Ayer, martes de la semana pascual, 6 de abril de 2021, a los 93 años de edad, falleció Hans Küng.
Ha sido teólogo cristiano católico, es decir, ha buscado “entender” la fe cristiana católica y hacerla entendible en nuestro paradigma moderno, científico y pluralista. Difícil, arriesgada, apasionante vocación para estos tiempos de transición cultural profunda. Uno de sus últimos libros (2009) se titula Lo que yo creo. En el prefacio afirma: Escribo para personas que se hallan en proceso de búsqueda. Para personas que no saben qué hacer con la fe tradicionalista de origen romano o protestante, pero que tampoco están contentas con su incredulidad o sus dudas de fe. Para personas que no anhelan una barata ‘espiritualidad del bienestar’ o una ‘ayuda existencial’ a corto plazo. No obstante, también escribo para todos aquellos que viven su fe y, además, quieren dar razón de ella. Para aquellos que, lejos de limitarse a ‘creer’, desean ‘saber’ y esperan, por tanto, una interpretación de la fe que esté fundada filosófica, teológica, exegética e históricamente y tenga consecuencias prácticas. Se arriesgó. En 1979, un año después de ser elegido papa, Juan Pablo II le declaró “teólogo no católico”. Perdió su cátedra católica, pero ganó la cátedra civil. Y, sobre todo, la libertad. Manuel Fraijó, alumno suyo, escribió ayer mismo: “Los dos últimos Papas, Benedicto XVI y Francisco, lo han dejado marchar como ‘teólogo no católico’. Son decisiones difíciles de comprender y aceptar. Algunos hemos mantenido hasta hoy la esperanza de que Francisco, a quien no se le resiste el teléfono, lo descolgara y llamara al anciano y enfermo Hans Küng para comunicarle que ‘su caso’ se iba a revisar… No ha podido ser, Francisco sabrá por qué”. Habrá sido por una de dos: o porque no ha podido o porque no ha querido suficientemente. Por lo uno y por lo otro seguramente, y tanto lo uno como lo otro es fácil de entender, desgraciadamente. No se creía profeta, sino solo un profesor de teología. Ha sido un testigo de luz para una muchedumbre de hombres y mujeres de hoy que preguntan y buscan, más allá de credos y fronteras. ¡Inmensas gracias, profesor Hans Küng! Descanse en paz en el “Misterio” de la Vida en el que confiaba y que, según sus palabras, “algunas religiones, incluido el cristianismo, llaman Dios”.
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Leo que científicos británicos han creado un “androide”, un robot capaz de pensar, y me quedo pensativo, imaginando con cierta confusión una máquina preguntándose a sí misma: “¿Yo qué soy?”. Inmediatamente, la pregunta rebota y me la dirijo a mí mismo con la misma confusión: “¿Y yo? ¿Qué soy yo?”.
Las ciencias modernas estimulan a la teología con nuevos interrogantes y búsquedas. Las neurociencias –junto con las diversas ramas de la biogenética– se llevan en ello la palma. Sus investigaciones, todavía incipientes, nos abren a descubrimientos insospechables que cambiarán nuestro mundo. Todos los campos del saber y de la vida se están ya resituando: no solo se habla de neuropsiquiatría y de neurolingüistica, sino también de neuroeconomía, neuropolítica, neurocultura, neuroderecho, neuroética. Y también de neuroteología. Con razón. El conocimiento de las neuronas y de su funcionamiento es tan provocador e incitante para la teología como lo fue el descubrimiento de que la tierra gira en torno al sol o de que la vida aparece y de desarrolla por la evolución. O mucho más. Vemos, oímos, olemos, saboreamos gracias y de acuerdo a las neuronas, esas células físicas especializadas en enviar, recibir, almacenar, procesar señales de información; gracias y de acuerdo a ellas y a sus innumerables conexiones o sinapsis, que se cuentan por billones, trillones o cuatrillones, somos “un cuerpo orgánico” y un “yo espiritual”. Pensamos, sentimos, cantamos, bailamos, lloramos, reímos, recordamos, admiramos, tememos, amamos, odiamos según cómo sean y funcionen las neuronas. Somos fieles o infieles, generosos o egoístas, felices o desgraciados según cómo sean y funcionen las neuronas. E igualmente “creemos en Dios” y rezamos según sean y funcionen nuestras neuronas, si bien –observación importante–el conjunto de las funciones neuronales modelan a su vez las neuronas y sus relaciones. En cualquier caso, lo que llamamos “yo”, “alma” o “espíritu” no es más que el “todo” o la forma que adopta el conjunto de las funciones neuronales en cada momento de nuestra vida, si bien –observación igualmente importante– en todos los organismos el “todo” es más que la suma de las partes. Somos neuronas, que son células, que son materia, que es energía, que no sabemos qué es. Lo cierto es que la realidad no está compuesta de materia y espíritu. En realidad, “materia”, “espíritu”… son formas en que nuestras neuronas captan la realidad. ¿Y “Dios”? No pude ser pensado como “puro espíritu”, en contraposición a la materia. ¿Podría ser pensado como el “Todo”, la “forma” o el “alma” de la Realidad? Ya no podemos hablar de transcendencia, dignidad, libertad, pecado, perdón… como si no fuéramos animales emergentes de las neuronas, como todos los demás animales, que poseen neuronas, salvo las esponjas. ¿Y entonces? ¿Qué tenemos de particular los seres humanos? Alguna neurona complicada provoca en nosotros esa necesidad de ser únicos en el mundo: es nuestro problema. Tu cerebro tiene unos 100.000.000.000 de neuronas, una ballena y un elefante tienen el doble –aunque en un cuerpo muchísimo más grande–, un pulpo tiene 300.000.000, un perro 160.000.000, un ratón 4.000.000, una hormiga 10.000, un gusano nematodo 302… Los orangutanes, con sus neuronas, planifican sus rutas de viaje y las comunican a sus congéneres. Cada ser en el universo es absolutamente único, y nadie es superior a nadie en dignidad. No es descartable que haya en el universo –o incluso “fabriquemos”, gracias a la neurotecnología y la ingeniería genética– seres más inteligentes que nosotros, y es más que probable que en la Tierra, dentro de muchos millones de años, vivan seres no humanos mucho más inteligentes o “espirituales” que nosotros (y que Buda o Jesús de Nazaret…). Científicos de la Universidad de California-Irvine han conseguido crear y borrar recuerdos manipulando las neuronas de unos ratones. Científicos austríacos acaban de crear un “microcerebro” humano, aunque no han encontrado por ahora quien esté dispuesto a que se lo trasplanten. ¿Y entonces? Todo es más maravilloso. Las preguntas valen más que las respuestas. Las respuestas valen en la medida en que suscitan nuevas preguntas. Nuevas preguntas nos abren a nuevos caminos en nuestra manera no solo de pensar, sino sobre todo de sentir, de mirar, de vivir. ¡Qué aburrida resulta una teología que se limita a repetir! ¡Cuán tediosos y estériles son esos manuales y textos, que vuelven a proliferar en nuestras facultades de teología y se limitan a repetir respuestas del pasado para preguntas del pasado! No hay revelación en la mera repetición. Los textos sagrados, o los dogmas de ayer, están llamados a ser cada vez revelación nueva. La lectura se vuelve descubrimiento y sorpresa. El texto del pasado nos abre al futuro. Se da revelación. Solo se da revelación cuando nos acercamos a la Zarza Ardiente con los pies descalzos, la mente desnuda de saberes y el corazón abierto. Con nuevas preguntas. Así avanzan las ciencias, y también la teología. Claro que la teología no avanza como las ciencias positivas, acumulando conocimientos empíricamente verificados, pero también la teología –al igual que la filosofía, o el conocimiento simbólico en general– se nutre de preguntas, se inspira en la admiración, y avanza en el no-saber, y solo así acoge chispas de luz para la vida. José Arregi Para orar CUANDO MIRAS DESPACIO Si te quedas mirando largamente cualquier cosa del mundo -un gorrión, una mujer, un árbol, un río, un desengaño, tal poema por el que pasa un río y una mujer desengañada y sola y en el que se alza un árbol al que acuden los gorriones mientras cae la tarde-, si miras cualquier cosa un largo rato y dejas que entre en ti, que te vacíe de tu oscuridad y que en tu ser halle cobijo y sea, verás y sentirás que cuando miras tú eres mundo también, que en ti la vida se entrecruza y canta, y que todo es sagrado. (Eloy Sánchez Rosillo) Evidentemente, Jesús no "instituyó" ninguna Iglesia, ninguna "estructura eclesial" propiamente dicha; una doctrina, una liturgia, un gobierno... Jesús puso en marcha un movimiento, que a través de muchas circunstancias y vicisitudes históricas desembocará en iglesias organizadas, y mucho más tarde en una Iglesia centralizada.
