Pronto será la Pascua, justo cuando la primera luna de esta primavera luzca entera, redonda, y cuando, en medio de la noche, mirando al cielo, podamos presentir que, a pesar de todo, hay en el mundo belleza y consuelo. Entonces, de nuevo, los cristianos y todos los que quieran, más allá de toda frontera confesional, recordaremos a Jesús de Nazaret. Le cantaremos como aquellos niños con ramos en las manos a la puerta de Jerusalén, le honraremos como aquellas mujeres con ungüentos a la entrada de la tumba.
No emprenderemos ninguna campaña, sino que haremos simplemente memoria conmovida de Jesús, y al hacer memoria confesaremos que está vivo, reviviremos su vida, le resucitaremos en la vida. No buscaremos argumentos y dogmas, sino señales de vida en toda su vida y también en su muerte. Al igual que las mujeres en la mañana de Pascua, descubriremos que Jesús “murió de vida”, como acaba de escribir una gran teóloga andaluza, Mercedes Navarro. Murió de vida: de bondad y de esperanza lúcida, de solidaridad alegre, de libertad arriesgada. Murió de vida: eso fue la cruz, y eso es la Pascua. Y eso es por lo que merece la pena recordar a Jesús, mirando en las llagas de su cruz las huellas de su vida. Lo que no merece la pena, ni es bueno para nadie, y puede ser malo para muchos, es convertir la cruz en estandarte de campañas y en motivo de querellas. Y observo con inquietud ese peligro en la Iglesia. Lo ilustraré con dos ejemplos. Algunos movimientos cristianos han emprendido una campaña para impedir que la cruz sea retirada de las aulas de la Escuela Pública o para volver a ponerla –a imponerla– allí donde hubiera sido retirada. La cosa ha llegado a los tribunales, y ya disponemos de una sentencia que puede constituir un mal precedente; hace poco, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo se ha pronunciado sobre un caso concreto: ha dictaminado que la escuela pública de Abano Terme en el norte de Italia, donde estudian los hijos de la señora Lautsi, tiene derecho a mantener la cruz en sus aulas. Tanto el Gobierno de Silvio Berlusconi como el Vaticano han recibido con euforia la sentencia como si fuera un triunfo. Quiero pensar que los motivos del Vaticano no son los mismos que los de Silvio Berlusconi, pero en el fondo nunca se sabe. Es una sabia máxima, común entre abogados, que más vale un mal arreglo que un buen juicio. Y en eso estoy yo: recurrir a los tribunales para imponer la cruz es la peor solución, aunque se gane el pleito. Jesús fue condenado por el tribunal del Sanedrín y por el tribunal del Imperio, y en un terrible viernes de abril le clavaron en una terrible cruz, junto con dos sediciosos o terroristas, el uno llamado Dimas y el otro Gestas. ¿Cómo es posible que, dos mil años más tarde, recurramos a los tribunales para reclamar la cruz como un derecho? La cruz como un derecho: ¿cómo es posible? Imponer la cruz de Jesús a la vista para que la tengan que ver también aquellos que, por haberla padecido en forma de cruzada o por el motivo que fuere, prefieren no tenerla ante sus ojos: ¿cómo es posible? Entre los argumentos aducidos, yo no encuentro ninguno de tipo religioso. La ministra italiana de Educación ha apelado a la cruz como “símbolo irrenunciable de la historia y la identidad italiana”. El portavoz del Vaticano, a su vez, ha celebrado la sentencia reafirmando “el papel determinante de los valores cristianos” en la historia y en la cultura europeas. Razones históricas, razones culturales, razones… políticas. Nadie aduce el amor a Jesús. Nadie aduce el amor de los crucificados con él, Dimas, Gestas y todos los nombres. ¿Acaso puede alguien imaginar a Jesús reclamando figurar, incluso a la fuerza, como símbolo cultural, histórico o político en centros escolares, en salones de investiduras o en tomas de posesión, él que nos enseñó que nunca debemos buscar el primer puesto, sino el último? ¿Puede alguien imaginar a Jesús promoviendo una guerra de crucifijos, él que dijo: “Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto” (Mateo 5,40)? Yo no me lo puedo imaginar. Tampoco me lo puedo imaginar –y es el segundo ejemplo que quisiera mencionar– organizando eventos y encuentros por todo lo alto, viajes y marchas por las calles de nuestras ciudades exhibiendo la cruz. Lo acabamos de ver el fin de semana pasado, en el contexto de la preparación de la Jornada Mundial de la Juventud: desde Santurce a Bilbao por toda la ría en la gabarra del Athletic. La cruz rodeada de alcaldes y personalidades políticas –casi todos de derecha– o de jóvenes escogidos de los movimientos eclesiales más conservadores, con obispos al frente. He ahí la cruz, de nuevo convertida en estandarte de campaña. Para irritación de no pocos, para irrisión de muchos, ¿para ejemplo de quién? Jesús de Nazaret no se merece esto. Ecce homo. Sí, Jesús es de todos, y los de derechas tienen tanto derecho a abrazarse a él como los de izquierdas. Jesús es para todos, para los más instalados tanto como para los más marginados, para los jóvenes católicos neoconservadores tanto como para los jóvenes inconformistas. Nadie tiene el monopolio de Jesús, pero eso es lo que me temo que esté sucediendo: que una parte de la Iglesia se está apoderando de Jesús y enarbolando su cruz de manera abusiva. Me pregunto si esta ostentación tiene que ver con la cruz de Jesús o más bien con la cruz de Constantino en su guerra con Majencio sobre el puente Milvio en el año 312: “Con este signo vencerás”. Me pregunto si es la cruz del Calvario o más bien la del Valle de los Caídos. Me pregunto si la cruz que tan públicamente se reivindica como signo cristiano es el signo de la solidaridad o el signo del poder, el signo de la liberación o el signo de la opresión, el signo de la rebeldía o el signo de la sumisión, el signo de los vencidos o el signo de los vencedores, el signo de la fraternidad universal o el signo de las cruzadas. Me pregunto si es la cruz de los condenados de este mundo o la cruz de los que condenan, la cruz de los crucificados de la tierra o la cruz de los que siguen crucificando como en otro tiempo crucificaron a Jesús También me pregunto si a estos jóvenes que, con su mejor voluntad, acompañan a la cruz de ciudad en ciudad y de palacio en palacio, alguien les cuenta sin tapujos que fue primero el poder religioso y luego el poder imperial los que condenaron a Jesús. Y me pregunto si alguien les dice lo que todo el mundo sabe: que Jesús no murió por voluntad divina ni para expiar nuestros pecados, sino que fue condenado por hereje y subversivo, por elevar la voz contra los abusos del templo y del palacio, por ponerse del lado de los perdedores, por ser amigo de los últimos, de todos los caídos. Estas y otras muchas preguntas me llenan de sentimientos contradictorios. Pero ya crece la luna de la Pascua. El laurel ya floreció, y la cruz de Jesús también florecerá, cuando se curen sus heridas, las heridas de todos los crucificados, incluido el “mal ladrón”. José Arregi Para orar Veo su sangre en la rosa, y en las estrellas la gloria de sus ojos. Su cuerpo centelleando en medio de las nieves eternas; sus lágrimas cayendo desde el cielo. Veo su rostro en todas las flores. El trueno y el canto de los pájaros son su voz. Y esculpidas por su poderío, son las rocas, su palabra escrita. Todos los senderos por su pie son hollados; su fuerte corazón conmueve el mar palpitante. Su corona de espinas se teje con todas las espinas. Y todo árbol es su cruz (Thomas Plunkett)
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Felicidades, Nicolás! Recién estrenada la primavera, en la iglesia de Santo Toribio de Valladolid –muy sencilla y espaciosa, como debe ser la Iglesia–, te alzamos en nuestros brazos y te bautizamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En la penumbra de la iglesia, encendimos llamitas para orientar la vida. Ungimos con aceite perfumado nuestras heridas de hoy y tus heridas de mañana. Y nos sumergimos en el misterio del agua que derrama el cielo en la tierra. Fue muy simple, muy humano, muy hermoso. Mereció la pena.
