Felicidades, Nicolás! Recién estrenada la primavera, en la iglesia de Santo Toribio de Valladolid –muy sencilla y espaciosa, como debe ser la Iglesia–, te alzamos en nuestros brazos y te bautizamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En la penumbra de la iglesia, encendimos llamitas para orientar la vida. Ungimos con aceite perfumado nuestras heridas de hoy y tus heridas de mañana. Y nos sumergimos en el misterio del agua que derrama el cielo en la tierra. Fue muy simple, muy humano, muy hermoso. Mereció la pena.
Solo por compartir siete horas de coche desde Arantzazu con un franciscano amigo, en conversación y en silencio, ya hubiese merecido la pena. Y solo por admirar la belleza, la extasiante belleza de los paisajes de Burgos, Palencia y Valladolid, la luz y la sombra de sus tierras labradas, los campos ondulados donde ya crecen el trigo y la cebada, la armonía de sus verdes, el silencio y la paz de sus laderas al atardecer. Solo por contemplar de lejos las choperas del Pisuerga que ya hinchan sus yemas de ámbar. Solo por ver, al pasar por Celada del Camino, una pareja de cornejas posadas en un cable, sumidas en silencio. Solo por conocer el barrio popular de las Delicias de Valladolid, imagen de nuestro mundo global, en el que tú has visto la luz y verás también oscuridades. Solo por volver a abrazar a tu padre Antonio, antiguo compañero franciscano, y por haber conocido a tu madre Marianela, su bella tez peruana, su ancho y bello rostro lleno de calma y de firmeza. Sólo por tenerte tierna y torpemente en brazos, y observar cómo en tu piel y en tus rasgos se funden el Perú y Cantabria, continentes y pueblos, cordilleras y playas, dramas y dichas tan antiguas y tan recientes como la vida humana. Por muchas cosas, por cada una de ellas, hubiese merecido la pena. Pero todo ello se transfiguró cuando te alzamos sobre la pila redonda y te bautizamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu. La pila era redonda como el cielo de Castilla. La pila era un cielo con bóveda invertida: el cielo sobre la tierra, o la tierra sobre el cielo. Te ungimos con aceite perfumado, prendimos llamitas de cera, derramamos sobre ti tres conchitas de agua: el agua que es Madre, el agua que es Hijo, el agua que es Aliento. “¡Bendito seas, mi Señor – cantaba el hermano Francisco de Asís – por la hermana agua, que es útil y humilde, y preciosa y casta!”. La humilde agua corrió pila abajo, hasta el centro de la tierra. “Agua que nace en la fuente serena del mundo, surgiendo en la profundidad”, como cantó Ana Belén. ¡Bendita sea el agua llena de bendiciones! Nada de lo que brota, crece y vive sería sin el agua. Nada de lo que somos seríamos sin el agua, ni estaría cantando el zarcero ahí abajo, ente los arbustos del riachuelo Narrondo. Madre agua, hermana agua, amiga agua. ¡Bendita agua que nos bendice! Pero no te bautizamos para que recibieras ninguna bendición nueva, pues eres infinitamente bendito desde que fuiste concebido y mucho antes. No te bautizamos para purificarte de ninguna mancha, pues todo tu ser es tan limpio como tu piel clara y morena. No te bautizamos para liberarte de ninguna culpa originaria, pues solo la gracia es originaria, y tú nunca serás culpable a los ojos de Dios, aunque siempre tendrás heridas, y tampoco Adán y Eva –nuestros “primeros padres”, aunque todos sabemos que los humanos de hoy no somos hijos de una pareja, pero es una forma de decir que todos hemos nacido de otros–, tampoco ellos fueron culpables, y se nos cuenta que Dios se llenó de sorpresa y de pena cuando un día al atardecer, a la hora del paseo, vio que Adán y Eva tenían miedo o vergüenza los dos ante El y el uno ante el otro, y entonces Dios, con inmensa ternura, hizo para ellos unas túnicas de piel y los vistió, para que no tuvieran vergüenza y para que el sentimiento de culpa no los oprimiera. Querido Nicolás, tampoco te bautizamos porque alguna vez hayamos perdido el paraíso, sino porque caminamos hacia él. ¡Sí, el paraíso es nuestra misión, aunque fracasamos! Te bautizamos porque creemos en la bendición originaria, en la bendición universal, en la belleza y la ternura. Te bautizamos porque creemos en la filiación divina y en la fraternidad universal de todos los seres. Te bautizamos porque también sabemos que somos herederos de muchas desgracias, de muchas mentiras, de muchas heridas, pero el día de tu bautismo quisimos decirte: “Nicolás, no tengas miedo. La belleza y la ternura son más poderosas, al igual que una llamita, por pequeña que sea, es más poderosa que la oscuridad: solo basta con encenderla. No tengas miedo, Nicolás. Dios es esa llamita que puede crecer hasta alumbrar todos los corazones, y calmar sus infinitas inquietudes. Dios es ese aceite que puede curarnos y hacernos fuertes para ser buenos. Dios es Agua. Y está escrito: ‘Los desvalidos y los pobres buscan agua y no la encuentran; su lengua está reseca por la sed. Pero yo, el Señor, los atenderé; yo, el Dios de Israel, no los abandonaré. Haré brotar ríos en las cumbres peladas y fuentes en medio de los valles, transformaré el desierto en estanque, la tierra árida en manantiales de agua’ (Isaías 41,17-18)”. Nicolás, te bautizamos en el nombre del Padre y de la Madre de toda ternura, en el nombre de Jesús que fue hijo y hermano, en el nombre del Espíritu que es el alma y el misterio de todo cuanto es. Te bautizamos porque también Jesús un día fue bautizado en las aguas del Jordán y de todos los ríos, de todos los mares, de todas las fuentes, de todos las nubes, de todos los lagos, y porque fue como si aquel día se le