Jesús empezó quizá actuando solo, pero pronto reunió un grupo de discípulos en torno a sí. Así lo habían hecho también Buda, Confucio, Sócrates. Y Juan Bautista, de quien Jesús fue discípulo durante algún tiempo. Un grupo de hombres y de mujeres acompaña a Jesús a todas partes haciendo con él vida itinerante; pero también encontramos un grupo más amplio de personas que, viviendo en sus casas y siguiendo en sus tareas, son sin embargo discípulos de Jesús, le apoyan, lo reciben, le "siguen". Todos ellos forman el "movimiento de Jesús". También nosotros nos sentimos y queremos ser discípulos de Jesús. El reino de Dios nos reúne. El reino nos necesita en grupo, pero también nosotros necesitamos sentirnos acompañados para poder ser profetas del reino. Nos empuja su movimiento, y queremos empujarlo. Nos mueve la alegría a menudo tan oculta de la misma buena noticia y la esperanza difícil del reino de Dios. Somos Iglesia de Jesús. Pero ¿cómo es la "Iglesia" que Jesús quiso? En el origen del discípulo y de la Iglesia está la conciencia de haber sido llamado. La voluntad y la decisión de uno son imprescindibles, pero son despertadas por la llamada de otro; por la llamada de Jesús y, en último término, por la llamada de Dios. Eso es lo que significa originariamente el término "Iglesia" (Ekklesia) "comunidad de llamados". La llamada de Jesús se presenta de diversas maneras en los evangelios, y es normal, pues el Espíritu actualiza la llamada de Dios de modos muy diversos, según el temperamento y las circunstancias de cada persona. A veces, son los mismos discípulos los que se acercan a Jesús, porque quieren seguirle; Yendo de camino, alguien le dijo: "Te seguiré a donde vayas" (Lc 9,57). Otras veces, es Jesús quien llama directamente, con autoridad; "Venid conmigo y os haré pescadores de hombres" (Mc 1,6); "Sígueme" (Mc 2,14). Es sorprendente. No eran los escribas quienes elegían a sus discípulos, sino a la inversa; eran los discípulos los que solían elegir a sus maestros. En el evangelio no sucede así; en muchos pasajes, es Jesús el que llama a sus discípulos, y lo hace sin rodeos, sin dar explicaciones, sin hacer bellas promesas. Llama directamente, con concisión. Ven sígueme. Todo está en juego, y todo merece la pena, pero no es posible saberlo sin seguirle (cf. Jn 1,39). Existen también otras diferencias llamativas entre los discípulos de los escribas y los de Jesús; los discípulos de los escribas solían tener con sus maestros una relación temporal, mientras que los discípulos de Jesús tienen con él una relación permanente; los escribas no admitían mujeres discípulas, pero Jesús sí. Y otras veces, por fin, la invitación a seguir a Jesús llega al discípulo por mediación de otro; "Hemos encontrado al Mesías" (Jn 1,41), dice Andrés a su hermano Pedro. La llamada llega a Pedro por medio de Andrés, y a Natanael por medio de Felipe. Y así se prolonga y se extiende la llamada de Jesús que constituye la Iglesia. El ser humano es un ser llamado. Llegamos a ser nosotros mismos gracias a la llamada, la mirada, la palabra de otro. Y en la palabra y en la llamada que nos vienen de otro, vamos percibiendo que el misterio de Dios, totalmente otro y absolutamente íntimo, nos envuelve y nos funda. En la llamada de Jesús, los discípulos de Jesús han reconocido la llamada de su propio interior, la llamada del pueblo sufriente, la llamada de los tiempos difíciles y, en última instancia, la llamada del Dios grande y cercano que les invita a la fiesta y a la lucha por el reino. Siempre es Dios el que llama, pero Dios llama siempre por mediaciones: a través del propio deseo y de las propias facultades, a través de la profecía y la compañía de una persona concreta, a través del grito y la necesidad de los sufrientes... Los discípulos, movidos por la presencia y la promesa de Dios, se convierten en "pescadores de hombres", es decir, en liberadores de hombres y mujeres, en la esperanza del reino de Dios, en la lucha por el reino de Dios. Me acuerdo perfectamente dónde y cuándo me dijo mi padre: “El hombre no debe tener miedo ni aunque lo estén despellejando”. Yo era entonces un chaval de 11 años, tímido, incluso temeroso, y quedé muy impresionado. Imaginé con asombro que mi padre sería capaz permanecer impertérrito aunque lo despellejaran. Pronto descubrí que no era así, cuán fácilmente se alarmaba. Pero a la vez tenía esa seguridad profunda tan campesina, cuasi telúrica, arraigada en la Tierra o en Dios, de que nunca faltaría a su numerosa prole con qué vivir y salir adelante, a pesar de la pobreza.
