Tal como el ángel había anunciado y quedó contado en su lugar, la niña Happiness (que quiere decir “Felicidad”), llamada también por los cristianos “el Niño Jesús”, nació en una patera, en medio del mar, cerca de una islita volcánica llamada Alborán, entre Almería y África, en tiempo del gran emperador sin nombre y sin entrañas.
Por entonces, tres sabios o sabias de oriente y occidente se presentaron en New York City y se dirigieron al palacio principal del emperador sin entrañas, situado en el centro de la Wall Street, entre Broadway y el East River, en el bajo Manhattan. Entraron juntos en el palacio y dijo la primera: “Soy hombre y mujer, indígena y negra, blanco y mestizo. Soy de todas las religiones y de ninguna religión. Vengo de las tierras afro-indio-americanas del Norte, del Centro y del Sur, de la tierra de los mapuches, del Chocó y de Haití, y de la frontera de Río Grande entre la miseria y la muerte o viceversa. Allí apareció una estrella y, siguiéndola, he llegado hasta aquí. ¿Dónde está, pues, Happiness, la hija de la Ternura, la que ha de traer Bienaventuranza a nuestras pobres gentes y a todas las criaturas sufrientes de nuestras tierras? He visto su signo y he venido a adorarla, y a presentarle nuestras quejas y sueños. Porque está escrito: El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierra de sombras, y una luz les brilló. Porque has quebrantado la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro. La bota del guerrero que pisoteaba la tierra, el manto empapado de sangre, serán quemados, devorados por el fuego. Porque una niña nos ha nacido, una hija se nos ha dado. Dilatará su soberanía en medio de una paz sin límites, sobre el derecho y la justicia desde ahora y para siempre (Isaías 9,1-6)”. El emperador sin entrañas se asustó y, cuando iba a tomar la palabra, el segundo de los sabios dijo: “Soy hombre y mujer, europeo y asiático, judío y palestino. Soy cristiano y musulmán, hindú y budista, confuciano y taoísta. Doy culto a Dios más allá de los nombres, busco la liberación más allá de las verdades. Vengo de Gaza, de Calcuta y de Birmania, y de las montañas del Afganistán. Allí apareció una estrella y, siguiéndola, he llegado hasta aquí. ¿Dónde está, pues, Happiness, la hija de la Compasión, la que ha de traer la Paz y la Justicia a nuestras pobres gentes, a nuestros pobres pueblos? He visto su signo y he venido a adorarla, a presentarle nuestros llantos y deseos. Porque está escrito: “Ella será juez de las naciones, árbitro de pueblos numerosos. Convertirán sus espadas en arados, sus lanzas en podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra” (Isaías 2,4). Y también: “Habitará el lobo junto al cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el ternero y el leoncillo pacerán juntos; una muchacha pequeña los pastorea” (Isaías 11,6)”. El emperador sin entrañas se asustó otra vez y, cuando iba a intervenir, la tercera sabia dijo: “Yo también soy hombre y mujer, soy árabe y bereber, bambara y suajili, tutsi y hutu, kwangali y zulú, tuareg y masai. Vengo de la cuna de la primera humanidad, de una miserable tierra llena de riquezas, de una tierra parturienta. Vengo del Sahara y de Sudán, de Somalia y de Gambia, de Mali y del Chad, y de las minas del Congo llenas de muerte. Allí apareció una estrella y, siguiéndola, he llegado hasta aquí. ¿Dónde está, pues, Happiness, la hija del Consuelo, que había de traer el agua y el pan para todas nuestros pobres, pobres, pobres pueblos? He visto su signo y he venido a adorarla, a presentarle nuestras penas y danzas. Porque está escrito: Se alegrarán el desierto y el yermo, la estepa se regocijará y florecerá; florecerá como el narciso, se regocijará y dará gritos de alegría. Fortaleced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes: ‘Ánimo, no