De vuelta de la India, quiero hablaros de sus dioses y de su único Dios. “Mal empiezas –me dirá alguien–. ¿En qué quedas: Dios o dioses, monoteísmo o politeísmo?”. Pues bien, ni lo uno ni lo otro. Sería meter a Dios en nuestra aritmética, y la India nos enseña, entre otras muchas cosas, a creer en el Misterio de Dios más allá del número, las formas y los nombres.
Toynbee, el famoso historiador de las civilizaciones, conversaba en 1963 con su hijo, que de pronto le preguntó: "¿Crees en Dios?". Toynbee contestó: "Creo en Dios si las creencias hindúes o chinas están incluidas en la creencia en Dios. Pero me parece que los cristianos, judíos y musulmanes, en su mayoría, no admitirían esto y dirían que no es una genuina creencia en Dios". A la vuelta de la India, me gustaría decirle a Toynbee, si pudiera: “Cree en paz, hermano. Las creencias hindúes o chinas, cristianas, judías o musulmanas, son lo de menos. Cree, como el Oriente te enseña, en el Misterio sin nombre más allá de todas las creencias, conceptos y cifras. Sumérgete y confía, sabio hermano de tantas civilizaciones”. En un viejo Upanishad de hace 2.500 años, un discípulo pregunta a su maestro: “¿Cuantos dioses hay, Yajnavalkya?”. “Treinta millones y trescientos treinta y tres mil”, responde el maestro. “Sí –repone el discípulo–, pero ¿cuántos dioses hay verdaderamente, Yajnavalkya?”. “Treinta y tres”. “Sí, ¿pero cuántos dioses hay verdaderamente, Yajnavalkya?”. “Tres”. “Sí, ¿pero cuántos dioses hay verdaderamente, Yajnavalkya?”. “Dos”. “Sí, ¿pero cuántos dioses hay verdaderamente, Yajnavalkya?”. “Uno y medio”. “Sí respondió; ¿pero cuántos dioses verdaderamente, Yajnavalkya?”. “Uno”. “¿Cuál es el dios único?”. “El soplo. Ése es el Brahman”. El Brahman es la Realidad Absoluta sin nombre de todas las realidades. También los dioses, sean muchos, sean tres o uno, son formas del Brahman. Todos los nombres de los dioses son nombres del Innombrable, más allá del nombre y del número. “Treinta millones” es una cifra, y también lo es “uno”. Pero a “Dios”, el Brahman, no le podemos expresar con una cifra (ni con un nombre, un concepto, una forma). Dios no es contable. Se pueden contar los árboles de un gran bosque, por muchos que sean; se pueden contar las estrellas del cielo, por incontables que parezcan, y aunque algunas se van apagando y otras nuevas se van encendiendo. También los dioses se pueden contar. Pero Dios no es contable, no es ni uno ni muchos. O, si se prefiere, es Todos y Nadie, es Todo y Nada. Es todo el Ser de todos los seres, pero no es nada de cuanto es. Es toda la bondad y toda la belleza que vemos, pero no es nada de lo que vemos. ¿Un galimatías? No, es muy simple, como una gota, como una llama, como una flor. Al hablar de Dios, hay que empezar por negar lo que sabemos y entendemos, o si no callar. Pero no podemos callar. Hablemos de Dios de forma creíble. Hablar de “Dios” es hablar con consuelo de nosotros mismos y de cuanto existe. Hablar de Dios es admirar y amar cuanto existe y seguir confiando a pesar de todo. Decir “Dios” es decir el Misterio en el que somos, más allá de todo y más acá, el infinitamente cercano, tan cercano que no lo podemos ni ver. Él es el que ve, siente, habla y oye. Es el misterio de todas las místicas. Es el misterio de la India mística. Pocos días antes de viajar a la India, recibí un e-mail de J.M., un amigo jesuita muy conocido, profundamente marcado en su experiencia espiritual y en su teología por su estancia de un año en aquella tierra, toda sagrada. “La India me cambió el chip”, me dijo hace años mientras caminábamos por Arantzazu. Se refería a su manera de vivir y de expresar a “Dios”, el Indecible. Esta vez, en su e-mail me escribía: “Que en la India puedas recibir algo de su Misterio, más allá de la pobreza que veas, que también es Misterio”. Se refería al Misterio del nombre más allá de la palabra, de la revelación en el silencio, de la plenitud en la nada, de la belleza que cautiva, de la