No todo miedo es malo. El miedo es una señal de alerta, un mecanismo de supervivencia. Ante un riesgo cualquiera, en nuestro cerebro primario –que compartimos con casi todos los animales, por ejemplo los reptiles– se activa la amígdala del lóbulo temporal y nos pone a la defensiva. Sin esa alarma no podríamos sobrevivir. Lo que pasa es que nuestro cerebro “superior” –así lo llamamos solo porque es nuestro– recuerda demasiado los peligros del pasado y los proyecta en el futuro, inventa peligros y hace que aumenten los miedos sin causa. Y esos miedos, que son la mayoría, impiden la paz, no nos permiten respirar y vivir. No es que nos falten motivos reales para temer. Nos están despellejando, efectivamente. Cada semana nos arrancan un nuevo tirón desde Berlín, Bruselas o La Moncloa, o desde los grandes bancos cuyas deudas nos están haciendo pagar a todos. Y si eres de los que pagas puntualmente tu hipoteca, pronto verás cómo tu banco te ofrece nuevos créditos para seguir despellejándote, hasta que algún día te echen de tu trabajo o de tu casa. Nos están robando ese “espacio de seguridad” que –como decía Maurice Zundel– “nos permite convertirnos en espacio de generosidad”. Nos lo ponen muy difícil para seguir confiando y siendo generosos. A pesar de todo, ahora que nos están arrancando la piel en nombre de un futuro cada vez más oscuro, es posible y es muy bueno decirnos de todo corazón y escuchar desde el Corazón de la Realidad o de Dios la voz que nos dice: “Amiga, amigo, no temas”. No temas mirar de frente a la dura realidad y a lo que está por venir, ni de llamarlo por su nombre. Abre los ojos y ve lo que nos ha traído hasta aquí. Nadie somos inocentes, pero no todos somos igualmente culpables. Los que menos han ganado en los tiempos de bonanza son los que más están perdiendo en la crisis: ésos son los más inocentes. Entidades financieras, especuladores, corruptos y beneficiarios de pingües sobresueldos: ésos son los más culpables. Y los políticos que se les someten. ¿Cómo se vuelven tan sensibles y vulnerables ante una pacífica protesta ante su portal quienes cada viernes o incluso cada día toman tan impasibles medidas violentas que empobrecen a los pobres sin impedir que los ricos se enriquezcan? Pero no se trata ante todo de repartir culpas ni de imponer castigos. Se trata de crear otro futuro desde la compasión. No temas creer que otro futuro, otra política, otra economía es no solo necesaria, sino también posible. Si lo creemos, será posible. Si no lo creemos, no. No temas abrirte a la esperanza y la utopía. La utopía no es para alcanzarla algún día, sino para saber hacia dónde caminar cada día. La utopía nos indica el camino y la esperanza nos impulsa a caminar. No temas tu impotencia, ni tus incoherencias y desfallecimientos. Ni tus miedos. Tampoco temas el fracaso. No es preciso que lo des todo ni que salves a todos. Basta que añadas un granito de trigo a la mesa, un granito de arena a la casa. “No temáis pensando qué vais a comer o con qué os vais a vestir –dijo una vez Jesús de Nazaret–. Mirad cómo viven las aves del cielo, cuán bellos son los lirios del campo”. Las aves del cielo viven con poco y con muy poco son tan bellos los lirios del campo. También nosotros podremos ser felices, más felices incluso, con menos. No temas, amiga, amigo, a pesar de todo. José Arregi El esplendor de la confianza Si no ves ningún fulgor en tu horizonte, evoca las pacientes luces que anidan luminiscentes en tu corazón. Si la aflicción te lastima hasta el dolor, déjate sanar por la ternura que está aguardándote en el umbral. Si el agua turbia del arroyo se asemeja a un mar tormentoso y embravecido crúzalo a pie, despaciosa, resuelta. Si la tribulación anega tu mirada con amargas lágrimas, desfallecidas, llégate a quien te espera para el ardor y su abrazo. Si rescatas del olvido el entusiasmo que está aguardándote, la confusión y las brumas te abandonarán para que el día te arrope con el esplendor de la confianza. (Miguel Ángel Mesa) Hace unos meses, los franciscanos de Washington abrieron allí un “Albergue para ermitaños de la ciudad”, una casa de retiro sin tinte confesional ni religioso, para gente que simplemente busca silencio. No una mera ausencia de ruidos, sino el silencio interior en el silencio exterior, la serenidad del espíritu en la serenidad del espacio, la paz del corazón en la paz del lugar. El inconveniente es que cuesta 70 $ al día (unos 50 €), una suma considerable para los tiempos de crisis que corren también por allí. El caso es que la casa –como otras muchas de este estilo en Estados Unidos– está permanentemente solicitada.
Y en lo que a pagar se refiere, el caso es que también la falta de silencio la pagamos, y bien caro, en forma de diversas dolencias físicas, psíquicas y espirituales. De todos modos, 70 dólares por día para estar en silencio… es para pensárselo dos veces. ¿No habrá manera de encontrar el anhelado silencio algo más barato? Pues sí. Está al alcance de todos. Y pienso que el silencio es un asunto de alcance social, como el aire que respiramos o el agua que bebemos, y que en ello nos jugamos en parte nuestro bienestar personal y colectivo. Yo desearía que nuestros pueblos y ciudades dispusieran de albergues de silencio bien cuidados y atendidos, al igual que disponen de cines, centros culturales y polideportivos, o de escuelas y jardines. ¿Es un desatino? ¿Qué eran en otros tiempos todavía recientes nuestras iglesias sino espacios de calma y de aliento? (O debían haberlo sido, pues la pobre gente salía con frecuencia de las iglesias con más congoja y angustia que a la entrada). Ahora que muchas iglesias se vacían y se cierran, no estaría mal que algunas de ellas se transformaran en espacios laicos de silencio y de paz. He dicho “laicos”, pero ¿qué hay de más sagrado? El ruido nos asfixia. Y no hablo en primer lugar del agobiante fragor del tráfico que nos envuelve, que también. Pero hay ruidos peores: libros, tertulias, anuncios, mensajes, móviles, iPhones, iPads… acaban siendo más atronadores que el tráfico más atronador. Y el peor de los ruidos, con mucho, es el más callado, el que todos llevamos dentro. Este torbellino incesante de nuestra mente. Esta extenuante baraúnda de nuestros pensamientos, que nos tiene en permanente estado de dispersión y desazón, de pesar del pasado, de miedo del futuro, de agotador empeño de ser lo que no somos y tener lo que no tenemos. No podemos vivir así. Necesitamos espacios de silencio externo, y mucho más aun espacios y tiempos de silencio interior. El silencio y la paz exteriores son muy beneficiosos, pero no garantizan nada por sí mismos, pues los ruidos más perniciosos los llevamos dentro. “Hay personas que guardan silencio, pero su corazón no