Hace unos días, el 1 de Noviembre, celebramos la fiesta de Todos los santos en el calendario cristiano. Podía ser cualquier día de cualquier mes del año, podía ser todos los días, pero es bueno que cada cosa tenga su día propio, su lugar especial, su rito particular, para que todo se vuelva único y sagrado. Todo es en realidad único y sagrado, pero somos inconscientes y los ritos nos despiertan; vivimos tristes y los ritos nos alegran. Necesitamos los ritos para saber qué somos o, simplemente, saber que somos y cobrar aliento. ¡Benditos sean los días marcados en nuestros calendarios de rojo, verde o azul y también de gris!
El 1 de Noviembre no lo inventamos los cristianos. Nunca inventamos nada, aunque la vida no cesa de inventar. Ponemos nombres a lo que es desde siempre y siempre se está recreando, y nos sumergimos en el curso misterioso de la vida recordando mitos y ejecutando ritos. Los celtas, antes que los cristianos, celebraban el 1 de Noviembre: el fin del verano y el comienzo del Año, la gratitud por las cosechas y la esperanza de la semilla hundida en el seno de la madre tierra. También los romanos, a comienzos de Noviembre, honraban a Pomona, la fecunda diosa de las frutas, los jardines y los huertos. Y mucho antes, hace 3000 años por lo menos, los habitantes de México y Centroamérica veneraban en las mismas fechas la memoria de sus muertos, mientras el sol decaía para luego ascender otra vez. Los cristianos celebramos a todos los santos, honramos la santidad universal sin fronteras que sostiene al mundo en pie. No interesan las canonizaciones, que responden más a los cánones de los que canonizan que a la vida de los canonizados. Tampoco interesan los “milagros” en cuanto “intervenciones sobrenaturales de Dios”, pues esa idea responde a una física mecanicista del siglo XIX hoy obsoleta y a la imagen de un Dios exterior, intervencionista y arbitrario que ya no es creíble. Celebramos a todos los santos y recordamos con cariño, a veces aún doliente, a todos los difuntos. Todos son santos y están en el corazón del mundo y “en el cielo”, pues son plenamente en Dios. Están sin excepción en la Memoria, la Entraña, el Consuelo de Dios. En la eterna Compasión que regenera. En la Gran Comunión de los santos que es Dios, ¡bendito sea! Todos los difuntos son santos, porque viven en la Vida Eterna que alienta en el corazón del tiempo. El infierno eterno –horrible invención humana– no puede existir para nadie, porque el Eterno sólo es bendición. Si hubiera infierno para alguien, Dios sería eternamente desdichado, al igual que una madre sería infinitamente desdichada viendo cómo sufre tortura cualquiera de sus hijas o hijos, aunque fuera un criminal. Y si de ella dependiera, ella siempre excusaría: “Mi hijo no tiene la culpa. No supo lo que hacía. ¡Liberad a mi hijo en nombre de Dios!”. Y si con su sola mirada pudiera, ella siempre acabaría liberándole a su hijo y haciéndole bueno, haciéndole libre y bueno, porque ambas cosas son inseparables y no se han de separar. Si Dios es –sí, Dios ES en la belleza y la compasión–, no puede existir ningún infierno fuera del infierno al que nos condenamos unos a otros en este mundo. Si Dios ES, eso que hemos llamado “purgatorio” –¿cuándo lo purgaremos e inventaremos otro nombre?– no puede tener nada que ver con sufragios, indulgencias y misas por los difuntos. Si Dios ES, el “purgatorio” no puede ser sino la eterna posibilidad presente de liberación, de ser por fin libres como Dios para querer y hacer sólo el bien, también más allá de la muerte. Nadie haría el mal si fuera realmente libre como Dios, y deseara solo el bien y nada le impidiera hacer lo que desea. Hacemos daño porque aún no somos libres. Eso lo sabe toda madre mirando a su hijo que hace daño, y lo supo también Pablo mirándose a sí mismo, cuando escribió: “No acabo de comprender mi conducta, pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7,19). Seremos plenamente libres cuando sólo queramos el bien y podamos hacerlo. Dios solo puede querer y hacer el bien, y por eso es bueno y libre y bienaventurado, tres veces santo. Creo que todos los difuntos, más