ternura que libera, de la compasión que cura. El Misterio de Dios en todos los nombres y en todas las formas. He vuelto de la India con la impresión de no haberme prestado apenas a que su Misterio me impregnara. He vuelto con el firme propósito de regresar allá para hacer lo esencial en la India y en todas partes: sumergirme, como se sumergen los hindúes en las aguas de la Madre Ganga. Quiero volver a mirar cómo una niña muy pobre y muy pura enciende una lamparita a una diminuta imagen de alguna divinidad, una lamparita de aceite juntos a unos pétalos de flor para su Dios, el Dios de todos/as, el Dios que es todo el Ser y toda la Ternura –la que tenemos y la que nos falta– de todos los seres. El Dios de aquella niña de Pune. Era la víspera del regreso y empezaba a atardecer. Yo caminaba por una acera atestada de basura y maloliente, en medio de un tráfico ensordecedor y, para nosotros, absolutamente caótico. Llego junto a un hermoso tronco seco de árbol con las ramas tronchadas, con franjas pintas de azul, rojo y amarillo, justo al borde de la acera, y miro cómo una niña deja su miserable puesto de venta (no sé ni de qué, seguramente de nada), junto a una tiendecita minúscula de lona pegada al árbol y extendida entre la tapia y la acera (sería su casa y la de toda su familia). Se dirigió a un pequeño nicho adosado al árbol; en el nicho, una pequeña lámina de alguna divinidad. Me acerqué con inmenso pudor, y me quedé mirándola. Ella me miró con la mayor naturalidad, sin rastro de miedo. Sus ojos eran dos lamparitas brillantes que revelaban el Misterio sin nombre de la bondad y de la belleza. Tomó una lamparita del nicho, vertió cuidadosamente un poco de su aceite en otra y encendió ambas. Seguramente era el aceite que aquella noche faltaría en su casita de lona para untar su chapati, una tortita morena de harina de trigo. Pero el aceite era para Dios, y ¡todo era tan simple! “¿Quién es?”, le pregunté yo torpemente, señalando la imagen de la divinidad. ç Ella no respondió a la pregunta, porque seguramente no tenía sentido y ciertamente no tenía respuesta. En ese momento vi a mi lado a un hombre joven –parecía su padre–, y me dijo: “Es el Protector”, mientras con sus ojos y sus manos señalaban al cielo. Eso dijo, con la misma naturalidad y la misma convicción con que la niña encendía las lámparas del Misterio en la tarde de la pobreza. Y yo preguntando quién era, cómo se llamaba, si era uno de tantos dioses o el único Dios, y qué es Dios… ¿Qué es Dios? Es la mirada limpia de la niña de Pune, es la bondad y la paz en medio de toda la miseria. Existe más allá del nombre y de la cifra. Nos hace existir, más allá de las creencias. Yo querría volver a aquel pequeño santuario en medio de la pobreza, para mirar con los pies descalzos, la mente en silencio y el corazón en paz. José Arregi Para orar. Oración a la Diosa Sarasvati Reverencio en mi corazón a la Diosa Sarasvati. Ella es la Suprema Soberana, Manifiesta como nombre y forma. ¡Que Sarasvati me proteja! La Potencia no-dual de Brahman, ¡que Ella, la divina Sarasvati, me proteja! La que existe únicamente en la forma de sentido, de oración, palabra y letra, sin principio ni fin, ¡que Ella, la infinita Sarasvati, me proteja! ¡Que la completamente blanca Sarasvati juegue para siempre en mi mente! Me inclino ante Ti, Sarada. ¡Concédeme el don del conocimiento correcto! ¡Reside siempre en mi habla! Sarasvati dijo así: “Siempre soy Verdad, Conocimiento, Bienaventuranza. El mío es estado de Brahman perpetuo, sin falta ni impedimento. Soy ser, conocer, amar. Brillo por mí misma, libre de dualidad”. Por la alegría de la profunda experiencia del Ser, ganamos la concentración sin aspectos: una llama en un lugar sin brisa. Aquí existen cinco factores: El ser, el brillar, el amar, la forma y también el nombre. Los primeros tres pertenecen a Brahman. Los dos otros constituyen el mundo. Deja de lado los últimos dos factores, y concéntrate en los primeros tres. Cuando se ve el Supremo Ser, un alma finita o el Dios Supremo son nociones de la mente, no son reales. Quien sabe esto es verdaderamente libre. Esta es la sabiduría secreta. ¡Om! Que Ella nos proteja a los dos juntos. Que Ella nos cuide a los dos juntos. Que trabajemos conjuntamente con gran energía. Que no nos peleemos entre nosotros, que no odiemos a nadie. ¡Om! ¡Que haya Paz en mí! ¡Que haya Paz en mi ambiente! ¡Que haya Paz en las fuerzas que actúan sobre mí! (Sarasvati-Rahasya Upanishad)
