Un hermano franciscano, que tiene de socarrón cuanto tiene de bondadoso –y es mucho–, me soltó hace unos días con su sonrisa traviesa: “Ya te vale de hablar de pajaritos en el aire y de nubes en el cielo. Escribe de economía”. ¡Caramba, Toño! Tan listo como eres, ¿piensas acaso que los pájaros y las nubes no forman parte de nuestra economía? ¿Crees que no son los mismos los males que nos afligen a ellos y a nosotros, pues somos carne común?
Pero bien, no me saldré por la tangente, cosa imposible contigo, y hoy escribiré de economía. Aunque no sé cómo puedo yo escribir de economía, si apenas hace un año que me enteré de cómo funcionan la hipoteca y el euríbor, y además estoy seguro de que la próxima semana, con la misma sorna mansa y con la misma razón, me dirás: “Zapatero, a tus zapatos”. Los zapatos nos aprietan cada vez más, al igual que el cinturón, a pesar de que todos estamos en régimen de adelgazamiento general. Ajustar los zapatos y estrechar el cinturón: he ahí la receta que nos quieren imponer, en nombre de la razón económica. Bajar salarios, disminuir pensiones, reducir servicios. Adelgazar lo público y engordar lo privado. Trabajar más y ganar menos. Producir más y distribuir menos. Empobrecer a muchos y enriquecer a unos pocos. Abaratar el despido, facilitar el desahucio, encarecer el préstamo. Obligar a endeudarse, exigir que paguen, e impedir que puedan hacerlo. Rebajar la calificación de la deuda (triple A, doble A plus, minus… ¿qué sé yo?) hasta declararla “deuda basura”, hasta que los intereses suban tanto, tanto, que nadie pueda pagarlos. Tumbar a un gobierno, y luego a otro, y atemorizar al resto. Arruinar a un país tras otro, con toda su pobre gente hundida en la miseria, y luego rescatarlos, es decir, embargarlos, es decir, quedárselos para sí. Pero eso durará hasta que el embargador también se arruine, y el último que se arruine no tendrá quien lo rescate. He ahí la razón económica. Pero la razón en su paroxismo se vuelve locura, y hunde al mundo con sus pobres gentes, con sus pájaros tristes y sus nubes contaminadas. Es “su” razón económica, la de los pocos que ganan cuando casi todos pierden. Pero esa razón es perversa. Y además es irracional, porque los pocos que creen ganar acabarán también perdiendo. Sépalo, Sra. Ángela Merkel (¡qué nombre, Dios mío! Creía saber lo que significa “Ángela”, pero dejo de saberlo si tiene apellido “Merkel”, que significa “protector del mercado”). Sépalo, Sra. Merkel, aunque todos sus asesores le digan lo contrario. Sépanlo, Sr. Emilio Botín y todo su consejo de administración, y todos los señores del Goldman Sachs, del Morgan Stanley o de la Deutsche Bank y demás grandes bancos, de la agencia Moody’s y de todas las demás. Yo no sé de economía más que lo que me dicta el sentido común, y el sentido común me dice que no puede ser razonable una economía tan mala para tantos, que aquello que es malo para la mayoría acaba siempre siendo malo para todos. Además, creo en las palabras, como por ejemplo la vieja palabra griega oikonomía, que quiere decir “gobierno de la casa”, y gobernatu, en nuestro viejo caserío, significaba “dar de comer” a los animales y a los hijos, todos miembros de la misma familia. Que no me vengan ahora a decir que “economía” significa el arte de ganar siempre más, y que “gobernar” significa obedecer a los bancos. Que no me vengan a decir que Grecia e Italia, y muy pronto España y quién sabe cuántos más, han de ser gobernados por “tecnócratas” economistas nombrados al final por los bancos y no por políticos elegidos por el pueblo (los nuevos primeros ministros Grecia e Italia, Papademos y Monti, están ligados a Goldman Sachs). Entonces, ¿para qué estaban ahí los políticos? Si cuando lleguen los problemas, van a ser los tecnócratas quienes vayan a gobernarnos, ¿para qué elegimos y pagamos a los políticos? Explíquennos esto, Sres. políticos: si Uds. se van a plegar a los dictados del mercado y si, elijamos a quien elijamos, al final van a acabar gobernando los tecnócratas, ¿por qué siguen todavía Uds. ahí? No les pido que se vayan, sino que nos cuenten la verdad, y no se sometan a eso que llaman “razón económica”, que es una gran mentira, una inmensa mentira mortífera a escala estatal, a escala europea, a escala planetaria. Y no lo digo yo, que soy lego en la materia. Lo dicen desde hace años más de un Premio Nobel de Economía. Y lo dicen, por ejemplo, dos autoridades económicas como Vicenç Navarro y Alberto Garzón, que acaban de publicar sobre ello un libro titulado Hay alternativas. Lo iba a publicar Aguilar, pero esta editorial, ligada a Prisa, es ahora posesión de Liberty (!!!) –grupo al que pertenecen entre otros la Deutsche Bank y la Morgan Stanley– , y se echó para atrás. Y los autores del libro han decidido publicarlo en la editorial Sequitur de ATTAC por 10 euros y difundirlo gratis en su web. Ahí encontraréis otras muchas mentiras y otras muchas verdades. Es mentira que la causa de la crisis sea el estado del bienestar. La causa primera ha sido la política neoliberal vigente desde los años 80 de Thatcher y de Reagan, una política por la que en las últimas décadas ha aumentado mucho la riqueza, pero también los pobres, pues la riqueza creada se ha concentrado en el 1% de la población. Los bancos se lanzaron a hacer préstamos y más préstamos, las empresas a construir casas y más casas, la gente a comprarlas con hipotecas y más hipotecas que nunca podrían pagar. La economía, cada vez más enloquecida, fue pasando de ser productiva a ser financiera y especulativa: de producir, vender y comprar cosas necesarias para vivir a producir, comprar y vender dinero, simple papel o, mejor dicho, simples números, vanidad de vanidades. Hasta que uno dijo “Yo no pago” y el otro “Yo no presto”, y todo se derrumbó. Tuvimos que comprar a los bancos que nos habían vendido y, una vez rescatados, nos vuelven a vender. Es mentira que no haya alternativas. Es mentira que la alternativa sea la austeridad, aunque a todos nos vendría bien aprender la austeridad, pero no la que predica e impone el mercado solamente para los pobres. Es mentira que la solución sea la reducción de salarios, porque no son los salarios altos los que han hecho bajar la competitividad: en 2010, las 35 empresas más grandes de España ganaron un 24% más que en el año anterior, mientras el poder adquisitivo de los trabajadores bajó un 2%. La solución pasa por defender el empleo y los salarios (si la gente se empobrece, ahora que los bancos ya no prestan, ¿cómo comprar? Y ¿cómo vender, si no se compra? Y ¿para qué producir, si no se vende?). La solución pasa por acabar con la especulación, el fraude y los paraísos fiscales. Una economía “inclusiva, verde y sostenible”, como prometió el G-20 en Londres en 2008 y enseguida olvidó. La solución es política. Y la solución es espiritual: una nueva manera de respirar y ser felices, en la esperanza activa de un nuevo cielo y de una nueva tierra donde habite la justicia. José Arregi Para orar. CENTINELA, ¿QUÉ HAY DE LA NOCHE? Solo una cinta en flor guarda el entorno de la garita, libres los ejidos. Tarda la lluvia, pero en el bochorno ya estalla nuestra sed de redimidos. Para que Dios se vea Dios ahora, hay que ir haciendo el Reino, a contramano de cualquier otro reino; y es la hora de que este mundo lobo sea humano. ¿Qué fue del latifundio, centinela? ¿Qué hay de la esperanza, compañeros? La noche de los pobres está en vela y el Dueño de la tierra ha decretado abrir todos los surcos y graneros, porque el eón del lucro ya ha pasado. (Pedro Casaldáliga)
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Me encuentro en la India, con motivo de un Congreso teológico.¡Namasté! Así se saludan inclinando la cabeza y juntando las manos a la altura del pecho, y quiere decir: “Yo me inclino ante tu forma”, “Mi espíritu respeta tu espíritu”, “La divinidad que hay en mí venera la divinidad que hay en ti”. Namasté, India, con tus montañas y ríos sagrados, todos femeninos: Indo, Brahmaputra, Godavari… y la Ganga Ma (Madre Ganges). Namasté, India, con tus 1.200 millones de habitantes, que pronto serán más que los chinos. Namasté, India milenaria, India joven, con tus 24 años de edad media, con tus 500 millones de menos de 21 años.