hubiera abierto el cielo que, sin embargo, nunca jamás se le había cerrado a nadie, y como si, en lo más secreto del corazón, hubiera escuchado una palabra que Dios pronuncia a todos los corazones desde el principio y desde antes del principio: “Tú eres mi hijo amado”. Y porque aquella palabra sostuvo siempre a Jesús, y porque aquel día se dijo a sí mismo: “Yo quiero seguir esta voz, y pasaré la vida haciendo el bien, pase lo que pase”. Te bautizamos porque así fue, porque Jesús pasó la vida haciendo el bien, curando a los heridos y compartiendo alegremente la mesa con los despreciados, mirados como culpables. Y porque, en medio de sus cansancios, dudas y desalientos, supo descansar en Dios, con la misma absoluta confianza que tú –sin saberlo siquiera– sientes cuando estás en los brazos de tu padre o al pecho de tu madre, y duermes como si nada malo fuera a suceder, aunque todos los días sucedan cosas terribles cerca y lejos; y tus padres bien lo saben, pero tú duermes en paz. Te bautizamos porque creemos en tu paz, que es la paz de Dios. Fue también la paz de Jesús incluso en la cruz. Te bautizamos porque – a pesar de todo, y con todas nuestras dudas– creemos en la bondad de Jesús, más fuerte que todo lo malo. Nicolás, te bautizamos porque queremos y esperamos que un día también tú alces un trocito de mundo, y seas luz y bálsamo y agua, como dijo Jesús de todo ser humano que, bautizado o no, apuesta por ser bueno: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva" (Juan 7,39). José Arregi Para orar El agua tiene sed de tu sonrisa traviesa vertida en acrobacias terrenas y en tu esperanza de fe humana tan imprevista. Nico, dale de beber al agua un sorbo de transparencia para aliviar con frescura y dibujar presencias que sacian al levantar la vista. Tan sólo en la certeza de lo vivo encontrarás la rosa o el abismo, la noche opaca o el alba repentina en el hogar de esta iglesia peregrina abierta por completo y para siempre a lo posible o imposible en tus juegos de niño. (Antonio Martínez, el padre de Nicolás)
0 Comentarios
Primero fue el obispo de Bilbao, que dijo: No puede haber perdón si antes el culpable no pide perdón. Luego fue el obispo de San Sebastián, que reiteró: No puede haber perdón si primero el culpable no se arrepiente. Por fin, el obispo de Pamplona concluyó: No puede haber perdón sin que el culpable haya primero cumplido la penitencia. No sé cómo interpretar estas declaraciones últimamente reiteradas al unísono por los actuales obispos de las diócesis vascas. Tal vez intentan, a la desesperada, sostener al decaído sacramento de la confesión con las cinco condiciones impuestas por Trento en el siglo XVI: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.
¡Dios mío! ¡Qué terrible se me haría creer en un “Dios” que exigiera esos cinco requisitos, o incluso uno de ellos solamente, como condición del perdón! Si Dios fuera así, ¿podríamos alguien –incluidos los obispos– dormir tranquilos? A no ser que nos creyéramos justos, o mejores que el prójimo… En realidad, creer en ese dios sería negar a Dios. Y los obispos saben bien que al principio no fue así, que hasta el siglo VI ni siquiera se conoció la confesión oral repetida ante un sacerdote, que Roma incluso prohibió la práctica iniciada por los monjes irlandeses y que luego la impuso como obligatoria, que la única confesión de que se habla en el Nuevo Testamento es la confesión mutua y la mutua absolución entre hermanas y hermanos de la comunidad creyente. Pero las afirmaciones de los obispos responden quizá a otros motivos y persiguen otros objetivos. Quizá quieren ser una aportación al momento político crucial que estamos viviendo en el País Vasco. Los obispos tienen el derecho y el deber de aportar sus criterios éticos y/o evangélicos para que la sociedad vasca acierte con el mejor camino hacia la paz. La paz con todos los adjetivos que se quieran, o la paz sin ningún adjetivo, si se prefiere. La paz. El shalom. Bakea. Es un momento delicado. Hay mucha gente herida en su carne y en su memoria. No podemos apartar la vista de ninguna herida. Y no podemos descuidar ninguna medida necesaria para que las heridas de todos se curen, si fuera posible. Si lo creemos posible, si lo esperamos de verdad, entonces será posible. Es hora de mirar al futuro, sin olvidar el pasado. Sólo hay que mirar al pasado con vistas al futuro. Hay que mirar las heridas del pasado y del presente con ojos de unción. Que la mirada sea un bálsamo. Que las medidas sean sanadoras. Que el ánimo se ensanche. Y ésta es, me parece, la misión de los obispos hoy y aquí: despertar la unción de la mirada y ensanchar el alma en todos, empezando por los más heridos. Pues bien, en las mencionadas palabras de los obispos yo no encuentro unción, bálsamo y anchura de alma. Encuentro veladas consignas políticas que a nadie pueden curar. El Código penal, en la medida en que sea justo, será necesario y habrá que aplicarlo. Pero no tendremos curación para nuestras heridas personales y colectivas si no vamos más allá del código y la ley, la pena y la penitencia. El perdón será lo único que nos cure. ¿Pero qué perdón? Solamente el perdón gratuito, el perdón sin condiciones, que nace de lo más humano del corazón, allí donde reside la compasión de Dios que a todos nos sostiene. O el perdón es gratuito, sin condiciones, o no es realmente perdón. Claro que el autor del daño debería, en algún momento, conmoverse en su corazón y acercarse a quien ha herido y decirle: “Lo siento, perdóname”. Pero distingamos: una cosa es que, para ser plenamente alcanzado y transformado