Fin del mundo o Parusía: he ahí la alternativa. Pero dicho así suena muy extraño, lo reconozco. Ya nadie pierde el sueño por un improbable “fin del mundo”, aunque siempre queda por ahí gente interesada en conjunciones de astros y predicciones de Nostradamus, pero nadie se molesta ni siquiera en refutarles. En cuanto a la “Parusía”, ¿quién sabe lo que significa? Pero creo que no está de más reflexionar sobre esos viejos términos del vocabulario y del imaginario cristiano tradicional.
Bien entendidos, nos hablan de aquello que nos inquieta y alienta a todos los seres humanos, sean cuales fueren la lengua y las creencias. Esas imágenes y términos vuelven a hacerse especialmente presentes al final y al comienzo de nuestro año litúrgico. Aclaro de paso que el año litúrgico cristiano no empieza el 1 de enero, como el año civil, sino el primer domingo de Adviento, que viene a ser el cuarto antes de Navidad, es decir, el pasado domingo 28 de noviembre. Todos los calendarios han sido siempre bastante enredados, menos enredados, sin embargo, que la vida, y mucho más enredados que las órbitas del sol y de la luna, señor y señora del tiempo en la Tierra. Y, justamente, todos los calendarios, civiles o religiosos –¡qué más les da al sol y a la luna!–, han querido ofrecer pautas y guías para orientarse en la vida, para sostener el mundo en pie por la siembra y la cosecha, por el pan y la palabra, por la faena y la fiesta. Pues bien, los cristianos abrimos el año litúrgico con un tiempo que llamamos Adviento, que viene de Adventus y significa lo mismo que el término griego Parusía. Antiguamente, designaba la venida o la visita del emperador. Los emperadores rara vez se hacían ver, pues aquel a quien se ve y se oye a menudo pierde pronto su halo divino (es lo malo que tiene, por ejemplo, que el papa viaje mucho y aparezca en la televisión; es lo peor para aquellos que quieren que el papa siga siendo emperador divino). Y cuando, acaso una vez en la vida, los habitantes de una ciudad (nunca de una pobre aldea campesina) iban a recibir la solemnísima visita del emperador, lo esperaban y lo celebraban con fervor, y luego todo seguía igual o peor Aunque las palabras nos traicionan, los cristianos no esperamos la venida de ningún emperador. De ningún emperador esperamos nada, hasta que deje de serlo. Esperamos a Jesús, el condenado por el emperador y su prefecto. Lo condenaron porque dijo: “¿Quién es el emperador? El no manda sobre nosotros, por mucho que oprima a los pobres campesinos, a los pobres artesanos y pescadores de Galilea. El poder solo es de Dios, pero el poder de Dios, sabedlo bien, es lo contrario de todos los poderes: es indigente como un gran amigo, es vulnerable y frágil como una enamorada, pero ahí reside su poder liberador; el poder de Dios solo es liberador, y todo poder que no libera no viene de Dios y no merece obediencia”. Así habló y se condujo Jesús, y por eso le colgaron. Pero sus discípulas y discípulos dijeron: “Dios estaba con el crucificado y el crucificado está con Dios en el cielo. Y de allí vendrá cuando Dios lo vuelva a enviar en el tiempo de la consolación, de la restauración universal”. A eso llamaron y seguimos llamando Parusía de Jesús, y le rezaron y le seguimos rezando en arameo: Marana tha! (“Ven, Señor!”). Claro, es una forma de hablar, un lenguaje metafórico, como toda teología. La Parusía no es el retorno del que se fue (¿a dónde se fue?), no es la venida del que no está (¿dónde está? ¿de dónde viene?), no es (ni será) un hecho empírico y observable como tal en el espacio y en el tiempo (¿qué ojo o qué aparato pueden observar al “resucitado” o a Dios?). La Parusía es la cercanía de Dios que consuela y restaura. La Parusía no es la venida futura de Jesús como Cristo majestuoso de lo alto de los cielos, sino su presencia plena en el corazón de la vida y del mundo, en ti. Confía en que Dios está con todos los crucificados, como lo estuvo Jesús; confía en que Jesús está contigo, porque está en Dios. Y grita desde el fondo de tu ser: Marana tha. Pero hazlo de tal forma que, al rezarle, lo hagas presente o te des cuenta de que lo está, porque para eso es la oración, no para que Dios venga y obre, sino para mejor encarnar su presencia. Y para eso celebramos los cristianos el Adviento: no para ponernos a la espera de algo que vaya a suceder, sino para hacer que suceda lo que esperamos. Celebramos el Adviento para esperar como Jesús, más que para esperar a Jesús: nuestra auténtica esperanza de Adviento consiste en realizar más plenamente el Adviento, la Parusía, la cercanía sanadora de Jesús, en