temáis’. Brotarán aguas en el desierto y arroyos en la estepa; el páramo se convertirá en estanque, la tierra sedienta en manantial (Isaías 35,1-7)”. El emperador sin entrañas se echó a temblar y se quedó sin palabras. Pero pronto se repuso, e inmediatamente se puso en contacto con sus principales consultores, agentes y brokers a lo largo y ancho del planeta y les dijo: “El imperio está en peligro, hemos de tomar medidas, no hay tiempo que perder. Happiness amenaza el orden y la estabilidad del mercado. ¿Qué es, quien es Happiness? ¿Es alguna empresa pirata? ¿O algún movimiento terrorista? Controladlo y, si es posible, eliminadlo”. Todos los consultores, agentes y brokers apagaron sus pantallas y corrieron a investigar. Todos salvo uno que, con semblante pensativo y triste, dijo al emperador: “¡Happiness, ah, Happiness…! Es una niña, pero tiene detrás una muchedumbre imposible de contar. Nació hace solamente dos semanas en una patera, una de esas barcas de poco calado, utilizadas por inmigrantes africanos para atravesar el Estrecho de Gibraltar, burlar fronteras y entrar ilegalmente en España, en el mercado, en el mundo legal. Happiness es solo una niña, pero todas las gentes la desean, toda África la seguirá, y toda Europa del Este, y toda Asia, y toda América latino-indio-africana. Serán más numerosos que las arenas de todas las playas juntas, que las estrellas de todas las galaxias juntas. Ningún poder los podrá detener, porque han muerto muchas veces y ya no temen la muerte, porque Happiness es más fuerte que la muerte, porque Dios está con ellos. Ya lo dijeron las viejas profecías…”. Y calló con semblante pensativo y triste. Pero el emperador no había oído nada. Había vuelto a los sabios/sabias y les estaba despachando: “Id al mar de Alborán, entre África y España, y allí encontraréis a Happiness. Adoradla allí. Yo también la quiero adorar. Yo también busco la mejor solución para este mundo de mercado convulso. Y creédmelo: no hay solución sin bancos y fronteras”. Las sabias no se lo creyeron. Y siguieron por el mundo en pos de la estrella, preguntando por Happiness y pregonando profecías. En cuanto al emperador, ordenó a sus satélites que pusieran a salvo a Happiness en el mejor hospicio de Almería (España), que a ella y a sus padres les dieran generosamente papeles, ciudadanía, un trabajo y una pensión, y que todos los medios de comunicación lo airearan como prueba de la bondad del sistema o al menos de su buena voluntad. Que a todos los demás compañeros de patera, incluidos niños y mujeres embarazadas, los detuvieran, encarcelaran y expulsaran a sus países de origen o a donde fuere, pero que eso no se había de saber. Y así se cumplió la profecía: Se oyen gritos en Ramá, lamentos y llanto amargo: es la Tierra que llora por sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen. Pero así dice Dios: “Deja ya de gemir, no sigas llorando, porque tus afanes serán recompensados, oráculo del Señor. Tu futuro está lleno de esperanza, oráculo del Señor, tus hijos vuelven a su tierra” (Jeremías 31,15-17). Eso no ha sucedido, pero tiene que suceder. Mientras tanto, la Niña Happiness o el Niño Jesús tienen voto de seguir naciendo en un pesebre o en una patera, hasta que un día el emperador se ponga triste y pensativo, le empiecen a doler las entrañas, se le abran los ojos y vea que solo con todos podrá ser feliz. Entonces se cumplirá lo que está escrito: Dichosos los humildes, porque ellos heredarán la tierra (Mateo 5,5). José Arregi Para orar Todo estaba pendiente de tu boca. Igual que si los hombres, de golpe, se sintieran con la vida en las manos, detenida, como un reloj callado y a la espera. Como si Dios tuviera que esperar un permiso… Tu palabra sería la segunda palabra y ella recrearía el mundo estropeado como un juguete muerto