por el perdón, el autor del daño deba sentirse apenado por el daño causado y decir: “Perdóname” y reparar en lo posible el daño hecho, y otra cosa muy distinta es que el arrepentimiento, la petición de perdón y el cumplimiento de la penitencia sean condición para que la víctima perdone. Lo primero es verdad, lo segundo no. Si el que perdona no perdona gratuitamente, sigue herido. Si el que recibe el perdón no lo recibe como perdón gratuito, sigue también herido, al igual que seguirá herido mientras no se duela del daño que hizo. Pero el perdón verdadero solo puede ser gratuito. Eso es lo que leemos en el Evangelio, mucho antes de que en la Iglesia se impusiera el sistema penitencial vigente. Leemos que el padre había perdonado a su hijo pródigo desde el instante mismo en que aquel abandonó la casa, y por eso salía a otear de lejos, lleno de pena por su hijo alejado, y que el hijo perdido acabó de hallarse a sí mismo y de curarse del todo cuando vio que su padre (y su madre, claro está, aunque no se la mencione) siempre le había perdonado y que no le permitía ni siquiera hacer la confesión. Leemos que Jesús dijo: “Amad a vuestros enemigos, es decir, a nadie miréis como enemigo. Sed compasivos como vuestro Padre, como vuestra Madre del cielo es compasiva”. Leemos que Jesús murió diciendo a Dios o diciéndose a sí mismo: “Perdónales, porque no saben lo que hacen” (y tengo para mí que fue en ese momento cuando resucitó). Y leemos que dijo: “No mires la paja en el ojo ajeno, sin mirar primero la viga en el tuyo”, y también: “Mira al otro como quisieras que el otro te mirara a ti”. Eso es el evangelio en su estado puro. Ni siquiera se trata, propiamente, de “perdonar” al culpable, sino de mirar también en él la herida y la gracia, de acogerlo y de seguir confiando en él para un futuro mejor. Es superar de una vez el estrecho y torturado esquema de la culpa y el castigo. Es ser como Dios, que no mira a nadie como culpable, sino que más bien nos restaura con su mirada. Y eso es lo que leemos en san Pablo por activa y por pasiva en la Carta a los Gálatas y en la carta a los Romanos: “Somos amados, perdonados, salvados por Dios siempre de antemano, sin condición alguna, y cuando esto lo creemos, lo sentimos, lo acogemos, entonces nos transformamos y nos hacemos buenos”. Y lo que Dios hace con nosotros, eso debemos hacer nosotros con todos los que nos hacen daño, como dice Pablo: “Vence al mal a fuerza de bien”. Eso es el Evangelio, y tiene poco que ver con los códigos y las condiciones penitenciales, aunque lo enseñen los obispos. ¿Es eso posible? Creerlo y querer practicarlo, eso es creer en Dios, o dejar que sea en nosotros. Lo practicó Jesús. Lo practicó Francisco de Asís, Mahatma (“alma grande”) Gandhi, Luther King y una gran multitud de creyentes o no creyentes que siguen curando a la humanidad y mostrando el camino. Jo Berry es la hija de un parlamentario británico asesinado por el IRA en 1984. En Noviembre del 2000 quiso encontrarse con Pat Magee, responsable de la muerte de su padre, para escucharle y dialogar, y siguen participando juntos en actos públicos, en talleres llamados “Mirar cara a cara al enemigo”. Jo Berry escribe: “Ahora no hablo de perdón. Decir ‘te perdono’ es casi condescendiente; te encierra en un escenario de ‘nosotros y ellos’ en que yo encarno el bien y tú el mal. Con esa actitud no vamos a ninguna parte. Pero puedo sentir empatía y en ese momento no enjuicio. A veces al encontrarme con Pat he comprendido con tanta claridad su vida que no queda nada por perdonar”. Mirar al que me ha hecho daño de tal manera, que los ojos no encuentran en él nada que perdonar. Es la mirada que transforma. Es la primacía de la generosidad. Es el poder de la bondad. Es la esperanza para la humanidad. Es lo divino del ser humano. Es lo humano de Dios, ¡bendito sea! Es el Evangelio de Jesús. Y es lo que de un obispo cabría esperar. José Arregi Para orar Señor, Ayúdame a decir la verdad delante de los fuertes y a no decir mentiras para ganarme el aplauso de los débiles. Si me das fortuna, no me quites la razón. Si me das éxito, no me quites la humildad. Si me das humildad, no me quites la dignidad. Ayúdame siempre a ver la otra cara de la medalla, no me dejes inculpar de traición a los demás por no pensar igual que yo. Enséñame a querer a la gente como a mí mismo y a no juzgarme como a los demás. No me dejes caer en el orgullo si triunfo, ni en la desesperación si fracaso. Más bien recuérdame que el fracaso es la experiencia que precede al triunfo. Enséñame que perdonar es un signo de grandeza y que la venganza es una señal de bajeza. Si me quitas el éxito, déjame fuerzas para aprender del fracaso. Si yo ofendiera a la gente, dame valor para disculparme y si la gente me ofende, dame valor para perdonar. ¡Señor, si yo me olvido de ti, nunca te olvides de mí! (Mahatma Gandhi) “La tierra del sol naciente”: eso significa Japón, como se sabe, y es la hora de recordarlo. Es seguro que no fueron los japoneses los que inventaron ese nombre, pues para ellos el sol nace en el mar del Este, en el inmenso y tranquilo Océano Pacífico que llega hasta las costas americanas que llamamos Occidente. El Oriente del Oriente es el Occidente, y el Occidente del Occidente es el Oriente. Somos el mismo planeta pequeño y redondo. El mismo sol nace para todos, y todos somos los unos para los otros la tierra del sol naciente. Cada mañana recibimos con gratitud el sol que nos viene del Oriente y cada noche se lo ofrecemos al Occidente, mientras se oculta en nuestras montañas y mares. Así es todo, y así está bien.