Solo por compartir siete horas de coche desde Arantzazu con un franciscano amigo, en conversación y en silencio, ya hubiese merecido la pena. Y solo por admirar la belleza, la extasiante belleza de los paisajes de Burgos, Palencia y Valladolid, la luz y la sombra de sus tierras labradas, los campos ondulados donde ya crecen el trigo y la cebada, la armonía de sus verdes, el silencio y la paz de sus laderas al atardecer. Solo por contemplar de lejos las choperas del Pisuerga que ya hinchan sus yemas de ámbar. Solo por ver, al pasar por Celada del Camino, una pareja de cornejas posadas en un cable, sumidas en silencio. Solo por conocer el barrio popular de las Delicias de Valladolid, imagen de nuestro mundo global, en el que tú has visto la luz y verás también oscuridades. Solo por volver a abrazar a tu padre Antonio, antiguo compañero franciscano, y por haber conocido a tu madre Marianela, su bella tez peruana, su ancho y bello rostro lleno de calma y de firmeza. Sólo por tenerte tierna y torpemente en brazos, y observar cómo en tu piel y en tus rasgos se funden el Perú y Cantabria, continentes y pueblos, cordilleras y playas, dramas y dichas tan antiguas y tan recientes como la vida humana. Por muchas cosas, por cada una de ellas, hubiese merecido la pena. Pero todo ello se transfiguró cuando te alzamos sobre la pila redonda y te bautizamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu. La pila era redonda como el cielo de Castilla. La pila era un cielo con bóveda invertida: el cielo sobre la tierra, o la tierra sobre el cielo. Te ungimos con aceite perfumado, prendimos llamitas de cera, derramamos sobre ti tres conchitas de agua: el agua que es Madre, el agua que es Hijo, el agua que es Aliento. “¡Bendito seas, mi Señor – cantaba el hermano Francisco de Asís – por la hermana agua, que es útil y humilde, y preciosa y casta!”. La humilde agua corrió pila abajo, hasta el centro de la tierra. “Agua que nace en la fuente serena del mundo, surgiendo en la profundidad”, como cantó Ana Belén. ¡Bendita sea el agua llena de bendiciones! Nada de lo que brota, crece y vive sería sin el agua. Nada de lo que somos seríamos sin el agua, ni estaría cantando el zarcero ahí abajo, ente los arbustos del riachuelo Narrondo. Madre agua, hermana agua, amiga agua. ¡Bendita agua que nos bendice! Pero no te bautizamos para que recibieras ninguna bendición nueva, pues eres infinitamente bendito desde que fuiste concebido y mucho antes. No te bautizamos para purificarte de ninguna mancha, pues todo tu ser es tan limpio como tu piel clara y morena. No te bautizamos para liberarte de ninguna culpa originaria, pues solo la gracia es originaria, y tú nunca serás culpable a los ojos de Dios, aunque siempre tendrás heridas, y tampoco Adán y Eva –nuestros “primeros padres”, aunque todos sabemos que los humanos de hoy no somos hijos de una pareja, pero es una forma de decir que todos hemos nacido de otros–, tampoco ellos fueron culpables, y se nos cuenta que Dios se llenó de sorpresa y de pena cuando un día al atardecer, a la hora del paseo, vio que Adán y Eva tenían miedo o vergüenza los dos ante El y el uno ante el otro, y entonces Dios, con inmensa ternura, hizo para ellos unas túnicas de piel y los vistió, para que no tuvieran vergüenza y para que el sentimiento de culpa no los oprimiera. Querido Nicolás, tampoco te bautizamos porque alguna vez hayamos perdido el paraíso, sino porque caminamos hacia él. ¡Sí, el paraíso es nuestra misión, aunque fracasamos! Te bautizamos porque creemos en la bendición originaria, en la bendición universal, en la belleza y la ternura. Te bautizamos porque creemos en la filiación divina y en la fraternidad universal de todos los seres. Te bautizamos porque también sabemos que somos herederos de muchas desgracias, de muchas mentiras, de muchas heridas, pero el día de tu bautismo quisimos decirte: “Nicolás, no tengas miedo. La belleza y la ternura son más poderosas, al igual que una llamita, por pequeña que sea, es más poderosa que la oscuridad: solo basta con encenderla. No tengas miedo, Nicolás. Dios es esa llamita que puede crecer hasta alumbrar todos los corazones, y calmar sus infinitas inquietudes. Dios es ese aceite que puede curarnos y hacernos fuertes para ser buenos. Dios es Agua. Y está escrito: ‘Los desvalidos y los pobres buscan agua y no la encuentran; su lengua está reseca por la sed. Pero yo, el Señor, los atenderé; yo, el Dios de Israel, no los abandonaré. Haré brotar ríos en las cumbres peladas y fuentes en medio de los valles, transformaré el desierto en estanque, la tierra árida en manantiales de agua’ (Isaías 41,17-18)”. Nicolás, te bautizamos en el nombre del Padre y de la Madre de toda ternura, en el nombre de Jesús que fue hijo y hermano, en el nombre del Espíritu que es el alma y el misterio de todo cuanto es. Te bautizamos porque también Jesús un día fue bautizado en las aguas del Jordán y de todos los ríos, de todos los mares, de todas las fuentes, de todos las nubes, de todos los lagos, y porque fue como si aquel día se le hubiera abierto el cielo que, sin embargo, nunca jamás se le había cerrado a nadie, y como si, en lo más secreto del corazón, hubiera escuchado una palabra que Dios pronuncia a todos los corazones desde el principio y desde antes del principio: “Tú eres mi hijo amado”. Y porque aquella palabra sostuvo siempre a Jesús, y porque aquel día se dijo a sí mismo: “Yo quiero seguir esta voz, y pasaré la vida haciendo el bien, pase lo que pase”. Te bautizamos porque así fue, porque Jesús pasó la vida haciendo el bien, curando a los heridos y compartiendo alegremente la mesa con los despreciados, mirados como culpables. Y porque, en medio de sus cansancios, dudas y desalientos, supo descansar en Dios, con la misma absoluta confianza que tú –sin saberlo siquiera– sientes cuando estás en los brazos de tu padre o al pecho de tu madre, y duermes como si nada malo fuera a suceder, aunque todos los días sucedan cosas terribles cerca y lejos; y tus padres bien lo saben, pero tú duermes en paz. Te bautizamos porque creemos en tu paz, que es la paz de Dios. Fue también la paz de Jesús incluso en la cruz. Te bautizamos porque – a pesar de todo, y con todas nuestras dudas– creemos en la bondad de Jesús, más fuerte que todo lo malo. Nicolás, te bautizamos porque queremos y esperamos que un día también tú alces un trocito de mundo, y seas luz y bálsamo y agua, como dijo Jesús de todo ser humano que, bautizado o no, apuesta por ser bueno: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva" (Juan 7,39). José Arregi Para orar El agua tiene sed de tu sonrisa traviesa vertida en acrobacias terrenas y en tu esperanza de fe humana tan imprevista. Nico, dale de beber al agua un sorbo de transparencia para aliviar con frescura y dibujar presencias que sacian al levantar la vista. Tan sólo en la certeza de lo vivo encontrarás la rosa o el abismo, la noche opaca o el alba repentina en el hogar de esta iglesia peregrina abierta por completo y para siempre a lo posible o imposible en tus juegos de niño. (Antonio Martínez, el padre de Nicolás) Primero fue el obispo de Bilbao, que dijo: No puede haber perdón si antes el culpable no pide perdón. Luego fue el obispo de San Sebastián, que reiteró: No puede haber perdón si primero el culpable no se arrepiente. Por fin, el obispo de Pamplona concluyó: No puede haber perdón sin que el culpable haya primero cumplido la penitencia. No sé cómo interpretar estas declaraciones últimamente reiteradas al unísono por los actuales obispos de las diócesis vascas. Tal vez intentan, a la desesperada, sostener al decaído sacramento de la confesión con las cinco condiciones impuestas por Trento en el siglo XVI: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.
¡Dios mío! ¡Qué terrible se me haría creer en un “Dios” que exigiera esos cinco requisitos, o incluso uno de ellos solamente, como condición del perdón! Si Dios fuera así, ¿podríamos alguien –incluidos los obispos– dormir tranquilos? A no ser que nos creyéramos justos, o mejores que el prójimo… En realidad, creer en ese dios sería negar a Dios. Y los obispos saben bien que al principio no fue así, que hasta el siglo VI ni siquiera se conoció la confesión oral repetida ante un sacerdote, que Roma incluso prohibió la práctica iniciada por los monjes irlandeses y que luego la impuso como obligatoria, que la única confesión de que se habla en el Nuevo Testamento es la confesión mutua y la mutua absolución entre hermanas y hermanos de la comunidad creyente. Pero las afirmaciones de los obispos responden quizá a otros motivos y persiguen otros objetivos. Quizá quieren ser una aportación al momento político crucial que estamos viviendo en el País Vasco. Los obispos tienen el derecho y el deber de aportar sus criterios éticos y/o evangélicos para que la sociedad vasca acierte con el mejor camino hacia la paz. La paz con todos los adjetivos que se quieran, o la paz sin ningún adjetivo, si se prefiere. La paz. El shalom. Bakea. Es un momento delicado. Hay mucha gente herida en su carne y en su memoria. No podemos apartar la vista de ninguna herida. Y no podemos descuidar ninguna medida necesaria para que las heridas de todos se curen, si fuera posible. Si lo creemos posible, si lo esperamos de verdad, entonces será posible. Es hora de mirar al futuro, sin olvidar el pasado. Sólo hay que mirar al pasado con vistas al futuro. Hay que mirar las heridas del pasado y del presente con ojos de unción. Que la mirada sea un bálsamo. Que las medidas sean sanadoras. Que el ánimo se ensanche. Y ésta es, me parece, la misión de los obispos hoy y aquí: despertar la unción de la mirada y ensanchar el alma en todos, empezando por los más heridos. Pues bien, en las mencionadas palabras de los obispos yo no encuentro unción, bálsamo y anchura de alma. Encuentro veladas consignas políticas que a nadie pueden curar. El Código penal, en la medida en que sea justo, será necesario y habrá que aplicarlo. Pero no tendremos curación para nuestras heridas personales y colectivas si no vamos más allá del código y la ley, la pena y la penitencia. El perdón será lo único que nos cure. ¿Pero qué perdón? Solamente el perdón gratuito, el perdón sin condiciones, que nace de lo más humano del corazón, allí donde reside la compasión de Dios que a todos nos sostiene. O el perdón es gratuito, sin condiciones, o no es realmente perdón. Claro que el autor del daño debería, en algún momento, conmoverse en su corazón y acercarse a quien ha herido y decirle: “Lo siento, perdóname”. Pero distingamos: una cosa es que, para ser plenamente alcanzado y transformado por el perdón, el autor del daño deba sentirse apenado por el daño causado y decir: “Perdóname” y reparar en lo posible el daño hecho, y otra cosa muy distinta es que el arrepentimiento, la petición de perdón y el cumplimiento de la penitencia sean condición para que la víctima perdone. Lo primero es verdad, lo segundo no. Si el que perdona no perdona gratuitamente, sigue herido. Si el que recibe el perdón no lo recibe como perdón gratuito, sigue también herido, al igual que seguirá herido mientras no se duela del daño que hizo. Pero el perdón verdadero solo puede ser gratuito. Eso es lo que leemos en el Evangelio, mucho antes de que en la Iglesia se impusiera el sistema penitencial vigente. Leemos que el padre había perdonado a su hijo pródigo desde el instante mismo en que aquel abandonó la casa, y por eso salía a otear de lejos, lleno de pena por su hijo alejado, y que el hijo perdido acabó de hallarse a sí mismo y de curarse del todo cuando vio que su padre (y su madre, claro está, aunque no se la mencione) siempre le había perdonado y que no le permitía ni siquiera hacer la confesión. Leemos que Jesús dijo: “Amad a vuestros enemigos, es decir, a nadie miréis como enemigo. Sed compasivos como vuestro Padre, como vuestra Madre del cielo es compasiva”. Leemos que Jesús murió diciendo a Dios o diciéndose a sí mismo: “Perdónales, porque no saben lo que hacen” (y tengo para mí que fue en ese momento cuando resucitó). Y