No sé por qué el título español dice “De dioses y hombres”, siguiendo a la versión inglesa (“Of Gods and men”). Creo que el original francés (“Des hommes et des dieux”) debería traducirse más bien “Hombres y dioses”. La película no habla “acerca de dioses y hombres”, sino acerca de unos hombres tan humanos que encarnan a Dios. Pues Dios no habita en el cielo, ni desciende a veces de lo alto, sino que es la entraña de la tierra y de todo lo entrañable. Y cuando entrañas a Dios en tu vida, entonces eres dios con minúscula e incluso con mayúscula.
Soy lego en la materia, y no sé juzgar sobre la calidad artística de la fotografía, el montaje, la interpretación o la banda sonora. Pero me parece una película maravillosa. Uno se siente subyugado, sumergido de comienzo a fin en un mundo de belleza y de bondad, Y uno se dice: “¡Oh, sí! Esto es lo real, lo más verdadero a pesar de todo. Esta es la humanidad verdadera, más allá de la dominación, la vanidad y la codicia. Esta es la religión verdadera más allá de la verdad, de la ley y del miedo. Oh sí, Dios es Eso, es Ahí, ese Fondo o ese Rostro de ternura en que todos podemos descansar. Dios es ese silencio que estalla en palabras y melodías. Dios es esa penumbra en que todo se ilumina. Dios es esa conversación tan natural entre el anciano y entrañable monje médico y la sencilla muchacha musulmana que le habla de sus amores, sentados ambos contra el muro del monasterio al sol de la tarde. Dios es esa naturalidad, esa franqueza, esa humildad. Dios es esa Humanidad”. La historia es conocida: en la noche del 26 de marzo de 1996, siete monjes cistercienses del monasterio de Tibhirine, en el Atlas argelino, fueron secuestrados por el Grupo Islámico Armado (GIA); el 31 de mayo, el ejército argelino halló las cabezas cortadas (nunca los cuerpos) de los siete monjes. Nunca se ha aclarado la autoría del múltiple crimen. El Gobierno argelino y el Gobierno francés (poder colonial de Argelia hasta 1962) informaron de que los monjes habían sido ejecutados por la GIA que los secuestró. Pero hay muchos indicios de que fue el propio ejército argelino el que los mató tanto a ellos como a sus secuestradores, y falsearon la información para así desacreditar a los islamistas de la GIA dentro y fuera de Argelia. Así lo piensan los monjes de Notre Dame de l’Atlas Midelt (Marruecos), fundación que prolonga el monasterio de Tibhirine. Pero la película no toma partido por ninguna hipótesis sobre la autoría del asesinato, pues eso no es fundamental para el mensaje que quiere transmitir. ¡Hay tantas muertes en todos los lados! El poder colonial francés, el régimen argelino violento, el islamismo violento… ¡Hay tantos poderes que matan! La película no acusa a unos exculpando a otros, no divide el mundo entre buenos y malos, no llama al odio, el castigo, la venganza. Ni por ello incurre en eso que muchos –tendrán que preguntarse por qué–, en cuanto alguien apela a la bondad, se apresuran a denigrar como “buenismo”. La película nos sumerge en la vida cotidiana de unos monjes buenos que comparten la tierra, la oración, las fiestas, la vida con los musulmanes de la pequeña aldea en la montaña soleada y fría. Su vida corre peligro, pero allí se quedan. La película nos sumerge en la bondad de los monjes, en la bondad de las gentes musulmanas, incluso en la bondad herida que se oculta bajo las armas de los terroristas. La bondad limpia, la bondad que cree, la bondad que perdona, la bondad que cura también al terrorista. “Hombres y dioses” no oculta la duda, el miedo, la herida, pero es un acto de fe y de esperanza en la humanidad, Sacramento del Misterio Consolador en el corazón de la vida. “Somos como unos pajarillos en una débil rama”. Seamos esa débil rama que sostiene a ese pobre pajarillo en su desamparo. La película no enmascara el fanatismo, la violencia, la crueldad, pero no se detiene ni nos encierra ahí, sino que nos conduce más allá, desde más allá. Mirad el Misterio y dejaos acoger, nos dice. No endurezcáis el corazón. Creed en la bondad, creed en la belleza. También la noche está llena de luz. El corazón humano está lleno de dudas y de heridas, pero hay un bálsamo, y aun cuando no queden medicinas, puede quedar todavía una mirada, una palabra bondadosa. El mundo está lleno de inseguridad y de horrores, pero la paz del corazón es posible, la paz de la tierra es posible. Las religiones están llenas de opresión y perversiones, pero debería bastar la llamada del muecín o el eco de un salmo para convertirnos al Misterio que nos habita y regenera. “Hombres y