hacer que aparezca y crezca la presencia oculta y aún fragmentaria de Dios, la consolación de los afligidos, la liberación de todas las criaturas oprimidas, la restauración del mundo. No esperamos el fin del mundo, sino su restauración. Es probable que Jesús, siguiendo el género apocalíptico de aquella época, esperara literalmente el fin del mundo, es decir, la destrucción de la Tierra por un cataclismo cósmico. Luego los cristianos asociaron la Parusía con ese fin del mundo y el juicio universal y la separación eterna de los buenos y de los malos, todo ello suficiente para hace temblar incluso a los mejores. Además, los cristianos se fueron sintiendo cada vez más cómodos en el imperio romano o en otros imperios: el mundo estaba bien como estaba, y más valía que no llegara la Parusía con el fin del mundo. Ambas razones –el miedo al juicio y la cómoda instalación en el mundo imperial– hicieron que muy pronto los cristianos dejaran de desear la Parusía y que, en vez de rezar para que llegara (Marana tha!), empezaron a rezar para que no llegara. “Si no llega el fin del mundo, es gracias a los cristianos”, decían. Pero ¿qué significa “fin del mundo”? No se trata del fin del cosmos. Es muy incierto que alguna vez se vaya a producir el fin físico del universo cósmico. Este pequeño planeta nuestro verde y azul sí, ciertamente desaparecerá: dentro de 4 ó 5 mil millones de años, el sol habrá consumido el hidrógeno y, convertido en una gigante roja, engullirá la Tierra. Pero el mundo seguirá. Y tal vez el tiempo, al igual que el espacio cósmico, sea “infinito”, sin comienzo ni fin determinados. Los físicos dudan acerca de si el universo acabará o no volatilizado dentro de una cantidad de años equivalente aproximadamente a 10 elevado a la ciento veinteava potencia. De ese fin cósmico del mundo sólo saben los físicos, y apenas si saben algo. Pero no es ese fin el que Jesús anunciaba y deseaba. Jesús anunció, deseó y promovió el fin del mundo cruel e inhumano del Imperio y de Mamón (y también del Templo). Y proclamó, encarnó y anticipó un mundo nuevo en este mundo, el mundo bueno y bello de Dios y de todos los seres en la Tierra y en el cosmos. Es el fin del mundo inhumano y la Parusía de Dios en la nueva creación: he ahí la más bella tarea de nuestra esperanza. La otra alternativa es muy triste y posible, y ya está en marcha. Es es el tercer sentido de la expresión” fin del mundo”: el fin de un mundo habitable, y tiene infinitos nombres, por ejemplo: Haiti, Palestina, Sahara, Somalia, Congo… Una de dos: o seguimos destruyendo el mundo como morada de Dios y de todas las criaturas, o damos cuerpo a la Parusía de la nueva creación, la Parusía de la humanidad de Dios en la carne de Jesús, nuestra carne, la carne del mundo. José Arregi ¿QUIÉN? ¿Quién escucha a quién cuando hay silencio? ¿Quién empuja a quién, si uno no anda? ¿Quién recibe más al darse un beso? ¿Quién nos puede dar lo que nos falta?. ¿Quién enseña a quién a ser sincero? ¿Quién se acerca a quién nos da la espalda? ¿Quién cuida de aquello que no es nuestro? ¿Quién devuelve a quién la confianza? ¿Quién libera a quién del sufrimiento? ¿Quién acoge a quién en esta casa? ¿Quién llena de luz cada momento? ¿Quién le da sentido a la Palabra?. ¿Quién pinta de azul el Universo? ¿Quién con su paciencia nos abraza? ¿Quién quiere sumarse a lo pequeño? ¿Quién mantiene intacta la Esperanza? ¿Quién está más próximo a lo eterno: el que pisa firme o el que no alcanza? ¿Quién se adentra al barrio más incierto y tiende una mano a sus “crianzas”?. ¿Quién elige a quién de compañero? ¿Quién sostiene a quién no tiene nada? ¿Quién se siente unido a lo imperfecto? ¿Quién no necesita de unas alas? ¿Quién libera a quién del sufrimiento? ¿Quién acoge a quién en esta casa? ¿Quién llena de luz cada momento? ¿Quién le da sentido a la Palabra?. ¿Quién pinta de azul el Universo? ¿Quién con su paciencia nos abraza? ¿Quién quiere sumarse a lo pequeño? ¿Quién mantiene intacta la Esperanza? (Letra y música: Luis Guitarra)
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En esta tarde húmeda y fría de diciembre, me disponía a escribir algunas reflexiones sobre la fiesta católica de la Inmaculada Concepción, cuando he visto que la jovenmadre y la niña pequeña, como todos los días a esta hora, venían por el puente de Arroa hacia este bloque, bien abrigadas y cogidas de la mano, mientras el bobtail lanudo y bonachón correteaba feliz a su alrededor. “He ahí toda la bondad del mundo –me he dicho–. He ahí la luz y el calor. He ahí el paraíso original, anterior a todas las ideas y a todas las perfidias ”.