que volviera a latir súbitamente. Tú pondrías en marcha, otra vez, la ternura. Orilla virginal de la palabra, niña del sí preñada con el Verbo, sin la más leve sombra de no, toda en el Día. Dios encontraba en ti, desde el primer albor de los latidos, la respuesta cabal a su pregunta sobre la Nada en flor… Tú lo hacías dichoso desde el Tiempo. Tu corazón se habría como una playa humilde, sin diques fabricados, y en la arena sumisa de tu carne el mar de Dios entraba enteramente. Niña del sí, perfecto en la alabanza como una palma de Cadés invicta; jugoso en la alegría, como la vid primera; pequeño como el viento de un párpado caído, y poderoso como el clamor del Génesis. Niña del sí desnudo, como un tallo en lirio bajo el filo implacable de la Gloria… Cuanto más cerca de la Luz vivías, más en la noche de la Fe topabas, a oscuras, con la Luz, y más hondas raíces te arrancaba tu sí, ¡niña del sí más lleno! Tú diste más que nadie, cuando más recibías, infinita de seno y esperanza. ¡Tú creíste por todos los que creen y aceptaste por todos…! Creías con los ojos y con las manos mismas, y hasta a golpes de aliento tropezaba tu fe con la Presencia en carne cotidiana Tú aceptabas a Dios en su miseria, conocida al detalle, día a día: en las especies torpes del vagido y en las especies del sudor cansado y en el peso vencido de la muerte… ¡Rehén de la victoria de la Gracia, fianza de la tierra contra el Cielo, gavilla de cordera y en cinta! Porque has dicho que sí, Dios empieza otra vez, con tu permiso, niña del sí, María. Las alas de Gabriel abren el arco por donde pasa entera la Gloria de Yahvé. El arca de tu seno, de madera de cedros incorrupta, viene con el Ungido. La primavera acecha detrás de Nazaret, regada por el llanto, y sobre las banderas blancas de los almendros el trino de tu voz rompe en el júbilo, humildemente solo. (Pedro Casaldáliga)
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El pasado 13 de Diciembre, fiesta de Santa Lucía, apareció en la prensa este reportaje que refería el nacimiento de una niña en unas circunstancias sorprendentes, que no sabría exactamente si calificar de venturosas o infelices. El estilo literario del relato es mediocre, comparado con los primeros capítulos de Lucas o de Mateo, pero tal vez podría ser proclamado como evangelio en la misa del gallo y el día de Navidad. Decía o, mejor, rezaba así:
En tiempos del emperador sin nombre, que algunos llamaban Banco Mundial o también Mercado Financiero y que, sea el que fuere su nombre, gobernaba sin entrañas sobre toda la Tierra, siendo Obama cada vez menos presidente de los Estados Unidos y de otros muchos Estados separados, siendo Hu Jintao gobernador de China, estrella ascendente de todo el planeta, siendo Rodríguez Zapatero administrador en dificultades de una hermosa península hecha de pueblos y rodeada de mares, en tiempos del asedio global en que aquellos que querían cambiar la Tierra no podían y aquellos que podían no querían, envió Dios al ángel Gabriel a una pequeña ciudad nigeriana de nombre desconocido, a una joven muy negra y valerosa llamada Judith, casada con un joven de nombre también desconocido y corazón resuelto. El ángel dijo a Judith: “¡Dios te salve, Judith, llena de gracia, el Señor está contigo!”