Namaste, India, con tus 900 millones de hindúes, con tus mantras o sílabas sagradas, con tus brahmanes, gurús, peregrinos y ascetas, con tus templos o mandires de todos los tamaños cerca de los ríos, habitados por una única divinidad en todas las formas. Namasté, India, con tus más de 100 millones de musulmanes –en este momento, al ocaso del sol, oigo al muecín llamar a la oración en nombre de Alá el Misericordioso–. Namasté, India, con tus 20 millones de cristianos. Namasté, India contradictoria como todo el planeta, con tu crecimiento anual del 7% desde hace 8 años, que a los más pobres no les llega o les hace más pobres. Namasté, pobres de la India, el 15% de todos los pobres del mundo. Namasti, dalits (“intocables”) de India, multitud de excluidos del sistema de castas, que Gandhi llamaba harijam (“hijos de Dios”). Namasté, mujeres de India, que aún seguís sometidas, a pesar de que en vuestras escrituras está escrito: “la mujer es el poder del mundo y la forma esencial de cada cuerpo”. Namasté, devadasis (“servidoras de la divinidad”), que en un tiempo fuisteis privilegiadas, veneradas, libres al frente de los templos, y luego os convirtieron en “prostitutas sagradas”, decir, prostitutas esclavas hasta hoy. El tema de nuestro Congreso es “Hacer teología en el contexto del pluralismo religioso, cultural e ideológico”. Y está muy bien que, siendo aún la teología cristiana, como todo el cristianismo, tan europeo como es, hayamos venido –debería decir peregrinado– a este subcontinente asiático, que hace cuatro mil años, antes de la llegada de los arios, mucho antes de Abrahán, ya conocía una floreciente cultura religiosa en Mohenjo Daro; a esta tierra donde, mucho antes de los primeros escritos bíblicos, los sabios Vedas ya escribían poemas cantados y hacían teología; a este país de los grandes maestros Sidharta Gautama el Buda o Iluminado, Mahavira el Jaina y de Patanjali el patriarca de todos los yoguis; a esta tierra de los grandes filósofos Sankara, Madhva y Ramanuja que hace mil años ya discutían sobre qué es el Brahman o el Absoluto invisible, que nosotros llamamos “Dios”, en relación a este mundo visible, cuestión sobre la que aún seguimos cavilando sin avanzar más que ellos. Está bien que hayamos venido aquí a tomar en consideración el pluralismo teológico a este país de la diversidad, el país de los mil colores y de las mil especias, con decenas de razas, nacionalidades y religiones, con 18 idiomas reconocidos por la constitución y otras 1.000 lenguas o dialectos, aunque el hindi y el inglés son las lenguas nacionales, y el inglés la lengua del trabajo (¿Qué quieres, amigo? Eso es la globalización. ¿A eso estará condenado el pluralismo?). Si una vida no es suficiente para conocer India, como aquí se dice, ¡cuánto menos siete días, cuatro de los cuales han transcurrido en un salón de la facultad de teología de los jesuitas en Pune, una ciudad moderna y desarrollada de 5 millones de habitantes, ciudad universitaria, la “Oxford del Oriente”, que según nos dicen no es el mejor lugar para conocer la India profunda. Otra vez será. Aquí nacieron cuatro de las grandes religiones del mundo: hinduismo, budismo, jainismo y sijismo. Pero el hinduismo no es “una” religión. Es como la India: un mosaico de creencias y prácticas diversas. No hay un fundador, no tiene un credo fijo, ni una "doctrina eclesiástica", ni una estructura u organización común, ni necesitan de todo ello para sentirse unidos. Siendo distintos, todos los hindúes comparten la misma intuición y vivencia de fondo: que todo lo visible y cambiante –incluidos los dioses– no son más que formas de lo Invisible y Absoluto, llamado Brahman; que la entidad real (atman) de todos los seres, mi propia entidad profunda, es también Brahman; que todos los seres somos cautivos de nuestra forma, de nuestro karma, del peso de nuestras acciones en esta vida y en el samsara (“rueda”) de todas las vidas anteriores, infinitas; y que debemos y podemos liberarnos de la tiranía de nuestra prisión, de nuestro yo, y todas las religiones son buenas si nos liberan, nos hacen buenos y nos llevan a ser lo que propiamente somos, el Absoluto mismo. No todos los indios son hindúes, practicantes del hinduismo; solamente lo son el 80%. Pero no solo los hindúes comparten la cultura india, de la que forma parte su religión milenaria. He oído decir a un cristiano convencido: “Soy primero indio y luego cristiano”. En esa simple frase se expresa el reto más radical de la teología de hoy: toda “revelación divina” y toda fe –también la cristiana– arraigan en una cultura, como una planta en una tierra concreta, y se convierten en religión; toda religión es solamente una forma particular de una experiencia humana profunda que trasciende las formas. También el cristianismo que hemos conocido, tan ligado a la cultura griega y romana y europea, es una forma histórica, particular. Otros cristianismos distintos son posibles. ¿Acaso no fue muy distinto al nuestro el “cristianismo de Jesús”, sin dogmas ni jerarquías? India, Asia, África…, pero también nuestra Europa de hoy, cansada del cristianismo tradicional pero también de la intrascendencia, nos invitan a reinventar otros cristianismos posibles. Y si alguna vez desaparece el cristianismo, el Misterio de Dios seguirá habitando y sosteniendo el universo, danzando como Shiva y sufriendo como el Crucificado, hasta la moksa (“liberación”) universal. Mientras tanto, todos somos peregrinos. Y los cristianos, allí donde vamos, llevamos un precioso evangelio en nuestras pobres vasijas de barro. Y también nosotros podemos decir lo que dijo el jesuita Juan Masiá cuando le preguntaron por qué había ido al Japón a llevar a Cristo: “A Cristo, más que traerle, le busco”. Como el pequeño pez que buscaba el Océano sin darse cuenta de que nadaba en él, también nosotros le buscamos, siendo así que en Él vivimos y Él en nosotros. La India lo ha sabido desde siempre. ¡Namaste, India! ¡Namasté, amigo, amiga lectora! José Arregi Para orar Oh Dios, condúcenos de lo irreal a lo real. Oh Dios, condúcenos de las tinieblas a la luz. Oh Dios, condúcenos de la muerte a la inmortalidad. Que haya paz en los cielos, paz en el cielo y en la tierra, paz en las aguas, paz en las hierbas y las plantas, paz sobre todos los dioses, paz para todos los seres. (Plegaria hindú tomada de los Upanishads, en torno al s. V a.C.) De vuelta de la India, quiero hablaros de sus dioses y de su único Dios. “Mal empiezas –me dirá alguien–. ¿En qué quedas: Dios o dioses, monoteísmo o politeísmo?”. Pues bien, ni lo uno ni lo otro. Sería meter a Dios en nuestra aritmética, y la India nos enseña, entre otras muchas cosas, a creer en el Misterio de Dios más allá del número, las formas y los nombres.
Toynbee, el famoso historiador de las civilizaciones, conversaba en 1963 con su hijo, que de pronto le preguntó: "¿Crees en Dios?". Toynbee contestó: "Creo en Dios si las creencias hindúes o chinas están incluidas en la creencia en Dios. Pero me parece que los cristianos, judíos y musulmanes, en su mayoría, no admitirían esto y dirían que no es una genuina creencia en Dios". A la vuelta de la India, me gustaría decirle a Toynbee, si pudiera: “Cree en paz, hermano. Las creencias hindúes o chinas, cristianas, judías o musulmanas, son lo de menos. Cree, como el Oriente te enseña, en el Misterio sin nombre más allá de todas las creencias, conceptos y cifras. Sumérgete y confía, sabio hermano de tantas civilizaciones”. En un viejo Upanishad de hace 2.500 años, un discípulo pregunta a su maestro: “¿Cuantos dioses hay, Yajnavalkya?”. “Treinta millones y trescientos treinta y tres mil”, responde el maestro. “Sí –repone el discípulo–, pero ¿cuántos dioses hay verdaderamente, Yajnavalkya?”. “Treinta y tres”. “Sí, ¿pero cuántos dioses hay verdaderamente, Yajnavalkya?”. “Tres”. “Sí, ¿pero cuántos dioses hay verdaderamente, Yajnavalkya?”. “Dos”. “Sí, ¿pero cuántos dioses hay verdaderamente, Yajnavalkya?”. “Uno y medio”. “Sí respondió; ¿pero cuántos dioses verdaderamente, Yajnavalkya?”. “Uno”. “¿Cuál es el dios único?”. “El soplo. Ése es el Brahman”. El Brahman es la Realidad Absoluta sin nombre de todas las realidades. También los dioses, sean muchos, sean tres o uno, son formas del Brahman. Todos los nombres de los dioses son nombres del Innombrable, más allá del nombre y del número. “Treinta millones” es una cifra, y también lo es “uno”. Pero a “Dios”, el Brahman, no le podemos expresar con una cifra (ni con un nombre, un concepto, una forma). Dios no es contable. Se pueden contar los árboles de un gran bosque, por muchos que sean; se pueden contar las estrellas del cielo, por incontables que parezcan, y aunque algunas se van apagando y otras nuevas se van encendiendo. También los dioses se pueden contar. Pero Dios no es contable, no es ni uno ni muchos. O, si se prefiere, es Todos y Nadie, es Todo y Nada. Es todo el Ser de todos los seres, pero no es nada de cuanto es. Es toda la bondad y toda la belleza que vemos, pero no es nada de lo que vemos. ¿Un galimatías? No, es muy simple, como una gota, como una llama, como una flor. Al hablar de Dios, hay que empezar por negar lo que sabemos y entendemos, o si no callar. Pero no podemos callar. Hablemos de Dios de forma creíble. Hablar de “Dios” es hablar con consuelo de nosotros mismos y de cuanto existe. Hablar de Dios es admirar y amar cuanto existe y seguir confiando a pesar de todo. Decir “Dios” es decir el Misterio en el que somos, más allá de todo y más acá, el infinitamente cercano, tan cercano que no lo podemos ni ver. Él es el que ve, siente, habla y oye. Es el misterio de todas las místicas. Es el misterio de la India mística. Pocos días antes de viajar a la India, recibí un e-mail de J.M., un amigo jesuita muy conocido, profundamente marcado en su experiencia espiritual y en su teología por su estancia de un año en aquella tierra, toda sagrada. “La India me cambió el chip”, me dijo hace años mientras caminábamos por Arantzazu. Se refería a su manera de vivir y de expresar a “Dios”, el Indecible. Esta vez, en su e-mail me escribía: “Que en la India puedas recibir algo de su Misterio, más allá de la pobreza que veas, que también es Misterio”. Se refería al Misterio del nombre más allá de la palabra, de la revelación en el silencio, de la plenitud en la nada, de la belleza que cautiva, de la ternura que libera, de la compasión que cura. El Misterio de Dios en todos los nombres y en todas las formas. He vuelto de la India con la impresión de no haberme prestado apenas a que su Misterio me impregnara. He vuelto con el firme propósito de regresar allá para hacer lo esencial en la India y en todas partes: sumergirme, como se sumergen los hindúes en las aguas de la Madre Ganga. Quiero volver a mirar cómo una niña muy pobre y muy pura enciende una lamparita a una diminuta imagen de alguna divinidad, una lamparita de aceite juntos a unos pétalos de flor para su Dios, el Dios de todos/as, el Dios que es todo el Ser y toda la Ternura –la que tenemos y la que nos falta– de todos los seres. El Dios de aquella niña de Pune. Era la víspera del