No he podido resistirme a esta epifanía, y he bajado a saludarles y conocerles. La niña se llama Naira, que, según me explica su madre proviene de los guanches, antiguos habitantes de Canarias, y significa “La que es maravillosa” o también “La de ojos grandes”. (¡Oh!, ¿quién inventó este nombre y todos los nombres? ¿Cómo no figuran sus nombres por delante de los inventores de la rueda, la máquina de vapor y el móvil?). También Naira ha empezado a aprender nombres; mirándome con sus pequeños ojos negros llenos de luz, señala con el dedo al perro y me dice como si fuera la mayor revelación: “¡Aila!”. El perro se llama “¡Aila!”, y ya era de la familia mucho antes de que llegara Naira. ¿Cómo llegaste tú, Naira, con esa luz maravillosa en tus ojitos negros? ¿De qué paraíso terrenal o celestial has venido? Y este mundo que estás descubriendo con esa luz del paraíso aún encendida, ¿qué nos dices de este mundo? ¿Qué sientes cuando lloras y te abrazan dulcemente esos brazos que te llevan? ¿Crees que alguna vez serán enjugadas todas las lágrimas amargas? Esas dudas nos afligen a los mayores, a veces terriblemente, y necesitamos mirarte. Déjanos mirarte, Naira, para mirarnos mejor en tus ojos. Déjanos mirarte para reanimar nuestra fe vacilante y para comprenderla mejor, y para decirla hoy como por vez primera con palabras nuevas, como tú. Supongo, sin ninguna razón concreta, que no estás bautizada, y esta suposición hoy natural me lleva a considerar la fiesta de la Inmaculada Concepción a la luz de tus ojos. Por no estar bautizada, muchos cristianos todavía hoy, incluso aquí en Arroa, te dirían: “¡Qué lástima, Naira, y qué horror! Has nacido en la culpa, y aún eres culpable. No habita en ti la gracia de Dios, sino el pecado de Adán y de Eva, el pecado original por el que fueron expulsados del paraíso, aquella terrible desobediencia que trajo a este mundo la concupiscencia, el dolor y la muerte, aquella horrible culpa que tus padres te transmitieron al engendrarte con su feo amor de carne”. Tal vez los estás oyendo con tu secreto oído más agudo que el de Aila, y tu pequeño corazón se estremece. No se lo tomes a mal, Naira. No te lo dicen porque te miren mal o porque te quieran menos, sino simplemente porque así les enseñaron. Nos lo enseñó hace mucho tiempo un hombre de extraordinaria inteligencia, sensibilidad y elocuencia, que arrancaba aplausos en sus bellas y profundas homilías. Se llamaba Agustín, y antes de ser bautizado a sus 33 años, había vivido con una mujer con la que tuvo un hijo llamado “Adeodato”, es decir, “dado por Dios”, como tú. Pero luego pensó que el amor puro no ha de ser carnal, y despidió a su pobre compañera y se quedó con el hijo, y luchó denodadamente hasta la muerte contra todos los sentidos y deseos corporales. Pues bien, él fue el que inventó la idea del “pecado original” como luego se ha entendido y como hoy todavía, después de los 1600 años que han pasado, muchos siguen entendiendo, incluso en Arroa: un terrible pecado de Adán y Eva (más de Eva que de Adán, a decir verdad) que debió de enfadar muchísimo a Dios y cuya culpa y castigo hemos heredado todos sus descendientes. La ira y el castigo de Dios para quien no está bautizado. ¡Perdón, Naira, por hablar así de ti! Dios ya nos perdona por hablar tan mal de Él. En realidad, San Agustín llegó a esa siniestra idea sobre ti y sobre Dios por saber poco griego, y por haber traducido erróneamente una inocente palabra de San Pablo en la carta a los romanos (5,12), ephautó, que no quiere decir “en él”, como pensaba Agustín, sino “puesto que”, como traducen hoy todos. San Agustín pensó que nosotros seguimos sufriendo porque pecamos “en él” (en Adán, o Eva), es decir, porque heredamos su culpa, pero Pablo quería decir que seguimos sufriendo “puesto que” seguimos “pecando”, es decir, haciendo daño, igual que Adán y Eva. Corregido el malentendido gramatical, nos correspondería corregir