. Ella se inquietó porque nunca le habían hablado así. Pero el ángel añadió: “No temas, Judith. Concebirás a Dios en tu seno y le darás a luz con dolor en la tierra y en el mar. Será una niña y le pondrás por nombre Happiness (es decir, “Felicidad”), porque será profecía de la Dicha y de la Vida”. Judith dijo: “Aquí estoy, así sea. Soy libre y estoy dispuesta”. Y el ángel se quedó con ella. A los nueve meses, salió un decreto del emperador sin nombre y sin entrañas, ordenando que todas las fronteras del norte se cerraran, incluso en el mar y en el aire donde no hay fronteras, murieran cuantos murieran en el sur. Pero Happiness empujaba y Judith se dijo: “Mi hija es más fuerte que la muerte. Iré donde ella me lleve, y le daré a luz y le daré mi pecho aunque me haya de morir. No obedeceré el decreto del emperador, hasta que Dios y mi hija derriben de su trono al poderoso y ensalcen a los humildes”. Y la mujer se reunió con otras mujeres embarazadas de Nigeria, Ghana y Camerún, desafiaron el poder, afrontaron la muerte, apostaron por la Vida. Y en una vieja patera se hicieron al mar. Y a Judith le llegó el tiempo de romper aguas mientras iban por el mar, y entre convulsiones y grandes dolores dio a luz a Happiness en la misma patera, cerca de una islita volcánica que llaman Alborán, junto al islote de La Nube, a mitad de camino entre Almería y África, entre la vida y la muerte, porque no había sitio para ellas en ninguna posada. Y una multitud de ángeles buenos se unieron a Gabriel, y rompieron a cantar: “¡Gloria a Dios en el cielo, en la tierra y en el mar! ¡Gloria a Dios, a la Vida y a la Paz!”. Y todas las mujeres que iban en la patera se pusieron también a cantar y a danzar al ritmo del cielo y de las olas. Y el ángel les habló: “Danzad, sí, mujeres del África. No temáis. Hoy os ha nacido una hija más. Hoy ha vuelto a nacer Dios, hija de vuestro seno y de la semilla de vuestros hombres. He ahí la señal: Happiness, hija del dolor, promesa de alegría. Celebrad esta noche, celebrad el Día. Danzad, mujeres del África, hasta que haya pan y posada para todos en la Tierra”. Y así se cumplió la Escritura que dice: “Álzate y brilla, Jerusalén, que llega tu luz. La gloria de Dios amanece sobre ti” (Isaías 60,1). Mientras tanto, Judith, débil y aterida, estrechaba a su hija y la amamantaba, y cuanto más se daba a su hija más fuerte se hacía la madre. Y en cuanto Happiness mamó hasta saciarse, se durmió plácidamente, como si el mundo entero fuera como el pecho redondo y rebosante de su madre, como si la vida nunca hubiese sido de otra forma y como si nunca fuera a ser distinta, como si Dios hubiera tenido razón cuando creó, miró y dijo: “Todo está bien, todo es muy bueno”. Y luego la pequeña Happiness se despertó y, de pronto, sus ojitos negros se encontraron con los ojitos negros de otro niño recién nacido como él. “Hola, yo me llamo Jesús. ¿Cómo te llamas tú?” “Me llamo Felicidad”. “¡Oh, qué bonito! ¿O sea que eres feliz?” “¡Sí, soy feliz, inmensamente feliz. Aunque no sé muy bien qué significa esa palabra: ‘inmensamente’. Debe de querer decir como los brazos de mi madre que son muy grandes y suaves, o como su pecho que es caliente y sabroso y no se gasta. O debe de significar como aquel mar donde yo vivía hasta hace un momento: se estaba muy bien, allí sí que era inmensamente feliz. Nunca tuve hambre ni frío, nunca lloré ni me sentí sola, y a veces me arrullaban cánticos lejanos, me balanceaban ritmos enérgicos como las olas de este mar, como si vinieran de otro mundo lleno milagros y también de inquietudes. Pero nunca tuve miedo. Luego no sé qué pasó: de pronto empecé a sentir que me asfixiaba, que me moría. Pero ahora todo está muy bien: en estos brazos, en estos pechos, soy feliz; por eso me llamo Happiness. Tu nombre también es muy bonito, Jesús. ¿Qué significa tu nombre? ¿Tú también acabas de nacer?”. “No sé qué decirte. Yo nací hace mucho tiempo en un pobre pesebre, en una pobre casita, en una pobre aldea llamada Nazaret, en Palestina, no muy lejos de este mar y de esta barca; luego dijeron que había nacido en Belén, y tenían razón, porque eso significa ‘Belén’: ‘casa del pan’ o ‘Dios pan’ ” . “¿Dios? ¿Qué es Dios?” “Dios significa que todo es bueno a pesar de todo, que habrá casa y leche y pan para todo el mundo, y que todo el mundo puede ser inmensamente feliz como tú. Mi nombre, ‘Jesús’, también significa lo mismo”. “Pero si naciste hace mucho tiempo, ¿por qué eres todavía tan pequeño? ¡Eres como yo!”