regreso y empezaba a atardecer. Yo caminaba por una acera atestada de basura y maloliente, en medio de un tráfico ensordecedor y, para nosotros, absolutamente caótico. Llego junto a un hermoso tronco seco de árbol con las ramas tronchadas, con franjas pintas de azul, rojo y amarillo, justo al borde de la acera, y miro cómo una niña deja su miserable puesto de venta (no sé ni de qué, seguramente de nada), junto a una tiendecita minúscula de lona pegada al árbol y extendida entre la tapia y la acera (sería su casa y la de toda su familia). Se dirigió a un pequeño nicho adosado al árbol; en el nicho, una pequeña lámina de alguna divinidad. Me acerqué con inmenso pudor, y me quedé mirándola. Ella me miró con la mayor naturalidad, sin rastro de miedo. Sus ojos eran dos lamparitas brillantes que revelaban el Misterio sin nombre de la bondad y de la belleza. Tomó una lamparita del nicho, vertió cuidadosamente un poco de su aceite en otra y encendió ambas. Seguramente era el aceite que aquella noche faltaría en su casita de lona para untar su chapati, una tortita morena de harina de trigo. Pero el aceite era para Dios, y ¡todo era tan simple! “¿Quién es?”, le pregunté yo torpemente, señalando la imagen de la divinidad. ç Ella no respondió a la pregunta, porque seguramente no tenía sentido y ciertamente no tenía respuesta. En ese momento vi a mi lado a un hombre joven –parecía su padre–, y me dijo: “Es el Protector”, mientras con sus ojos y sus manos señalaban al cielo. Eso dijo, con la misma naturalidad y la misma convicción con que la niña encendía las lámparas del Misterio en la tarde de la pobreza. Y yo preguntando quién era, cómo se llamaba, si era uno de tantos dioses o el único Dios, y qué es Dios… ¿Qué es Dios? Es la mirada limpia de la niña de Pune, es la bondad y la paz en medio de toda la miseria. Existe más allá del nombre y de la cifra. Nos hace existir, más allá de las creencias. Yo querría volver a aquel pequeño santuario en medio de la pobreza, para mirar con los pies descalzos, la mente en silencio y el corazón en paz. José Arregi Para orar. Oración a la Diosa Sarasvati Reverencio en mi corazón a la Diosa Sarasvati. Ella es la Suprema Soberana, Manifiesta como nombre y forma. ¡Que Sarasvati me proteja! La Potencia no-dual de Brahman, ¡que Ella, la divina Sarasvati, me proteja! La que existe únicamente en la forma de sentido, de oración, palabra y letra, sin principio ni fin, ¡que Ella, la infinita Sarasvati, me proteja! ¡Que la completamente blanca Sarasvati juegue para siempre en mi mente! Me inclino ante Ti, Sarada. ¡Concédeme el don del conocimiento correcto! ¡Reside siempre en mi habla! Sarasvati dijo así: “Siempre soy Verdad, Conocimiento, Bienaventuranza. El mío es estado de Brahman perpetuo, sin falta ni impedimento. Soy ser, conocer, amar. Brillo por mí misma, libre de dualidad”. Por la alegría de la profunda experiencia del Ser, ganamos la concentración sin aspectos: una llama en un lugar sin brisa. Aquí existen cinco factores: El ser, el brillar, el amar, la forma y también el nombre. Los primeros tres pertenecen a Brahman. Los dos otros constituyen el mundo. Deja de lado los últimos dos factores, y concéntrate en los primeros tres. Cuando se ve el Supremo Ser, un alma finita o el Dios Supremo son nociones de la mente, no son reales. Quien sabe esto es verdaderamente libre. Esta es la sabiduría secreta. ¡Om! Que Ella nos proteja a los dos juntos. Que Ella nos cuide a los dos juntos. Que trabajemos conjuntamente con gran energía. Que no nos peleemos entre nosotros, que no odiemos a nadie. ¡Om! ¡Que haya Paz en mí! ¡Que haya Paz en mi ambiente! ¡Que haya Paz en las fuerzas que actúan sobre mí! (Sarasvati-Rahasya Upanishad) Eutsi berrituz, un grupo de cristianas y cristianos de Gipuzkoa, convoca un encuentro por la paz en Arantzazu para el próximo sábado 26 de Noviembre. Eutsi berrituz es un buen nombre y lema: “Perseverar renovando”, o “Resistir reformando”. Perseverar y resistir renovando ¿qué? Esta sociedad resignada, este mundo atemorizado, esta Iglesia paralizada en el pasado. Y esta paz insegura que volvemos a soñar. Les felicito por la iniciativa y os animo a sumaros el día 26, por el sitio que es –Arantzazu, lugar de espinas, lugar de perdón, lugar de paz– y por la causa que les lleva –la paz de la memoria, la paz de la justicia, la paz de la bondad–.
Creo en la paz, fruto de nuestra tarea, regalo de Dios. “Que los montes traigan paz y los collados justicia”, rezaba el salmista bíblico, no porque esperase que la paz llegaría por sí misma de los montes y de los collados, o del cielo, desde fuera y desde lejos, como llega una caravana extranjera. Bien sabía el salmista que la paz y la justicia han de germinar en nuestros valles, que todos los dones del cielo han de brotar en nuestra tierra, que Dios nace y viene de esta frágil arcilla que somos, de este barro que Él/Ella misma anima pacientemente. Creo en todos los peregrinos que, desde hace más de 500 años, por calzadas de piedra o caminos de barro, por senderos de ovejas o carreteras de asfalto, han subido a Arantzazu orando por la paz. No creo en el dios que imaginaban los peregrinos mientras oraban, pero creo en los peregrinos y en su oración. No creo en un dios que habita fuera de nosotros y que solo cuando quiere atiende nuestras pobres oraciones, pero creo en el Dios –¡perdón por el masculino!– que ora y gime y goza en nosotros y en el corazón de todas las criaturas. No creo en un dios soberano con acceso restringido al que solo llegamos por medio de intercesores –Jesús, la Virgen o los santos–, pero creo en el Dios que es pura accesibilidad y plena intercesión y absoluto “inter-ser” de todos los seres, santos y heridos como Jesús, María y José. A ese Dios han orado en el fondo todos los peregrinos de todas las religiones, también en Arantzazu, a pesar y más allá de todas las imágenes. No creo en la oración que grita para que Dios escuche y conceda, pero creo en la oración de quien clama desde el dolor y la alegría de la vida, en el corazón que agradece y se lamenta. Creo en la oración que nos abre a la confianza y nos dispone a recibir lo que agradecemos y a dar lo que pedimos. Creo en la oración que hace ser a Dios en nosotros y nos hace ser Dios. Creo que cuando oramos a Dios por la paz, Dios ora en nosotros, Dios nos reza: “¡Oh mis sufrientes criaturas, acoged la paz, vivid en paz, haced la paz!”. Creo que debemos orar de tal manera que, al orar, nuestros montes traigan paz y nuestros collados justicia, la paz y la justicia germinadas en los valles. De tal manera que, al orar, nos hacemos creadores como Dios y anticipamos, aunque sea por un instante, el sábado del descanso. Como Eutsi berrituz, yo también creo en “la defensa eficaz de los derechos individuales y colectivos, y la promoción de las vías pacíficas para la solución de los conflictos”. Creo en “el respeto al derecho a la vida, el cultivo de la tolerancia y del diálogo, la reconciliación, el perdón y el acercamiento sensible a quienes han sufrido violencia, el respeto a la identidad y a la voluntad plural del Pueblo Vasco”. Creo en todos los esfuerzos que “puedan seguir contribuyendo al logro de la paz definitiva en la justicia”. Creo en la paz, aunque nunca haya sido y nunca llegue a ser plena hasta que amanezca del todo el séptimo día de la creación. Creo en cada instante de paz que hace que el tiempo se expanda hasta el fin de los tiempos, cuando el lobo y el cordero habitarán juntos. Creo en cada gesto y actitud que promueven la paz. No creo en la paz del poder. Creo en el poder de la paz. No creo en la paz de unos contra otros, en la que el odio, la venganza y el resentimiento no quedan vencidos en todos, pues reaparecerán en la próxima guerra. Creo en la paz hecha por todos, como si no hubiera elecciones a la vuelta de la esquina. Creo en la paz para todos, en la que todos ganan. Creo en la paz fundada en la memoria. Todos estamos muertos mientras no podamos contar a alguien nuestra historia, con todas sus sombras, y no sea recogida por alguien como en un vaso precioso para ser restaurada e iluminada poco a poco, suavemente. Creo poco en la contabilidad de las víctimas; tal vez habrá que hacerla también, aunque la lista nunca sea completa. Creo sobre todo en cada historia personal concreta. Creo que todos los relatos de dolor han de ser escuchados, uno a uno, cada uno como si fuera único, con compasión, con calma, sin prisa. Y no creo en la memoria que se empeña en seguir aferrada al pasado y a todas sus heridas. Perdón, también creo en esa memoria herida, mientras no sea posible otra cosa, pero creo en la sanación de la memoria capaz de resistir y de esperar, de renovar y de crear. Creo en la memoria del futuro, en la fe compartida de otro porvenir común y posible. Creo en la memoria sanada que nos hace revivir. Creo en la paz de la justicia. La paz es el fruto de la justicia. Pero no creo en la justicia del castigo y de la venganza, sino en la justicia que busca dar a cada uno –primero a la víctima, pero también al victimario– aquello que necesita para vivir y ser mejor, en paz. Creo en la justicia empeñada no en que el delincuente expíe, sino en que se humanice. Creo en la justicia interesada no por dictaminar acerca de la culpa, sino por promover la responsabilidad que transforma. Creo en la justicia inspirada por este sencillo y elemental criterio, la regla de oro de toda conducta justa: “Trata a tu prójimo como querrías ser tratado por él”. Ponte en el lugar de la víctima. Ponte también en el lugar del encarcelado. Esa regla no falla nunca, y la entiende cualquier niño. ¿Será mucho pedir que la entiendan los partidos políticos y aquellas/os que pasado mañana serán elegidos para representarnos? Claro que es muy difícil atenerse a esa regla. Por eso es tan difícil vivir en paz. Pero mucho más difícil aun es vivir sin paz. Creo en la paz, como todos los peregrinos de Arantzazu y de todos los lugares. Creo en la paz que brota de nuestra oscura, sagrada tierra. Creo en la paz que baja del cielo, como baja la luz al amanecer desde la cumbre del Aloña hasta el valle de Beilotza.y que sube como sube al atardecer la sombra tranquila de Iturrigorri hacia la peña de Zabalaitz a la entrada de Urbía. Desde Dios hasta Dios, de paz en paz. José Arregi Para orar VELAS Frente a nosotros, como una fila de velas encendidas, -radiantes, cálidas y vivas- están los días del futuro. Los días del pasado son esas velas apagadas. Las más cercanas todavía humeantes, las más lejanas encorvadas, frías, derretidas. No quiero verlas. Me entristece recordar su brillo. Frente a mí miro las velas encendidas. No quiero mirar hacia atrás y asustarme: cuán rápido la negra fila avanza, cuán rápido las velas apagadas crecen. (K. Kavafis) El Premio Nobel de la paz 2011 ha sido concedido a tres mujeres africanas: dos liberianas y una yemení. Lo han recibido las tres juntas, pero lo merecía entero cada una de las tres y muchísimas más de las que nadie se acuerda. A ellas nuestra gratitud y nuestro homenaje, no por haber recibido el premio, sino por haberlo merecido.