leemos que dijo: “No mires la paja en el ojo ajeno, sin mirar primero la viga en el tuyo”, y también: “Mira al otro como quisieras que el otro te mirara a ti”. Eso es el evangelio en su estado puro. Ni siquiera se trata, propiamente, de “perdonar” al culpable, sino de mirar también en él la herida y la gracia, de acogerlo y de seguir confiando en él para un futuro mejor. Es superar de una vez el estrecho y torturado esquema de la culpa y el castigo. Es ser como Dios, que no mira a nadie como culpable, sino que más bien nos restaura con su mirada. Y eso es lo que leemos en san Pablo por activa y por pasiva en la Carta a los Gálatas y en la carta a los Romanos: “Somos amados, perdonados, salvados por Dios siempre de antemano, sin condición alguna, y cuando esto lo creemos, lo sentimos, lo acogemos, entonces nos transformamos y nos hacemos buenos”. Y lo que Dios hace con nosotros, eso debemos hacer nosotros con todos los que nos hacen daño, como dice Pablo: “Vence al mal a fuerza de bien”. Eso es el Evangelio, y tiene poco que ver con los códigos y las condiciones penitenciales, aunque lo enseñen los obispos. ¿Es eso posible? Creerlo y querer practicarlo, eso es creer en Dios, o dejar que sea en nosotros. Lo practicó Jesús. Lo practicó Francisco de Asís, Mahatma (“alma grande”) Gandhi, Luther King y una gran multitud de creyentes o no creyentes que siguen curando a la humanidad y mostrando el camino. Jo Berry es la hija de un parlamentario británico asesinado por el IRA en 1984. En Noviembre del 2000 quiso encontrarse con Pat Magee, responsable de la muerte de su padre, para escucharle y dialogar, y siguen participando juntos en actos públicos, en talleres llamados “Mirar cara a cara al enemigo”. Jo Berry escribe: “Ahora no hablo de perdón. Decir ‘te perdono’ es casi condescendiente; te encierra en un escenario de ‘nosotros y ellos’ en que yo encarno el bien y tú el mal. Con esa actitud no vamos a ninguna parte. Pero puedo sentir empatía y en ese momento no enjuicio. A veces al encontrarme con Pat he comprendido con tanta claridad su vida que no queda nada por perdonar”. Mirar al que me ha hecho daño de tal manera, que los ojos no encuentran en él nada que perdonar. Es la mirada que transforma. Es la primacía de la generosidad. Es el poder de la bondad. Es la esperanza para la humanidad. Es lo divino del ser humano. Es lo humano de Dios, ¡bendito sea! Es el Evangelio de Jesús. Y es lo que de un obispo cabría esperar. José Arregi Para orar Señor, Ayúdame a decir la verdad delante de los fuertes y a no decir mentiras para ganarme el aplauso de los débiles. Si me das fortuna, no me quites la razón. Si me das éxito, no me quites la humildad. Si me das humildad, no me quites la dignidad. Ayúdame siempre a ver la otra cara de la medalla, no me dejes inculpar de traición a los demás por no pensar igual que yo. Enséñame a querer a la gente como a mí mismo y a no juzgarme como a los demás. No me dejes caer en el orgullo si triunfo, ni en la desesperación si fracaso. Más bien recuérdame que el fracaso es la experiencia que precede al triunfo. Enséñame que perdonar es un signo de grandeza y que la venganza es una señal de bajeza. Si me quitas el éxito, déjame fuerzas para aprender del fracaso. Si yo ofendiera a la gente, dame valor para disculparme y si la gente me ofende, dame valor para perdonar. ¡Señor, si yo me olvido de ti, nunca te olvides de mí! (Mahatma Gandhi) “La tierra del sol naciente”: eso significa Japón, como se sabe, y es la hora de recordarlo. Es seguro que no fueron los japoneses los que inventaron ese nombre, pues para ellos el sol nace en el mar del Este, en el inmenso y tranquilo Océano Pacífico que llega hasta las costas americanas que llamamos Occidente. El Oriente del Oriente es el Occidente, y el Occidente del Occidente es el Oriente. Somos el mismo planeta pequeño y redondo. El mismo sol nace para todos, y todos somos los unos para los otros la tierra del sol naciente. Cada mañana recibimos con gratitud el sol que nos viene del Oriente y cada noche se lo ofrecemos al Occidente, mientras se oculta en nuestras montañas y mares. Así es todo, y así está bien.
¿Todo está bien así? Después del terrible terremoto, después del devastador tsunami–palabra japonesa que significa “ola de puerto”–, se nos traban las palabras. ¿Y quién sabe lo que será de Fukushima dentro de dos días, cuanto se publiquen estas líneas que escribo? Todos los diagnósticos son inseguros, e inciertos todos los pronósticos. Nuestras palabras son como los haikus, esos mínimos poemas japoneses de diecisiete sílabas en tres líneas que quedan siempre como suspendidos en el aire: “¿Es primavera? / La colina sin nombre / se perdió en la neblina” (Basho). Así nos sentimos, como cuando uno es arrastrado por la ola o como cuando la tierra se mueve y se hiende bajo los pies. Esa es nuestra condición. Y los acontecimientos se suceden con tanta rapidez y todo es tan efímero que no perdura ni siquiera la memoria de los muertos. En muy pocos días, el peligro de Fukushima y de las centrales nucleares del planeta casi nos ha hecho olvidar a los miles y miles de muertos de Sendai. ¡Qué pronto olvidamos a los muertos, y a los supervivientes, tantas veces más desgraciados que los muertos! ¿Quién se acuerda ya de los muertos y de los vivos de Haití, Afganistían y Palestina! Todo esto es muy desolador, y los seres humanos somos el mayor peligro de la Tierra. Pero creo que precisamente la perplejidad, la inquietud y la desolación ante todas las tierras en que nace el sol nos llaman a recuperar la fe en la vida, la memoria de los nuestros que son todos, y el cuidado mutuo para que haya un futuro que necesariamente habrá de ser único para todos los seres del Oriente y del Occidente, del Norte y del Sur. Es la hora de hacer de nuevo un acto común de fe en la Tierra con sus terremotos, en el mar con sus tsunamis, en el ser humano con todos sus peligros, en la naturaleza con todos sus seres. Un acto de fe en la creación, más allá de todas las confesiones. Cuenta el Kojiki (“Registro de las cosas antiguas”), libro sagrado sintoísta de Japón escrito en el s. VIII de nuestra era, que Izanami e Izanagi –hermana y hermano– fueron los dioses encargados de acabar la creación de este mundo. Su trabajo consistió en “completar y solidificar la tierra en movimiento”. Izanagi sumergió en el mar una lanza enjoyada y, al levantarla, las gotas de agua que cayeron de ella se convirtieron en las islas de Japón. Luego, los dos dioses hermanos crearon los kamis, espíritus o dioses que habitan en ríos, montañas, árboles y océanos y en todos los lugares. Es urgente volver a reconocer esa visión: la naturaleza como presencia sagrada. No importa cómo se designe la sacralidad: kami o espíritu, energía o Dios, con minúscula o mayúscula. El cosmos infinitamente grande es sagrado, el átomo y su universo infinitamente pequeño es sagrado. La Tierra, con el sol que alumbra de día y la luna que alumbra de noche, es sagrada. La geografía entera es un gran santuario, y todos debiéramos hacer como hacen muchas japonesas y japoneses que, con todos sus adelantos, siguen visitando devotamente sus santuarios naturales para venerar a los kamis. Una lamparita de cera, una flor, unas manos unidas, una inclinación, una plegaria sencilla. Luego seguirá la vida, pero no estamos solos, no somos el centro, y no somos los primeros ni seremos los últimos, y no somos nosotros los que hemos creado esta Tierra sagrada, sino que nos ha sido dada, ella nos engendró y ella nos sostiene. Reconocer y venerar: eso es lo primero. Y sin eso, ningún adelanto será verdadero. Los acontecimientos de Japón son dramáticos, pero tenemos mucho que aprender del drama. Debemos aprender que no somos los dueños y señores de la Tierra, sino hijos e hijas de la Tierra. Que la Tierra es anterior a nosotros y es inmensamente poderosa, infinitamente más poderosa que el mayor terremoto o el tsunami más gigantesco. ¿Quién no comprende ahora que, desde hace milenios, los seres humanos hayan creído que la Tierra está habitada por kamis o por espíritus y dioses, a veces buenos y a veces terribles? No, no existen los espíritus ni los dioses, pero la “Naturaleza” existe y es poderosa, y misteriosa y sagrada. También la mente humana y todos sus poderes son, en realidad, manifestación del poder de esa naturaleza. Y todas las bombas atómicas que podamos inventar y hacer estallar también están contenidas ahí, en la Naturaleza. Y nosotros somos esa naturaleza, y no podemos cuidarnos sin cuidarla. Pero la naturaleza que nos engendra y que somos está inacabada. También esto debemos aprender. Los dioses hermanos Izanami e Izanagi aún no han terminado de “completar y solidificar la tierra en movimiento”. La creación no ha llegado aún al séptimo día bíblico. Dios no descansa todavía. El Espíritu sigue animando al cosmos y a la tierra y a todos los seres. No está fuera, está dentro. Pero no está dentro como una parte, sino como el todo en cada parte, como el alma en todo. No sé si los japoneses devotos se quejarán de los kamis, pero nosotros, los cristianos, a veces nos quejamos de Dios, como si Dios fuera un monarca poderoso que tuviera la culpa o la explicación. No tiene sentido que, ante ninguna catástrofe, preguntemos a Dios: “¿Por qué, oh Dios?”, como si Dios estuviera fuera para dar respuesta. No hay respuesta. Nosotros debemos dar la respuesta, haciendo que la vida siga para todos, haciendo que Dios sea en todas las cosas. Dios camina en el corazón de la creación en marcha. El cosmos está en movimiento. La Tierra está en movimiento. La especie humana y todos los seres están en movimiento, como una mariposa que, rota la crisálida, acabara de echarse a volar. ¿A dónde va? “La mariposa revolotea / como si desesperara / en este mundo”, dice un haiku de Issa. Pero no desesperemos. El Espíritu de Dios sigue revoloteando sobre las aguas, sigue aleteando, sigue alentando y animando el corazón de cuanto es, hasta este nuestro pobre pequeño corazón, para que no tema la muerte. Sendai y Fukushima nos recuerdan que somos mortales, pero que la vida seguirá. Que vamos a morir, pero debemos cuidarnos. Y que Japón se rehará, porque, como dice el admirable haiku de Shiki, “la hierba reverdece / sin ayuda de nadie. / La flor florece”. O este otro de Basho, , igual de admirable: “Los crisantemos se incorporan, / etéreos, / tras el chubasco”. Con esa fe, insegura como una mariposa, en esta hora de inquietud y de incertidumbre, bendigo a Japón y todas sus islas, gotitas de agua verde sembradas por Izanami e Izanagi en el océano azul, poderoso y pacífico. Bendigo al Monte Fuji, a los ciruelos rojos y a todos los cerezos blancos en flor. El sol nace, la vida florece. José Arregi Para orar Oh Dioses de la purificación, creados por orden del padre y de la madre que habitan en el Cielo en el momento en que el Dios Izanagi no Mikoto se bañó en la estrecha quebrada de un río cubierto por árboles permanentemente frondosos en la región del Sur. Con todo el respeto y desde el fondo del corazón pedimos que nos escuchéis, como el espíritu que escucha nuestra intención con oídos atentos, y que, juntamente con los demás Dioses del Cielo y de la Tierra, purifiquéis todas las maldades, desgracias y pecados. Miroku Oomikami, bendícenos y protégenos. Meishu Sama, bendícenos y protégenos. Para ensanchamiento de nuestra alma, que se haga vuestra voluntad. (Oración tradicional sintoísta) Me pesa no haberte dado un abrazo el domingo pasado, a la salida de la misa en nuestra iglesita de Arroa Behea. Tú venías de Azpeitia en domingos alternos a celebrar con nosotros –quince o veinte personas– la memoria de Jesús, a escuchar su evangelio siempre interpelante y consolador, a rezar juntos las oraciones de siempre, a compartir el pan del esfuerzo y de la esperanza, el pan de la eucaristía, el santo pan de Jesús, mientras cantábamos los mismos cantos de comunión que cuando éramos niños hace cuarenta años. Ninguno de nosotros esperábamos de ti palabras brillantes –¿quién no está ya cansado de palabras brillantes?–.