. “Pues no sé exactamente. Creo que nací cuando empezó el mundo, pero que sigo naciendo porque mi nombre, Jesús, todavía no se ha cumplido”. “No entiendo nada, Jesús. ¿Qué quieres decir?” “Quiero decir que todavía no hay casa ni leche ni pan para todo el mundo. Por eso sigo naciendo, y soy como tú. Yo soy tú, Happiness, pero no soy tan feliz como tú”. “¿No eres feliz? Me da mucha pena. ¿Por qué no eres feliz? ¿No tienes madre?”. “Sí, tengo una madre, tengo todas las madres. He nacido muchas veces, y he visto de todo. He visto llorar, gritar de dolor, morir de hambre. He visto niños asustados, madres desgraciadas. Tu madre, mi madre, tampoco es feliz”. “¡Me asustas, Jesús! ¿De qué me hablas?” “¡Oh, mi querida Happiness, pronto lo sabrás! Pero, mientras tanto, no te asustes. No te asustes nunca. Una vez me hice mayor allí en Palestina, y un día subí a una montaña a la vista de un hermoso lago, y proclamé con toda mi voz hasta ocho veces: ‘¡Happy, bienaventurados todos los pobres y todos los que lloráis, porque dejaréis de llorar!’. Luego acabé mal, no te lo voy a contar ahora, pero sigo naciendo y seguiré naciendo, Dios seguirá naciendo, hasta que todo el mundo pueda llamarse Happiness y ser feliz como tú”. “Pues hasta ese día, querido Jesús, yo también seguiré naciendo contigo y con tu Dios, pase lo que pase”. “Pues entonces, ¡feliz nacimiento, Happiness!”. “¡Feliz Navidad, Jesús!”. José Arregi Para orar. SANTA MARÍA, NUESTRA LIBERACIÓN María de Nazaret, esposa prematura de José el carpintero, aldeana de una colonia siempre sospechosa, campesina anónima de un valle del Pirineo, rezadora sobresaltada de la Lituania prohibida, indiecita masacrada de El Quiché, favelada de Río de Janeiro, negra segregada en el Apartheid, harijan de la India, gitanilla del mundo; obrera sin cualificación, madre soltera, monjita de clausura; niña, novia, madre, viuda, mujer. Cantadora de la Gracia que se ofrece a los pequeños, porque sólo los pequeños saben acogerla; profetisa de la Liberación que solamente los pobres conquistan, porque sólo los pobres pueden ser libres: queremos crecer como tú, queremos orar contigo, queremos cantar tu mismo Magníficat. Enséñanos a leer la Biblia -leyendo a Dios- como tu corazón la sabía leer, más allá de la rutina de las sinagogas y a pesar de la hipocresía de los fariseos. Enséñanos a leer la Historia -leyendo a Dios, leyendo al hombre- como la intuía tu fe, bajo el bochorno de Israel oprimido, frente a los alardes del Imperio Romano. Enséñanos a leer la Vida -leyendo a Dios, leyéndonos- como la iban descubriendo tus ojos, tus manos, tus dolores, tu esperanza. Enséñanos aquel Jesús verdadero, carne de tu vientre, raza de tu pueblo, Verbo de tu Dios; más nuestro que tuyo, más del pueblo que de casa, más del mundo que de Israel, más del Reino que de la Iglesia. María de Nazaret, cantadora del Magníficat, servidora de Isabel: ¡quédate también con nosotros, que está por llegar el Reino!; quédate con nosotros, María, con la humildad de tu fe, capaz de acoger la Gracia; quédate con nosotros, con el Verbo que iba creciendo en ti, humano y Salvador, judío y Mesías, Hijo de Dios e hijo tuyo, nuestro Hermano, Jesús. (Pedro Casaldáliga) Él era maestro de la palabra, pero junto a Lourdes Iriondo, su querida compañera de toda la vida, y a ejemplo suyo, había adquirido también la sabiduría del silencio. Y ahora que su voz ha callado del todo, fundida con la Palabra, en el Gran Silencio, seguramente nos invitaría a todos a callar, a callar también sobre él. Pero creo que merece la pena que hablemos de él, y más merecería que le dejáramos hablar precisamente ahora, desde su gran silencio sonoro.