el dogma, pero a la Iglesia le cuesta demasiado reconocer errores (es su particular pecado original). ¡Perdón, Naira! Esta clase de teología no es para ti, que no la necesitas, sino para nosotros, que fácilmente nos enredamos con nombres y palabras. Si te he contado todo eso es para decirte de todo corazón que tú eres “inmaculada”, y para que también comprendas mejor por qué hemos entendido tan mal esas dos bellas palabras: “Inmaculada Concepción ”. Las inventaron los cristianos porque no se resignaban a que la suerte humana fuese tan desgraciada, y se dijeron: “Ha habido una mujer, María de Nazaret, que ha nacido sin mancha de pecado original, y de ella nació Jesús, luego de ella hemos nacido todos, luego todos hemos nacido inmaculados como ella. Al igual que María, todos estamos llenos de la gracia de Dios, porque Dios nos mira a todos con infinitos ojos de gracia y de ternura infinita”. Al decir “Inmaculada Concepción”, los cristianos quisieron decir: “También tú, Naira, bautizada o no, eres inmaculada. Pronto conocerás el error, la envidia, el miedo, y todas sus desgracias, pero eres llena de la gracia, el favor, la ternura de Dios. Y también tu madre, y tu padre, y todas las madres y todos los padres y todos los hijos de padre y madre, y también Aila, todos están llenos de gracia como María, porque Dios es gracia y sus ojos no saben mirar de otra manera”. Lo que pasa es que luego hubo muchos cristianos (varones, célibes en general y clérigos) que insistieron en que Inmaculada sólo fue María, y le pintaron como ángel descarnado sin sexo ni ardores ni conflictos ni mancilla, como criatura sumisa y recatada sin impulso ni pasión ni independencia. Pero no era María de quien hablaban, sino de sus fantasmas y, para conjurarlas, necesitaban decir a la mujer, a todas las mujeres: “Vosotras no sois como María, vuestra madre es Eva, vosotras sois como Eva la culpable, vuestra sangre está manchada, vosotras sois carne peligrosa y tentadora”. Y muchos varones clérigos y célibes hablaron así porque deseaban y a la vez temían mucho a la mujer real, a la mujer de espíritu y de carne, a la mujer amiga y hermana, a la mujer independiente, a la mujer verdadera con su encanto y sus heridas. Así ha sido la historia de la Inmaculada Concepción. Naira, a mí gustaría contarte otro día otra historia muy distinta de María o de Myriam, aquella mujer de Nazaret, una mujer como todas que tuvo que ser extraordinaria porque de su carne sagrada y sufrida nació Jesús. Hoy quiero decirte con todas las cristianas y cristianos las palabras de aquel ángel: “¡Dios te salve, Naira! Llena eres de gracia, el Señor está contigo. A pesar de todo lo que ya padeces y que pronto sabrás decir, tú eres Inmaculada, tú eres bendita. Prométenos que nos vas a llevar a ese paraíso que llevas dibujado en tus ojillos negros llenos de luz”. José Arregi Para orar. LA VISITACIÓN El tardío precoz hijo convoca al cumplimiento de las profecías, y el selo de Isabel se hace boca junto a la muda fe de Zacarías. Virgen y madre, sierva y libertaria, la más mujer de todas las mujeres, tú has puesto el cielo en la ración diaria de nuestras amarguras y placeres. Azoras la montaña de Judá, grávida de caminos, que no sabe que en tus andares El Camino va Y cómo será humano ir en pos de esa ternura que en tu vientre cabe, feto de sueño y sangre, nuestro Dios (Pedro Casaldáliga) “Si no hubiera profetas en el mundo, el mundo quedaría ciego”, dijo hace unos días Benjamín Forcano en Vitoria-Gasteiz, en la presentación de un magnífico libro, concebido y dirigido por él: Pedro Casaldáliga. Las causas que dan sentido a su vida. El retrato de una personalidad (Ed. Nueva Utopía). Forcano es un recio teólogo aragonés, expulsado en su día de la Congregación Claretiana y desde entonces sacerdote secular acogido por Casaldáliga bajo su jurisdicción episcopal “a distancia”. Pero hoy quiero hablar de Casaldáliga profeta.
¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos profetas?Quedaríamos privados de luz y de vigías para atisbar el futuro, el futuro probable que nos amenaza y el futuro alternativo que hemos de construir. Quedaríamos mudos, sin poder pronunciar verazmente el presente que padece la gran mayoría ni proferir eficazmente el porvenir que está en nuestras manos. Quedaríamos terriblemente desamparados: ¿quién nos haría saber que en nuestras muchas desgracias estamos acompañados, que unas Grandes Manos sostienen la Tierra y el cosmos como a una niña pequeña y frágil, que cuando nos sentimos caídos estamos en pie, que cada noche podemos dormir tranquilos porque hay Gracia en todo y todo está bien a pesar de todo, que cada mañana podemos emprender de nuevo la jornada porque la Gracia está a nuestro cuidado y nosotros somos el Creador y el Alfarero? Si no hay profetas, ¿quién hablará al corazón de los humildes de la tierra para confortarlos? ¿Quién sacudirá la conciencia de los cínicos y de los opresores, hasta que les pene la conciencia por hacer el daño que hacen y el pesar les cure y la esperanza les transforme, hasta que descubran la alegría de sentirse y de ser hermanas y hermanos, hasta que se repita la historia de Zaqueo el publicano de Jericó? “Surgió un profeta”, repite la Biblia. Siempre ha habido profetas, y cada vez que se alzaban la historia recobraba aliento. El Espíritu de la luz y del consuelo, el Espíritu de la bondad y de la libertad sigue aleteando sobre las aguas, fecundándolas e incubándolas, reordenando el caos, recreando el mundo. Siempre ha habido profetas, salvadores de la Tierra, antes y después de la Biblia, antes y después de todas las fronteras, en todos los tiempos, en todos los pueblos, en todas las culturas, y también en todas las religiones, gracias a la religión y a pesar de ella. Surgió un profeta en Sâo Felix de Araguaia, en el Estado de Mato Grosso, en la verde y martirizada Amazonía brasileña: Pedro Casaldáliga. Era claretiano catalán, e iba dispuesto a no mirar atrás, sino solo adelante, una vez empuñado el arado para arar la tierra y sembrar el Reino. Nunca ha vuelto a su país desde aquel 1968 en que se fue. Y no por ningún principio ideológico, sino por esa voluntad tan suya de ser coherente hasta el fin y de darse enteramente, sin radicalismo pero con radicalidad, y con alguna pizca de esa terquedad amable que los brasileños llaman “teimosía”. Evangélica terquedad de Jesús. Pedro, o Pere, se ha quedado allí desde que se fue, porque quería ser verbo encarnado y liberador a orillas del Araguaia, como los tapirapés, a quienes evangelizó y por quienes, sobre todo, se hizo evangelizar. Se ha hecho uno de ellos en cuerpo y en alma, en comida y ropa (tres camisas y dos pantalones, ni uno más, como los indios) y, claro está, también en los viajes. Ha imitado a sor Genoveva, una mujer “hermanita de Jesús” de Charles de Foucauld, que había decidido antes que él vivir con los indígenas y ser como ellos; ella le inició en la profecía, enseñándole a descubrir la Palabra hecha carne y mente y vida, incluso religión, entre los tapirapés y todos los indígenas. Cuando, muy a su pesar, fue nombrado obispo (en 1971), siguió viviendo y vistiendo y profetizando como antes. Y allí se quedó cuando se jubiló (en 2005), con la fe y la lucha de siempre: la tierra y los indígenas. Y allí sigue hoy, prácticamente recluido en casa a causa del “hermano Parkinson”, pero sin perder en absoluto la luz de la mente, la llama del corazón, la chispa de la palabra. Profeta en pie hasta el fin, o hasta el principio final que llegará cuando llegue. Como todos los profetas, Casaldáliga tiene el corazón lleno de santa compasión y de sagrada ira: la compasión hasta la ira, la ira desde la compasión. Así fue Jesús, compasivo y subversivo, desde el monte de las Bienaventuranzas hasta el monte del Calvario, desde