El Premio Nobel, como todos los premios, llega siempre después de complejos laberintos, secretas negociaciones, sopesados intereses. Y no digamos en el caso de un Nobel de la Paz cuya concesión, también en este caso, habrá puesto a prueba la cordura y la imparcialidad sueca. No sé si la plena objetividad es posible en química, pero no lo es ciertamente en cuestiones de paz, porque la paz es en primer lugar cuestión de justicia, y sucede a menudo que la justicia la dicta el poder. De otro modo, difícilmente se podría comprender que en el año 1973 se le hubiera otorgado el Nobel de la paz a Alfred Kissinger que, mientras negociaba –por evitar la derrota más que por conseguir la paz– con Vietnam del Norte, sostenía dictaduras, derrocaba democracias y ordenaba asesinatos en América Latina y allí donde podía. Y costaría comprender que hace dos años, sin ir más lejos, se le diera el galardón a Barack Obama, que tal vez quiere y no puede o, más seguramente, no quiere cuanto puede a favor de la paz justa, la única verdadera. Le honra, al menos, que en esa ocasión reconociera: “No me lo merezco”. Estas mujeres de este año sí se lo merecen: Leymah Gbowee, una sencilla trabajadora social liberiana, madre de seis hijos, infatigable soñadora y luchadora por la paz; Ellen Johnson Sirleaf, madre de cuatro hijos, liberadora y presidente de Liberia; Tawakul Kerman, yemení, madre de tres hijos, principal protagonista de la revuelta pacífica contra la dictadura de su país. Las tres son madres. ¿Y por qué lo digo, si en el caso de Kissinger y de Obama he eludido señalar su condición de padres? No lo sé muy bien, pero algo debe de tener que ver el ser madre con merecer el Nobel de la Paz. Luego volveré. Leymah Gbowee empezó con un sueño. Primero soñó despierta que la paz en su país, Liberia, era posible. Nada es posible si primero no se sueña despierto. Pero Leymah, además, un día soñó dormida que ella lideraba un movimiento de paz. Y al despertar se dijo: “Hágase. Yo lo haré”. Y a ello se entregó y sigue entregada en alma y cuerpo, con todos sus hijos, hasta convertir el sueño en realidad. Luchó con sus armas: a veces ocupando el mercado para impedir que reclutaran niños para la guerra, a veces poniendo barricadas para impedir que los hombres allí encerrados pudieran salir mientras no acordaran la paz; otra vez, aliándose –ella, cristiana– con una musulmana para formar un movimiento interreligioso de paz; un día, proclamando: “Nos merecemos tener un futuro. Yo quiero un futuro, porque tengo hijos”. Y otro día, decidiendo: “Nuestros maridos no tocarán nuestros cuerpos hasta que logren un acuerdo de paz. No habrá sexo sin paz”. La última estrategia fue tal vez la más eficaz, pues ya se sabe por dónde flojean los varones. Ellen Johnson Sirleaf es presidenta de Liberia desde 2005, primera mujer africana en acceder a la presidencia de un estado, otra forma de asistencia social. Liberia: un país con nombre de libertad, pero sumido en la opresión. Un pequeño y hermoso país creado para que los esclavos deportados de otro tiempo fueran libres, pero sometido luego a todas las modernas esclavitudes. Un país de solo cuatro millones de habitantes con 800.000 refugiados por la guerra. Un país con 20 médicos y sin maestros. Un país destrozado y hundido, trágica caricatura de quienes lo habían soñado y bautizado como “Liberia”, “Tierra de la libertad”. Vino ella y puso su corazón, su inteligencia, su fuerza de mujer y de madre. No en vano la llaman “Mamá Sirleaf” y “Dama de hierro”, por haber logrado también ella esa síntesis a la que las entrañas y las circunstancias han inducido a tantas mujeres. Las dificultades en su país siguen siendo inmensas. Las resistencias internas y externas perviven. Los fracasos no faltan, los errores tampoco. Pero ella sigue ahí, reengendrado a su país para la libertad y la paz. Tawakul Kerman, primera mujer árabe en recibir el premio, es una de las protagonistas de la revuelta popular del Yemen contra el presidente Ali Abdalá Saleh y su régimen violento en el poder desde hace 33 años. Vive en una tienda de campaña en la Plaza del Cambio de Saná, convertida en un campamento en pie de paz. Y ahí, ella es la primera, por si alguien duda todavía del alcance de la primavera árabe. Fundadora de Mujeres Periodistas Sin Cadenas, ha declarado: “Por el camino de la paz, se derriban las dictaduras”. Y ha dedicado el premio “a la juventud de todos los países árabes, en especial a los de Túnez, Egipto, Libia y Siria. A todos los jóvenes de la revolución. A todas las mujeres”. Tres mujeres por la paz, más allá del Nobel. Madres de una nueva Liberia digna de su nombre, de un nuevo Yemen, de una nueva África, de nuevos continentes asentados en la paz de la justicia. ¿Y por qué resalto su condición de mujer y madre? Es un terreno resbaladizo, y sé de antemano que, diga lo que diga, me equivocaré. No pienso que la mujer, por serlo, esté mejor preparada que el varón para hacer la paz, aun teniendo como tiene el hemisferio cerebral izquierdo más desarrollado que el varón y siendo por ello, como salta a la vista, más hábil que el varón con la palabra. La palabra es fundamental para la paz, pero no creo que esa sea la razón fundamental que ha llevado a estas mujeres y tantas otras a merecer el Nobel. La razón fundamental es, me parece, que han sido excluidas de los engranajes del poder y del sistema, y eso, aun siendo injusto, de hecho las hace más libres para derribar el sistema violento y edificar la casa de la paz. Veo el mismo fenómeno en la Iglesia, en nuestra Iglesia tan masculina: el que vive de la institución se empeña en sostenerla y difícilmente la transformará. Luchar por la paz siendo madre tiene un mérito añadido: ¿De dónde sacan tiempo estas madres? No quiero decir que la maternidad deba demandar a la mujer más tiempo y dedicación que la paternidad al varón. Tampoco eso debiera ser así, pero, de hecho, las mujeres sostienen gran parte del peso del mundo, de la familia, de la maternidad e incluso de la paternidad. Y no digamos en África. Y las religiones son responsables de ello en buena medida. Pues he aquí que estas madres, como innumerables madres, han superado al parecer las condiciones vigentes del tiempo y del espacio. Verifican en sus vidas novedosas leyes físicas, biológicas, matemáticas y económicas, hasta hacer proezas. Y convierten la exclusión en impulso. Se merecen todos los Nobel a la vez. José Arregi Son muchos los bienaventurados que nunca hicieron hablar de ellos ni dejaron de sí ninguna una imagen… Todos aquellos que, de tiempo inmemorial, han amado sin cesar y cuanto han podido tanto a sus hermanos como a su Dios. Aquellos de los que no se dice nada, los bienaventurados de la clase humilde, los que no han hecho milagros. Los que nunca tuvieron éxtasis y no dejaron más huella que un trocito de tierra o una cuna… Son muchos, la gente sin importancia, los bienaventurados del cada día que nunca entrarán en la historia. Los que han trabajado sin gloria y que gastaron sus manos amasando, ganándose el pan… Sus nombres están en muchas piedras, y a veces en nuestras plegarias… Pero ellos están en el corazón de Dios. Y cuando alguno de ellos abandona la tierra para llegar a la casa del Padre, una estrella nace en los cielos… (Texto anónimo, traducido del francés) Hoy ha amanecido como todos los días, un milagro cada vez. ¡Oh mañana, yo te saludo! Sobre el horizonte del Andutz, el cielo ha pasado del oscuro al rosado, al violeta, al azul, un azul muy suave y limpio. En la pradera soleada que baja hasta la estación de Arroa pastan las vacas plácidamente. Las niñas y los niños juegan en el patio de la guardería, como si toda la vida no fuera más que eso, y tal vez no lo es, aunque esa visión aún se nos escapa a los mayores y pronto la perderán también ellos, los niños. El petirrojo que canta en los matorrales del riachuelo Narrondo, justo aquí debajo, no dejará, sin embargo, de cantar mientras queden petirrojos. Y la hoja del chopo seguirá temblando hasta que un día se desprenda y caiga suavemente, buscando la tierra de la que brotó. ¡Oh Dios, oh Misterio de paz en tanta belleza, oh Belleza de la Paz que anhelamos!