¿Todo está bien así? Después del terrible terremoto, después del devastador tsunami–palabra japonesa que significa “ola de puerto”–, se nos traban las palabras. ¿Y quién sabe lo que será de Fukushima dentro de dos días, cuanto se publiquen estas líneas que escribo? Todos los diagnósticos son inseguros, e inciertos todos los pronósticos. Nuestras palabras son como los haikus, esos mínimos poemas japoneses de diecisiete sílabas en tres líneas que quedan siempre como suspendidos en el aire: “¿Es primavera? / La colina sin nombre / se perdió en la neblina” (Basho). Así nos sentimos, como cuando uno es arrastrado por la ola o como cuando la tierra se mueve y se hiende bajo los pies. Esa es nuestra condición. Y los acontecimientos se suceden con tanta rapidez y todo es tan efímero que no perdura ni siquiera la memoria de los muertos. En muy pocos días, el peligro de Fukushima y de las centrales nucleares del planeta casi nos ha hecho olvidar a los miles y miles de muertos de Sendai. ¡Qué pronto olvidamos a los muertos, y a los supervivientes, tantas veces más desgraciados que los muertos! ¿Quién se acuerda ya de los muertos y de los vivos de Haití, Afganistían y Palestina! Todo esto es muy desolador, y los seres humanos somos el mayor peligro de la Tierra. Pero creo que precisamente la perplejidad, la inquietud y la desolación ante todas las tierras en que nace el sol nos llaman a recuperar la fe en la vida, la memoria de los nuestros que son todos, y el cuidado mutuo para que haya un futuro que necesariamente habrá de ser único para todos los seres del Oriente y del Occidente, del Norte y del Sur. Es la hora de hacer de nuevo un acto común de fe en la Tierra con sus terremotos, en el mar con sus tsunamis, en el ser humano con todos sus peligros, en la naturaleza con todos sus seres. Un acto de fe en la creación, más allá de todas las confesiones. Cuenta el Kojiki (“Registro de las cosas antiguas”), libro sagrado sintoísta de Japón escrito en el s. VIII de nuestra era, que Izanami e Izanagi –hermana y hermano– fueron los dioses encargados de acabar la creación de este mundo. Su trabajo consistió en “completar y solidificar la tierra en movimiento”. Izanagi sumergió en el mar una lanza enjoyada y, al levantarla, las gotas de agua que cayeron de ella se convirtieron en las islas de Japón. Luego, los dos dioses hermanos crearon los kamis, espíritus o dioses que habitan en ríos, montañas, árboles y océanos y en todos los lugares. Es urgente volver a reconocer esa visión: la naturaleza como presencia sagrada. No importa cómo se designe la sacralidad: kami o espíritu, energía o Dios, con minúscula o mayúscula. El cosmos infinitamente grande es sagrado, el átomo y su universo infinitamente pequeño es sagrado. La Tierra, con el sol que alumbra de día y la luna que alumbra de noche, es sagrada. La geografía entera es un gran santuario, y todos debiéramos hacer como hacen muchas japonesas y japoneses que, con todos sus adelantos, siguen visitando devotamente sus santuarios naturales para venerar a los kamis. Una lamparita de cera, una flor, unas manos unidas, una inclinación, una plegaria sencilla. Luego seguirá la vida, pero no estamos solos, no somos el centro, y no somos los primeros ni seremos los últimos, y no somos nosotros los que hemos creado esta Tierra sagrada, sino que nos ha sido dada, ella nos engendró y ella nos sostiene. Reconocer y venerar: eso es lo primero. Y sin eso, ningún adelanto será verdadero. Los acontecimientos de Japón son dramáticos, pero tenemos mucho que aprender del drama. Debemos aprender que no somos los dueños y señores de la Tierra, sino hijos e hijas de la Tierra. Que la Tierra es anterior a nosotros y es inmensamente poderosa, infinitamente más poderosa que el mayor terremoto o el tsunami más gigantesco. ¿Quién no comprende ahora que, desde hace milenios, los seres humanos hayan creído que la Tierra está habitada por kamis o por espíritus y dioses, a veces buenos y