las aldeas miserables de Galilea hasta el suntuoso Templo de Jerusalén. Una vez, mientras acompañaba a peones que talaban árboles de la selva amazónica bajo la pistola de los hacendados, con su navaja y el corazón ardiente escribió Casaldáliga sobre una hoja de palmera silvestre: “Somos un pueblo de gente, / somos el Pueblo de Dios. / Queremos tierra en la tierra, ya tendremos tierra en los cielos”. Una nueva tierra que él imagina como “un plato / gigantesco / de arroz,/ un pan inmenso y nuestro, / para el hambre de todos”. Una tierra sin males, una tierra sin hambre. Es el sueño de Dios para la tierra y el cielo. “Todo es relativo menos Dios y el hambre”, declaró Casaldáliga en uno de sus geniales aforismos que debiera figurar en la cabecera de todos nuestros libros de teología, encíclicas y rituales. No dan gloria a Dios nuestras palabras, dogmas y cultos, como no han cesado de gritar los profetas ante reyes y sacerdotes. No crece Dios porque se llene los templos de incienso y de fieles, ¡bendito incienso y benditos fieles! Sólo crece Dios cuando se llenan de pan todas las mesas, ¡bendito todo pan y benditas todas las mesas! Tierra libre y pan sabroso fueron el sueño de Jesús. Pere Casaldáliga se ha rebelado y ha gritado contra todos los poderes económicos y políticos responsables directos de la miseria en el mundo, y contra todas las estructuras religiosas que pactan con ellos por acción u omisión. Casaldáliga es una rara especie de obispo y profeta subversivo, para gloria de Dios en la tierra y salvación del planeta. (Y para honra y credibilidad de la Iglesia, tan necesitada). “Me llaman subversivo / y yo les diré: lo soy,/ por mi pueblo en lucha, vivo./ Con mi pueblo en marcha, voy”. Hasta el ritmo de las palabras es profético y subversivo, un ritmo de marcha esforzada y alegre al son del Evangelio, al son de las Bienaventuranzas para los pobres, al son de las maldiciones contra la riqueza (“a favor de los ricos, pero contra su riqueza, sus privilegios, su posibilidad de explotar, dominar y excluir”; “a favor de la propiedad privada, pero en contra de la propiedad privadora”). Y remacha: “Creo que hoy solo se puede vivir sublevadamente. Y creo que sólo se puede ser cristiano siendo revolucionario, porque ya no basta con pretender ‘reformar’ el mundo”. Y explica por qué: “el Evangelio es la subversión de los intereses, porque es la demolición de los ídolos”. El acomodo y/o la cobardía le sublevan: “Yo me rebelo contra los tres mandamientos del neocapitalismo, que son: votar, callar y ver la televisión”. He ahí el profeta de ojos iluminados, de oídos atentos, de corazón apasionado, de labios inspirados, enamorado de Jesús y airado por la injusticia hasta el arrebato. He ahí el profeta libre, hijo de la Libertad del Espíritu o de la Ruah. Una vez escribió: “Si me bautizas otra vez, ponme por nombre Pedro Libertad”. José Arregi Para orar. “Yo me atengo a lo dicho” Yo me atengo a lo dicho: La justicia, a pesar de la ley y la costumbre, a pesar del dinero y la limosna. La humildad, Para ser yo, verdadero. La libertad, para ser hombre. Y la pobreza, para ser libre. La fe, cristiana, para andar de noche, y, sobre todo, para andar de día. Y, en todo caso, hermanos, Yo me atengo a lo dicho: ¡La Esperanza! (Pedro Casaldáliga) Cierto, la democracia está muy lejos de ser una cuestión resuelta en nuestra sociedad sedicente democrática (que lo digan los inmigrantes, aun con papeles; que lo digan los parados, aun con subsidio; que lo digan las mujeres, aun con leyes de igualdad; que lo digan los “diferentes”, aun con reconocimiento jurídico). Pero al menos parece que nadie discute los grandes principios. En la Iglesia católica, en cambio, no estamos de acuerdo ni sobre los criterios básicos. Sigue sin ser democrática y sin convencerse de que deba serlo, cuando la sociedad lo es o al menos piensa que debe serlo.