allá de nuestro tiempo, “han llegado ya” a ser libres como Dios, santos como Dios. La santidad de Dios es la vocación universal de todos los seres, cada uno a su manera, aunque los seres humanos sólo podemos hablar a la manera humana. A la manera humana está escrito: “Sed santos, porque yo soy santo” (Lv 11,45). Y también: “Sed perfectos como vuestro Padre/Madre celestial es perfecto/a” (Mt 5,48). Y también: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre/Madre celestial es misericordioso/a” (Lc 6,36). Ser santo significa ser perfecto, como traduce Mateo, y ser perfecto significa ser misericordioso, como traduce Lucas. Cuando solo deseemos ser misericordiosos y solo nos haga dichosos el serlo, entonces seremos santos como Dios. Dios es la posibilidad universal de la santidad, de la libertad para el bien y la misericordia. Dios, se le llame como se llame, ES la gracia que desborda, la bondad que se derrama, el perfume que se expande, la fuente que mana y corre en todos los seres aun de noche, transformándolo todo sin hacerse notar. Dios, más allá de todo nombre, es la Vida digna de este nombre. Es la Santidad o la Salud o la Salvación, la indemnidad sagrada de la vida en su libre expresión, la comunión plena y dichosa de todos los seres. Nuestra vocación es la santidad de la Vida más allá de todo sistema moral, más allá de toda creencia, más allá de toda religión, porque fuera de la Iglesia hay salvación o santidad. Más aun. La santidad o la indemnidad de la Vida es nuestra verdad más íntima y universal. Somos santos. No somos santos porque seamos intachables, sino simplemente porque somos, y vivimos y nos movemos y somos siempre en Dios y Dios en nosotros, también cuando nos sentimos mediocres e incluso fracasados. Somos un tesoro en vasijas de barro en formación, y Dios es el paciente alfarero en la sombra más profunda de nuestro barro. “Dios hace todo lo que hace el santo” (A. Silesius), pero también a la inversa: es el santo el que hace a Dios en este mundo, el que hace que este mundo sea indemne, santo, salvo. Dios nos hace desde nosotros mismos y se hace a sí mismo en nosotros y en todos los seres. ¿Y tanto daño como hay? La santidad consiste en aliviarlo. Aún no hemos hallado nuestra forma última, no hemos realizado nuestro ser verdadero, pero hacia ese horizonte caminamos en la santa comunión de todo cuanto es. ¿Y qué es la muerte, esa turbadora hermana de la vida? Creo que, al celebrar el 1 de Noviembre, todas las culturas y religiones, cada una a su manera, han intuido lo que no se puede decir, lo que solo con infinito recato podemos decir: que la muerte es paso, eclosión, nacimiento; que en ella entramos en ese proceso definitivo de liberación, de transformación, de acceso a la Plenitud de la Vida, la Comunión de los santos, la Santidad de Dios, tan universal como el Espíritu Santo que habita en todos los seres. José Arregi Para orar Más allá de la noche que me cubre negra como el abismo insondable, doy gracias a los dioses que pudieran existir por mi alma invicta. En las azarosas garras de las circunstancias nunca me he lamentado ni he pestañeado. Sometido a los golpes del destino mi cabeza está ensangrentada, pero erguida. Más allá de este lugar de cólera y lágrimas donde yace el Horror de la Sombra, la amenaza de los años me encuentra, y me encontrará, sin miedo. No importa cuán estrecho sea el portal, cuán cargada de castigos la sentencia, soy el amo de mi destino: soy el capitán de mi alma". (Poema que le ayudó a Nelson Mandela a mantenerse, en la película Invictus)
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Hace pocos días, un periodista de Madrid preguntaba a un obispo de estas tierras: “¿Es posible perdonar?” El obispo, no sé si pensándolo y sopesando o sin pensarlo, como si tal cosa, respondió: “El perdón conlleva primero una dinámica de que quienes han infligido el daño, se arrepientan. Que sean conscientes del mal causado, que tengan la capacidad de pedir perdón. Pero tiene que ser un deseo sincero de reparar. Solo entonces, quienes han sufrido serán capaces de presentar esa grandeza de ánimo de poder otorgar el perdón”.