Yo, por su amistad y por la pena, quiero sumar un humilde homenaje a su memoria, a ese puñado de melodías y de poemas que valen toda una vida, un homenaje a su vida, un homenaje a su muerte. Sí, quiero rendir sobre todo un homenaje a su muerte, a la inmensa dignidad con que Xabier Lete la ha afrontado en su larga enfermedad, primero con Lourdes, enferma como él durante muchos años, y luego sin ella, en una soledad penosa, en un desamparo terrible. Dignidad. Esa es la primera palabra que me brota de lo más adentro al evocar a Xabier Lete. Ha sido un hombre y una vida sin pose, llena de dignidad, como su mismo porte. Como su palabra siempre franca, siempre exigente y poderosa como un volcán en erupción. Como su denuncia de toda ideología y de toda dictadura de derechas y de izquierdas, de toda patria absoluta y violenta. (“Que nadie pisotee ni una flor al borde del camino, en nombre del jardín-paraíso del porvenir”). Como su itinerario espiritual, desde una religión moralista y dogmática sin espíritu hasta el total agnosticismo, por dignidad, por libertad; y desde un agnosticismo sin aliento, de nuevo hacia la fe, llevado por el misterio y la belleza de los paisajes navarros y las montañas de Aragón, interpelado por las sólidas homilías del obispo Setién en las misas oficiales de Loiola y de Arantzazu –a las que acudía en su calidad de Diputado de Cultura en Guipúzcoa–, conmovido por una Presencia misteriosa en el canto de la Salve de los monjes de Leire al final del día, perturbado por una repentina mejoría en aquella noche de 1989 en que, moribundo –y a pesar de ser aún agnóstico– recibió la unción de los enfermos… Volvió a la fe, pero no a aquella fe ni a aquella Iglesia que había abandonado por dignidad, sino a una nueva fe profunda y libre en el Misterio de la Belleza y de la Compasión, la fe de Jesús exigente y liberadora, una acompañada de preguntas y dudas, llena también de dignidad. Especialmente digna ha sido la lucha tenaz por la vida a lo largo de 25 años de enfermedad incurable. Admirablemente humana fue la frágil entereza con que soportaron la enfermedad tanto él como Lourdes, ambos enfermos de muerte, y su decisión común de vivirla juntos con dignidad y responsabilidad. Extraordinariamente digna ha sido la consciencia, la responsabilidad, la libertad con que, llegada la hora, Xabier ha vivido su muerte, no como un episodio fatal, sino como sello de su vida, como su último y decisivo paso adelante, hacia la otra orilla. “Creo que se debieran vivir los últimos años con dignidad, y morir serenamente”, había dicho. Sus últimos años no han sido, ciertamente, tan dignos como él deseó, pero la muerte sí. Murió como deseó vivir y como deseó morir: suavemente, serenamente, humanamente. Recuerdo con emoción aquella conferencia que pronunció en el Koldo Mitxelena de San Sebastián en enero del año 2007. Xabier Lete contó cómo ella y él se fueron reconciliando con la muerte. Ambos padecían una grave enfermedad incurable. La muerte, ese desenlace inexorable pero abstracto y sin forma, de pronto se convirtió para ellos en un horizonte cercano y concreto. Ellos no apartaron los ojos. La miraron de frente, la observaron con realismo; formularon todas las preguntas, todas las hipótesis, con naturalidad, sin morbo alguno; el uno al otro se dijeron todas las angustias; pusieron nombre propio a todos los miedos, de uno en uno. Y todo ello mientras la enfermedad les iba minando el cuerpo y a menudo el ánimo, ¡qué hay de más humano! La enfermedad presente y la muerte próxima les estrecharon, sí, pero no de ánimo, sino la una junto al otro. Y mientras más se estrechaban, más se ensanchaban. Se fueron haciendo más comprensivos y magnánimos, más atentos y delicados. La vida era un bien escaso y precioso, y aprendieron a cuidarla, aprendieron a cuidarse; era sobre todo ella la que