Con un siglo de retraso sobre la sociedad civil, a finales del s. XIX (con León XIII) y comienzos del s. XX (con Pío X y Pío XI), la Iglesia católica empezó a asumir tímidamente y con grandes reticencias que “los que han de gobernar el Estado pueden ser elegidos en determinados casos por la voluntad y el juicio de la multitud”. Pueden ser elegidos en determinados casos. No es lo normal ni siquiera lo deseable en general que la “multitud” elija a sus gobernantes. Muy poquito antes, en 1864, Pío IX había publicado el famoso “Syllabus” (o resumen) de los 80 errores principales de la modernidad. Entre los errores severamente condenados están algunos fundamentos básicos de la democracia: la libertad de opinión, de expresión y de prensa, la libertad de conciencia y de culto, la separación de la Iglesia y del Estado… Poco después, el papado perdió los Estados Pontificios y, en el Concilio Vaticano I (1870), reaccionó definiendo el dogma de la infalibilidad del papa y proclamándose éste como garante último y dueño absoluto de la Verdad. Era un mecanismo de defensa, un gesto de resistencia desesperada, como aquella de Pedro en el huerto de Getsemaní cuando sacó la espada (Jn 18,11; Lc 22,38). Pedro, incapaz de escuchar a su maestro que tantas veces le había dicho: “¿Por qué temes, hombre de poca fe?”. Esta pretensión de verdad absoluta –señal inequívoca de inseguridad y desconfianza– es el gran obstáculo que tiene la institución católica para ser realmente democrática. Quien cree poseer toda la verdad no tiene por qué buscarla con otros, ni recibirla de los demás; fácilmente pasa a querer imponerla a todos. Estaría muy bien que un día se levantara el papa, relajado y lleno de Espíritu Santo, y pregonara urbi et orbi desde los balcones del Vaticano: “Confieso la encarnación. Jesús fue humanamente limitado, y mucho más lo soy yo. Errar es humano, y reconocerlo nos hace humanos. La verdad y el bien son democráticos, pues Dios los repartió por todo el orbe desde que el espíritu empezó a aletear sobre las aguas. Hermanas, hermanos, se acabó la infalibilidad. Mis predecesores se han equivocado y yo me puedo equivocar como hombre que soy. Seamos humanos, busquemos juntos y juntos encarnemos a Dios, como Jesús”. Difícilmente habrá democracia en la Iglesia mientras no se reconozca que nadie en el mundo –ni todos juntos en la historia– podemos conocer la Verdad, que la Verdad es Dios y Dios es no es de nadie, porque es Misterio y Ternura que habita en todos los seres y todos los seres habitan en El/Ella. Aceptar que nadie posee la verdad y el bien lleva a renunciar definitivamente a la usurpación del poder. El poder absoluto en manos de quien se cree en posesión de la verdad y del bien es algo terrible; siempre acaba arruinando lo más humano, lo más divino. Pues bien, poder absoluto es lo que detenta o se arroga la jerarquía católica, más propiamente su cabeza, el papa. El mencionado Concilio Vaticano afirma que “la iglesia romana, por disposición del Señor, detenta el primado de la potestad ordinaria sobre todas las demás” y que, “frente a él los pastores y fieles de todo rito y rango –tanto cada individuo en particular como todos a la vez– están obligados a una sumisión jerárquica y obediencia verdadera, no sólo en cuestiones de fe y costumbres, sino también en aquellas que afectan a la disciplina y dirección de la Iglesia extendida por todo el mundo". Huelgan comentarios. No habrá democracia en la Iglesia católica mientras no se anule teológica y jurídicamente la ideología vaticana del poder absoluto. No habrá democracia en la Iglesia mientras en ella no se aplique, como condición mínima, la división de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial; que no sea el mismo quien haga las leyes, quien las ejecute y quien de acuerdo a ellas juzgue la conducta de la gente. Es el requisito elemental de un régimen democrático, y es evidente que en la Iglesia no se da. En ésta, el papa es el que dicta las doctrinas y las leyes, el que las aplica y exige que se guarden, y el que juzga quién las cumple y quién no, quién es fiel y quién hereje. Es la persistencia anacrónica y antievangélica del más puro y arbitrario sistema feudal. Es la prolongación de aquella teología imperial que se impuso después de Constantino: “Un solo Dios, un solo Cristo, un solo emperador”. Dios en la cúspide como un emperador cósmico. Y cuando el emperador se enfrentó al papa o cuando, con el tiempo, el sistema imperial fue derrocado por el sentido común y por el Espíritu defensor de la vida, entonces el papa sustituyó al emperador: “Un solo Dios, un solo Logos, un solo papa”. En ésas estamos aún y en ésas seguiremos mientras no