Estas palabras me estremecieron. Sentí como si de pronto el evangelio quedara en blanco, como si el mundo quedara a la deriva, sin perdón, sin revelación, sin Dios. ¡Dios mío, un mundo sin perdón, un mundo sin piedad, un mundo sin quicio! Y corrí a verlo en el libro santo, por si las palabras más sagradas hubieran desaparecido, por si el evangelio ya no fuera más que un triste recuerdo. Pero no, allí estaban las historias y las palabras que trastornan el mundo y, a la vez, lo llenan de consuelo. Allí estaban las palabras de Jesús en Mateo 5: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pero yo os digo: a quien te abofetee en la mejilla derecha, preséntale la otra”. Allí estaba la oración de Jesús en Mateo 6: “Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Allí estaba la respuesta del Maestro en Mt 18: Entonces se acercó Pedro a Jesús y le preguntó: “Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?”. Jesús le respondió: No te digo siete veces, sino setenta veces siete”. Allí estaba el insólito mandamiento de Jesús en Lucas 6, sin concesión ni resquicio: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes los aman”. Y allí estaba Jesús, al final, asfixiándose en la cruz entre dos crucificados y diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. En esas palabras renace el mundo, en ellas se sostiene, en ellas se vuelven a iluminar las tinieblas de la cruz y del caos. ¡Hágase la luz! Y la luz se hizo. Y, a pesar de todos los males, todo era bueno. Besé el libro. También el obispo besa el evangelio con ternura y ceremonia antes de explicarlo a los fieles desde su cátedra. Pero hace unos días –era la víspera de su toma de posesión–, el obispo hablaba ante un periodista, y un periodista formula preguntas insidiosas, es su oficio, y la pregunta sobre el perdón era seguramente insidiosa, y tal vez buscaba hurgar en las heridas de este pueblo vasco con su historia dolorosa, con su presente crucial. Comprendo que el obispo deba calcular su respuesta y que, ocasionalmente, hable más para los partidos que para las personas, y mire a los políticos a izquierda y derecha antes de hablar. Así tendrá que ser, pero es una pena, y yo sigo sin comprender las palabras que dijo, si las dijo así. ¿Es posible perdonar? Jesús lo hizo. Él sí, pero a nosotros ¿solo nos será posible perdonar a posteriori y con condiciones? Pues no lo sé, pero Jesús pensaba de otro modo. Y si existe en el mundo un perdón como el de Jesús, habrá de ser gratuito y sin condiciones, por inverosímil que nos pueda parezca. Las condiciones pueden facilitar el perdón, ¡y ojalá se dieran siempre! ¿Pero dejaremos este mundo a la deriva cuando no se den las condiciones deseables? Jesús no lo hizo. Jesús creó las condiciones perdonando primero, y a eso nos llamó. Si Jesús, antes de perdonar, hubiera exigido que los soldados y los sumos sacerdotes y Poncio Pilato se hubieran arrepentido y fueran conscientes del daño causado y fueran capaces de pedir perdón y tuvieran deseos sinceros de reparar, si Jesús hubiera puesto todas esas condiciones para perdonar, yo os aseguro: se habría prolongado hasta hoy la noche negra de aquel viernes, aquel viernes no hubiera sido santo y todavía estaríamos esperando la pascua, el evangelio y no el sepulcro hubiera quedado vacío. Pero Jesús perdonó primero. “Perdónales porque no saben lo que hacen”. Perdonó, es decir, supo mirar con bondad a sus malhechores; es decir, supo ponerse en su lugar; es decir, los excusó; es decir, los rehabilitó; es decir, los curó; es decir, los humanizó. El perdón fue primero. Y entonces se curaron también todas las heridas de Jesús, y en la cruz floreció la Pascua. El hombre se hizo Dios. Me hago cargo de que esto es demasiado, para mí mismo en primer lugar. Pero ¿qué es el evangelio sin este exceso? ¿Para qué llamarnos cristianos si no es para eso? ¿Y a dónde puede caminar este mundo, si no hay perdón que lo cure? Solo el que perdona puede curarse, sólo el