Simplemente, tú venías, y nos sentíamos menos solos, y era como si fuéramos una sola familia, y lo somos en verdad. Y hasta las estatuas del retablo y de las paredes blancas, la Virgen del Carmen, Francisco de Asís, Antonio de Padua… –hasta doce estatuas, tan bellas en su sencillez, tan vivas– parecían agradecer la compañía. Pero tú, que venías a acompañarnos, tal vez te sentías muy solo. Me pesa no haberte puesto la mano en el hombro, o sin hacer nada ni decirte nada, no sé cómo, pero haber aliviado tu tristeza. ¡Cuánta tristeza había en el fondo de tus ojos, después de la misa, cuando saliste al porche, ese porche cálido y entrañable de la iglesita de Arroa! Solo te escuché una palabra: “frío”, mientras tus manos sacaban lentamente de los bolsillos del abrigo los guantes y el gorro. Y no sé si te referías al frío de la mañana o a la fría noche de tu corazón. ¡Cuánta angustia en tu rostro y en tus manos! Y nadie supimos aliviarte, a ti que habías venido a aliviarnos. Al día siguiente, lunes, supe de tu trágica decisión final. Y lloré de pena por ti, por mí, por todos. Ahora descansas, Aitor, y eso nos alivia, es el único alivio. Pero la pena no se va, y ¡cómo echo de menos que el domingo pasado, en vez de leernos con voz apagada, sin levantar la mirada, tu última homilía en la iglesita de Arroa, hubieses dejado de lado todos tus papeles, hasta el misal y el mismo Evangelio, que nos hubieras dirigido tu mirada triste y nos hubieras dicho con voz entrecortada: “Me siento muy mal. ¡No puedo más”! Tú hubieras podido romper a llorar sin rubor, sin censuras, y nosotros también. No sé si hubiéramos logrado consolarnos los unos a los otros, pues eso no siempre está en nuestras manos, pero no dudo de que hubiera sido tu mejor homilía. Como las discípulas llorosas y los discípulos atribulados, hubiéramos palpado en tu dolor las cinco llagas de Jesús, la carne herida de Dios. Y, aunque no hubiéramos terminado la misa, hubiera sido nuestra mejor eucaristía, pues ¿qué otra cosa es la eucaristía sino comulgar con el Cuerpo llagado de Jesús en todos los cuerpos llagados, y presentir y pregustar en todas las heridas la gloria del Reino, la mesa de la Pascua? Aitor, por muchas razones que comprendo muy bien, no pudiste dejar de lado tus papeles, bajarte del altar, bajarte del ambón, romper a llorar o a gritar y sentarte con nosotros en la iglesita de Arroa. Habías aprendido, seguramente desde niño, mucho antes de ir al seminario, que eso era indigno de un sacerdote, que tú debías ser encarnación del Cristo perfecto y, por lo tanto, intachable y fuerte, liberado de la carne, cabeza y modelo de una comunidad, ella sí sujeta a las debilidades y los deseos de la carne. Quizás, en el fondo, por eso fuiste al seminario. Ahora tenías 36 años –¡Dios mío, qué son hoy 36 años!–, pero llevabas encima siglos y siglos de peso muerto clerical. El papel de sacerdote se te había vuelto una enorme losa de piedra muerta (es un decir, pues la piedra nunca está muerta). El papel y la losa del sacerdocio te impedían interrumpir la misa y realizar la auténtica presencia real de Jesús –la humanidad samaritana– u obrar la única transustanciación verdadera –de la angustia solitaria en confianza fraterna–. El sacerdocio te prohibía juntarte a nosotros y decirnos sin más: “Quiero morir, porque no puedo vivir”. ¿Acaso es eso menos humano, menos divino? ¿Pero cómo podías tú mirarlo así, Aitor, si tantos siglos de ideología clerical te impedían ser libre, ser de carne, ser uno más, ser frágil, y ser fuerte precisamente en la fragilidad reconocida? Supongo que el peso del sacerdocio clerical no ha sido en tu vida y en tu muerte el único factor, pero no tengo duda de que ha sido un factor importante, tal vez decisivo. Hermanos de la jerarquía católica, en nombre de Aitor y en nombre de Jesús os pedimos –somos multitud–: Liberad a la Iglesia de ese inmenso peso muerto clerical de mil ochocientos años. Digo bien mil ochocientos años, y no dos mil, porque Jesús no fue sacerdote, no fue clérigo, ni quiso sacerdotes clérigos en su movimiento. Jesús sí se permitió ser de carne humana, y se permitió infringir, se permitió compartir la vida y la mesa de gente condenada como pecadora, hasta ser llamado “amigo de publicanos ladrones y pecadoras despreciables”. Jesús sí se permitió sentir angustia y reconocer ante sus compañeros y compañeras: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quisiera morir”. Eso también es humano y, por lo tanto, divino. Y en la cruz se permitió gritar su desesperación, y ahí también se revela Dios, sobre todo ahí, acompañando la desesperación y haciéndola suya. Hermanos de la jerarquía católica, predicáis a menudo contra la cultura de la muerte, pero reconoced que también el sistema clerical que hemos heredado está lleno de muerte: de culpas y miedos que ahogan, de poderes y de leyes que matan. Y no digáis que nadie puede disponer de su vida, porque Dios nos ha hecho responsables de nuestra vida y de nuestra muerte. No declaréis contrario a la voluntad divina el que alguien se quite la vida cuando no puede vivirla como Dios quiere, porque Dios no puede querer que vivamos torturados, y cuando no podamos liberarnos de la angustia de otra forma, quiere que la muerte nos libere. Todos hemos escuchado al comienzo de esta Cuaresma: “Convertíos y creed en el Evangelio”. Sí, creed también vosotros en el evangelio más que en todas las leyes y doctrinas. Liberadnos de tanto peso muerto, de tanto peso mortal. Reconciliaos con la condición humana. Reconciliaos con el no saber, con el no poder, con el no tener. Reconciliaos con la libertad. Reconciliaos con la carne, con la encarnación. Os lo pedimos en nombre de Jesús y en la memoria de Aitor. Adiós, Aitor. Tú ya eres libre. Tú vives y descansas ya enteramente en Dios, nosotros estamos aún en camino y no pocas veces creemos perdernos. Mientras tu peso muerto caía, Dios iba contigo al abismo y te conducía al paraíso. Como está escrito en el salmo 114: “Me envolvían redes de muerte, / me alcanzaron los lazos del abismo, / caí en tristeza y angustia. / Pero Dios arrancó mi alma de la muerte, / mis ojos de las lágrimas, / mis pies de la caída. / Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida”. Tú has dejado atrás todas las angustias, nosotros combatimos aún con ellas. Acompáñanos ahora a nosotros, mejor de lo que nosotros lo hicimos contigo. Acompaña a tus hermanos, consuela a tu pobre padre, hace tres meses viudo de tu madre y ahora huérfano de ti. Que guarden tu memoria con ternura y honor. También en Arroa guardaremos tu memoria con ternura y honor, y la celebraremos cada domingo junto con la memoria de Jesús. Y esa será la forma de que tú nos guardes. Guárdanos en la Memoria que todo lo ama, crea y recrea. Guárdanos en el Misterio de la Vida, de la Compasión, en el que tú eres ya presente, y nosotros aún esperanza. Adiós, Aitor. A Dios. José Arregi Para orar Dios viene junto al que sufre. Está con el que sufre. Como un amigo al que nada aparta, al que nadie hace huir de miedo. Pues el sufrimiento de los demás produce miedo: vuelve miedoso o agresivo, da ganas de matar o de matarse, de salvarse o de salvar. Estar ahí, quedarse ahí, y de tal modo que el que sufre no necesita ocultarse a sí mismo, o encerrarse o tener miedo de sí mismo y de lo que lee en la mirada del testigo de su sufrimiento. Y de tal modo que ve que alguien viene para algo, para explicarle lo que debería hacer, o pedirle cuentas, o darle lecciones. Sino para estar con él. Para ser lo que es y para que él sea lo que es. ¡Oh sufrimiento, oh muerte, oh hombre, “si supieras el don de Dios”...! Si supieras qué insólita victoria sobre el sufrimiento y la muerte representa esta muerte de Jesús, este hecho de que lo-que-Dios-dice-de-sí-mismo haya conocido tan humanamente el sufrimiento y la muerte… Alguien está contigo. Alguien puede estar contigo. Tú no eres para él un enemigo porque seas desgraciado y mortal. Tú no serás expulsado o condenado porque seas víctima del sufrimiento y de la muerte. No tienes por qué tener vergüenza de lo que eres. De sentirte mal por lo que eres. Un hombre. Ecce homo. Hace unos días me llegó un mail sobre Stéphane Hessel, ese anciano francés de 93 años que ha agitado a su refinado e ilustrado país con un folleto vehemente –algunos lo llaman panfleto– de 30 páginas titulado “¡Indignaos!”, “Indignez-vous!”. Ese mismo día recibí otro mail de una amiga, maestra –más que profesora– de danza, que es como decir de todas las artes; crea danzas y con sus danzas recrea el mundo, y en su casa tiene un joven olivo, una gran palmera y un verde laurel que ha crecido gracias a su hijo afrocubano y que ya debe de estar floreciendo para la Pascua. Ella me escribía: “Está lloviendo, y los pájaros cantan a la lluvia entre el olivo, la palmera y el laurel”.