dioses”. Estos dos términos no designan seres distintos: seres humanos de la tierra por un lado, seres divinos o dioses celestes por otro. No. Todos los seres humanos guardan un misterio divino que están llamados a revelar y realizar. Ya lo dijo el Salmo bíblico, hablando de los hombres: “Sois dioses, hijos del Altísimo todos” (Sal 82,6). El monje que ora y cura, la muchacha que cuenta sus primeros amores, el musulmán que reza al Único Dios, el terrorista que empuña el arma, el soldado que mata… son hijas e hijos de Dios. Diré más: son Dios mismo, pues Dios habita y alienta en su corazón, aunque aún no sea en ellos enteramente Dios. Cuando una comunidad musulmana ora, celebra y canta – “somos orantes en medio de un pueblo de orantes”, solía decir Christian, el prior del monasterio–, entonces Dios ora, celebra y canta. Cuando unos monjes son secuestrados y asesinados, entonces Dios es secuestrado y asesinado. ¿Y qué nos curará, nos hará libres, nos hará dioses, sino la misericordia o la humanidad de Dios que se manifiesta en toda belleza y en toda bondad? La belleza, la bondad, la humanidad no tienen dueños. Dios tampoco tiene dueño, pues se derrama y se regala en todos los seres, más allá de todos los esquemas y de todos los sistemas religiosos, dogmáticos o morales. Pienso por ello que nadie debiera utilizar esta película para defender su causa particular, especialmente religiosa. Creo que el Vaticano y nuestros obispos no debieran referirse a este hermoso film para decir: “¿Ya veis cómo tenemos razón? Esto es la Iglesia, esto es el cristianismo, esto es la verdad”. Ni para decir: “Sólo donde hay Dios puede haber humanidad y bondad”. ¡Oh, no! Creo que de la película de ningún modo se desprende ese mensaje confesional, ningún mensaje confesional. No en vano su director, Xavier Beauvais, es ateo; hizo la comunión contra su voluntad, y no ha bautizado a su hijo. “Mi problema –ha dicho en una entrevista– es que no veo la relación entre el cristianismo y el Vaticano”. Es ateo, pero (¡perdón!, este “pero” está absolutamente de sobra) es profundamente contemplativo. “Puedo estar cinco horas sin moverme ante un bello paisaje”. Es un ateo místico. No digan, pues, los obispos: “Donde no se cree en Dios, no hay humanidad ni bondad”. Y menos tomando pie de esta bella película, pues la película, sin estridencia ni agresividad, dice justo lo contrario: “Donde no hay bondad, no se cree en Dios”. Lo dice más bien en forma positiva: “Donde hay bondad, allí está Dios”. Ya lo dijo san Juan. Ya lo dijo Jesús. José Arregi Para orar. HE AQUÍ LA NOCHE (Traducción del himno que cantan los monjes en la noche de Navidad) He aquí la noche, la inmensa noche del génesis, en que no existe nada fuera del amor, fuera del amor que se esboza: separando la arena del agua, Dios preparaba, como una cuna, la tierra en la que había de aparecer. He aquí la noche, la dichosa noche de Palestina, en que no existe nada fuera del Niño, fuera del Niño de vida divina: tomando carne en nuestra carne, Dios transformaba todos nuestros desiertos en tierra de primavera inmortal. He aquí la noche, la inmensa noche sobre la colina, en que no existe nada fuera del Cuerpo, fuera del Cuerpo perforado de espinas: haciéndose crucificado, Dios fecundaba como un jardín la tierra en la que la muerte le plantaba. He aquí la noche, la inmensa noche que se alumbra, en que no existe nada fuera de Jesús, fuera de Jesús en quien todo culmina: arrancándose de nuestras tumbas, Dios conducía al nuevo día la tierra en que había sido vencido. He aquí la noche, la larga noche en que caminamos, en que no existe nada fuera de este lugar, fuera de este lugar de esperanza en ruina: quedándose en nuestras casas, Dios preparaba como una zarza la tierra a la que había de bajar el fuego. (Letra de D. Rimaud, música de J. Akepsimas)
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Todos conocemos ya la historia del joven informático tunecino en paro Mohamed Boazizique, para sostener a su madre y a su hermana, vendía frutas y vegetales sobre una pobre mesa sin autorización en una pobre calle de Sidi Bouzid. La policía derribó su mesa, las frutas y verduras corrieron por el suelo, en la casa faltó el pan, la desesperación y la esperanza se batieron violentamente, y el joven Mohamed Boazizi se resolvió a algo terrible. ¿Qué pasaba por su corazón mientras se inmolaba en llamas? ¿Pudo más la desesperación? ¿Pudo más la esperanza? ¡Quién lo sabe! Pero es otra la pregunta pertinente: ¿Qué miras en ese cuerpo en llamas? ¿Qué te revela ese fuego y a qué te llama?