que perdona puede curar. Y si perdonas solamente al que te pide perdón y al que “expía sus culpas”, ¿qué mérito tendrás? Perdonar no es ignorar, ni consentir, sino confiar en el otro. Perdonar tampoco es absolver a un culpable, sino mirar en el otro el bien en lo más profundo de su mal. El que perdona no humilla, sino que se pone en el lugar del otro. Como antes Confucio y Buda y Mahavira y como luego Rabbí Hillel y el Profeta Muhammad, Jesús dijo: “Trata al otro como querrías que el otro te tratara a ti si tú te encontraras en su misma situación”. Y en eso consiste la magnanimidad o la grandeza de ánimo: ensanchar la propia alma hasta el alma del otro. Sin duda, el que hizo daño algún día deberá pedir perdón, y solo entonces podrá curar la herida que se infligió a sí mismo cuando hirió al otro; ahora bien, tanto más fácilmente llegará a pedir perdón –como el centurión junto a la cruz de Jesús–, cuanto más incondicionalmente se sienta perdonado –como el centurión junto a la cruz de Jesús– . Pero ¿habrá esperanza en este mundo, habrá esperanza de otro mundo, mientras todos los heridos exijan de sus respectivos victimarios el arrepentimiento, la petición de perdón y la reparación como condición previa para el perdón? No digo que no deba existir el Derecho, y no me atrevo a decir que en este mundo tal como es no deba existir el castigo. Sea, si así debe ser, pero ¡cuán triste me parece que tenga que ser así! El Evangelio no es así. Dios no es así, por mucho que nosotros lo hayamos deformado con nuestros viejos esquemas de culpa y castigo o de ritos penitenciales para obtener el perdón. Jesús no fue así. Y creo que el Evangelio del perdón que restaura y cura es la única alternativa, y que de ese evangelio estamos llamados a ser sacramento todos los seguidores de Jesús. Y creo además que todas las cosas, de lo más hondo de sí, nos gritan el Evangelio del perdón primero. También el humilde riachuelo de Arroa Behea oculto entre matas y alisos que pasa aquí debajo sin apenas murmurar. También el bobtail peludo y bonachón que va y viene junto a un niño pequeño, llevado de la mano por su madre y su abuela. ¿Y el lobo? Sí, también el lobo, como aquel de Gubbio. El hermano Francisco vivió algún tiempo en esa bella ciudad medieval de la Umbría italiana, cerca de Asís. Y cuentan las Florecillas que allí, con su mansedumbre y llamándole “hermano”, amansó a un lobo hambriento y feroz que hacía estragos. Lo amansó con su mansedumbre, ¿cómo si no? Y logró que la gente de la región, amansada también, se aviniera a dar de comer al lobo, que sin hambre es como un bobtail pacífico y juguetón. ¿Es duro este lenguaje? ¿Es ilusorio? Tal vez. Pero creo que es lo único razonable. No habrá paz en este pobre mundo sin perdón primero. José Arregi Para orar. CAÍN Lleva el destino a cuestas, con el saco, muerto el amor y la tristeza viva. Le escuece el alma en el mirar opaco. Es una soledad a la deriva. Ha cruzado la Isla, el Araguaia, la sociedad, el tiempo, el mal. Rehúye la luz del sol y el sueño de la playa. Huye de todos, de sí mismo huye, condenado a vivir su vida muerta. Si ha violado la ley, la paz presunta, a él le hemos matado la paz cierta. Quizás sea un Caín, pero es humano, Y por él Dios, celoso, nos pregunta: –Abel, Abel, ¿qué has hecho de tu hermano? (Pedro Casaldáliga) Si Santiago el itinerante hubiera llegado el sábado pasado a Santiago de Compostela y hubiera visto aquel “campo de la estrella” (“Campus Stellae”, según la improbable pero sugerente etimología), en otros tiempos a la intemperie en días lluviosos y en noches estrelladas, ahora convertido en Praza do Obradoiro, toda llena de gente importante, toda cubierta de nobles losas de piedra y rodeada de bellos edificios de piedra, él mismo se habría quedado de piedra. En realidad, allí estuvo el sábado Santiago, el hijo del Zebedeo, simple pescador del lago Genesaret, compañero de Jesús, y allí miraba entre sorprendido y apenado, sin enterarse de nada.