Y yo me dije: “Sí, señor: la indignación y la danza. Dos manifestaciones del único Espíritu de Dios que habita en todos los seres y renueva la faz de la tierra. Dos formas de espiritualidad que demandan por igual nuestra alma y nuestro mundo”. Stéphane Hessel es de origen judío sefardí, prisionero evadido de Buchenwald, y diplomático de profesión. Pero le ha podido siempre el viejo espíritu de los profetas judíos y cuanto más mayor, más rebelde se ha ido volviendo, y más infatigable en favor de “sin papeles”, gitanos e inmigrantes… “Cuando algo nos indigna, nos convertimos en militantes, nos sentimos comprometidos y entonces nuestra fuerza es irresistible”, escribe. La causa de su indignación, que debiera ser la nuestra, es “la dictadura internacional de los mercados internacionales” y que “nunca el poder del dinero fue tan inmenso, tan insolente y tan egoísta, y nunca los fieles servidores de Don Dinero se situaron tan alto en las máximas esferas del Estado”. Yo no puedo imaginar a Jesús sino haciendo suya la indignación de Stéphane Hessel. Cuando un día subió a la montaña y, en lugar de todos los mandamientos, gritó: “¡Bienaventurados los pobres, porque dejaréis de serlo!”. Y también gritó: “¡Bienaventurados los pobres de espíritu, que es como decir los amigos de los pobres, porque así seréis de verdad bienaventurados!”. Y cuando un día contó la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. Y cuando otro día, en el atrio del templo, volcó las mesas de los cambistas, cosa que le costó el arresto y, a la postre, la cruz. La pasión de Dios le conmovía y no pocas veces le revolvía las entrañas. La pasión de Dios fue su paz y su ira, su cruz y su pascua. El Espíritu apasionado, que es como decir Dios, el Espíritu que es la pasión de Dios rebelde y feliz, el mismo Espíritu de Dios que hace danzar a las galaxias en el cosmos y a los electrones en el átomo, impulsaba a Jesús. Y a veces se manifestaba como indignación y otras veces como fiesta y danza. Porque ¿acaso puede alguien imaginar que Jesús no bailara en todas las formas? Sí, seguro que la música y el ritmo del Espíritu vibraban en sus entrañas, y le hacían mover las piernas y los brazos, la cadera y los hombros, al igual que los labios. Seguro que Jesús ya practicaba a su manera la danza espiral de Ana Mendiola, que ahora llama “Danzo para ti”. ¿Acaso no irritó a la gente intachable y a los sacerdotes desabridos saltándose las normas de pureza, rompiendo el ayuno, comiendo alegremente con odiados publicanos y prostitutas despreciadas, hasta el punto de ser llamado “comilón y borracho”? Un día quiso explicarse y dijo: “Cuando la gente está de boda, no ayuna, sino que come y bebe y baila. ¿No os dais cuenta? Estamos en tiempo de boda, se casan el cielo y la tierra, la realidad y el sueño, están a punto de desaparecer de esta tierra el hambre y todas sus enfermedades, las del cuerpo y las del alma. Es hora de comer y beber y bailar. Gritad, vitoread, tocad, como está escrito en el Salmo 98”. Y como la gente intachable y el clero desabrido no lo entendían, otro día Jesús les dijo: “Sois como niños caprichosos que dicen ‘Pues no juego’, y ni Dios puede acertar con ellos. Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos cantado endechas y no habéis hecho duelo. Pues enteraos, ahora es momento de bailar, y bailemos. El Reino de Dios, el mundo nuevo, no hay quien nos lo quite. Mirad los pájaros del cielo que cantan a la lluvia. Mirad los lirios del campo, ¡cómo los viste Dios! Cuando hay que indignarse y hacer duelo, indignaos y haced duelo. Y cuando hay que danzar, danzad. Y no tengáis miedo, pues Dios os cuida. Cuidaos del miedo. Y si por cualquier razón o sin razón alguna os aflige la angustia, danzad en espiral con el cuerpo y el alma, y ayudad a Dios a liberaros o a liberarse de la angustia en vosotros. Yo danzo para ti. Dios danza en ti para ti. Danza también tú en Dios para Dios”. Necesitamos esa espiritualidad de la indignación y de la danza. La indignación cuando hay que indignarse contra la impiedad. La danza cuando hay que dar rienda suelta a la vida y la dicha, a la paz y la confianza, a la bondad y la belleza. Necesitamos la espiritualidad de la indignación que sabe resolverse en danza. La danza, ese arte integral que libera el impulso originario de la vida que late en las entrañas del hombre, en las entrañas de la mujer, en las entrañas de la Tierra, en las entrañas de Dios. Necesitamos recuperar esa espiritualidad. No quiero decir que necesitamos recuperar la espiritualidad perdida, como si la hubiéramos tenido en el pasado, como si el tiempo pasado hubiera sido mejor. Necesitamos espiritualidad, espíritu, respiro. Necesitamos espiritualidad en esta sociedad perpleja que somos, en este tiempo incierto que vivimos, en este planeta amenazado que habitamos, mejor, que somos. Digo “necesitamos”, yo el primero, y toda religión institucionalizada la primera, y la Iglesia católica la primera. Sí, y la jerarquía católica la primera. No hay más que mirar a la Conferencia Episcopal española reunida en Asamblea esta pasada semana. Reunida y enzarzada en complicadas, nunca confesadas maniobras, a ver cuál de los sectores consigue nombrar a cuál de los cardenales como presidente de la Conferencia. Un cardenal amigo del Papa y adicto del poder, y a punto de cumplir la edad canónica de cese episcopal, viaja a Roma para tejer allí los hilos de la voluntad de Dios: “Santidad, yo le organizo la más brillante Jornada Mundial de la Juventud si me concede una prórroga de 3 años en mi sede episcopal y, de paso, en la presidencia de la Conferencia Episcopal Española”. Y así se ha hecho, pero no sin secretas y feroces luchas de mitrados. Prebendas y trueques, ambiciones, escalafones. Como en todos los partidos políticos, pero guardando la compostura clerical. Ante tal espectáculo, Jesús no sabría si indignarse o danzar; creo que se indignaría, pero acabaría danzando, porque ante todo creía en el Espíritu que renueva la faz de la tierra y remueve los cimientos de la Iglesia. Ser de una religión o de ser de otra, o no ser de ninguna, eso no importa. Importa seguir respirando y dando aliento. Tanto importa, que de lo contrario nos morimos de asfixia o nos matamos de miedo. Está en juego el respiro, la esperanza, el futuro de la VIDA. Necesitamos espiritualidad. Necesitamos indignarnos para una revolución pacífica, como dice S. Hessel. Y necesitamos pacificar nuestra indignación en la danza, danzando en la espiral de la vida y los unos para los otros, como dice Ana Mendiola. Necesitamos el Espíritu que gime y danza, el Espíritu que es “descanso en nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos”. Necesitamos la paz del olivo, la luz de la palmera, la sombra del laurel. José Arregi Vengo de muy lejos de más atrás que los recuerdos vengo del ayer de los tiempos recogiendo de nacimiento en nacimiento vibraciones no escritas gemidos sonidos energía vida. Vengo de la mano del aire y del fuego vengo inundada de un corazón ritmo indispensable sístole y diástole para mover los músculos del alma y el alma de la danza. Vengo a lomos de culturas ancestrales donde en sus noches las diosas bailan y embriagan de sensualidad todos los seres animados y algunos de los inanimados. Vengo de Oriente y del sur viajando en ESPIRAL vengo de las raíces de África y de Asia de los primeros sonidos de América soy hija de su fusión. Vengo hasta aquí buceando en el aire vengo volando bajo el agua para regalarte un espacio para que te sumes a esta danza de la vida a esta magia circular (Ana Mendiola) Hace una semana, comentaba mi pena –más que sorpresa– al constatar que ningún alumno en el aula de la Universidad conocía la historia de Eva, ni la historia de Saray la Princesa, ni la de Hagar la esclava egipcia y la de Ismael, su hijo libre, padre de innumerables hijos aún esclavos. Y casi seguro que tampoco conocen la historia de Caín y Abel, y menos aun la de Jacob y Esaú, o la de Noemí y su nuera extranjera Ruth, o la de Tobías y su hijo Tobit y el buen ángel Rafael, o la de Daniel en el foso de los leones. Ni siquiera la historia de María y José y de su hijo, un tal Jesús. Nombres, nombres. Si recorriéramos todos los archivos del mundo con todos los nombres, sería como recordar la historia universal desde la creación, o incluso desde antes. Y no cesaríamos de reír y de llorar.