cesa de condenar a los demás”, enseñó un monje cristiano de los primeros siglos, y nos interpela a los que, aparentemente guardamos más silencio. No guardamos silencio si no vivimos en paz. Busca más adentro la paz y el silencio. Dedica a ello 20 minutos al día por lo menos. Siéntate, siéntete, respira. Respira sin hinchar el pecho, llenando tus pulmones de modo que empujen el abdomen hacia abajo, cuanto más abajo posible. Estate así, inspirando, espirando, en silencio. En el silencio hay Paz, todo está en paz. Estate en paz. Deja que tus miedos, rencores, deseos se disuelvan y desvanezcan poco a poco, y que no te importe si persisten ahí. Está en tu mano. Pon disciplina y empeño, pero en paz, como el agua, sin “empeño”. En todo lugar podrás hallar un albergue de silencio: en una iglesia o junto al mar, en el monte, en el salón de tu casa, en medio de una plaza, en el coche, en el trabajo. Es tan beneficioso, y tan barato… José Arregi ADENTRO "En el más hondo adentro de cada cosa hay un silencio puro, un lugar muy secreto e inviolable, donde la mano palpa un agua antigua, un regazo caliente. No se accede allí nunca por los trabajos de la voluntad, ni porque el corazón así lo ansíe. Se entra por gracia viva de lo vivo, por acorde animal con lo creado. Quien consigue asomarse sin esfuerzo -con naturalidad, con inocencia que acata y que no inquiere- a esa oquedad colmada podrá escuchar un algo que no es ya la sola cosa misma, el lenguaje o el alma propios de ella, sino el latido unánime, enigmático, que une entre sí lo múltiple y lo mueve, una respiración que alienta en todo y quiere ser oída para ser" (Eloy Sánchez Rosillo) Déjame que te hable de la misa. No, déjame que te hable de algo más simple, de la simple comida. Y déjame decirte que cada vez que comes y bebes, comulgas con el otro, con la Tierra, con todo el Universo. Y que cada bocado que masticas y cada gota que sorbes es un gesto sagrado:comulgas con el Todo o el Ser o la Vida. Comulgas con la gran Comunión o el Misterio de Dios. Vivir es convivir. Ser es interser.
Eso es cada comida, y la misa no es otra cosa. La misa no es nada más, porque no puede haber nada más grande que una simple comida. Lo simple es lo pleno. Lo ordinario y natural es lo más sagrado. Cada vez que comes, hazlo con profunda gratitud y veneración a lo que comes, y compasión por los que no pueden comer. Así comía Jesús de Nazaret. Su religión es la religión de la comida, aunque la verdad es que él no fundó ninguna religión, e incluso rompió con su propia religión en todo aquello que impedía comer a todos con todos, que imponía ayunos, declaraba impuros algunos alimentos y prohibía compartir la mesa con los llamados pecadores, que casi siempre eran los pobres. Alguien ha escrito no sin razón que a Jesús le mataron por su modo de comer; es que al comer anulaba las fronteras entre los santos y los pecadores, lo puro y lo impuro, lo sagrado y lo profano. Algo intolerable. Los dirigentes religiosos y la gente de bien le llamó “comilón y borracho, amigo de pecadores”. Jesús soñaba y anunciaba otro mundo necesario y posible, y lo llamaba “reino de Dios”. Y, para explicar cómo iba a ser ese otro mundo en este mundo, no se le ocurrió cosa mejor que organizar una alegre comida en el campo: cada uno llevó y compartió lo poco que tenía y todos se saciaron y aun sobró mucho. Él pensaba que el “reino de Dios” o el mundo nuevo en este mundo –una gran mesa con abundante pan y sin ningún excluido– era algo inminente. Pero las autoridades religiosas y políticas no estaban por la labor, y el proyecto de Jesús fracasó. Pero Jesús no dejó de esperar contra toda esperanza. Y al presentir lo peor, siguió soñando en lo mejor y organizó con sus amigas y amigos más cercanos una cena de despedida y esperanza, y al partir el pan y pasarles el vino les dijo: “Recordadme en el pan y el vino. Y cada vez que comáis y bebáis juntos, reavivad la esperanza del mundo nuevo, y construid el mundo que esperáis. Cada vez que lo hagáis, yo resucitaré, vosotros os transfiguraréis y el mundo se transformará en Comunión”. Así hicieron sus seguidores después de que el maestro fuera crucificado como un malhechor. El primer día de la semana, que luego se llamó domingo o “día del Señor”, se reunían en las casas, oraban juntos, recordaban el mensaje de Jesús, comían pan, bebían vino, resucitaba la Vida. Y a eso llamaban “cena del Señor” o “fracción del pan”. Todo era muy simple, y no hacía falta sacerdote ni consagración. Siglos después, todo se fue complicando. La casa se convirtió en templo, la comida en “sacrificio”, la mesa en altar, la gracia en obligación. E instituyeron sacerdotes para presidir y hacer la consagración del pan y del vino, como si éstos no fueran sagrados de por sí. Y lo llamaron “misa”, pero esto no estuvo mal, pues “misa” significa misión. “Ite missa est”, se decía al final: “Id en paz. Es la hora de la misión”. Es hora de que volvamos a lo más sencillo y pleno, más allá de cánones y rúbricas y presidencias sacerdotales que nada tienen que ver con Jesús. Basta que nos reunamos dos o más en una casa cualquiera o en cualquier ermita libre, para recordar a Jesús, compartir la palabra, tomar pan y vino, resucitar la esperanza, mientras los pájaros cantan. Si te sientes triste, Jesús te consuela. Si te sientes alegre, Jesús es tu alegre comensal. Y no importa que el pan sea de trigo, de maíz o de centeno, ni si el vino es de uva, de cebada o de arroz. Lo que importa es que sea fruto de la tierra y del trabajo, sacramento de la vida y del mundo nuevo. Ésa es la misa verdadera, la verdadera misión. José Arregi PARA ORAR PRIMERO SEA EL PAN Primero sea el pan después la libertad. (La libertad con hambre es una flor encima de un cadáver). Donde hay pan, allí está Dios. "El arroz es un cielo", dice el poeta de Asia. La tierra es un plato gigantesco de arroz, un pan inmenso y nuestro, para el hambre de todos. Dios se hace Pan, trabajo para el pobre, dice el profeta Ghandi. La Biblia es un menú de Pan fraterno. Jesús es el Pan vivo. El universo es nuestra mesa, hermanos. Las masas tienen hambre, y este Pan es su carne, destrozada en la lucha, vencedora en la muerte. Somos familia en la fracción del pan. Sólo al partir el pan podrán reconocernos. Seamos pan, hermanos. Danos, oh Padre, el pan de cada día: el arroz, o el maíz, o la tortilla, el pan del Tercer Mundo (Pedro Casaldáliga) A la misma hora en que el presidente español Mariano Rajoy era recibido en el Vaticano por el papa Francisco, el presidente de la Conferencia Episcopal EspañolaMonseñor Rouco Varela, con su habitual aspereza, reprendía al Gobierno del Estado por su falta de iniciativas destinadas a reformar las leyes del aborto y del matrimonio homosexual.