cuidaba de él. Y mientras iban padeciendo las heridas comunes del cuerpo, se iban curando las heridas comunes del alma. Mientras luchaban juntos contra la muerte, se reconciliaban juntos con la vida, con toda la vida, con todo el pasado, con todos los errores, con todos los daños. Y entendieron más que nunca que el amor es más fuerte que la muerte. Lourdes y Xabier fueron perdiendo el miedo a la muerte. Cobraron clara conciencia de que lo malo de la muerte no es que se muera, sino el cómo se muere. Y se dijeron que si ha de ser humana la vida, también ha de serlo la muerte. Que al igual que somos responsables de la vida para cuidarla y vivirla, hemos de ser igualmente responsables de nuestra muerte para acogerla, cuidarla y vivirla, y, para poder vivirla, hemos de poder decidir sobre ella de la manera más humana y responsable. Lo más cruel e insoportable de la muerte, en su caso, era que uno de los dos muriese dejando al otro sin compañía, sin soporte, sin consuelo. Y, a sabiendas de que para muchos oyentes iba a resultar inmoral y escandaloso, Lete confesó con la mayor naturalidad: “La piedad y la responsabilidad nos llevaba a Lourdes y a mí a desear morir juntos. Sabíamos que eso iba a ser muy difícil, porque la sociedad no tiene dispuestos tales procedimientos. Hay muchos obstáculos que impiden esa salida: éticos, deontológicos, legales y, en el caso de los creyentes, teológicos. Llevo dentro de mí un interrogante que me provoca un gran desgarro: el ordenamiento biológico de la vida, con sus cumplimientos fácticos, ¿es eso lo que debemos aceptar con fatalidad diciendo que es mandamiento y voluntad de Dios? ¿Cómo sabemos que esa es la voluntad de Dios? Yo creo que Dios nos hizo seres con razón y sentimiento, y que por lo tanto también somos corresponsables en las decisiones y dilucidaciones que tienen que ver con nuestra vida”. Y con la muerte, se sobreentiende. Así hablaba Xabier Lete dos años después de la muerte de Lourdes. Cuando, en las Navidades del 2005, ella se fue, él se hundió en una honda pesadumbre, de la que la poesía le salvaba intermitentemente. De ahí brotó su libro más bello de poemas (Egunsentiaren esku izoztuak, “Manos heladas del amanecer”). Pero su obra más bella ha sido su muerte, corona de su vida. Él deseaba morir, no por cobardía, sino por responsabilidad. No por evasión, sino por estima de la vida. Escoger su propia muerte, una muerte serena, en la confianza profunda y oscura de que la dulce mano de Lourdes, como la dulce mano de Dios, le esperaba al otro lado, que es el lado de más acá de nuestra misteriosa vida, ¿no habría sido para Xabier un gesto de dignidad humana, divina? José Arregi Para orar. Oración de Xabier Lete a Lourdes Iriondo, su mujer fallecida Acógeme, amor, en el último día, tómame en tus brazos cuando cruce el umbral de la terrible frontera, que de ti recoja caricias y sonrisas, que en la claridad de las praderas de lo alto reanudemos el amor primero cuando la brisa limpie de arrugas nuestras frentes, sé que tú me aguardas no sé cómo, no sé dónde pero que la asombrosa ventura de alguna divinidad no impida ese reencuentro llegada la hora, en tu palabra me fío en aquella serenidad con la que te fuiste, acógeme, amor, en el día de la gran cuenta, no espero al sonar de las trompetas no aguardo a los coros de los ángeles, para que aquella deuda pudiera ser perdonada y aquella culpa enjugada... entonces sería yo tuyo para siempre bueno para siempre, sin mancha, digno, entonces seríamos para siempre el uno del otro, acógeme, mi amor, en el último día, ven hacia mí y cariñosa, sonriente, llámame por mi nombre para que yo sea salvado en tu gran piedad, salvados juntos y glorificados en el amor para siempre. |
Jose Arregui
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Abril 2021
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