Así es cada día, y hoy es uno más, pero no es un día cualquiera. Es el día siguiente al 20 de octubre, es el “primer día del resto de toda nuestra vida”, la que nos quede. Ayer, a última hora, ETA anunció el cese definitivo de toda actividad armada y, si de mí dependiera, haría que las humildes campanas de Arroa y de todas nuestras ermitas, incluida San Lorente, repicaran cada hora como si fuera el Ángelus. Sé que exagero, que el mundo sigue hoy tan afligido como ayer, que en nuestro pueblo queda todavía casi todo por hacer, casi todo que construir, mucho dolor que aliviar, muchos rencores que suavizar, queda la gran casa de la paz por edificar. Pero saludemos este día infinitamente esperado, tantas veces frustrado, tantas veces reclamado, este día tan merecido. ¡Dejad que lo celebremos! Sé también que todo cuanto diga aquí será subjetivo y parcial, discutible, pero alguna vez tendremos que aprender a expresarnos con franqueza y respeto, sin que nadie pretenda poseer el monopolio de la verdad y de la ética, sin que nadie se crea dueño del bien y de la justicia, sin que a nadie se le niegue su parte de dolor y de razón. Alguna vez tendremos que reconocernos a nosotros mismos y a los demás el derecho al error o cuando menos al riesgo de errar. Alguna vez tendremos que curar el odio y sanar la memoria para seguir construyendo. Hoy no es un día para pedirnos cuentas, ni siquiera para rendirlas, sino para dar gracias a todos los que han creído que era posible y han hecho posible que llegara este día, el día después de ETA. A todos los que lo han intentado y fracasado. A todos los que han sido duramente injuriados por seguir creyendo y arriesgando. A todos los que lo han pagado con su vida. Y a aquellos que lo están pagando con la cárcel. Hoy es un día para agradecerles a ellos y para volver a creer en nosotros mismos y en el otro. Es un día para volver a creer en el niño feliz y bueno que fuimos sin saberlo cuando empezamos en el vientre de la madre o en el sueño de Dios. ¿Y ese que te ha desgarrado la vida y que maldices como malo? Haz lo que puedas, pero procura creer también en él, pues de otro modo, tenlo por seguro, nunca podrás recuperar la fe en ti mismo, en ti misma. Y sin esa fe no tendrás paz dentro de ti, y sin paz no podrás vivir. Hoy tampoco es un día para proclamar vencedores a un lado y vencidos al otro, aunque esto pueda sonar demasiado duro para muchos que han sufrido demasiado. Quiero comprenderlos. Pero yo quiero la paz mejor para todos, y la paz mejor es aquella en que todos ganan. Solo ha de ser vencido el fanatismo, la amenaza, la imposición, la violencia en todas sus formas. Pero también los violentos, todos ellos, han de salir ganando, y saber que ganan haciendo la paz en vez de la guerra. Habrá tiempo, habrá días, para recordarlo todo, para sentarnos en corro, como los niños de esa guardería, y escuchar sin prisa y sin interrupción la historia del otro, y contar la nuestra desde el principio hasta el fin, aunque nadie conoce en realidad el principio ni el fin de su historia, pero en ese breve intervalo nos ha juntado la vida y hemos de seguir tejiendo esta historia en común. Y es seguro que solo aquel fin que sea bueno para todos será bueno para cada uno, y que solamente juntos podremos levantarlo día a día ya desde hoy.Habremos de darnos tiempo para que cada uno desgrane lentamente la historia de sus dolores, e incluso de sus rencores. Solo así desatará sus nudos, al narrarse y sentirse escuchado. Solo así podremos reconciliarnos con nosotros mismos y nuestras heridas, y luego –mejor, al mismo tiempo– con el otro, también él herido. Hoy no es todavía el día para eso, pero sí de creer que podemos hacerlo. Y de aceptar, ya desde hoy, que no tenemos por qué contar todos de la misma manera nuestra historia común, ni tenemos por qué coincidir en el juicio del pasado, ni en la opción del presente ni en el proyecto de futuro. Basta que sea común la voluntad de ser sinceros con nosotros mismos, de sentir o comprender el dolor del otro y de erigir juntos otro futuro. No todo es igual, por supuesto. Y pronto, cuanto antes, habrá que volver a nombrar uno por uno a todos los muertos, para honrar su memoria, para reconocer y atenuar el dolor de los vivos, para reparar en lo posible todas sus pérdidas. Ojalá llegue el día en que aquel que mató pueda decir: “¡Qué horror! ¡Cuánto lo siento! Perdóname”. Solo entonces será libre, aunque no le perdonen. Ojalá llegue el día en que aquel que fue herido pueda decir: “Creo en ti y te perdono”. Solo entonces curará su herida, aunque nadie le pida perdón. No habrá que olvidar nada, pero solo habrá que recordar para restaurar, no para quedar prisioneros del pasado. Y no habrá que olvidar a nadie, y no porque se haya de equiparar a todos, sino porque todos necesitan ser dignificados, cada uno a su manera, cada uno en su lugar. Hay dolor, mucho dolor, en todos los lados. Y somos muchos, muchísimos, los que tenemos amigos y familiares que han perdido la vida o sufren en ambos lados, y no podemos olvidar a ninguno. Hoy no es un día para igualar a la víctima y al verdugo, pero sí para recordar que nunca haremos plena justicia a la víctima mientras no le ayudemos cuanto podamos a no volverse sin darse cuenta verdugo; y nunca haremos justicia al verdugo, mientras no adoptemos todas las medidas posibles para que se vuelva humano, hermano. Entonces, no habrá ningún daño que justificar, pero no habrá tampoco nadie a quien condenar, pues cada vez que condenamos a alguien, condenamos también con él una parte esencial de nosotros mismos. Si condenas, te condenas. Es así de claro, creámoslo. Dios es el Misterio Santo, Indemne, Sano, que no condena a nadie sino que –por eso mismo– santifica, salva, sana a todos. Hoy es un día para creer en El, en la Paz. Aún amanecerán muchos días, y deberemos poner nuestro grano de arena para que cada día sea un día para la paz. José Arregi Para orar No hagáis daño a ningún ser viviente: he ahí el camino eterno, permanente e inalterable de la Vida. Perdono a todas las criaturas, y que todas las criaturas me perdonen. Para todas tengo amistad, para ninguna enemistad. Quien vive de la espada es presa del miedo. A quien tratas de golpear no es, en verdad, otro que tú mismo. A quien tratas de gobernar no es, en verdad, otro que tú mismo. A quien tratas de torturar no es, en verdad, otro que tú mismo. A quien tratas de convertir en esclavo no es, en verdad, otro que tú mismo. A quien tratas de matar no es, en verdad, otro que tú mismo. Todos los seres desean vivir, ninguno desea morir. Toda arma, por poderosa que sea, siempre puede ser reemplazada por otra superior; pero ningún arma puede ser superior a la no-violencia. (Oración jainista. Jainismo: religión fundada en la India por Mahavira en el s. V a.C.) ¡Zorionak, Igoin e Hilargi! ¡Felicidades! Quiero empezar felicitando a vuestros padres, no solo por haberos hecho a los dos –¡cosa asombrosa!–, sino también por haberos puesto el nombre: Hilargi llamaban los vascos a la luna ya hace muchos miles de años, por ejemplo los habitantes de un pequeño monte guipuzcoano llamado Igoin; allí construían dólmenes y adoraban a Hilargi cuando aparecía de noche detrás de los montes. Los nombres que llevamos están llenos de misterio. Somos el nombre que llevamos. Pero somos llevados también por el nombre desde más allá hasta más allá del horizonte.