a veces terribles? No, no existen los espíritus ni los dioses, pero la “Naturaleza” existe y es poderosa, y misteriosa y sagrada. También la mente humana y todos sus poderes son, en realidad, manifestación del poder de esa naturaleza. Y todas las bombas atómicas que podamos inventar y hacer estallar también están contenidas ahí, en la Naturaleza. Y nosotros somos esa naturaleza, y no podemos cuidarnos sin cuidarla. Pero la naturaleza que nos engendra y que somos está inacabada. También esto debemos aprender. Los dioses hermanos Izanami e Izanagi aún no han terminado de “completar y solidificar la tierra en movimiento”. La creación no ha llegado aún al séptimo día bíblico. Dios no descansa todavía. El Espíritu sigue animando al cosmos y a la tierra y a todos los seres. No está fuera, está dentro. Pero no está dentro como una parte, sino como el todo en cada parte, como el alma en todo. No sé si los japoneses devotos se quejarán de los kamis, pero nosotros, los cristianos, a veces nos quejamos de Dios, como si Dios fuera un monarca poderoso que tuviera la culpa o la explicación. No tiene sentido que, ante ninguna catástrofe, preguntemos a Dios: “¿Por qué, oh Dios?”, como si Dios estuviera fuera para dar respuesta. No hay respuesta. Nosotros debemos dar la respuesta, haciendo que la vida siga para todos, haciendo que Dios sea en todas las cosas. Dios camina en el corazón de la creación en marcha. El cosmos está en movimiento. La Tierra está en movimiento. La especie humana y todos los seres están en movimiento, como una mariposa que, rota la crisálida, acabara de echarse a volar. ¿A dónde va? “La mariposa revolotea / como si desesperara / en este mundo”, dice un haiku de Issa. Pero no desesperemos. El Espíritu de Dios sigue revoloteando sobre las aguas, sigue aleteando, sigue alentando y animando el corazón de cuanto es, hasta este nuestro pobre pequeño corazón, para que no tema la muerte. Sendai y Fukushima nos recuerdan que somos mortales, pero que la vida seguirá. Que vamos a morir, pero debemos cuidarnos. Y que Japón se rehará, porque, como dice el admirable haiku de Shiki, “la hierba reverdece / sin ayuda de nadie. / La flor florece”. O este otro de Basho, , igual de admirable: “Los crisantemos se incorporan, / etéreos, / tras el chubasco”. Con esa fe, insegura como una mariposa, en esta hora de inquietud y de incertidumbre, bendigo a Japón y todas sus islas, gotitas de agua verde sembradas por Izanami e Izanagi en el océano azul, poderoso y pacífico. Bendigo al Monte Fuji, a los ciruelos rojos y a todos los cerezos blancos en flor. El sol nace, la vida florece. José Arregi Para orar Oh Dioses de la purificación, creados por orden del padre y de la madre que habitan en el Cielo en el momento en que el Dios Izanagi no Mikoto se bañó en la estrecha quebrada de un río cubierto por árboles permanentemente frondosos en la región del Sur. Con todo el respeto y desde el fondo del corazón pedimos que nos escuchéis, como el espíritu que escucha nuestra intención con oídos atentos, y que, juntamente con los demás Dioses del Cielo y de la Tierra, purifiquéis todas las maldades, desgracias y pecados. Miroku Oomikami, bendícenos y protégenos. Meishu Sama, bendícenos y protégenos. Para ensanchamiento de nuestra alma, que se haga vuestra voluntad. (Oración tradicional sintoísta) Me pesa no haberte dado un abrazo el domingo pasado, a la salida de la misa en nuestra iglesita de Arroa Behea. Tú venías de Azpeitia en domingos alternos a celebrar con nosotros –quince o veinte personas– la memoria de Jesús, a escuchar su evangelio siempre interpelante y consolador, a rezar juntos las oraciones de siempre, a compartir el pan del esfuerzo y de la esperanza, el pan de la eucaristía, el santo pan de Jesús, mientras cantábamos los mismos cantos de comunión que cuando éramos niños hace cuarenta años. Ninguno de nosotros esperábamos de ti palabras brillantes –¿quién no está ya cansado de palabras brillantes?–.