Y si el domingo, por casualidad, hubieran llegado de Nazaret de Galilea María y José y Jesús con todos sus hermanos y hermanas a Barcelona, y se hubieran encontrado, pobres campesinos como eran, en esa ciudad tan bella y próspera, cien veces más grande que la gran Jerusalén, y los hubieran conducido a ese templo tan hermoso, tan distinto de la pobre sinagoga de su aldea, y les hubieran dicho que era el templo de la Sagrada Familia que ellos eran y que iban a consagrarlo como basílica en su honor, también ellos se habrían mirado unos a otros entre atónitos y divertidos, y ninguno hubiera entendido nada, y no porque les hablaran en catalán. En realidad, allí estuvo el domingo toda la sagrada familia, y se preguntaban qué es lo que falta a cualquier familia para ser llamada sagrada y por qué ese templo tan hermoso necesitaba de consagración. Yo también, como Santiago y toda la familia de Jesús, como tantos otros, me extraño y me pregunto: ¿Por qué este cisco en todo el país por un simple viaje? ¿Será tal vez que no ha sido un simple viaje, que no ha sido un hombre sino una efigie el que ha venido a Santiago y a Barcelona? No sé muy bien qué pensar. El montaje mediático de aquí y el montaje vaticano de allá, la política de los obispos y la política de los partidos, el boato eclesiástico y el protocolo civil, el tinglado diplomático y el despilfarro económico… ¡Todo resulta tan extraño! Estos días pasados, a veces no sabía decir qué me disgustaba más: los argumentos con que han defendido el viaje la mayoría de sus partidarios o los motivos por los que lo han censurado la mayoría sus adversarios. Que un papa viaje no me parece cosa de otro mundo: todos los hombres y mujeres de negocios viajan, todos los jefes de Estado viajan, el Dalai Lama también viaja. Que un viaje papal cueste 6 millones de euros –me espanta un poco, pero me atrevo a decirlo–, ni siquiera eso me parece tan decisivo: no creo que con ese dinero se resuelva ningún problema importante de nuestro mundo y, en cualquier caso, siempre habrá quien diga que el viaje del papa ha sido económicamente rentable y, aunque es incontestable que la Iglesia de Jesús no debiera regirse por la rentabilidad, no se entiende muy bien por qué protestan incluso aquellos para quienes el balance económico ha de ser en todo el último argumento. Yo centraría el debate en otros términos, sin ánimo alguno de ser original. El quid de la cuestión es la figura misma del papa. No la persona del bendito Benedicto XVI –afable, inteligente, conservador de ideas y a veces inflexible–,sino su figura institucional. La figura misma del papa se me antoja como lo más chocante en Santiago y en Barcelona, lo más alejado del espíritu de Jesús, lo más anacrónico en el mundo de hoy. Por increíble que nos parezca, por más que contradiga el evangelio de Jesús, por mucho que desfigure el rostro de la Iglesia, por anacrónico que resulte, el papa es un jefe de Estado. Así es de hecho y esto lo complica todo. Desde que allá en el siglo VIII el emperador Pipino el Breve, padre de Carlomagno, y a cambio de ser coronado emperador por el papa, concediera a este en propiedad unas regiones alrededor de Roma, el papa se convirtió en un rey más de este mundo. Hoy el Vaticano sigue siendo un Estado, por minúsculo que sea (por cierto, no es minúsculo porque el papa de turno no hubiera querido que fuera más grande, sino porque en el s. XIX los unificadores de Italia le arrebataron a la fuerza los Estados Pontificios, un Estado con todas las de la ley y con ejército propio que, todavía en 1860, con Pío IX al frente, se enfrentó al ejército de Víctor Manuel y afortunadamente fue derrotado, pero ninguna derrota, ninguna victoria, ninguna guerra es afortunada: un ejército está para matar y ser matado, y allí hubo muchos que mataron y muchos que murieron). Vino, pues, el papa como un jefe de Estado y como tal hubo de ser recibido por todas las autoridades del Estado, a no ser que cambien todos los protocolos del mundo. Pero el papa no debiera ser un jefe de Estado con embajadores y negocios, y con una Constitución antidemocrática para colmo. ¿Qué diría Santiago, que nunca llegó a ser propietario ni de la barca de su padre? ¿Qué diría Jesús, que envió a sus discípulos de dos en dos nada más, sin séquito y “sin bolsa ni alforja ni sandalias”, a anunciar a todo el mundo: “¡Shalom, Shalam, Paz!” (Lc 10)? Vino el papa, además, como autoridad suprema de toda la Iglesia católica, como jefe absoluto de todos los obispos católicos, como “vicario de Cristo en la tierra”. Vino el papa como figura infalible y plenipotenciaria, y tuvo que venir ampliamente acompañado, y todos los obispos no pueden