Todos los nombres tienen su historia –o su mito, que es otra forma de decir lo real en forma de relato–, una historia con un pasado que es presente, con un presente que es futuro. No solo somos aquello que somos (y ¿quién sabe exactamente lo que somos?), sino también aquello que fuimos, y somos incluso aquello que seremos. Y tu nombre propio es ese lugar hecho de carne, tu propia carne, donde se dan cita el pasado que fuiste y el futuro que también eres en todos aquellos que llevarán tu nombre y seguirán tu estela. Es una pena que nuestros jóvenes universitarios ignoren la historia de sus nombres, y no sepan remontar el curso de su vida, como un río, hacia sus fuentes, donde todos nos encontraríamos, al igual que las mujeres de la Biblia se encuentran junto a los pozos con sus futuros esposos. Todas las historias del pasado forman nuestra historia, tan plural y única, tan diversa e idéntica a la vez. Son historias como la nuestra, es más, son nuestra propia historia. Pienso que todos los padres, al igual que buscan con cariño para sus hijos las frutas más saludables y los colegios más humanos, con el mismo cariño deberían buscar en los atlas, en las enciclopedias, en los libros sagrados y en todos los libros la historia de los nombres que pusieron a sus hijos, y enseñársela a la vez que las primeras palabras, y contársela desde niños al igual que los cuentos, para abrirles los ojos acerca de lo más atroz y de lo más bello. Si tu hija se llama Ana, explícale que significa “Gracia” y cuéntale que, antes de que hubiera reyes en Israel, hubo una mujer que lloraba mucho porque se creía estéril, pero siguió confiando y concibió al profeta Samuel. Y que hubo otra Ana, profetisa ella, de la tribu de Aser, que a sus ochenta y cuatro años fue la primera persona que reconoció a Jesús como liberador, cosa que le llenó de tanta alegría que no pudo guardársela para sí. Y no importa que tus hijas o hijos no lleven esos bellos nombres bíblicos ni los nombres de tantas santas y santos cristianos. Todos los nombres y todas las historias son igualmente sagradas. Naira, Nahia, Lara, Yadira, Aimar, Haritz, Hodei, Hibai… Si tu hijo se llama Haritz (que en vasco significa “roble”) u Hodei (“nube”) o Hibai (“río”), cuéntale que el río vuelve a la nube, a veces incluso antes de llegar al mar, y que cuando la nube llueve, el roble se alegra y que gracias a sus hojas todos podemos respirar, y que de lo más alto del roble, ya en febrero, la malviz anuncia la primavera. Y dile también que nadie todavía ha logrado explicar por qué canta la malviz en lo más alto de la rama y por qué, por el contrario, el zarcero se oculta en la espesura, siendo su canto tan brillante como es. (Por cierto, ya canta la malviz en el bosquecillo de Sansinenea, al lado de casa). Tu hijo crecerá y es probable que algún día vaya a la Universidad. Me gustaría que nunca perdiera el deseo de preguntarse y saber más acerca de su nombre. Y que todas las ciencias y todos los saberes de la Universidad le ayudaran a satisfacer, es decir, a avivar ese deseo. Que todas las ciencias y los saberes todos fueran lo que siempre han sido: otras tantas maneras de sorprenderse y seguir preguntando, de mirar la realidad y admirarla, de cuidar la vida y de curar sus muchas heridas. Que la telemática, la nanoingenieria y la neurobiología no solo enseñaran cómo está hecha la materia, sino cómo eso que llamamos “materia” es en realidad misteriosa “mater” y “matriz” de eso que llamamos “espíritu”, que fluye en el agua, reverdece en el roble, canta en la malviz y cuenta historias en la boca de una madre. Que todas las ciencias enseñaran no ya a dominar y explotar la naturaleza, sino a cuidarla en todas sus formas, una de las cuales somos nosotros, los seres humanos con nuestros nombres propios. Y que todas las ciencias, también por supuesto las prodigiosas matemáticas, tuvieran como primer objetivo enseñar a contemplar activamente y a cuidar contemplativamente el universo como inmensa comunión de relaciones desde el origen sin origen hasta el fin sin fin. ¿Para qué si no la Universidad, la universalidad de los saberes? Perdóneseme una digresión. Edgar Morin, filósofo, sociólogo, sabio multidisciplinar (o transdisciplinar), ha señalado los siete objetivos fundamentales que ha de tener el saber en general y el saber universitario en particular: primero, curar la ceguera del conocimiento, ayudar a detectar y subsanar los errores de nuestras ideas y de nuestros mitos sobre el propio saber; segundo, garantizar el conocimiento pertinente, procurar una “inteligencia general” que nos permita guiarnos en el universo cada vez más inabarcable de la información que nos invade; en tercer lugar, enseñar la condición humana, nuestra triple condición de individuos, de sociedad y de ciudadanos del planeta global; en cuarto lugar, enseñar la condición terrenal, ese auténtico sentimiento de pertenencia a nuestra Tierra, nuestra última y primera patria; en quinto lugar, enfrentar las incertidumbres, educar para vivir serenamente en un mundo en el que la incertidumbre crece en la misma proporción que el saber; en sexto lugar, enseñar la comprensión y la tolerancia del otro, para formar juntos una vasta democracia planetaria y abierta; en séptimo lugar, enseñar una ética universal del género humano, más allá de la ética individual y más allá de la ética de un pueblo, una cultura, una religión (pero también, aunque no lo diga Edgar Morin, más allá de una ética centrada en el bien de la especie humana, pues resulta cada vez más palmario que no puede haber ética humana fuera de una ética ecológica cuyo criterio sea el máximo bien posible de todos los seres de la creación, desde el agua y el roble hasta la malviz y el humano). Sólo un saber así nos capacitaría para responder a la pregunta más sencilla y primera: ¿cómo te llamas? Estos últimos años en la Universidad, a vueltas con Bolonia, nos han apremiado con guías de aprendizaje, competencias e indicadores, y así tendrá que ser. Pero creo que Edgar Morin estaría de acuerdo en que la principal competencia que la Universidad debe desarrollar, tanto en alumnos como también en profesores, es aquella que nos permita responder, de manera siempre fragmentaria y provisional, pero en nombre propio, a la pregunta por nuestro propio nombre. El nombre que tenemos lo hemos recibido. La historia la hemos heredado. Pero a cada uno le toca hacerlo propio, restaurarlo y transmitirlo. A cada uno nos está destinado, como está escrito en el libro del Apocalipsis o Revelación, “un maná escondido y una piedrecita blanca con un nombre nuevo, que solo conoce el que lo recibe” (Ap 2,17). El maná me será obsequiado por el cielo, pero habré de buscarlo cada mañana en la intemperie. El nombre nuevo y único me será regalado, pero habré de esforzarme cada día en responder humildemente a la pregunta decisiva por mi propio ser y por el de todos los seres: ¿Cómo te llamas? José Arregi Para orar. ¿Quién? (Luis Guitarra) ¿Quién escucha a quién cuando hay silencio? ¿Quién empuja a quién, si uno no anda? ¿Quién recibe más al darse un beso? ¿Quién nos puede dar lo que nos falta ¿Quién enseña a quién a ser sincero? ¿Quién se acerca a quién nos da la espalda? ¿Quién cuida de aquello que no es nuestro? ¿Quién devuelve a quién la confianza? ¿Quién libera a quién del sufrimiento? ¿Quién acoge a quién en esta casa? ¿Quién llena de luz cada momento? ¿Quién le da sentido a la Palabra? ¿Quién pinta de azul el Universo? ¿Quién con su paciencia nos abraza? ¿Quién quiere sumarse a lo pequeño? ¿Quién mantiene intacta la Esperanza?. ¿Quién está más próximo a lo eterno: el que pisa firme o el que no alcanza? ¿Quién se adentra al barrio más incierto y tiende una mano a sus “crianzas”? ¿Quién elige a quién de compañero? ¿Quién sostiene a quién no tiene nada? ¿Quién se siente unido a lo imperfecto? ¿Quién no necesita de unas alas? Que un profesor, el primer día de clase, pregunte sus nombres a los alumnos es más que mera cortesía, y nada tiene que ver, por de pronto, con un control de lista. Antes de preguntarle a alguien “¿Cómo te llamas?”, debería descalzarme como Moisés en el Horeb, la tierra pagana y sagrada de la Zarza Ardiente. Al escuchar a alguien decirme su nombre propio, debería conmoverme tanto como Moisés ante la revelación del sagrado Tetragrama (JHWH), el misterioso nombre propio del Dios bíblico que los judíos no pronuncian jamás. Cuando alguien me dice su nombre, me confía su ser, su misterio inviolable, su historia secreta incluso para él, hecha de sueños y de miedos, modelada con la arcilla más frágil y el agua más pura. Así es el nombre propio de cada uno, y cuando lo escucho me convierto en su portador y responsable. Cuando alguien nos dice su nombre, deberíamos entrar literalmente en trance, como Dios en el primer día de la Creación o de la Revelación.
Hace tres semanas, al comienzo del segundo semestre, pedí a los alumnos que se presentaran por su nombre. Una vez más, de nombre en nombre, compusieron el poema más bello, la melodía más armoniosa, la oración más inspirada. Una chica dijo: “Yo me llamo Eva” (que significa “Viviente” o “Vivificante”). Yo hubiese querido decirle: “¡Oh, qué bonito, Eva!”, pero tuve que reprimirme, y simplemente pregunté: “¿Conoces la historia de tu nombre? ¿Conoces la historia de Eva?”. Solo fue una relativa sorpresa que ni ella ni nadie en la clase conociera la historia de Eva. Sin embargo, es nuestra historia, la historia de todos los que vivimos porque una mujer nos dio a luz. Otra chica dijo: “Yo me llamo Saray”. No sé si logré disimular la emoción, pero también esta vez me limité a preguntar: “Y tú, ¿conoces la historia de Saray?”. Tampoco ella la conocía, ni ella ni nadie entre los cincuenta de la clase. Es una pena que nuestros jóvenes no conozcan la historia de sus nombres, por ejemplo esas historias bíblicas que nunca sucedieron pero son tan nuestras y tan verdaderas, pues, si las conociéramos a fondo, no solo nos permitirían entender el pasado, sino sobre todo comprender el presente y recrearlo. Quiero contaros la historia de Saray y de Hagar, y la de sus hijos Isaac y de Ismael, aunque el Génesis la cuenta mucho mejor en los capítulos 16 y 21. Quiero contaros sobre todo la historia de Ismael, que aun se prolonga en la plaza de Tharir en el corazón de El Cairo. Abrahán tuvo dos mujeres: Saray, que significa “Mi princesa”, y “Hagar”, que significa “Extranjera”; en realidad, la Biblia pretende que sólo Saray era esposa de Abrahán y que Hagar no era sino una esclava egipcia de la esposa, pero eso se debe simplemente a que la Biblia cuenta la historia desde el lado de Saray la Princesa, y no desde el lado de Hagar la Extranjera, o si se quiere, desde el lado judío y no desde el lado árabe. Tan esposa era la una como la otra, pero ambas sufrieron, y se hicieron sufrir. El sistema patriarcal de la poligamia las hizo primero émulas, luego rivales y al final enemigas. Y, como dice el Eclesiástico, “ninguna pelea como la de las rivales, ninguna venganza como la de las émulas” (25,13). Saray era estéril y “no había dado” –así se decía entonces– descendencia a Abrahán. Y, sin consultar para nada con Hagar, dijo a su marido: “Ahí tienes a Hagar, mi esclava; tómala y que ella te dé el hijo que deseas”. Y así hizo, y Hagar quedó embarazada. Entonces, a la pobre Princesa Saray le entraron unos celos terribles y tanto maltrató a Hagar, que ésta tuvo que huir de su casa y ser lo que su nombre indica, una extranjera. Dios la encontró en el desierto junto a un manantial, y no se lo explicaba, y le preguntó: “Hagar, ¿de dónde vienes y a dónde vas?”