La recepción de Rajoy por el papa Francisco y las declaraciones de Rouco destinadas a Rajoy ponen al descubierto que aún estamos lejos de asumir el principio de la laicidad, es decir, la necesaria separación de poderes políticos y religiosos a la hora de regular la vida pública en una sociedad plural y democrática. Las interferencias y la confusión persisten todavía. Persisten los enfrentamientos de poderes y el conflicto de intereses. No digo que el enfrentamiento de poderes y el conflicto de intereses sean malos de por sí. Desde las plantas más simples a los animales más complejos, la vida es siempre tensión de múltiples polos, en un equilibrio inestable y delicado. Así es todo lo que es y vive. Y cuanto más complejo, todo se vuelve más frágil y vulnerable, y más necesitado de atención y miramiento. Cuanto más inseguro y herido, todo se vuelve más sagrado, y tanto más urgente se hacen la modestia y la amplitud de miras, la flexibilidad y el respeto muto. Y también la claridad. Claridad para llamar a cada cosa por su nombre: Evangelio a lo que es evangelio y poder a lo que es poder. O, como diría Jesús, para “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Eso es claridad. ¿Qué hace, por ejemplo, un papa recibiendo en su palacio como jefe de estado a otro jefe de estado? Es la mecánica del poder lo que ha traído a la institución eclesiástica hasta esa situación: el obispo de Roma, elegido por un restringido colegio de “principales” o “cardenales” de la ciudad, se convirtió en sucesor del emperador, y luego en soberano absoluto de toda la Iglesia y además en jefe de estado. Toda esa deriva que viene de lejos pero no de los orígenes constituye un grave desorden para la Iglesia de Jesús, que dijo: “No ha de ser así entre vosotros”. ¿Y qué hace el presidente del estado español siendo recibido en Roma, mientras en casa no se digna escuchar los gritos de la calle llena de parados y desahuciados, y ni siquiera admite que los periodistas le pregunten, y va dejando que la política y la democracia se degraden hasta límites intolerables? El hecho –anacrónico desde el punto de vista político, indigno desde el punto de vista religioso– de que el Vaticano sea todavía un estado ya no justifica que nadie sea recibido allí como jefe de estado. A no ser que Rajoy viajara a Roma –cosa más que dudosa– para acordar con el papa la derogación del Acuerdo firmado en 1979 –en la época de la transición democrática española– entre el estado español y el vaticano, un acuerdo hoy sin sentido, puesconcede a la iglesia católica importantes privilegios respecto de otras confesiones o religiones: en dicho acuerdo, en efecto, el estado español se compromete a ofrecer en la escuela pública la enseñanza de la religión católica, a eximir de impuestos los bienes inmuebles de la iglesia y a financiar con fondos públicos el funcionamiento ordinario de la Iglesia católica. Eran privilegios injustos y ahora son además inconstitucionales. Pero no creo que Rajoy viajara al Vaticano para poner término a esa situación irregular. Mucho sería que no hubiera viajado para reforzarla más bien. Confusiones. ¿Y qué hace, mientras tanto, el presidente de la Conferencia Episcopal Española dictando al Gobierno las reformas legales que ha de promover? Tiene, por supuesto, el derecho y el deber de expresar su opinión sobre todos los asuntos de la vida, pública o privada. Como cualquier ciudadano de a pie. Como tú, como yo. La vida es con frecuencia demasiado costosa y difícil, y todo apoyo será poco, y será poca toda palabra. Que digan, pues, los obispos la suya con plena libertad. Que la digan, eso sí, con la afabilidad y la cortesía que debieran caracterizar a los discípulos de Jesús. Y sin querer imponer como ley general lo que ellos consideran bueno ni penalizar como crimen lo que ellos consideran malo. Como era de esperar, en su intervención Rouco se refirió a sus temas preferidos, urgiendo al Gobierno a emprender en ellos reformas legales profundas: el aborto, el matrimonio homosexual, la enseñanza de la religión. He ahí tres cuestiones a las que nunca jamás se refirió Jesús y que, no obstante, se han constituido en la causa suprema de nuestros obispos, como si el corazón del Evangelio se jugara ahí. Una gran confusión. Es importante defender siempre la vida de todos. Pero hacen mal los obispos en considerar la ley del aborto como “una conspiración mundial” contra la vida (Monseñor Reig Plá, obispo de Alcalá) o como “holocausto silencioso” (Monseñor Munilla, obispo de San Sebastián), y hacen mal en presentar sus opiniones extremistas como doctrina de la Iglesia católica, por dos motivos fundamentales: porque la doctrina católica nunca identificó el aborto con un asesinato, y porque la mayoría de los católicos de hoy tienen una postura mucho más ponderada, y no pienso que sea porque posean menos fe y sensibilidad humana que los obispos. Por lo demás, éstos no debieran olvidar que la ley actual del aborto no hace que aumenten los abortos, sino que los regula dentro de unas garantías de mayor seguridad e igualdad. Es importante defender a la familia y el “oficio de madre” y padre (matris munus). Pero no hacen bien los obispos en pretender que solo ellos conocen y protegen el verdadero amor humano o que solo ellos saben lo que quiere Dios o la naturaleza para las relaciones de pareja. Tampoco hacen bien en sostener que el reconocimiento legal del matrimonio homosexual lesiona algún derecho de los matrimonios heterosexuales, como no sea el derecho a que solo ellos sean llamados “matrimonios”, pero no acabo de entender qué clase de derecho es éste. ¿Las parejas heterosexuales posen acaso, por naturaleza o por revelación divina, la exclusiva de la denominación de origen “matrimonio”?Miren, por favor, a la sabia y maravillosa naturaleza, sacramento primero del misterio que llamamos Dios y revelación primera de su querer. Observen de cuántas maneras se realiza en la madre tierra el dulce oficio de padre y madre. Por lo demás, ¿acaso el Derecho Canónico no reconoce como auténtico matrimonio la unión en el amor de dos abuelitos que nunca serán padre y madre? Es importante y urgente que nuestros niños y jóvenes sean instruidos a fondo en la historia del hecho religioso con sus luces y sombras. Pero se equivocan al reivindicar la enseñanza confesional de una religión en la escuela pública, o al reivindicar para la religión católica unos privilegios negados a las demás religiones. Por lo demás, miren los frutos: ¿no ven los obispos que los hombres y las mujeres de hoy en masa han roto con la iglesia y la religión católica, no tanto a pesar de haber estudiado la religión católica obligatoria, sino justamente por haberla estudiado? Todos tenemos el sagrado deber de aportar nuestro granito de arena, en forma de palabra o de acción, para el bienestar de las personas y de los pueblos, el bienestar de todos los seres. Pero otra cosa son las leyes por las que se rige una sociedad. Para eso están los parlamentos, que deberían ser templos de respeto y de tolerancia mutua, santuarios de la palabra y de todos los derechos. A ningún parlamento le compete decidir sobre el bien y el mal, sobre la verdad y la mentira. Le compete