se revise el sistema de elección del papa y de todos los obispos y de todos los ministros de las comunidades cristianas. He ahí la llave. No habrá democracia en la Iglesia mientras el actual sistema jerárquico piramidal no sea reemplazado por un sistema horizontal comunitario, mientras las comunidades no elijan a sus curas y obispos, mientras la Iglesia católica no sea –como el nombre indica– una comunidad universal de Iglesias libres que, si pareciera necesario, podría elegir un “papa” con ese nombre u otro y fijar la residencia en Roma o en otro lugar cualquiera, pero sin Estado y sin nuncios. Y no estoy inventando nada, aunque también deberíamos poder inventar, como todo lo que vive. En realidad, así funcionó la Iglesia durante los quiñientos primeros años, y la figura actual del papa plenipotenciario no existió en los mil primeros años de la cristiandad, y el nombramiento de los obispos por el papa no se implantó hasta casi mil cuatrocientos años después de Jesús. Y hasta el mismo papa actual, Benedicto XVI, cuando era profesor de teología, escribió en su libro El nuevo pueblo de Dios: “La crítica de las manifestaciones papales será posible y necesaria en la medida en que les falte la cobertura de la Escritura y del credo o fe de la Iglesia universal. Donde no se da unanimidad de la Iglesia universal ni un claro testimonio de las fuentes, no es tampoco posible una decisión obligatoria; si se diera formalmente, faltarían sus condiciones y habría por tanto, que plantearse la cuestión de su legitimidad”. Está en las pp. 162-163. Ni siquiera es necesario saber teología ni conocer la historia. Basta conocer el Evangelio y a Jesús que dice: “Los reyes de las naciones ejercen su dominio sobre ellas. Pero no sea así entre vosotros”. Y también: “A nadie llaméis padre ni señor ni maestro”. Cuanto más democrática fuera la Iglesia, más Iglesia de Jesús sería, y más sacramento de Dios en quien no hay dominio, sino diferencia, relación, respeto. Y confianza infinita, infinito respiro. PD. Acaba de aparecer el libro Las cartas de José Arregi, publicado por Ediciones Feadulta.com. Recoge 40 cartas semanales de años pasados, 6 de ellas inéditas, escritas en los “días de silencio”. Perdona la autopublicidad. Puedes pedirlo por Internet: la edición en papel (12 €) pinchando aquí (o a través de www.readontime.com) la edición electrónica (6 €) pinchando aquí (o a través de www.todoebook.com) O directamente en info@feadulta.com Para orar. Oración por la Iglesia Dios mío, tengo que orar por la Iglesia. Mi fe puede vivir únicamente en la comunidad de aquellos que constituyen la santa Iglesia de Jesús. Por eso (junto a otras muchas cosas) es indispensable para mi salvación que ella pueda ser también la patria y fundamento de mi fe. Por esa razón, sin embargo, me es lícito decir que mis hermanas y hermanos en esta Iglesia con frecuencia constituyen una tentación cuando me pongo a orar. ¡Qué aburridos, viejos, preocupados por el prestigio de la institución…! ¡qué miopes y dominantes me parecen con frecuencia los dignatarios en esta Iglesia…! ¡qué conservadores y clericales, en el mal sentido de la palabra…!. Cuando, llenos de unción y penetración, se disponen a exhibir su buena voluntad y su generosidad, entonces lo ponen peor. Casi nunca oigo que confiesen públicamente y claramente sus fallos y desaciertos. Desean que creamos hoy en su infalibilidad y que olvidemos las equivocaciones y omisiones capitales que cometieron ayer. Frecuentemente caen en santa indignación con respecto a determinados hechos. Pero percibo con menos claridad su santa cólera acerca de un orden social que constituye la causa última de los mismos. Moralizan mucho, pero apenas resuena nada del torbellino de alegría que estalla del espíritu y del corazón de todos ante el mensaje de TU gracia, en la que te nos comunicas TU mismo. Y lo cierto es que su sermón moral tendría muchas más posibilidades de ser escuchado si fuera como una observación de pasada en esta alabanza de tu gloriosa gracia, plenitud de vida que TU quieres comunicarnos. Es legítimo cantar himnos en la santa Iglesia. A lo largo de todos los tiempos ella confiesa tu gracia y que TU eres indeciblemente más excelso que todo lo que puede ser pensado fuera de TI. Y por eso existirá hasta el fin de los tiempos, aun cuando espero el Reino de Dios, que supera incluso la Iglesia. Pero también la lamentación un poco amarga y la súplica por la misericordia de Dios para con la Iglesia constituyen un elogio de esta Iglesia y de TU misericordia. (Karl Rahner) |
Jose Arregui
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Abril 2021
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