Hilargi, Igoin. Aquí están hoy vuestros nombres, como ángeles misteriosos, felices de estar juntos. Aquí estáis vosotros, con las manos unidas. ¿Por qué se encontraron un día vuestros nombres, entre millones de nombres, y se reconocieron? ¿Por qué se juntaron un día vuestras manos, entre miles de millones de manos, y se enlazaron? ¿Por qué se miraron un día vuestros ojos y supisteis que erais uno desde siempre y querías seguir siéndolo para siempre, para siempre? Nadie sabe decir por qué, pero es maravilloso, y solo cabe exclamar: “¡Oh, gracias!”. “Es el azar”, dirán algunos. “Estaba escrito”, dirán otros. Tal vez habrá quien diga que es “Dios”, que todo lo ordena según su voluntad. Pero es inútil querer explicar lo que simplemente es, pues es el sumo misterio. Y no tiene sentido creer en un Dios que nos explica, es decir, en un Dios que explicamos. Sería tanto como dejar de admirar y agradecer, como negar la gracia, como vender el amor. “¡Qué necedad! No se vende el amor!”, nos acaba de decir el Cantar de los Cantares, un increíble poema bíblico de amor de hace 2.300 años. Aquí estáis vosotros, sin ningún por qué, como una presencia simple y milagrosa. Sois para nosotros un milagro. En realidad, cada átomo de luz o de aire, cada piedra y cada hoja es un milagro. Y todo cuanto existe es el mismo infinito milagro, pues cada átomo y cada partícula están unidos a todos los átomos y todas las partículas en todo el universo, y es como si se buscaran y quisieran amarse siempre, por mucho que el universo se esté expandiendo infinitamente. Yo llamo “Dios” al Misterio inexplicable de belleza y de ternura que todo lo anima, lo empuja, lo atrae. Y vuestros ojos son sacramento de ese Gran Misterio. Habéis querido celebrar la boda de vuestro amor sin sacerdote ni fórmulas religiosas, y hacerlo aquí, en este lugar que algunos estarían tentados de llamar “laico” o “profano”. Pero ésas son palabras desfasadas, propias de un tiempo en que dividíamos el mundo en sagrado y profano, y colocábamos lo sagrado del lado de la religión instituida, y lo que quedaba fuera se decía “profano”. Vosotros nos enseñáis que ese límite no existe. Tenéis razón. No es más sagrada la música de Bach que la de Oskorri, ni el Ave María de Schubert es más sagrada que “Toda una vida” de Chabela Vargas. Mirad el maravilloso Cantar de los Cantares de la Biblia: nunca menciona a Dios en sus ocho capítulos. Simplemente, un hombre enamorado anhela a su amada (y sería igual si dijera “a su amado”): “Son mejores que el vino tus amores”. Una mujer enamorada suspira por su amado (o si queréis a su amada): “Grábame como sello en tu corazón, como sello en tu brazo”. ¿Qué es lo sagrado y qué es Dios sino eso? La vida es lo sagrado en todas sus manifestaciones de belleza y de bondad. El mundo es lo sagrado en la energía misteriosa que todo lo une y lo expande. La luna y el monte son lo sagrado. El amor es lo sagrado. El placer de los cuerpos y de las almas es lo sagrado. Y cuando sufrimos, cosa que nos sucede tanto, entonces también somos tierra sagrada que hemos de cuidar y curar. Todo aquí, en este lugar laico, es, pues, sagrado, como vosotros mismos, Igoin e Hilargi. Sois sacramento. Y todo es a la vez muy natural y simple, como vosotros mismos. No hay en el mundo nada más sencillo que decirle a alguien, con toda la convicción y con todos los miedos: “te quiero”. Creo que lo mismo se dirán de noche la luna y la montaña, temblando de emoción. Vosotros os lo diréis enseguida delante de todos nosotros: “Quiero estar siempre junto a ti. Quiero que estés siempre junto a mí. Quiero cuidarte y que tú me cuides siempre. Hemos florecido juntos, y juntos marchitaremos para seguir viviendo juntos, tú en mi corazón y yo en el tuyo eternamente”. “Siempre”. “Eternamente”. Supongo que estas palabras os harán estremecer un poco cuando las digáis. ¿Acaso en nuestras vidas no es todo demasiado inconstante e inseguro como para hablar así? Es verdad, y supongo que vosotros lo sabéis. Pero más al fondo, en lo más hondo de vosotros, Hilargi, Igoin, sabéis también otra cosa, y habéis querido que hoy se proclamara en alta voz: “El amor es más fuerte que la duda, la rutina, el tropiezo y la herida. El amor disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre. El amor no falla nunca. Y es más fuerte que la muerte”. Casi protestaríamos, aduciendo como argumento la sociología y la psicología y la arcilla que somos. Pero aquí estáis hoy vosotros para ratificarlo con vuestra presencia y palabras: “Sí, nuestra arcilla es muy frágil, pero, a pesar de todo, la arcilla quiere amar, y el amor es más fuerte que todo”. Así es, así sea, Igoin e Hilargi. Nos hace bien escucharlo. ¡Gracias! A nosotros todos, dejadnos deciros, desde el fondo del corazón y de todas nuestras dudas: No dejéis nunca de creer en vuestro amor. Asumid su rutina y todas sus flaquezas, pero seguid creyendo en él y cuidadlo cada día. No queráis un amor perfecto y sin conflictos, ni queráis colmaros plenamente el uno al otro. Pero cuidad vuestro amor. Cuidaos. Cuidaos sobre todo en los días difíciles, cuando la luna desaparece y la montaña queda oscura, o cuando la montaña se cubre y la luna se aflige más arriba de las nubes. Que cuando el monte se duerma, la luna lo despierte. Que cuando la luna se inquiete, el monte la calme. Confiad en vuestro amor. No estáis solos. Confiad en la misteriosa Presencia que os envuelve. Escuchad la voz misteriosa que, desde el fondo de vuestro amor, os dice a los dos: “Yo soy la madre, soy el padre, soy la Fuente del amor. Yo soy el Amado, soy la Amada, soy el Amor. Yo amo en vosotros, yo os amo. Yo os conduje en medio de los azares. Yo encendí vuestros primeros ardores. Yo velaré por vuestra llama. Yo disfrutaré vuestros placeres y yo lloraré vuestras lágrimas, hasta consolarlas. Hilargi, Igoin: Yo estaré siempre en vosotros. Vosotros estaréis siempre en Mí”. Joxe Arregi Para orar NO OS OLVIDÉIS LA VIDA Cuando vengáis, no os olvidéis la vida, mantenida caliente entre los brazos. No seáis espectadores. A retazos no la desparraméis por la avenida. Traedla tal cual es, vida vivida: doblegada de viento y de zarpazos arañada; tiesa también con lazos de paz, de amor, de júbilo prendida. Venid sin maquillar. Portad la duda, el desencanto, el grito de protesta. Vestíos de todo aquello que hoy se lleva. Pero llegue vuestra alma bien desnuda, con hambre de banquete, ansia de fiesta, de par en par abierta a vida nueva (Jorge Blajot) No es un plural mayestático. El vasco que aprendimos con la leche materna nos enseñó a decirlo así, en plural: “nuestra madre”, “nuestro padre”, aunque uno fuera hijo único; “nuestro hermano”, aunque uno fuera hermano único de su único hermano; “nuestra casa”, aunque uno viviera solo en su casa, sin compañero ni compañera. Las lenguas son más sabias que todas las filosofías y teologías juntas, pues contienen todas las palabras, y en las palabras está todo lo que se puede decir, e incluso lo indecible. El vasco, lengua multimilenaria y en peligro de extinción, sabe que toda madre es madre de muchos. Que todos los hijos son hermanos de todos. Y que todos debieran tener una casa, y que nadie debiera ser desahuciado y puesto en la calle por no poder pagar la hipoteca, y que nadie debiera tampoco pensar que su casa solo es suya. ¿El misterio que llamamos “Dios” no es acaso la comunión universal y la casa común de todas las criaturas? Esas cosas y otras muchas nos enseñaba ya la lengua, sin saberlo nosotros, en el pecho de la madre.