más bien tejer las leyes más justas posibles, sobre la base de los consensos lo más amplios posibles, en orden a una convivencia lo más armoniosa posible de todos, sin excluir a nadie. La democracia renuncia a todos los absolutos, y aspira modestamente al máximo bien posible a través del máximo consenso posible. Eso es laicidad. También las instituciones religiosas deberían reconciliarse profundamente con el límite y la finitud de todo lo humano, sin dejar de aspirar al absoluto que las mueve. Lo absoluto solo se da en lo finito, tan cambiante sin cesar. Las instituciones religiosas harían bien en abrazar el registro de lo parcial, lo provisorio y lo posible, sin dejar de aspirar a lo eterno. Lo eterno solo se da en el tiempo, tan efímero siempre. Una institución religiosa que pretendiera poseer la llave de la verdad o las claves del bien se desacreditaría como religión, al menos como espiritualidad. La gente lo ve. El Espíritu divino habita en el corazón de la gente, más allá de sus creencias e increencias, de sus adhesiones o rechazos religiosos. Reconocerlo es el fundamento de la sana, de la santa laicidad. José Arregi CREDO PERSONAL Creo en la Vida Madre todopoderosa Creadora de los cielos y de la Tierra. Creo en el Hombre, su avanzado Hijo concebido en ardiente evolución, progresando a pesar de los Pilatos e inventores de dogmas represores para oprimir la Vida y sepultarla. Pero la Vida siempre resucita y el Hombre sigue en marcha hacia el Mañana. Creo en los horizontes del espíritu que es la energía cósmica del mundo. Creo en la Humanidad siempre ascendente. Creo en la vida perdurable. Amén. (José Luis Sampedro) Cuando miramos al cieloestrellado, vemos el pasado. Cuando miro al sol, lo veo como era hace 8 minutos, el tiempo que ha tardado en llegar su luz hasta aquí, a trescientos mil kilómetros por segundo. Cuando miramos la estrella más lejana visible a simple vista, la vemos como era hace 12.000 años; dicen incluso que se pueden observar supernovas o explosiones de estrellas de la Galaxia del Triángulo que tuvieron lugar hace 3 millones de años. Mirar al cielo es como asistir al pasado. Y si pudiéramos viajar más rápido que la luz –cosa imposible según la física de Einstein, aún vigente–, podríamos ir a una estrella lejana y, desde allí, ver en directo cómo viven y mueren los hombres de Atapuerca, o cómo mira, habla y cura Jesús de Nazaret (¡o cómo nacemos!).
Pues bien, el pasado 21 de marzo, el satélite europeo Planck envió a la tierra una imagen del universo de cuando casi acababa de nacer. El ojo del satélite ha llegado tan lejos, que ha visto el universo tal como era hace algo más de 13.809 millones de años, cuando solo habían pasado 380.000 años desde el Big Bang, cuando aún no había átomos, sino solamente energía. “Es como la foto del universo cuando era un bebé”, explicó Torsten Ensslin, del Instituto Max Planck. El universo bebé nos hace sentirnos más pequeños todavía. Nos asombra y sobrecoge. Algo similar han sentido siempre los humanos al contemplar el inmenso cielo estrellado.“El cielo proclama la gloria de Dios”, escribía el salmista judío, cuando aun podía creer que las estrellas eran lámparas que un Dios omnipotente, providente y temible a la vez, encendía en el cielo para iluminar y embellecer la noche. Pero muchos siglos después, el mismo espectáculo inquietaba profundamente a Pascal: “El silencio de estos espacios infinitos me asusta”, escribió. ¿Por qué le asustaba? Quizás porque intuía que su visión tradicional del mundo y del ser humano y, por lo tanto, de “Dios” se resquebrajaban sin remedio. Las viejas referencias empezaban a desmoronarse, la tierra empezaba a perder su centralidad en el universo, la imagen de un “Dios” supremo a imagen del hombre, padre protector y terrible castigador a la vez, empezaba a perder credibilidad. El ser humano empezaba a sentirse huérfano y solo. La modernidad se abría camino en Occidente con su dosis de inseguridad y angustia. Pero justo cuando el ser humano dejaba de ser la medida del universo infinito y se sentía como un niño perdido de noche, justo entonces el hombre moderno se empeñó en afirmarse como centro de la Tierra, en postularse como única medida de todas las cosas, en hacerse único señor de sí mismo y de todos los seres. No fue un camino acertado para superar su angustia en un universo infinito. El hombre moderno hizo bien en liberarse de la imagen de un “Dios” Ente y Señor supremo, pero erró al querer suplantarlo erigiéndose como dios, afirmándose como señor absoluto. Hoy, la ciencia y la propia espiritualidad nos invitan de nuevo a deshacernos de un “Dios” separado, pero no a creernos superiores al Todo, no a romper la Gran Comunión universal, no a negar el Misterio que engendra y sustenta sin cesar cuanto es. No sabemos lo que hay en los bordes del universo conocido, ni siquiera imaginamos los “bordes” de un universo en expansión. Tampoco podemos imaginar la “gravedad cuántica” que dicen que había “antes” del Big Bang, ni sabemos si antes hubo otro universo ni si, caso de haberlo, era semejante a éste de ahora, o si otros universos coexisten hoy con éste en otras dimensiones, o si los habrá después ni si serán semejantes al nuestro. Pero sabemos que alguna vez todo fue muy pequeño, al igual que cada uno de nosotros. Y que todo está unido con todo, en todo. De la mano de la ciencia, cada día descubrimos un universo asombroso, como si fuéramos niños pequeños con ojos grandes llenos de ternura y de preguntas. La imagen del universo bebé nos asoma al enigma, pero sobre todo al Misterio de lo Real, el Misterio que nos engendra y envuelve. Todo nos invita a ser muy humildes, a admirar y a cuidar. Somos como un bebé, y el universo también lo sigue siendo. José Arregi Para orar. CUANDO MIRAS DESPACIO Si te quedas mirando largamente cualquier cosa del mundo —un gorrión, una mujer, un árbol, un río, un desengaño, tal poema por el que pasa un río y una mujer desengañada y sola y en el que se alza un árbol al que acuden los gorriones mientras cae la tarde—, si miras cualquier cosa un largo rato y dejas que entre en ti, que te vacíe de tu oscuridad y que en tu ser halle cobijo y sea, verás y sentirás que cuando miras tú eres mundo también, que en ti la vida se entrecruza y canta, y que todo es sagrado (Eloy Sánchez Rosillo, Antes del nombre). Hace más de dos siglos desde que se instauró el actual sistema carcelario y, aunque las cárceles de hoy no sean las de hace doscientos años ni las de hace 50, salta a la vista que no ha cumplido sus objetivos. Espero que antes de otros dos siglos, la humanidad se avergüence de nuestras cárceles. Si fuera verdad que sirven para lo que se dice que sirven –para prevenir, disuadir y reinsertar–, hace tiempo que debían haber desaparecido, o al menos disminuido, pues habrían desaparecido los criminales, o disminuido cuando menos. Pero los criminales no solo no han desaparecido y ni siquiera disminuido, sino que han aumentado (y eso sin contar los delincuentes de guante blanco, pues éstos, como se sabe, casi nunca van a la cárcel). Si después de dos siglos, las cárceles siguen aumentando y ni aun así dan abasto, es que han fracasado. Hay que pensar en otra cosa.