Simplemente, tú venías, y nos sentíamos menos solos, y era como si fuéramos una sola familia, y lo somos en verdad. Y hasta las estatuas del retablo y de las paredes blancas, la Virgen del Carmen, Francisco de Asís, Antonio de Padua… –hasta doce estatuas, tan bellas en su sencillez, tan vivas– parecían agradecer la compañía. Pero tú, que venías a acompañarnos, tal vez te sentías muy solo. Me pesa no haberte puesto la mano en el hombro, o sin hacer nada ni decirte nada, no sé cómo, pero haber aliviado tu tristeza. ¡Cuánta tristeza había en el fondo de tus ojos, después de la misa, cuando saliste al porche, ese porche cálido y entrañable de la iglesita de Arroa! Solo te escuché una palabra: “frío”, mientras tus manos sacaban lentamente de los bolsillos del abrigo los guantes y el gorro. Y no sé si te referías al frío de la mañana o a la fría noche de tu corazón. ¡Cuánta angustia en tu rostro y en tus manos! Y nadie supimos aliviarte, a ti que habías venido a aliviarnos. Al día siguiente, lunes, supe de tu trágica decisión final. Y lloré de pena por ti, por mí, por todos. Ahora descansas, Aitor, y eso nos alivia, es el único alivio. Pero la pena no se va, y ¡cómo echo de menos que el domingo pasado, en vez de leernos con voz apagada, sin levantar la mirada, tu última homilía en la iglesita de Arroa, hubieses dejado de lado todos tus papeles, hasta el misal y el mismo Evangelio, que nos hubieras dirigido tu mirada triste y nos hubieras dicho con voz entrecortada: “Me siento muy mal. ¡No puedo más”! Tú hubieras podido romper a llorar sin rubor, sin censuras, y nosotros también. No sé si hubiéramos logrado consolarnos los unos a los otros, pues eso no siempre está en nuestras manos, pero no dudo de que hubiera sido tu mejor homilía. Como las discípulas llorosas y los discípulos atribulados, hubiéramos palpado en tu dolor las cinco llagas de Jesús, la carne herida de Dios. Y, aunque no hubiéramos terminado la misa, hubiera sido nuestra mejor eucaristía, pues ¿qué otra cosa es la eucaristía sino comulgar con el Cuerpo llagado de Jesús en todos los cuerpos llagados, y presentir y pregustar en todas las heridas la gloria del Reino, la mesa de la Pascua? Aitor, por muchas razones que comprendo muy bien, no pudiste dejar de lado tus papeles, bajarte del altar, bajarte del ambón, romper a llorar o a gritar y sentarte con nosotros en la iglesita de Arroa. Habías aprendido, seguramente desde niño, mucho antes de ir al seminario, que eso era indigno de un sacerdote, que tú debías ser encarnación del Cristo perfecto y, por lo tanto, intachable y fuerte, liberado de la carne, cabeza y modelo de una comunidad, ella sí sujeta a las debilidades y los deseos de la carne. Quizás, en el fondo, por eso fuiste al seminario. Ahora tenías 36 años –¡Dios mío, qué son hoy 36 años!–, pero llevabas encima siglos y siglos de peso muerto clerical. El papel de sacerdote se te había vuelto una enorme losa de piedra muerta (es un decir, pues la piedra nunca está muerta). El papel y la losa del sacerdocio te impedían interrumpir la misa y realizar la auténtica presencia real de Jesús –la humanidad samaritana– u obrar la única transustanciación verdadera –de la angustia solitaria en confianza fraterna–. El sacerdocio te prohibía juntarte a nosotros y decirnos sin más: “Quiero morir, porque no puedo vivir”. ¿Acaso es eso menos humano, menos divino? ¿Pero cómo podías tú mirarlo así, Aitor, si tantos siglos de ideología clerical te impedían ser libre, ser de carne, ser uno más, ser frágil, y ser fuerte precisamente en la fragilidad reconocida? Supongo que el peso del sacerdocio clerical no ha sido en tu vida y en tu muerte el único factor, pero no tengo duda de que ha sido un factor importante, tal vez decisivo. Hermanos de la jerarquía católica, en nombre de Aitor y en nombre de Jesús os pedimos –somos multitud–: Liberad a la Iglesia de ese inmenso peso muerto clerical de mil ochocientos años. Digo bien mil ochocientos años, y no dos mil, porque Jesús no fue sacerdote, no fue clérigo, ni quiso sacerdotes clérigos en su movimiento. Jesús sí se permitió ser de carne humana, y se permitió infringir, se permitió compartir la vida y la mesa de gente condenada como pecadora, hasta ser llamado “amigo de publicanos ladrones y pecadoras despreciables”. Jesús sí se permitió sentir angustia y reconocer ante sus compañeros y compañeras: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quisiera morir”. Eso también es humano y, por lo tanto, divino. Y en la cruz se permitió gritar su desesperación, y ahí también se revela Dios, sobre todo ahí, acompañando la desesperación y haciéndola suya. Hermanos de la jerarquía católica, predicáis a menudo contra la cultura de la muerte, pero reconoced que también el sistema clerical que hemos heredado está lleno de muerte: de culpas y miedos que ahogan, de poderes y de leyes que matan. Y no digáis que nadie puede disponer de su vida, porque Dios nos ha hecho responsables de nuestra vida y de nuestra muerte. No declaréis contrario a la voluntad divina el que alguien se quite la vida cuando no puede vivirla como Dios quiere, porque Dios no puede querer que vivamos torturados, y cuando no podamos liberarnos de la angustia de otra forma, quiere que la muerte nos libere. Todos hemos escuchado al comienzo de esta Cuaresma: “Convertíos y creed en el Evangelio”. Sí, creed también vosotros en el evangelio más que en todas las leyes y doctrinas. Liberadnos de tanto peso muerto, de tanto peso