Ella murió el pasado 10 de Agosto, después de haber apurado el cáliz de muchos dolores en tres semanas, tan breves que apenas nos dieron tiempo para hacernos a la idea de que la íbamos a perder, y tan largas, sin embargo, que ella misma y nosotros hubiésemos querido abreviarlas al menos en unos días, y las hubiéramos abreviado de no haberlo impedido algunos prejuicios todavía vigentes. ¡Que nadie invoque el sagrado nombre de Dios para prolongar una vida demasiado dolorosa! Lo que la vida no quiere no lo quiere Dios, pues Dios es La Vida. Era el día de San Lorenzo, un santo popular, al que la leyenda presenta como aragonés, diácono y tesorero en la iglesia de Roma del siglo III; entre los tesoros encomendados a su custodia figuraba, se dice, el Santo Grial, la copa con la que Jesús celebró la cena de despedida, de la que bebió vino alegremente con sus amigos y amigas y que luego se le convirtió en cáliz de soledad y amargura, en contra de su voluntad y de la Dios. San Lorenzo sufrió el martirio, se cuenta también, asado sobre una parrilla, y de ahí que se le represente con una parrilla en una mano y un cáliz en la otra. Así se le representa en el sencillo retablo de la ermita de San Lorente, allí arriba, entre Arroa y Zumaia, a donde llevé a nuestra madre el primer día que, acompañada por varias de sus hijas, vino a ver mi casa, perdón, nuestra casa. ¡Cuánto le gustó la ermita y todo su entorno de montaña y de mar! Ya de antes, no sé por qué, a mí me gustaba ir allí de paseo, solo, los domingos por la tarde, y ahora ya es una cita imprescindible. Allí le rezo a nuestra madre. Allí nos encontramos, al caer la tarde, en la gran Presencia. La Presencia… Pero ¡cuántas ausencias sentimos, Dios mío! ¡Cuánta ausencia, imposible de colmar, siente una madre cuando pierde a un hijo, como perdió nuestra madre hace veinte meses, o a una hija pequeñita de apenas un año, que también perdió hace muchos años pero que nunca se le fue del corazón y de la memoria! Son cosas de madre. ¡Y cuánta ausencia sienten los hijos y las hijas, por crecidos que estén, cuando pierden a su madre! Nada colmará ya ese vacío. Nuestra madre no era la mejor del mundo. Era la nuestra. Y era de una presencia que lo cubría y lo llenaba todo. Como la Presencia del Todo. Como esta ausencia de ahora, hecha de todas las ausencias, ¡y son tantas en el mundo! Era una mujer fuerte, increíblemente fuerte, y falta le hizo en esta vida que, por mucho que digamos, sigue siendo también valle de lágrimas. Era fuerte como la tierra, que todo lo aguanta. Era tan fuerte que, a sus 83 años, después de catorce partos y diecisiete embarazos e infinitos desvelos, tenía el páncreas y el hígado invadidos por el cáncer, pero nadie lo sabíamos, y ella seguía trabajando todo el día, labrando la huerta con su azada, amasando el pan con sus manos y cultivando las flores, ¡cómo le gustaban las flores! Y sin cuidarse apenas, pero cuidándose de todo y de todos, hasta el último detalle. Y así siguió hasta la luna llena, el 15 de Julio, y al día siguiente, madrugando como siempre, todavía amasó y coció en el horno de leña muchas hogazas de pan dorado y tierno, y por la tarde ya no pudo más, y solo entonces lo supimos. Tanta fortaleza, sin embargo, nunca pudo con su ternura. Su ternura, reflejada en una deliciosa sonrisa, era –estoy seguro– el secreto de su fuerza y lo que la hizo tan humana, tan humana. Por eso la echamos tanto de menos, y por eso celebramos su memoria. Con ella, nuestra madre, quiero celebrar la memoria de todas las madres, ¡benditas sean! Y quiero bendecir a todas las hijas e hijos, pues todos somos huérfanos o bien lo seremos. ¡Gracias, ama! A veces todavía no podremos evitar las lágrimas por haberte perdido, perolloraremos sobre todo de gratitud por haberte tenido. Curaremos la herida de tu pérdida con el bálsamo de tu recuerdo. Gracias porque tú nos tuviste. Por habernos hecho, como el pan, en el horno de tus entrañas cálidas, uniendo el aire y el agua, la tierra y el fuego. Por habernos amasado, como el pan, lentamente, tiernamente, en la artesa de la vida, hecha de gozos y dolores. Gracias por haber sido tan sabia siendo casi analfabeta y sin haber leído ningún libro, salvo el gran libro de la Vida, el único importante. Gracias por haber encarnado tan bien aquella máxima que se atribuye a Jesús de Nazaret, el hombre bueno y feliz: “Hay más alegría en dar que en recibir”. Gracias por haber sido tan feliz como fuiste y haberlo sido dando, dándolo todo, escogiendo siempre para ti la peor parte y guardando siempre la mejor parte para los demás, para nosotros. Gracias por haberte ignorado tanto. Por no haberte sentado nunca a la mesa, ni al final, hasta haber servido a todos. Gracias por haber amado tanto la tierra y por haberla cuidado con el mismo mimo que a nosotros. Y por haberle contado sin drama, la azada en la mano y el sudor en la frente, tantos secretos dolorosos que nos guardaste a nosotros. Y por habernos dejado la casa llena de pan y de flores. Y gracias, ama, porque no fuiste perfecta. Porque fuiste de carne y de barro, aunque a veces parecías de otra carne y de otro barro. ¡Gracias por tus defectos y heridas! Siempre te querremos con ellas, como tú nos quisiste con las nuestras. Gracias por las palabras testamentarias que, en tu hora de Getsemaní, aquel bendito y duro sábado 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración, nos dijiste: “Vivid en paz. Tened paciencia”. Nunca lo olvidaremos. También tú, ama, vive en Paz. Descansa ya. Pero no dejes de cuidar en nosotros la llama de tu horno, pues ¿cómo podrías tú descansar sin cuidarnos? José Arregi Para orar Y entonces vio la luz. La luz que entraba por todas las ventanas de su vida. Vio que el dolor precipitó la huida y entendió que la muerte ya no estaba. Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba. Acabar de llorar y hacer preguntas; ver al Amor sin enigmas ni espejos; descansar de vivir en la ternura; tener la paz, la luz, la casa juntas y hallar, dejando los dolores lejos, la Noche-luz tras tanta noche oscura. (José Luis Martín Descalzo) Vuelve el otoño con su belleza dorada, con su paz y melancolía. Yo vuelvo con estos escritos, testigos de dudas, mucho más que de certezas. Pero es el signo de los tiempos complejos que nos toca vivir, y debemos amar este tiempo de tantos peligros, y habitarlo de paz. Amiga lectora, amigo lector: que tengas paz.
¿Has oído hablar del lobo de Gubbio? Es una deliciosa florecilla de Francisco de Asís, aquel hombre de paz que murió un sábado de otoño, el 3 de octubre de 1226, en su querida “Porciúncula”, porcioncita de tierra del valle dorado de Umbría. Hoy quiero honrar su memoria, la de un hombre que fue tan pobre que no tuvo enemigos. Tan pobre que todos fueron para él hermanas y hermanos, incluso el hermano lobo, y perdón por ese “incluso” que está de sobra. En su vida itinerante, como la de Jesús, Francisco moró durante algún tiempo en la ciudad de Gubbio, que guarda todavía hoy su aire medieval. Y cuenta la florecilla que por ese tiempo apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz. Entiéndase: algún terrible malhechor o, simplemente, el bando enemigo en un tiempo de luchas fratricidas. Lo que pasa es que las gentes sencillas que narraron esta historia o esta leyenda –una leyenda es una historia que espera todavía a ser verdadera–, compararon al temible criminal o al bando con un lobo feroz. Como seguimos comparando al degradado con el perro, al carroñero con el buitre, al siniestro con la víbora, al vil con el gusano, al engreído con el gallo, al vanidoso con el pavo, o al feo con el oso y al necio con el burro... Algún día caeremos en la cuenta de que con tales comparaciones no solo ofendemos y herimos a esos pobres animales, sino sobre todo a este pobre animal humano que somos. Y reinventaremos el lenguaje, para mirarnos mejor. Volvamos a Gubbio. Un lobo feroz –algún asesino o alguna banda más feroz que todos los lobos– tenía aterrorizados a todos los habitantes y todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad. Todo eso nos es familiar en nuestras ciudades atemorizadas, en nuestro planeta armado. Las armas no consiguen espantar al terror. Y no es porque falten armas, sino porque aún no hemos descubierto que sobran. Francisco ya lo sabía y, adelantándose a su tiempo y mucho más al nuestro, donde había armas puso compasión. Y compadecido de la pobre gente, pero también del pobre malhechor, salió a buscarlo, desatendiendo los consejos de toda la ciudad. “Hizo la señal de la cruz”, dicen las Florecillas. Es decir, se acordó del crucificado que murió indefenso y perdonando. Se armó únicamente de confianza en Dios, de confianza en sí, de confianza en el criminal. En cuanto el lobo lo divisó, corrió a su encuentro con las fauces abiertas, para devorarlo. Pero entonces Francisco le habló mansamente y le dijo: “Ven aquí, hermano lobo!”. Y, ¡cosa admirable!, el terrible lobo se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de Francisco. Y éste le siguió hablando con su revolucionaria mansedumbre: “Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso. Pero yo sé que tú no eres malo, sino que solo por hambre has hecho el mal que has hecho”. El lobo movía la cola y las orejas, y bajó la cabeza suavemente. Y Francisco le propuso un trato: “Hermano lobo, yo te prometo que la gente de la ciudad te va a proporcionar todo lo que necesitas mientras vivas y que nunca más tendrás hambre. Y tú me prometes a cambio que ya no harás daño a ningún ser humano en el mundo ni a ningún animal. ¿Me lo prometes?”. El lobo inclinaba la cabeza una y otra vez, diciendo que sí. Entonces Francisco le tendió la mano, y el lobo levantó la pata delantera, que es en realidad su mano, y la puso mansamente sobre la mano de Francisco. Luego fueron juntos a la ciudad en el nombre de Dios, como dos buenos amigos, como dos hermanos. La gente del burgo acudió en masa, entre atónita y curiosa. Y Francisco, con aquel pobre porte que tenía, pues no pasaba de un metro cincuenta, y con sus humildes palabras inspiradas, les predicó sobre los terribles daños que nos hacemos los humanos cuando nos miramos los unos a los otros como enemigos y nos tratamos como se tratan los cazadores y los lobos: “Hermanas mías, hermanos míos, ¿no veis que el mundo no puede seguir así? ¿No veis que todas las armas no sirven de nada, ni todos los castigos, que todos los imperios hasta ahora han caído, que seguirán cayendo y que tienen que caer? ¿Acaso no creéis en Dios, que es el Inmenso Corazón bueno en el que habitamos y en el que somos hermanos, el Inmenso Corazón de ternura que habita en nuestro pequeño corazón, tan incierto y temeroso? Mirad mejor, hermanas y hermanos míos. Basta mirar mejor para ser mejores, para llenarlo todo de Dios”. Y con su evangélica y poderosa ingenuidad, hecha de fe irreductible en la bondad, es decir, en Dios, les habló de la santidad de todos los seres, y de que el lobo y la víbora no son malos, y que el gusano es todo menos vil. Y que nadie, por siniestro y malhechor que parezca, lo es en su fondo. Y que el delincuente más feroz y asesino es en verdad un pobre ser humano lleno de necesidades, errores y heridas sin curar. Muchos lloraban de dolor y de consuelo en la hermosa plaza de Gubbio. Otros hacían ademanes escépticos, como diciendo: “Ya, ya…”. Algunos, sobre todo entre los principales del burgo, se rebelaron: “Francesco, estás hablando como el hijo de papá que eres y que nunca has tenido que luchar para ganarte la vida. Este mundo no se arregla sino con la ley en la mano y el castigo de los delitos. El bosque sigue estando lleno de lobos feroces y más vale prevenir que lamentar”. Francisco calló, indeciso y triste. Y se dijo: “Si yo me encontrara en el lugar del malhechor, yo sería el peor malhechor”. Sintió ganas de gritarles: “¡Y vosotros también, hermanos! Creéis acaso que el orden del emperador al que servís es más justo que el orden que reina en el bosque?”. Pero se contuvo. A punto estuvo, sin embargo, de preguntarles sencillamente: “Decidme, hermanos, ¿pensáis que alguna vez los malos se convertirán en buenos mientras tengan enemigos y sean perseguidos?”. Pero también se calló. Y miró al lobo, que le miraba con ojos muy vivos y mansos, como dos torrentes de paz. Ya había dado por finalizadas estas reflexiones hasta después del verano, pero la dirección del periódico me pide que escriba una semana más, informando de paso a los lectores sobre la suspensión, no vayan a enredarse haciendo conjeturas (por asociación). El motivo no es otro que la carga de tareas con que llega el verano. Interrumpiré, pues, estas reflexiones hasta el otoño, cuando las golondrinas se hayan ido sin necesidad alguna de “nihil obstat”. El “nihil obstat” es una pobre hechura humana, por mucho que se la quiera revestir de autoridad divina. Para poder publicar un libro, el autor o la editorial religiosa debía primero obtener de su obispo el “nihil obstat” –en latín: “no hay nada que oponer”–, garantizando que la obra no contenía nada contrario a la doctrina o la moral de la Iglesia. Estas cosas, como otras, habían ido cayendo en desuso después del Vaticano II, pero vuelven con fuerza, y no precisamente como vuelven las golondrinas, a vivir volando, sino como vuelven las penas, a veces hasta asfixiarle a uno.