menos da acudir adonde él venga, pues son sus subordinados. Si Benedicto XVI hubiera venido como un peregrino más, o incluso como un obispo de Roma sin más pretensiones, no hubiera hecho falta tanto cortejo, y tampoco hubiera tenido mayor relevancia que, en una conversación con periodistas, hubiera comparado el Estado español actual –más o menos laico, un Estado que otorga a la Iglesia católica una copiosa asistencia económica y le concede no pocos privilegios en relación con otras confesiones– con el régimen de la Segunda República que quemaba iglesias y perseguía a las congregaciones religiosas. Hubieran sido unas asombrosas declaraciones de un peregrino de tantos. Y aunque hubiera insistido en que el único “matrimonio natural” querido por Dios es el formado por un varón y una mujer, y hubiera hecho votos para que la mujer se realice y sea feliz en su hogar, todo eso no pasarían de ser opiniones particulares. Pero eran las opiniones de un jefe de Estado y del jerarca absoluto de la Iglesia católica, y es ahí donde todo se desquicia. La figura del papa es el problema, más que el viaje y sus palabras, e incluso sus dineros. No sé qué es peor, si el que un obispo de Roma sea jefe de Estado o que sea la autoridad omnipotente e infalible de la Iglesia católica, pero es claro que es difícil, si no imposible, reconocer en esa figura a Jesús y a toda su familia, y a María de Magdala, a Pedro, a Pablo, a Santiago y a todas las iglesias de los primeros siglos, incluso a la de Roma. Aquellas iglesias, siguiendo a Jesús, socavaron todas las estructuras del poder imperial y religioso, y anunciaron con palabras y con hechos: “Un mundo nuevo es posible. Es posible ser libres siendo todos hermanas y hermanos. Dios habita en todas las criaturas”. Y arrastraron multitudes. Pero luego, muy pronto, fueron ellas, las iglesias, las que se dejaron arrastrar por las viejas estructuras del imperio. Y el mundo volvió a ser y sigue siendo el mismo de antes, y las amenazas no cesan de aumentar. La figura actual del papa es el resultado de esa historia del evangelio al revés. Pero no puedo creer que el buen hombre Benedicto XVI se sienta cómodo con esa figura. Y quiero creer que, días o meses atrás, habría querido anunciar su viaje pronunciándose más o menos en estos términos: “Hermanas, hermanos. Quiero viajar a Santiago y Barcelona como un peregrino más, o a lo sumo como el simple obispo de Roma que soy, ni siquiera elegido por los cristianos de Roma, para humillación mía y de ellos. Es verdad, lo reconozco: yo mismo moví los hilos para ser nombrado papa y cabeza de la Iglesia universal. Lo siento. Es que entonces, cuando movía los hilos, yo no era aún infalible y ahora que los hilos se han vuelto una maraña tampoco lo soy, bien lo sé yo; admitid que no lo sea y aliviadme de esta carga de la historia, del peso de un Estado, del peso de toda la Iglesia, de este demoledor peso del poder y de la verdad absoluta, excesivo para un hombre. A mis 83 años, y lleno de achaques, yo sería feliz con mis paseos y mis libros, con mi música y mi piano, con mi oración y mi silencio. Conozco a Jesús, conozco la historia, y también me conozco. Yo quiero simplemente viajar a Santiago y encontrarme allí, nada más, con peregrinas y peregrinos como yo, y que todos nos sintamos acompañados por aquel bendito Peregrino que acompañaba a los abatidos discípulos de Emaús. Quiero ir a Barcelona y orar en silencio en el templo de Gaudí que llaman modernista, y encender una lamparita y hacer votos para que la Iglesia se reconcilie por fin con la modernidad y con todas las culturas, y bendecir a todas las familias tal como son y sentir que todas son sagradas siendo como son, tan distintas y tan parecidas a aquella sagrada familia de Nazaret. Dejadme ser hombre, dejadme ser un simple peregrino como vosotros”. José Arregi CAMINA Camina, has nacido para el camino. Camina, Tienes una cita, ¿dónde? ¿con quién? No lo sabes todavía, ¿contigo mismo, tal vez? Camina, tus pasos se tornarán palabras, el camino, tu saber la fatiga, tu plegaria, finalmente, tu silencio te hablará. Camina, solo, acompañado, sal de ti mismo. Te estabas creando rivales, vas a encontrar compañeros; imaginabas enemigos, te harás hermanos. Camina, aunque no sepa tu mente hacia dónde los pies conducen tu corazón. Camina, has nacido para el camino, aquel que el peregrino toma. Otro marcha hacia ti, te busca para que tú puedas encontrarlo. En el santuario, meta de tu camino, con el santuario, hondura de tu corazón. Él es tu paz, Él es tu gozo. ¡Ve! Dios ya camina contigo. (Ermita de Sant Honorat- Mallorca) |
Jose Arregui
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