mortal. Reconciliaos con la condición humana. Reconciliaos con el no saber, con el no poder, con el no tener. Reconciliaos con la libertad. Reconciliaos con la carne, con la encarnación. Os lo pedimos en nombre de Jesús y en la memoria de Aitor. Adiós, Aitor. Tú ya eres libre. Tú vives y descansas ya enteramente en Dios, nosotros estamos aún en camino y no pocas veces creemos perdernos. Mientras tu peso muerto caía, Dios iba contigo al abismo y te conducía al paraíso. Como está escrito en el salmo 114: “Me envolvían redes de muerte, / me alcanzaron los lazos del abismo, / caí en tristeza y angustia. / Pero Dios arrancó mi alma de la muerte, / mis ojos de las lágrimas, / mis pies de la caída. / Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida”. Tú has dejado atrás todas las angustias, nosotros combatimos aún con ellas. Acompáñanos ahora a nosotros, mejor de lo que nosotros lo hicimos contigo. Acompaña a tus hermanos, consuela a tu pobre padre, hace tres meses viudo de tu madre y ahora huérfano de ti. Que guarden tu memoria con ternura y honor. También en Arroa guardaremos tu memoria con ternura y honor, y la celebraremos cada domingo junto con la memoria de Jesús. Y esa será la forma de que tú nos guardes. Guárdanos en la Memoria que todo lo ama, crea y recrea. Guárdanos en el Misterio de la Vida, de la Compasión, en el que tú eres ya presente, y nosotros aún esperanza. Adiós, Aitor. A Dios. José Arregi Para orar Dios viene junto al que sufre. Está con el que sufre. Como un amigo al que nada aparta, al que nadie hace huir de miedo. Pues el sufrimiento de los demás produce miedo: vuelve miedoso o agresivo, da ganas de matar o de matarse, de salvarse o de salvar. Estar ahí, quedarse ahí, y de tal modo que el que sufre no necesita ocultarse a sí mismo, o encerrarse o tener miedo de sí mismo y de lo que lee en la mirada del testigo de su sufrimiento. Y de tal modo que ve que alguien viene para algo, para explicarle lo que debería hacer, o pedirle cuentas, o darle lecciones. Sino para estar con él. Para ser lo que es y para que él sea lo que es. ¡Oh sufrimiento, oh muerte, oh hombre, “si supieras el don de Dios”...! Si supieras qué insólita victoria sobre el sufrimiento y la muerte representa esta muerte de Jesús, este hecho de que lo-que-Dios-dice-de-sí-mismo haya conocido tan humanamente el sufrimiento y la muerte… Alguien está contigo. Alguien puede estar contigo. Tú no eres para él un enemigo porque seas desgraciado y mortal. Tú no serás expulsado o condenado porque seas víctima del sufrimiento y de la muerte. No tienes por qué tener vergüenza de lo que eres. De sentirte mal por lo que eres. Un hombre. Ecce homo. Hace unos días me llegó un mail sobre Stéphane Hessel, ese anciano francés de 93 años que ha agitado a su refinado e ilustrado país con un folleto vehemente –algunos lo llaman panfleto– de 30 páginas titulado “¡Indignaos!”, “Indignez-vous!”. Ese mismo día recibí otro mail de una amiga, maestra –más que profesora– de danza, que es como decir de todas las artes; crea danzas y con sus danzas recrea el mundo, y en su casa tiene un joven olivo, una gran palmera y un verde laurel que ha crecido gracias a su hijo afrocubano y que ya debe de estar floreciendo para la Pascua. Ella me escribía: “Está lloviendo, y los pájaros cantan a la lluvia entre el olivo, la palmera y el laurel”.
Y yo me dije: “Sí, señor: la indignación y la danza. Dos manifestaciones del único Espíritu de Dios que habita en todos los seres y renueva la faz de la tierra. Dos formas de espiritualidad que demandan por igual nuestra alma y nuestro mundo”. Stéphane Hessel es de origen judío sefardí, prisionero evadido de Buchenwald, y diplomático de profesión. Pero le ha podido siempre el viejo espíritu de los profetas judíos y cuanto más mayor, más rebelde se ha ido volviendo, y más infatigable en favor de “sin papeles”, gitanos e inmigrantes… “Cuando algo nos indigna, nos convertimos en militantes, nos sentimos comprometidos y entonces nuestra fuerza es irresistible”, escribe. La causa de su indignación, que debiera ser la nuestra, es “la dictadura internacional de los mercados internacionales” y que “nunca el poder del dinero fue tan inmenso, tan insolente y tan egoísta, y nunca los fieles servidores de Don Dinero se situaron tan alto en las máximas esferas del Estado”. Yo no puedo imaginar a Jesús sino haciendo suya la indignación de Stéphane Hessel. Cuando un día subió a la montaña y, en lugar de todos los mandamientos, gritó: “¡Bienaventurados los pobres, porque dejaréis de serlo!”. Y también gritó: “¡Bienaventurados los pobres de espíritu, que es como decir los amigos de los pobres, porque así seréis de verdad bienaventurados!”