A no ser que… a no ser que la cárcel sirva, no para lo que se dice que ha de servir (para prevenir el crimen y resocializar al criminal: eso queda muy bien en la Constitución y en el Código Penal), sino para otro fin inconfesable: para castigar y vengar. Me temo que la venganza y el castigo están volviendo a ser el fin real, aunque no reconocido. ¿Cómo, si no, ministros de justicia y dirigentes de partidos proponen sin pudor prolongar la pena, hasta la “prisión permanente revisable”? Fomentan el peor de los instintos humanos: la venganza. Degradan a la sociedad a la que deberían servir. Se degradan a sí mismos. Y es posible que crean en Dios y se llamen cristianos. Firmante habitual de las campañas de Avaaz, hace unas semanas recibí un mensaje que invitaba a firmar una propuesta de reforma legal para que los corruptos vayan a prisión:“Corruptos entre rejas. Reforma penal YA!”. No firmé. Si alguien, son los políticos y los empresarios corruptos quienes deberían ir a la cárcel, pero no quiero la cárcel tampoco para ellos. Que sepamos toda la verdad, sí, y que devuelvan con creces lo robado, y que se tomen todas las medidas necesarias para que no vuelvan a robar, pero que no tengan que vivir entre rejas, que ya tenemos bastantes. Si hay garantías de que ya no van a robar, no es necesario que vayan a la cárcel, y porque vayan a la cárcel no tendremos mejores garantías de que no volverán a robar. ¿Quién gana algo con que también ellos padezcan la desdicha, el desprecio, el miedo, el olor de la angustia, la inhumanidad que reinan en la cárcel? Hacemos volar con orgullo costosísimos aviones sin piloto capaces de bombardear y matar con precisión allí donde interesa a los poderosos, pero aún no somos capaces de curar las heridas ocultas que han llevado a un violador a violar, a un asesino a matar, a un maltratador a maltratar, a un ladrón a robar. La cárcel me parece una de las señales más evidentes y graves de nuestro fracaso colectivo, un fracaso bien caro por cierto en estos tiempos de déficits y ajustes. La cárcel no consigue prevenir los delitos ni recuperar al delincuente. Mirad las estadísticas. La cárcel no hace más que aumentar el dolor humano. Al daño infligido por el malhechor, le añadimos el daño padecido por él. “He sido enviado a proclamar la liberación a los cautivos”, dijo Jesús de Nazaret. Y también: “Lo que hicisteis con los presos conmigo lo hicisteis”. A esto llamarán buenismo. Pero no propongo dejar libres a todos los corruptos, violadores, maltratadores y asesinos. Sus víctimas son sin duda los primeros a los que hay que salvar.Pero también a los victimarios hemos de querer salvar, si es que nos queda todavía sensibilidad en las entrañas. Propongo que inventemos otra cárcel muy distinta u otros medios mejores para evitar que los malhechores sigan haciendo daño, pues salta a la vista que la cárcel tal como funciona no lo logra. Y si es el deseo de venganza y la lógica del castigo lo que secretamente nos guía, propongo que llamemos a las cosas por su nombre. Si esto te parece buenismo, déjame que te pregunte: tú que deseas que el criminal se pudra en la cárcel, ¿te crees realmente mejor que ese criminal? ¿Estás seguro de que tú habrías obrado mejor que él si hubieras tenido su historia y te hallaras en su lugar? Y si el asesino, violador o ladrón fuera tu hijo, ¿qué querrías para él? Y si tú mismo fueras ese asesino, violador o ladrón, ¿qué querrías para ti? Pues ése es el norma de la humanidad, ni más ni menos. O el camino de la divinidad. José Arregi Para orar. EL AMOR UNIVERSAL Que todos los seres sean felices. Que vivan en alegría y seguridad. Todo ser vivo, sea débil o fuerte, largo, grande o mediano, corto o pequeño, visible o invisible, próximo o lejano, nacido o sin nacer, que todos estos seres sean dichosos. Que nadie defraude a nadie ni desprecie lo más mínimo a ningún ser. Que nadie, por cólera o por odio, desee mal a nadie. Como una madre en peligro de su vida cuida y protege a su hijo único, así un espíritu sin límites debe mimar a todo ser viviente, querer al mundo en su totalidad, encima, debajo y alrededor, sin limitación, con una bondad benévola e infinita. De pie o andando, sentado o acostado, mientras estemos despiertos debemos cultivar este pensamiento. A esto se llama la suprema manera de vivir. Aquél que, abandonando las falsas visiones, teniendo la visión interior profunda, siendo virtuoso, despojado de los apetitos de los sentidos, se perfecciona, ése no conocerá más renacimiento (Buda, Meta Sutra) Es una tarde preciosa de marzo, entreverada de sol y de lluvia, vuelvo de Bilbao por la autopista. Todos los colores florecen en el campo, y entre el cielo y la tierra se levanta un arcoíris, milagro de pura belleza, tangible e inasible. ¡Dios mío! La luz arqueada en colores ciñe el cielo, corona la tierra. El cielo se curva abrazando a la tierra, la tierra se abre acogiendo al cielo. ¿Cómo extrañarse de que en el libro bíblico del Génesis, tras el desastre del diluvio universal, el arcoíris sea el signo de la alianza universal a favor de la vida, y de se pongan en labios de Dios, Presencia Real, estas palabras: “Cuando en las nubes aparezca el arco, me acordaré de mi alianza con vosotros y con todos los vivientes de la tierra”?