. ¿Cómo podía saberlo ella, si Él no lo sabía? Pero Hagar respondió: “Huyo de Saray”. Y Dios le dijo: “Vuelve a casa, mi Hagar, vuelve a tu casa. Y haz como si asumieras tu rol de esclava y concubina, pero sé libre, cree en ti y cree en ese hijo que llevas en tus entrañas, y llámalo Ismael, es decir, ‘Dios escucha’, pues es así: yo escucho a la extranjera, en contra de lo que todos los hombres y pueblos que se sienten elegidos se imaginan por un fatal malentendido. Sé libre, mi Hagar, y da a luz la libertad”. Y Hagar volvió a casa, transfigurada. Y dio a luz a Ismael. Los celos de Saray arreciaron. Pero años después sucedió que la Princesa, a sus noventa años, también quedó embarazada de Isaac, que significa “Risa”, y dijo: “Dios me ha hecho reír”, pero lo que quería decir en el fondo era que “la última que ríe ríe mejor”, y que Hagar lo oyera. Un día vio Saray que los dos niños, Isaac e Ismael, estaban jugando. ¿Qué otra cosa podían hacer dos niños sino jugar y reír? ¿Qué les importaba a ellos la rivalidad de sus madres y los líos de la herencia y la teología de la elección divina? Los niños ven las cosas simplemente como son, y juegan, y así revelan el rostro de Dios, sencillo como un niño. Pero Saray no estaba para risas y se dijo “Esta es la mía”. Y, ni corta ni perezosa, le dijo a Abrahán: “Pongamos ya de una vez por todas las cosas en su sitio, aclaremos quién es quién en esta casa: quién es la esposa libre y quién la esclava concubina, quién el hijo heredero y quién el segundón, quién el elegido de Dios y quién el relegado. No aguanto que sigas haciéndote el bien-queda y el bueno. Decídete ya: si crees en la promesa de Dios, echa de esta casa a Hagar y a su hijo. Te lo exijo”. A Abrahán se le partía el alma, pero tuvo que acceder a la exigencia de su esposa, como más de una vez sucede. Al día siguiente se levantó, tomó una hogaza de pan y un odre de agua, se los dio a Hagar, puso al niño sobre sus hombres y los despidió con inmenso dolor.Con más inmenso dolor se fueron Hagar e Ismael por el desierto de Berseba, solos y a pie y sin saber a dónde. Y cuando se les acabó el pan y se agotó el odre, el niño lloraba a gritos, y a la madre no le quedaban fuerzas ni para llorar, y cada grito del hijo le desgarraba las entrañas más que al parir. ¿Dónde estaba Dios? Dios estaba con ellos, perdida y sola como ellos. Y dijo a la mujer: “No temas, mi Hagar. Juntos atravesaremos todo el desierto. Tu hijo será un gran pueblo, será mi pueblo y hermano de todos los pueblos. Y no temas, un día será libre”. Y así fue, quiero decir: así debemos hacer que sea. Ismael (que la paz sea con él) creció y vivió en el desierto de Farán, cerca de la Meca y de la Kaaba, según cuenta el Corán. Y encontró nuevos manantiales. Y tuvo 12 hijos –cada nombre una promesa–: Nebayot, Quedar, Abdeel, Mibsán, Mishmá, Dumá, Masá, Jadad, Temá, Yetur, Nafís y Quedma, que son los doce patriarcas de los pueblos árabes, y se extendieron desde Asiria (Irak) hasta Egipto y desde Egipto hasta el Sahara, por todo el Máshreq (que significa Levante) y todo el Magreb (que significa Poniente). Y de desierto en desierto, de manantial en manantial, se extienden la promesa de Dios y el grito de Ismael, el hijo de la esclava egipcia. Desde la plaza de Tahrir, que significa “Liberación” y que tradicionalmente se ha llamado plaza de Ismael, en el corazón de El Cairo, en el corazón del mundo árabe, se expande imparable el inmenso movimiento de la Juventud, del Pueblo y de la Libertad, a pesar de la vergonzosa lentitud, por no decir cobardía (Vargas Llosa dixit) de nuestros gobiernos occidentales. ¡Mabruk (Enhorabuena), hijos de Ismael! Me encuentro sin cesar con gentes que me dicen: “Queremos seguir a Jesús, pero necesitamos aliento y compañía. Sabemos que somos muchos, pero nos sentimos pocos y dispersos, y esta Iglesia institucional nos avergüenza ante nuestros hijos, nuestros jóvenes, nuestra sociedad. ¿Qué podemos hacer? ¿Dónde podemos encontrar aliento y compañía?”.La escena y las cuestiones se repiten de pueblo en pueblo, de parroquia en parroquia, de grupo en grupo.
No es que la situación sea nueva. Viene de los años 80, cuando los impulsos promovidos por el Concilio Vaticano II empezaron a ser sistemáticamente obstruidos por el papado y su poder absoluto. En realidad, la cosa viene de mucho antes, desde hace dos milenios, cuando el joven movimiento de Jesús fue tomando envergadura y forma: el movimiento se hizo iglesia, la fe se organizó como doctrina, el carisma se estructuró en una institución. Y la institución necesitó perpetuarse, como todas las instituciones, con todos los medios y poderes a su alcance. Y muy pronto sucedió algo que es comprensible y muy funesto: el poder contaminó el movimiento de hermanos de Jesús, y dejó de ser movimiento y dejó de ser de hermanos. Pero innumerables hombres y mujeres enamoradas de Jesús y de su evangelio nunca se resignaron. La pasión y el Espíritu de Jesús los animaban. No se creían los mejores, no se sentían héroes, no se consideraban salvadores. Solo querían ser humildes y fraternos seguidores de Jesús, aunque fracasaran. Querían vivir lo que Jesús vivió, con su misma libertad creadora. ¿Y qué es lo que Jesús vivió? Cada página del Evangelio te lo dice: la sencilla confianza en Dios de un niño pequeño y la solidaridad arriesgada de un profeta, la ternura de Dios y la compasión de los heridos. El Dios Abbá y el Reino de la liberación. Eso fue Jesús, eso vivió, y todo lo demás le sobraba. “Misericordia quiero, y no sacrificios”, advertía con los profetas a los incondicionales de la ley establecida o del culto ordenado. Y decía: “No basta decir: Señor, Señor. Dios no necesita oraciones sin fin, ni credos complicados. Dios es la Vida. Dios es confianza sencilla y compasión solidaria. Todo lo demás es secundario, e incluso baldío”. Pasaron los siglos, mientras el mundo y las culturas giraban de luna en luna, de primavera en primavera. Las generaciones humanas se sucedieron de gozo en gozo, de dolor en dolor. Y el Espíritu de Dios acompañaba cada gozo y cada dolor. El Evangelio de Jesús nunca era un molde pasado que hubiera de ser preservado, sino una presencia que cura, consuela y acompaña hacia el futuro nuevo de Dios. La Iglesia siguió debatiéndose entre el pasado y el futuro. Llegaron los tiempos modernos y volvió a suceder lo de siempre: el peso y el poder tiraban al pasado, la carne y la palabra, el “Espíritu y la Esposa” empujaban al futuro. Incontables cristianas y cristianos, incluidos teólogos y obispos, dijeron: “Abramos la Iglesia al mundo moderno, pues es mundo de Dios. Abrámonos al Espíritu y al Evangelio presentes en la Ilustración moderna, en la Revolución Francesa, en el movimiento democrático, en la crítica de la religión, en la aspiración de los pueblos a la libertad, en la lucha de los obreros por la justicia”. Pero en el Concilio Vaticano I (1870), la Iglesia se cerró, mucho más aun de lo que ya se había cerrado en Trento (1545-1563). Y con mucho retraso, con enorme sorpresa, y con inmensas resistencias, llegó el Concilio Vaticano II. Y por primera vez en muchos siglos, un papa proclamó: “Abramos las ventanas y las puertas de la Iglesia. Hagamos oídos sordos a los profetas de calamidades. Pongámonos al día. Reconciliemos la fe con todas las mejores aspiraciones de la Modernidad. Prescindamos de la imposición y del castigo, recurramos a la razón y el argumento”. Es verdad que el Concilio quedó a medio camino; en ninguna de las cuestiones abordadas dio el paso decisivo que muchísimos demandaban y que los tiempos requerían. No era fácil que la institución fuera más lejos. Pero, a pesar todas las resistencias, de todos los pactos de equilibrio y de todas las tensiones irresueltas de los documentos conciliares, el Concilio Vaticano II despertó un inmenso sueño en la Iglesia: “Haremos nuestros los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de la familia humana. Somos la misma familia. Hablaremos su lengua en todas las lenguas. Recibiremos de todos y a todos anunciaremos el evangelio de Jesús”. Pero luego sucedió lo que ya se conoce, y cuyas consecuencias estamos padeciendo dolorosamente en toda la Iglesia. Durante el pontificado de Juan Pablo II, una calculada política de nombramientos episcopales prolongada durante 25 años cambió radicalmente el signo del episcopado universal (y también esto lo estamos padeciendo ahora mismo, aquí mismo, en mi diócesis, y seguramente también en la tuya). La excusa para ello fue perfecta, y la formuló tempranamente el Cardenal Ratzinger: “El Concilio no ha dado los frutos esperados, los seminarios y las iglesias se están vaciando, el mundo se está secularizando peligrosamente, la Iglesia está perdiendo su poder de influencia”. Y el mismo Cardenal, la cabeza pensante del pontificado de Juan Pablo II, pensó que eso era malo y que la causa era el Concilio, o al menos su interpretación más aperturista. Su diagnóstico fue claro: “Todos los males de la Iglesia se derivan de que la Iglesia está difuminando su identidad, de que la tradición y los dogmas se están reinterpretando, y todos los males del mundo se derivan de que se está secularizando y alejando del cristianismo institucionalizado”. Creo que es un inmenso error de diagnóstico. Y no la mala voluntad, sino este inmenso error de diagnóstico es lo que está en la base del remedio que se quiere aplicar: recuperar la firmeza del dogma, de la moral inmutable y de la tradición jerárquica. Pero si el diagnóstico era equivocado, el remedio no puede menos de ser también equivocado. No sé lo que será el futuro, pero yo no quiero que el futuro del cristianismo y de la Iglesia sea este presente que nos están imponiendo. Y me empeñaré no en combatir el presente, sino en crear otro futuro, aunque fracase en el empeño. ¿Qué podemos hacer? Volvamos a leer el evangelio cada día: “¡Effetá! ¡Ábrete! –dice Jesús al sordo, al mudo, al desalentado–. Échate al mar