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Eutsi berrituz, un grupo de cristianas y cristianos de Gipuzkoa, convoca un encuentro por la paz en Arantzazu para el próximo sábado 26 de Noviembre. Eutsi berrituz es un buen nombre y lema: “Perseverar renovando”, o “Resistir reformando”. Perseverar y resistir renovando ¿qué? Esta sociedad resignada, este mundo atemorizado, esta Iglesia paralizada en el pasado. Y esta paz insegura que volvemos a soñar. Les felicito por la iniciativa y os animo a sumaros el día 26, por el sitio que es –Arantzazu, lugar de espinas, lugar de perdón, lugar de paz– y por la causa que les lleva –la paz de la memoria, la paz de la justicia, la paz de la bondad–.
Creo en la paz, fruto de nuestra tarea, regalo de Dios. “Que los montes traigan paz y los collados justicia”, rezaba el salmista bíblico, no porque esperase que la paz llegaría por sí misma de los montes y de los collados, o del cielo, desde fuera y desde lejos, como llega una caravana extranjera. Bien sabía el salmista que la paz y la justicia han de germinar en nuestros valles, que todos los dones del cielo han de brotar en nuestra tierra, que Dios nace y viene de esta frágil arcilla que somos, de este barro que Él/Ella misma anima pacientemente. Creo en todos los peregrinos que, desde hace más de 500 años, por calzadas de piedra o caminos de barro, por senderos de ovejas o carreteras de asfalto, han subido a Arantzazu orando por la paz. No creo en el dios que imaginaban los peregrinos mientras oraban, pero creo en los peregrinos y en su oración. No creo en un dios que habita fuera de nosotros y que solo cuando quiere atiende nuestras pobres oraciones, pero creo en el Dios –¡perdón por el masculino!– que ora y gime y goza en nosotros y en el corazón de todas las criaturas. No creo en un dios soberano con acceso restringido al que solo llegamos por medio de intercesores –Jesús, la Virgen o los santos–, pero creo en el Dios que es pura accesibilidad y plena intercesión y absoluto “inter-ser” de todos los seres, santos y heridos como Jesús, María y José. A ese Dios han orado en el fondo todos los peregrinos de todas las religiones, también en Arantzazu, a pesar y más allá de todas las imágenes. No creo en la oración que grita para que Dios escuche y conceda, pero creo en la oración de quien clama desde el dolor y la alegría de la vida, en el corazón que agradece y se lamenta. Creo en la oración que nos abre a la confianza y nos dispone a recibir lo que agradecemos y a dar lo que pedimos. Creo en la oración que hace ser a Dios en nosotros y nos hace ser Dios. Creo que cuando oramos a Dios por la paz, Dios ora en nosotros, Dios nos reza: “¡Oh mis sufrientes criaturas, acoged la paz, vivid en paz, haced la paz!”. Creo que debemos orar de tal manera que, al orar, nuestros montes traigan paz y nuestros collados justicia, la paz y la justicia germinadas en los valles. De tal manera que, al orar, nos hacemos creadores como Dios y anticipamos, aunque sea por un instante, el sábado del descanso. Como Eutsi berrituz, yo también creo en “la defensa eficaz de los derechos individuales y colectivos, y la promoción de las vías pacíficas para la solución de los conflictos”. Creo en “el respeto al derecho a la vida, el cultivo de la tolerancia y del diálogo, la reconciliación, el perdón y el acercamiento sensible a quienes han sufrido violencia, el respeto a la identidad y a la voluntad plural del Pueblo Vasco”. Creo en todos los esfuerzos