí, hermano lobo!”. Y, ¡cosa admirable!, el terrible lobo se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de Francisco. Y éste le siguió hablando con su revolucionaria mansedumbre: “Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso. Pero yo sé que tú no eres malo, sino que solo por hambre has hecho el mal que has hecho”. El lobo movía la cola y las orejas, y bajó la cabeza suavemente. Y Francisco le propuso un trato: “Hermano lobo, yo te prometo que la gente de la ciudad te va a proporcionar todo lo que necesitas mientras vivas y que nunca más tendrás hambre. Y tú me prometes a cambio que ya no harás daño a ningún ser humano en el mundo ni a ningún animal. ¿Me lo prometes?”. El lobo inclinaba la cabeza una y otra vez, diciendo que sí. Entonces Francisco le tendió la mano, y el lobo levantó la pata delantera, que es en realidad su mano, y la puso mansamente sobre la mano de Francisco. Luego fueron juntos a la ciudad en el nombre de Dios, como dos buenos amigos, como dos hermanos. La gente del burgo acudió en masa, entre atónita y curiosa. Y Francisco, con aquel pobre porte que tenía, pues no pasaba de un metro cincuenta, y con sus humildes palabras inspiradas, les predicó sobre los terribles daños que nos hacemos los humanos cuando nos miramos los unos a los otros como enemigos y nos tratamos como se tratan los cazadores y los lobos: “Hermanas mías, hermanos míos, ¿no veis que el mundo no puede seguir así? ¿No veis que todas las armas no sirven de nada, ni todos los castigos, que todos los imperios hasta ahora han caído, que seguirán cayendo y que tienen que caer? ¿Acaso no creéis en Dios, que es el Inmenso Corazón bueno en el que habitamos y en el que somos hermanos, el Inmenso Corazón de ternura que habita en nuestro pequeño corazón, tan incierto y temeroso? Mirad mejor, hermanas y hermanos míos. Basta mirar mejor para ser mejores, para llenarlo todo de Dios”. Y con su evangélica y poderosa ingenuidad, hecha de fe irreductible en la bondad, es decir, en Dios, les habló de la santidad de todos los seres, y de que el lobo y la víbora no son malos, y que el gusano es todo menos vil. Y que nadie, por siniestro y malhechor que parezca, lo es en su fondo. Y que el delincuente más feroz y asesino es en verdad un pobre ser humano lleno de necesidades, errores y heridas sin curar. Muchos lloraban de dolor y de consuelo en la hermosa plaza de Gubbio. Otros hacían ademanes escépticos, como diciendo: “Ya, ya…”. Algunos, sobre todo entre los principales del burgo, se rebelaron: “Francesco, estás hablando como el hijo de papá que eres y que nunca has tenido que luchar para ganarte la vida. Este mundo no se arregla sino con la ley en la mano y el castigo de los delitos. El bosque sigue estando lleno de lobos feroces y más vale prevenir que lamentar”. Francisco calló, indeciso y triste. Y se dijo: “Si yo me encontrara en el lugar del malhechor, yo sería el peor malhechor”. Sintió ganas de gritarles: “¡Y vosotros también, hermanos! Creéis acaso que el orden del emperador al que servís es más justo que el orden que reina en el bosque?”. Pero se contuvo. A punto estuvo, sin embargo, de preguntarles sencillamente: “Decidme, hermanos, ¿pensáis que alguna vez los malos se convertirán en buenos mientras tengan enemigos y sean perseguidos?”. Pero también se calló. Y miró al lobo, que le miraba con ojos muy vivos y mansos, como dos torrentes de paz. |
Jose Arregui
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Abril 2021
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