y camina sobre las aguas, avanza a la otra orilla sin miedo”. Somos muchos, creo que somos la inmensa mayoría. Seamos otra Iglesia. No malgastemos energías en pelear con curias y obispos. ¡Vivamos, acompañémonos, curemos! Y seamos sencillos, pacíficos e inteligentes. Creemos redes donde podamos sentir el aliento de Jesús y de los hermanos. Aunemos esfuerzos. Ahí está, por ejemplo, www.humus.tk que te invito a conocer. Lo promueve un pequeño grupo de San Sebastián y quiere responder al anhelo de tantos que, en estas diócesis de por aquí, quieren vivir con Jesús y en compañía. Y ahí está, con proyección más amplia , la magnífica plataforma www.redescristianas.net . Son espacios más que virtuales para ser Iglesia más que virtual, espacios de encuentro y formación, de diálogo y acción. La luna crece sobre el Andutz, los jacintos florecen perfumados sobre el escritorio, sobre el puente del Narrondo corretea Aila, el bobtail juguetón, mientras la pequeña Naira pasea de la mano de sus padres Itziar y Víctor. Una sagrada familia, tan sencilla y cercana, y tan alejada de esta Iglesia. ¿Qué evangelio de Jesús podré yo ofrecerles si no recibo el evangelio que ellos me ofrecen lejos de esta Iglesia? También ellos son mis compañeros. José Arregi Para orar. NUNCA NOS DEJAS HUÉRFANOS No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos. Cuando amamos y seguimos tus mandatos, tu Espíritu de amor nos hace compañía y es, para nosotros, fuerza y aliento, soplo gratis de vida y tregua en el trabajo para continuar con amor y fidelidad. Cuando obramos mal, tu Espíritu de verdad remueve nuestras entrañas y es para nosotros luz en la oscuridad, agua viva para limpiarnos, bálsamo para las heridas y garantía de tu amor y fidelidad. No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos. A la hora de testimoniar la fe y dar razón de nuestra forma de vivir, tu Espíritu de vida nos acompaña siempre y pone, a nuestro alcance, las palabras adecuadas, esas que necesitan quienes buscan y ofrecen amor y fidelidad. Y si el miedo a la libertad y la pobreza de nuestros proyectos secan el corazón y lo hacen yermo, tu Espíritu, manantial de agua viva, lo riega para convertirlo en oasis fecundo donde florezca, a tiempo y a destiempo, tu amor y tu fidelidad. No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos. Vivimos el presente con serenidad y miramos el futuro con esperanza, porque tú no te olvidas de nosotros aunque nosotros nos olvidemos de ti. Tú estás en lo más hondo de nosotros Derramando en nuestros corazones, a manos llenas, tu amor y fidelidad. Aunque pasemos dificultades, aunque fracasemos en nuestros intentos, aunque la desgracia nos visite, aunque nos rompamos a jirones, aunque la muerte nos recoja antes de tiempo, confiamos en tu promesa de amor y fidelidad. No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos (Florentino Ulíbarri). Estos días he vuelto a leer el Bhavagad Guita (“Canto del Bienaventurado)”, insigne joya literaria y espiritual de la vieja India, exquisito compendio en 18 breves capítulos de la sabiduría hindú, de la sabiduría sin adjetivos. Gandhi, el Mahatma (“alma grande”), lo tuvo como libro de cabecera, pero grandes científicos y escritores europeos o americanos de nuestro tiempo (A. Huxley, A. Einstein, J. R. Oppenheimer, R. W. Emerson, C. Jung, H. Hesse…) también se sintieron iluminados e inspirados por él. ¿Cómo es posible que en nuestras ikastolas, colegios y universidades públicas no se enseñe a leer este librito inspirado? Y tantos otros libros inspirados como el Dao De Jing de Lao Zi, las Analectas de Confucio o la Enseñanzas de Buda, y no se diga las historias bíblicas del Génesis, los profetas de Israel, los Evangelios de Jesús o el Corán del Profeta. Pero no se inquiete el lector agnóstico: no vengo a hacer apología de ninguna religión, sino a encomiar la sabiduría universal.
¿Nos conformaremos con obtener la Q de la excelencia en ciencias empíricas, ingenierías varias y productividad empresarial? Todo sea bienvenido a su ritmo adecuado, pero ¿bastará para que demos el salto de humanidad que necesitamos? ¿Y dónde aprenderemos el ritmo adecuado? En “El fin de las palabras”, cuenta José Antonio Abella cómo un abuelo que empieza ya a desvariar ligeramente se pasa las noches reescribiendo la Biblia; a su nieto que le indica cariñosamente lo inútil del empeño, estando ya la Biblia escrita como está, el abuelo le responde con una sentencia que podría figurar como prólogo y epílogo de todos los libros que merecen la pena: “El Verbo era al principio… Si lo perdemos será el fin”. Si olvidamos la sabiduría que sigue palpitando en los grandes textos inspirados de la humanidad –religiosos o no –, ¿no seremos nosotros los que estaremos a punto de desvariar trágicamente? Pero volvamos al Guita o Canto. En Kurukshetra o “Campo del deber”, los ejércitos de dos pueblos parientes –los Pandavas y los Kaurevas– se han citado y están a punto de entablar la batalla. Así eran las guerras en aquel tiempo, casi una contienda deportiva. Hoy las cosas de la guerra son más complejas, más invisibles y mucho más mortíferas. Pues bien, Arjuna, príncipe pandava, con su aljaba al hombre y su mano en la brida sobre el carro de combate, con el ejército enemigo y hermano justo enfrente, de pronto se siente presa de una gran inquietud. No es el miedo a morir, sino el miedo a matar a sus hermanos kaurevas lo que le atormenta. Preferiría ser matado antes que matar. Y en ese momento, ante su carro de combate, se le aparece el Dios Krishna, y mantienen una intensa conversación, que es justamente el Bhavagad Guita o “Canto del Bienaventurado”. “Oh Krishna –declara Arjuna–, cuando veo a estos familiares reunidos aquí, ansiosos por luchar, mis miembros desfallecen, mi boca se seca, tiembla mi cuerpo y se erizan mis cabellos” (como se ve, la angustia y sus síntomas no eran entonces distintos de los de ahora). Krishna, el dios de tez morena, de múltiples rostros y numerosos brazos, responde y reprende sosegadamente al angustiado Arjuna: “El sabio no se entristece ni por los vivos ni por los muertos. El sabio ha de actuar en cada momento de acuerdo al deber. Tu deber en este momento es combatir. Combate, y no te preocupes ni de morir ni de matar, pues la vida no muere”. ¿Pero cómo Dios puede hablar así?, nos preguntamos con razón. Conocemos demasiado dioses que apelan al deben y que imponen matar, pero ¿una divinidad que hablara de ese modo no estaría con ello negando su divinidad? ¿Qué sería tal divinidad sino el trágico reflejo de nuestros oscuros fantasmas humanos? Absolutamente: un Dios que apelara al deber ciego y que mandara matar no podría sino ser reprobado o simplemente negado. Quiero dejar bien sentado este principio antes de destacar el mensaje profundo del Guita. Este extraordinario librito se sirve de esquemas y categorías (el deber absoluto, el matar sin reparo) que, hoy al menos, son inaceptables. Ahora bien, bien leído, el Guita no exalta el deber en abstracto, menos aun el deber de matar. Más bien, el Guita nos invita a captar con la mente y el corazón la presencia y la voz que animan cada instante, y a secundarlas con lucidez y determinación. No me guía el frío deber, sino la revelación de la presencia aquí y ahora. Basta tener los ojos y el corazón abiertos. Es la primera enseñanza del Guita. Y la segunda está íntimamente ligada: sólo un estado de desapego radical me permitirá tener los ojos y el corazón abiertos para percibir la revelación del deber. El desapego es la clave sencilla, exigente, liberadora de este librito inspirado. Que no te importe ni el éxito ni el fracaso. Si la persona que amas con pasión atraviesa el puente y se va como se va el tren gimiendo ronco en sus raíles, déjala marchar. Y si tu corazón sangra, no dejes de sentir la pena, pero deja que la pena también se vaya como el riachuelo bajo el puente de Arroa. “Que yo no busque ser amado, sino amar”, diría el pobrecillo de Asís. Dilo también tú. Parece imposible, pero es la única libertad. Pero ¿cómo llegaremos a este desapego y a esta libertad? Todos los caminos serán necesarios, y nunca bastarán. Pero el Guita recomienda uno en especial: Déjate querer y entrégate del todo a la Realidad, Dios, Krishna o como la quieras llamar. Esa bhakti, esa devoción, esa entrega, esa confianza te harán desapegado y libre. Es la clave de la gran liberación, que Krishna revela a Arjuna al final de su larga conversación: “Oye mi palabra, la más secreta de todas: me eres muy querido. Confía en mí, entrégate a mí. Abandona todos los deberes. Yo te libraré de todos los males. No te aflijas por nada”. No es una divinidad separada, ni lejana ni cercana, la que así habla al angustiado Arjuna que todos somos. Es el Dios que es tu propio Misterio hecho de amor y de palabra. Es la Ternura que amas y que te hace amar. Es en ti y eres en Ella junto con todos los seres. Es la libertad. Es la fuente de tu ser libre y feliz en la muerte de tu Ego. Esa es la única divinidad verdadera. La devoción que nos libera de todos los apegos es la única religión verdadera, más allá de creencias, ritos y normas. ¿A qué llamas Dios? ¿A qué llamas devoción y religión? “Un devoto –escribe Gandhi en la introducción a su edición del Guita– puede usar rosarios si lo desea, marcas en la frente, hacer ofrendas, pero estas cosas no son la prueba de su devoción. Un devoto es el que no siente celos de nada, el que es una fuente de compasión, el que no tiene egoísmo, el que recibe igual el frío y el calor; la felicidad y la desgracia, el que siempre perdona, el que está siempre contento, cuyas resoluciones son firmes, el que ha dedicado su mente y su alma a Dios, el que no causa temor, el que no teme a los demás, el que está libre del regocijo exagerado, penas y miedos, el que es puro, el que se entrega a la acción pero no es afectado por ella, el que renuncia a todos los frutos buenos o malos, el que trata igual a amigos y enemigos, el que no es conmovido por el respeto o la falta de respeto, el que no se envanece por las alabanzas, el que no se deprime si la gente habla mal de él, el que ama el silencio y la soledad, el que tiene una mente disciplinada”. Y es seguro que el auténtico devoto, el que ha llegado a ser libre de todo interés egoísta, ese no puede ser violento, y nunca podrá hacer la guerra, sino siempre la paz. José Arregi Para orar Humildemente me esforzaré en amar, en decir la verdad, en ser honesto y puro, en no poseer nada que no me sea necesario, en ganarme el sueldo con el trabajo, en estar atento a lo que como y bebo, en no tener nunca miedo, en respetar las creencias de los demás, en buscar siempre lo mejor para todos, en ser un hermano para todos mis hermanos |
Jose Arregui
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