que “puedan seguir contribuyendo al logro de la paz definitiva en la justicia”. Creo en la paz, aunque nunca haya sido y nunca llegue a ser plena hasta que amanezca del todo el séptimo día de la creación. Creo en cada instante de paz que hace que el tiempo se expanda hasta el fin de los tiempos, cuando el lobo y el cordero habitarán juntos. Creo en cada gesto y actitud que promueven la paz. No creo en la paz del poder. Creo en el poder de la paz. No creo en la paz de unos contra otros, en la que el odio, la venganza y el resentimiento no quedan vencidos en todos, pues reaparecerán en la próxima guerra. Creo en la paz hecha por todos, como si no hubiera elecciones a la vuelta de la esquina. Creo en la paz para todos, en la que todos ganan. Creo en la paz fundada en la memoria. Todos estamos muertos mientras no podamos contar a alguien nuestra historia, con todas sus sombras, y no sea recogida por alguien como en un vaso precioso para ser restaurada e iluminada poco a poco, suavemente. Creo poco en la contabilidad de las víctimas; tal vez habrá que hacerla también, aunque la lista nunca sea completa. Creo sobre todo en cada historia personal concreta. Creo que todos los relatos de dolor han de ser escuchados, uno a uno, cada uno como si fuera único, con compasión, con calma, sin prisa. Y no creo en la memoria que se empeña en seguir aferrada al pasado y a todas sus heridas. Perdón, también creo en esa memoria herida, mientras no sea posible otra cosa, pero creo en la sanación de la memoria capaz de resistir y de esperar, de renovar y de crear. Creo en la memoria del futuro, en la fe compartida de otro porvenir común y posible. Creo en la memoria sanada que nos hace revivir. Creo en la paz de la justicia. La paz es el fruto de la justicia. Pero no creo en la justicia del castigo y de la venganza, sino en la justicia que busca dar a cada uno –primero a la víctima, pero también al victimario– aquello que necesita para vivir y ser mejor, en paz. Creo en la justicia empeñada no en que el delincuente expíe, sino en que se humanice. Creo en la justicia interesada no por dictaminar acerca de la culpa, sino por promover la responsabilidad que transforma. Creo en la justicia inspirada por este sencillo y elemental criterio, la regla de oro de toda conducta justa: “Trata a tu prójimo como querrías ser tratado por él”. Ponte en el lugar de la víctima. Ponte también en el lugar del encarcelado. Esa regla no falla nunca, y la entiende cualquier niño. ¿Será mucho pedir que la entiendan los partidos políticos y aquellas/os que pasado mañana serán elegidos para representarnos? Claro que es muy difícil atenerse a esa regla. Por eso es tan difícil vivir en paz. Pero mucho más difícil aun es vivir sin paz. Creo en la paz, como todos los peregrinos de Arantzazu y de todos los lugares. Creo en la paz que brota de nuestra oscura, sagrada tierra. Creo en la paz que baja del cielo, como baja la luz al amanecer desde la cumbre del Aloña hasta el valle de Beilotza.y que sube como sube al atardecer la sombra tranquila de Iturrigorri hacia la peña de Zabalaitz a la entrada de Urbía. Desde Dios hasta Dios, de paz en paz. José Arregi Para orar VELAS Frente a nosotros, como una fila de velas encendidas, -radiantes, cálidas y vivas- están los días del futuro. Los días del pasado son esas velas apagadas. Las más cercanas todavía humeantes, las más lejanas encorvadas, frías, derretidas. No quiero verlas. Me entristece recordar su brillo. Frente a mí miro las velas encendidas. No quiero mirar hacia atrás y asustarme: cuán rápido la negra fila avanza, cuán rápido las velas apagadas crecen. (K. Kavafis) El Premio Nobel de la paz 2011 ha sido concedido a tres mujeres africanas: dos liberianas y una yemení. Lo han recibido las tres juntas, pero lo merecía entero cada una de las tres y muchísimas más de las que nadie se acuerda. A ellas nuestra gratitud y nuestro homenaje, no por haber recibido el premio, sino por haberlo merecido.