. Y cuando un día contó la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. Y cuando otro día, en el atrio del templo, volcó las mesas de los cambistas, cosa que le costó el arresto y, a la postre, la cruz. La pasión de Dios le conmovía y no pocas veces le revolvía las entrañas. La pasión de Dios fue su paz y su ira, su cruz y su pascua. El Espíritu apasionado, que es como decir Dios, el Espíritu que es la pasión de Dios rebelde y feliz, el mismo Espíritu de Dios que hace danzar a las galaxias en el cosmos y a los electrones en el átomo, impulsaba a Jesús. Y a veces se manifestaba como indignación y otras veces como fiesta y danza. Porque ¿acaso puede alguien imaginar que Jesús no bailara en todas las formas? Sí, seguro que la música y el ritmo del Espíritu vibraban en sus entrañas, y le hacían mover las piernas y los brazos, la cadera y los hombros, al igual que los labios. Seguro que Jesús ya practicaba a su manera la danza espiral de Ana Mendiola, que ahora llama “Danzo para ti”. ¿Acaso no irritó a la gente intachable y a los sacerdotes desabridos saltándose las normas de pureza, rompiendo el ayuno, comiendo alegremente con odiados publicanos y prostitutas despreciadas, hasta el punto de ser llamado “comilón y borracho”? Un día quiso explicarse y dijo: “Cuando la gente está de boda, no ayuna, sino que come y bebe y baila. ¿No os dais cuenta? Estamos en tiempo de boda, se casan el cielo y la tierra, la realidad y el sueño, están a punto de desaparecer de esta tierra el hambre y todas sus enfermedades, las del cuerpo y las del alma. Es hora de comer y beber y bailar. Gritad, vitoread, tocad, como está escrito en el Salmo 98”. Y como la gente intachable y el clero desabrido no lo entendían, otro día Jesús les dijo: “Sois como niños caprichosos que dicen ‘Pues no juego’, y ni Dios puede acertar con ellos. Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos cantado endechas y no habéis hecho duelo. Pues enteraos, ahora es momento de bailar, y bailemos. El Reino de Dios, el mundo nuevo, no hay quien nos lo quite. Mirad los pájaros del cielo que cantan a la lluvia. Mirad los lirios del campo, ¡cómo los viste Dios! Cuando hay que indignarse y hacer duelo, indignaos y haced duelo. Y cuando hay que danzar, danzad. Y no tengáis miedo, pues Dios os cuida. Cuidaos del miedo. Y si por cualquier razón o sin razón alguna os aflige la angustia, danzad en espiral con el cuerpo y el alma, y ayudad a Dios a liberaros o a liberarse de la angustia en vosotros. Yo danzo para ti. Dios danza en ti para ti. Danza también tú en Dios para Dios”. Necesitamos esa espiritualidad de la indignación y de la danza. La indignación cuando hay que indignarse contra la impiedad. La danza cuando hay que dar rienda suelta a la vida y la dicha, a la paz y la confianza, a la bondad y la belleza. Necesitamos la espiritualidad de la indignación que sabe resolverse en danza. La danza, ese arte integral que libera el impulso originario de la vida que late en las entrañas del hombre, en las entrañas de la mujer, en las entrañas de la Tierra, en las entrañas de Dios. Necesitamos recuperar esa espiritualidad. No quiero decir que necesitamos recuperar la espiritualidad perdida, como si la hubiéramos tenido en el pasado, como si el tiempo pasado hubiera sido mejor. Necesitamos espiritualidad, espíritu, respiro. Necesitamos espiritualidad en esta sociedad perpleja que somos, en este tiempo incierto que vivimos, en este planeta amenazado que habitamos, mejor, que somos. Digo “necesitamos”, yo el primero, y toda religión institucionalizada la primera, y la Iglesia católica la primera. Sí, y la jerarquía católica la primera. No hay más que mirar a la Conferencia Episcopal española reunida en Asamblea esta pasada semana. Reunida y enzarzada en complicadas, nunca confesadas maniobras, a ver cuál de los sectores consigue nombrar a cuál de los cardenales como presidente de la Conferencia. Un cardenal amigo del Papa y adicto del poder, y a punto de cumplir la edad canónica de cese episcopal, viaja a Roma para tejer allí los hilos de la voluntad de Dios: “Santidad, yo le organizo la más brillante Jornada Mundial de la Juventud si me concede una prórroga de 3 años en mi sede episcopal y, de paso, en la presidencia de la Conferencia Episcopal Española”. Y así se ha hecho, pero no sin secretas y feroces luchas de mitrados. Prebendas y trueques, ambiciones, escalafones. Como en todos los partidos políticos, pero guardando la compostura clerical. Ante tal espectáculo, Jesús no sabría si indignarse o danzar; creo que se indignaría, pero acabaría danzando, porque ante todo creía en el Espíritu que renueva la faz de la tierra y remueve los cimientos de la Iglesia. Ser de una religión o de ser de otra, o no ser de ninguna, eso no importa. Importa seguir respirando y dando aliento. Tanto importa, que de lo contrario nos morimos de asfixia o nos matamos de miedo. Está en juego el respiro, la esperanza, el futuro de la VIDA. Necesitamos espiritualidad. Necesitamos indignarnos para una revolución pacífica, como dice S. Hessel. Y necesitamos pacificar nuestra indignación en la danza, danzando en la espiral de la vida y los unos para los otros, como dice Ana Mendiola. Necesitamos el Espíritu que gime y danza, el Espíritu que es “descanso en nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos”. Necesitamos la paz del olivo, la luz de la palmera, la sombra del laurel. José Arregi Vengo de muy lejos de más atrás que los recuerdos vengo del ayer de los tiempos recogiendo de nacimiento en nacimiento vibraciones no escritas gemidos sonidos energía vida. Vengo de la mano del aire y del fuego vengo inundada de un corazón ritmo indispensable sístole y diástole para mover los músculos del alma y el alma de la danza. Vengo a lomos de culturas ancestrales donde en sus noches las diosas bailan y embriagan de sensualidad todos los seres animados y algunos de los inanimados. Vengo de Oriente y del sur viajando en ESPIRAL vengo de las raíces de África y de Asia de los primeros sonidos de América soy hija de su fusión. Vengo hasta aquí buceando en el aire vengo volando bajo el agua para regalarte un espacio para que te sumes a esta danza de la vida a esta magia circular (Ana Mendiola) |
Jose Arregui
Archivos
Abril 2021
Categorias |