Hace unos días supimos que la Comisión de la Doctrina de la Conferencia Episcopal Española había obligado –al fin y al cabo se trata de eso, lo cuenten como lo cuenten– al obispo de Getafe a negar el “nihil obstat” a un nuevo libro de José Antonio Pagola: “El camino abierto por Jesús. Marcos” (la editorial encargada de la publicación está ubicada en Getafe). Vuelven las penas y censuras, y es muy triste que vengan precisamente de quienes dicen representar a la Iglesia llamada a aliviar angustias penas y abrir caminos, como hizo Jesús: “Venid a mí, todos los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”. No han hablado así, tampoco esta vez, los obispos de la Comisión. Tampoco esta vez han representado a Jesús. En realidad, tampoco han representado a la Iglesia, pues nadie les ha elegido para hacerlo. Arrogándose un poder contrario al Evangelio, vuelven a ensañarse con Pagola, quién sabe por qué oscuros motivos. El más oscuro sería ese pernicioso afán de poseer la verdad, esa destructiva codicia de poder, esa terrible incapacidad de tolerar la diferencia, esa aversión a la libertad, esa falta de compasión, más terrible en unos hombres que se dicen religiosos, más triste y terrible si cabe en unos hombres que se dicen seguidores e incluso representantes de Jesús, lo sean o no. Los motivos que aducen –de acuerdo al documento filtrado a la prensa– son auténticas sinrazones, o así me lo parecen. Por ejemplo, denuncian en el teólogo guipuzcoano el “riesgo de deslizarse hacia planteamientos propios del pluralismo religioso”, como si el pluralismo religioso fuese un riesgo, no una gracia. O le imputan la “relativización de fórmulas dogmáticas en razón de la praxis”, como si las fórmulas dogmáticas no fuesen precisamente eso: relativas a la praxis, como lo fueron en su origen, y como ha enseñado siempre la mejor teología: que la fe no se refiere a la creencia o la fórmula (Santo Tomás de Aquino), que los dogmas nacen de la vida y deben llegar a la vida, y que solo en esa medida valen de algo. Si no, no valen de nada. Y le acusan de callar sobre “verdades de fe como la existencia del demonio”… Ya es exceso de celo dogmático o de fanatismo acusarle a alguien de callar algunos dogmas, por verdaderos que fueran. Pero acusarle de silenciar simplemente –sin afirmar ni negar– la existencia del demonio, eso ya pertenece al esperpento en unos hombres que, cuando les duele la cabeza, toman aspirinas en vez de recurrir a exorcismos o conjuros. Supongo. Censuran también a Pagola de la manera más virulenta por afirmar que la Iglesia discrimina a la mujer, y preguntan escandalizados: “¿Pretende decir que se debe admitir a las mujeres al sacerdocio ministerial oponiéndose así a una enseñanza infalible?”. Huelgan comentarios. Pero han de saber los obispos censores de la Comisión doctrinal que ningún papa ha enseñado nunca la prohibición del sacerdocio ministerial de las mujeres como “doctrina infalible”. Juan Pablo II estuvo a punto de hacerlo, pero no lo hizo, y se dijo entonces que fue el cardenal Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y hoy papa, quien le disuadió. La praxis y la enseñanza de Jesús, el Nuevo Testamento y la historia de la Iglesia, además del sentido común, dan testimonio unánime contra esa enseñanza, y no hay que darle más vueltas. Pero hay más. La Comisión de la Doctrina acusa a Pagola por afirmar que “la primera tarea de la Iglesia no es celebrar culto, elaborar teología, predicar moral, sino curar, liberar el mal, sacar del abatimiento, sanear la vida, ayudar a vivir de una manera saludable”, y consideran esa afirmación como incompatible con la fe católica. ¿Piensan entonces que hay algo más importante para la fe católica que curar, liberar y sacar del abatimiento?Si fuera así, deberíamos renegar de la fe católica por fidelidad a Dios y a Jesús. Pero no: el cultivo y el cuidado de la vida es lo más sacrosanto de la fe católica, por mucho que algunos obispos nos quieran enseñar lo contrario. Estos obispos, en su afán inquisidor, podrían llegar a condenar incluso a Joseph Ratzinger que en 1969, cuando aún no era cardenal ni papa, en su libro “El nuevo pueblo de Dios” escribió: “el culto divino más auténtico de la cristiandad es la caridad”. Señores obispos de la Comisión Doctrinal, quédense con la doctrina, pero devuélvannos el Evangelio, por amor de Dios y de todas las criaturas. ¿Les importa a Uds. el amor de Dios? ¿Les importa el Evangelio de Jesús? ¿Les importa la pobre gente? ¿Les importa el pobre Pagola, un hombre mayor y vulnerable que lo ha dado todo por la gente y por la Iglesia? Y Ud., hermano José Ignacio Munilla, no eluda sus responsabilidades, como hizo hace poco en su evasiva respuesta al escrito de 2.700 cristianos de su diócesis en apoyo a Pagola. No basta con decir que fue Mons. Uriarte quien llevó el caso a Roma a propósito del libro sobre Jesús. El problema no está en Roma, como Ud. bien sabe, sino en la Conferencia Episcopal Española, que intervino por encima del “nihil obstat” dado al libro por Mons. Uriarte. Díganos por qué, pues Ud. lo sabe. Como sujeto activo que es en todo este asunto, asuma su responsabilidad por decoro, por justicia, por Evangelio. Y haga cuanto esté en su mano por reparar el daño, por librar a Pagola de esa lenta tortura, por sacarle de ese cerco cruel en que Uds. le han metido. Querido José Antonio: sé que no soy para ti el mejor abogado, pero permíteme unas palabras desde el fondo del alma. Hay tiempo de callar y tiempo de hablar. Tiempo de someterse y tiempo de rebelarse. Solo tú sabes cuál es tu tiempo, y lo que hagas estará bien, y te seguiremos admirando. Pero déjame que te diga de corazón: No pierdas tu tiempo y energías en responder a tus censores. No entres en su terreno y su juego. No te empeñes en demostrar que tu cristología es ortodoxa, pues ellos son los señores de la ortodoxia, y siempre tendrás todas las de perder. Lo suyo es la doctrina. La doctrina es suya. No se la arrebates, no sea que se queden sin nada. Todos necesitamos algún asidero. Y diles claramente: “Vuestra ortodoxia no me interesa; quedáosla. Yo me quedo con el evangelio, que es también vuestro evangelio. Seréis, si tanto os va en ello, los señores de la ortodoxia, pero no sois los dueños del Evangelio, los dueños de la libertad y del consuelo”. Amiga, amigo: que en estos meses de verano respires en la anchura y en la paz de Dios. Algún libro de Pagola te podría ayudar. José Arregi Para orar Enséñame cómo ir a este país que está más allá de las palabras y más allá de los nombres. Enséñame a orar a este lado de la frontera, aquí, donde están estos bosques. Necesito que me guíes. Necesito que conmuevas mi corazón. Necesito que mi alma se purifique por medio de tu oración. Necesito que fortalezcas mi voluntad. Necesito que salves y cambies el mundo. Te necesito para todos los que sufren, para los encarcelados, para los que están en peligro y en el dolor. Te necesito para toda la gente enloquecida. Necesito que tus manos sanadoras actúen constantemente en mi vida. Necesito que hagas de mí, como hiciste de tu Hijo, un sanador, un consolador, un salvador. Necesito que des nombre a los muertos. Necesito que ayudes a los moribundos a cruzar cada cual su río. Te necesito, tanto vivo como muerto. Amen (Thomas Merton) |
Jose Arregui
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Abril 2021
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