El Premio Nobel, como todos los premios, llega siempre después de complejos laberintos, secretas negociaciones, sopesados intereses. Y no digamos en el caso de un Nobel de la Paz cuya concesión, también en este caso, habrá puesto a prueba la cordura y la imparcialidad sueca. No sé si la plena objetividad es posible en química, pero no lo es ciertamente en cuestiones de paz, porque la paz es en primer lugar cuestión de justicia, y sucede a menudo que la justicia la dicta el poder. De otro modo, difícilmente se podría comprender que en el año 1973 se le hubiera otorgado el Nobel de la paz a Alfred Kissinger que, mientras negociaba –por evitar la derrota más que por conseguir la paz– con Vietnam del Norte, sostenía dictaduras, derrocaba democracias y ordenaba asesinatos en América Latina y allí donde podía. Y costaría comprender que hace dos años, sin ir más lejos, se le diera el galardón a Barack Obama, que tal vez quiere y no puede o, más seguramente, no quiere cuanto puede a favor de la paz justa, la única verdadera. Le honra, al menos, que en esa ocasión reconociera: “No me lo merezco”. Estas mujeres de este año sí se lo merecen: Leymah Gbowee, una sencilla trabajadora social liberiana, madre de seis hijos, infatigable soñadora y luchadora por la paz; Ellen Johnson Sirleaf, madre de cuatro hijos, liberadora y presidente de Liberia; Tawakul Kerman, yemení, madre de tres hijos, principal protagonista de la revuelta pacífica contra la dictadura de su país. Las tres son madres. ¿Y por qué lo digo, si en el caso de Kissinger y de Obama he eludido señalar su condición de padres? No lo sé muy bien, pero algo debe de tener que ver el ser madre con merecer el Nobel de la Paz. Luego volveré. Leymah Gbowee empezó con un sueño. Primero soñó despierta que la paz en su país, Liberia, era posible. Nada es posible si primero no se sueña despierto. Pero Leymah, además, un día soñó dormida que ella lideraba un movimiento de paz. Y al despertar se dijo: “Hágase. Yo lo haré”. Y a ello se entregó y sigue entregada en alma y cuerpo, con todos sus hijos, hasta convertir el sueño en realidad. Luchó con sus armas: a veces ocupando el mercado para impedir que reclutaran niños para la guerra, a veces poniendo barricadas para impedir que los hombres allí encerrados pudieran salir mientras no acordaran la paz; otra vez, aliándose –ella, cristiana– con una musulmana para formar un movimiento interreligioso de paz; un día, proclamando: “Nos merecemos tener un futuro. Yo quiero un futuro, porque tengo hijos”. Y otro día, decidiendo: “Nuestros maridos no tocarán nuestros cuerpos hasta que logren un acuerdo de paz. No habrá sexo sin paz”. La última estrategia fue tal vez la más eficaz, pues ya se sabe por dónde flojean los varones. Ellen Johnson Sirleaf es presidenta de Liberia desde 2005, primera mujer africana en acceder a la presidencia de un estado, otra forma de asistencia social. Liberia: un país con nombre de libertad, pero sumido en la opresión. Un pequeño y hermoso país creado para que los esclavos deportados de otro tiempo fueran libres, pero sometido luego a todas las modernas esclavitudes. Un país de solo cuatro millones de habitantes con 800.000 refugiados por la guerra. Un país con 20 médicos y sin maestros. Un país destrozado y hundido, trágica caricatura de quienes lo habían soñado y bautizado como “Liberia”, “Tierra de la libertad”. Vino ella y puso su corazón, su inteligencia, su fuerza de mujer y de madre. No en vano la llaman “Mamá Sirleaf” y “Dama de hierro”, por haber logrado también ella esa síntesis a la que las entrañas y las circunstancias han inducido a tantas mujeres. Las dificultades en su país siguen siendo inmensas. Las resistencias internas y externas