Mientras tanto, en la radio discuten sobre la figura y el legado de Hugo Chávez. Todo es blanco o negro. ¿Dónde quedan los colores del campo y del arcoíris: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta, fundiéndose los unos en los otros? ¿Qué será de Venezuela, y de todos nosotros, si descuidamos el respeto de la diferencia y el cuidado del futuro común, el único futuro? Venezuela no está bien, ni podrá estarlo mientras se divida o la dividamos entre buenos y malos. Está bien que cada uno emita su diagnóstico de acuerdo a lo que ve, pero no sin primero reconocer que nada es de un color y que nadie lo ve todo. La expresión de la propia opinión y el respeto de la ajena son un mismo derecho y un mismo deber. Yo, desde tan lejos, no tengo una opinión fundada y segura, pero arriesgo una palabra, y pido perdón de antemano a los de un lado y a los del otro, y envío a todos un enorme abrazo en esta encrucijada suya que es a la vez universal. Mirando desde aquí, hay que reconocer y lamentar que Hugo Chávez no ha logrado ofrecer los grandes remedios necesarios para los grandes males de su país. Pero hay que reconocer también que, dígase lo que se diga, a Hugo Chávez le ha dolido en sus entrañas la llaga más grave de su país, la pobreza, y que ha denunciado con razón a tiempo y a destiempo a los poderes financieros –de dentro y sobre todo de fuera del país– como el principal responsable de esa llaga, la más sangrante de todas. Y que él nunca robó a los pobres. Nadie le puede negar ese honor supremo. Comprendo a quienes se preguntan si no ha malgastado el inmenso cariño de la mayoría de los venezolanos y las inmensas riquezas de sus tierras. Comprendo a quienes preguntan para qué ha servido tanta retórica brillante, incluso tanta generosidad, por qué tras más de 14 años de gobierno la situación de un país tan rico sigue siendo tan pobre, por qué está tanto déficit y la economía tan hundida tras haber gastado más de un millón de millones de dólares, por qué debe importar gasolina teniendo las mayores reservas de petróleo, por qué no ha aplicado más solución que la devaluación del bolívar hasta el 32%. Comprendo a quienes reprochan a Chávez su estilo populista, cierto talante caudillista y un clientelismo siempre limítrofe de la corrupción, y sus medidas contra la libertad de prensa cerrando medios de comunicación que le eran hostiles, y también sus dudosas alianzas internacionales con regímenes dictatoriales como la Libia de Gadafi, Corea del Norte, Irán, Siria… De acuerdo, no lo ha logrado. Pero justo es reconocer que Hugo Chávez se ha empeñado en cuerpo y alma por la causa más santa, la causa de los más pobres, y que en ese empeño se ha dejado la salud y la vida. Conozco a muchas personas cultas y ponderadas que son críticas de Chávez, y me merecen atención. Pero hace un año y medio, un sabio jesuita amigo me dijo algo que me quedó muy grabado: “Yo soy chavista, porque los pobres son chavistas”. Los más pobres han estado con él, y me pregunto si no es ése un criterio decisivo, al menos para quienes queremos dejarnos guiar por el evangelio de Jesús. Ciertamente, la buena voluntad y la solidaridad con los pobres no justifican los errores señalados. Es preciso que los pobres tengan un presente mejor y puedan tener también un futuro digno, para que el pan de hoy no se vuelva hambre de mañana. Existen riesgos de que así sea, en este mundo en que hay demasiados poderes empeñados en que los esfuerzos a favor de los últimos no prosperen. A pesar de todo ello, o justamente por ello, ¡ojalá hubiera muchos dirigentes con la misma determinación en favor de la justicia y con la misma compasión por las masas empobrecidas del país y por los pueblos desheredados del planeta! Chávez no ha acertado a realizar su verdadera revolución bolivariana, tal vez en buena medida porque los grandes poderes no estaban interesados y no se lo han permitido. Pero el sueño sigue vigente, ha de seguir en pie. Y esto sí ha de quedar negro sobre blanco: la peor dictadura del planeta es la financiera; los grandes bancos y entidades financieras, con el beneplácito activo o con la resignación pasiva de los más grandes gobernantes políticos, son los principales responsables de los peores males de Venezuela y del resto de los países. Ellos deciden los precios del petróleo, del trigo y del café. Ellos ponen y deponen, sostienen y derrocan dictadores de acuerdo a sus intereses. Ellos matan más que nadie. Ellos fabrican y venden armas a niños soldados. Ellos controlan lo que nuestros periódicos, radios y televisiones dicen o callan, informan o desinforman, y abren y cierran cuantos medios de comunicación les viene en gana. Ellos lideran ciegamente la devastación galopante de la madre Tierra y de los pueblos pobres. Ellos más que nada y más que nadie condenan al hambre y a la miseria a más de mil millones de habitantes, y al paro y la desesperación a la mitad de nuestros jóvenes. Ellos son los grandes enemigos de la creación y del Génesis, de la alianza de la vida, del arcoíris de todos los vivientes. Ellos impiden más que nadie que las grandes reformas emergentes en América Latina puedan prosperar. “Ellos” no son nadie: son el sistema ciego y sus ciegos gestores. Hay que despertarlos por el bien de todos, también de ellos mismos. Sin embargo, vuelvo a mirar al arcoíris como un signo de esperanza. El mundo no está dividido entre buenos y malos. Venezuela tampoco. Hay que denunciar lo que nos parece ser ignominia, pero no para condenar a nadie, sino para salvar a todos. Y escuchar humildemente el aviso del profeta: “Vuestra misericordia es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora” (Oseas 6). Que nuestra misericordia sea un arcoíris. Que los venezolanos, ahora sin Chávez, no sigan enfrentados, con Chávez o contra Chávez, los unos contra los otros. Que se reconozcan hermanos en todos sus tonos y matices, en sus mares verdes, en sus corales blancos, en sus playas de tantos, en las cataratas de Kerepakupai-Vena (Salto Ángel), las más altas de la Tierra, en cuyas cascadas de luz y de agua se forman sin cesar arcoíris que unen el cielo y la tierra, las cimas con los valles y los ríos, y a todos los vivientes en una misma alianza de origen y destino. José Arregi Para orar Todos los Pueblos de la tierra, de la tierra sin males, alaben al Padre! El Evangelio es la Palabra de todas las Culturas. ¡Palabra de Dios en la lengua de los Hombres! El Evangelio es la llegada de todos los caminos. ¡Presencia de Dios en la Marcha de los Hombres! El Evangelio es el destino de toda la Historia. ¡Historia de Dios en la Historia de los Hombres. Celebrando la Pascua del Señor, cantamos la Victoria de toda la Humanidad. Tribus de toda la Tierra. Pueblos de toda Edad. En la carne del Señor revive toda carne. Por eso comulgamos toda lucha. Por eso comulgamos toda sangre. Por eso comulgamos toda búsqueda de una Tierra-sin-males. Libertados del primer Cautiverio cantamos el Paso. Cantando atravesamos el nuevo Mar Rojo de tu Sangre. Cantando comulgamos el Pan de la Libertad. Cantando repartimos el Vino de la Hermandad. Cantando caminamos en la búsqueda de una Tierra-sin-males. (Pedro Casaldáliga, Misa de la Tierra sin males) |
Jose Arregui
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Abril 2021
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