perviven. Los fracasos no faltan, los errores tampoco. Pero ella sigue ahí, reengendrado a su país para la libertad y la paz. Tawakul Kerman, primera mujer árabe en recibir el premio, es una de las protagonistas de la revuelta popular del Yemen contra el presidente Ali Abdalá Saleh y su régimen violento en el poder desde hace 33 años. Vive en una tienda de campaña en la Plaza del Cambio de Saná, convertida en un campamento en pie de paz. Y ahí, ella es la primera, por si alguien duda todavía del alcance de la primavera árabe. Fundadora de Mujeres Periodistas Sin Cadenas, ha declarado: “Por el camino de la paz, se derriban las dictaduras”. Y ha dedicado el premio “a la juventud de todos los países árabes, en especial a los de Túnez, Egipto, Libia y Siria. A todos los jóvenes de la revolución. A todas las mujeres”. Tres mujeres por la paz, más allá del Nobel. Madres de una nueva Liberia digna de su nombre, de un nuevo Yemen, de una nueva África, de nuevos continentes asentados en la paz de la justicia. ¿Y por qué resalto su condición de mujer y madre? Es un terreno resbaladizo, y sé de antemano que, diga lo que diga, me equivocaré. No pienso que la mujer, por serlo, esté mejor preparada que el varón para hacer la paz, aun teniendo como tiene el hemisferio cerebral izquierdo más desarrollado que el varón y siendo por ello, como salta a la vista, más hábil que el varón con la palabra. La palabra es fundamental para la paz, pero no creo que esa sea la razón fundamental que ha llevado a estas mujeres y tantas otras a merecer el Nobel. La razón fundamental es, me parece, que han sido excluidas de los engranajes del poder y del sistema, y eso, aun siendo injusto, de hecho las hace más libres para derribar el sistema violento y edificar la casa de la paz. Veo el mismo fenómeno en la Iglesia, en nuestra Iglesia tan masculina: el que vive de la institución se empeña en sostenerla y difícilmente la transformará. Luchar por la paz siendo madre tiene un mérito añadido: ¿De dónde sacan tiempo estas madres? No quiero decir que la maternidad deba demandar a la mujer más tiempo y dedicación que la paternidad al varón. Tampoco eso debiera ser así, pero, de hecho, las mujeres sostienen gran parte del peso del mundo, de la familia, de la maternidad e incluso de la paternidad. Y no digamos en África. Y las religiones son responsables de ello en buena medida. Pues he aquí que estas madres, como innumerables madres, han superado al parecer las condiciones vigentes del tiempo y del espacio. Verifican en sus vidas novedosas leyes físicas, biológicas, matemáticas y económicas, hasta hacer proezas. Y convierten la exclusión en impulso. Se merecen todos los Nobel a la vez. José Arregi Son muchos los bienaventurados que nunca hicieron hablar de ellos ni dejaron de sí ninguna una imagen… Todos aquellos que, de tiempo inmemorial, han amado sin cesar y cuanto han podido tanto a sus hermanos como a su Dios. Aquellos de los que no se dice nada, los bienaventurados de la clase humilde, los que no han hecho milagros. Los que nunca tuvieron éxtasis y no dejaron más huella que un trocito de tierra o una cuna… Son muchos, la gente sin importancia, los bienaventurados del cada día que nunca entrarán en la historia. Los que han trabajado sin gloria y que gastaron sus manos amasando, ganándose el pan… Sus nombres están en muchas piedras, y a veces en nuestras plegarias… Pero ellos están en el corazón de Dios. Y cuando alguno de ellos abandona la tierra para llegar a la casa del Padre, una estrella nace en los cielos… (Texto anónimo, traducido del francés) |
Jose Arregui
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Abril 2021
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