Hace mucho tiempo –lo cuenta el libro del Éxodo de los hebreos–, en el desierto pagano de Madián, cercano a Túnez, un fugitivo llamado Moisés –que la paz sea con él– pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró. Un día se sintió irresistiblemente atraído por la cima del Horeb, llamado también Sinaí, y observó una visión admirable: una zarza que ardía sin consumirse. Moisés se descalzó de sus míseras sandalias y se acercó asombrado. Era Dios. ¿Un Dios pagano? Era el único Dios, más allá de todos los nombres. Dios en forma de Zarza Ardiente, Dios envuelto en llamas, Dios bonzo, Dios mártir. Desde el fondo ardiente de todas las llamas que abrasan el mundo, Dios dijo a Moisés: “He visto la aflicción, he oído el clamor, he mirado el dolor. Voy a bajar para libraros. Vete al faraón, y saca a este pueblo de su esclavitud”. Así habló Dios a Moisés en el Horeb, el Sinaí, el Atlas. Así habló en Mohamed Boazizi. Mira, escucha, déjate estremecer. Déjate llamar por esas llamas sagradas. Mira la infinita belleza del desierto de Túnez y su infinita tristeza: ¿Qué ves? Mares de arena dorada, mares de dunas rosadas al amanecer, azules al anochecer. ¿Qué ves? Mares de dudas, de historias irresueltas, de caminos sin meta… ¿Qué ves? Oasis de fuentes frescas, de bellas palmeras con grandes racimos de dátiles dorados... Mira a Mohamed Boazizi –¡Dios lo guarde!– envuelto en llamas. ¿Qué ves? Dios sin nombre y con todos los nombres, Dios sin mesa ni pan, Dios en paro. Dios que espera contra toda esperanza. Dios que arde y jamás se consume. ¿Qué ves? Un joven tunecino de 26 años, mártir por dar pan a su madre y a su hermana. Mártir de su país, mártir de nuestro mundo. Mártir de Dios. “Mártir” significa testigo. Un joven informático que se pone a vender frutas y verduras en la calle para dar de comer a su madre y a su hermana es martirio y testimonio. Una pobre mesa violentamente arruinada por un régimen dictatorial es martirio y testimonio de aquello que hay que abatir y de aquello que no es lícito abatir (Jesús jamás habría derribado esta mesa, como derribó aquella otra en el atrio del templo, desafiando al Sanedrín judío y al prefecto romano). Esos santos frutos de la tierra tirados por el suelo en un mundo hambriento son un terrible testimonio y martirio de lo santo y de lo inicuo. Un muchacho árabe –creyente o increyente, musulmán o laico, ¿qué más da?– enfrentándose a un régimen árabe dictatorial, sostenida por cierto por nuestra Europa, la Europa sedicente democrática y defensora de derechos humanos…, ese muchacho es un mártir, un testigo fidedigno de aquello que es justo y de aquello que no lo es. Y estaría muy bien que nuestra Iglesia lo canonizara ya mismo por aclamación, y creo que la campaña “subito santo” estaría más indicada en este caso que en algún otro en el que ya está en marcha a bombo y platillo desde el propio Vaticano. Mohamed Boazizi sería proclamado “subito santo” si leyéramos el Evangelio, no desde catecismos y cánones, sino desde lo único que importó a Jesús: la misericordia y la justicia y las Bienaventuranzas que no conocen fronteras. Era 17 de diciembre cuando Mohamed se hizo Zarza Ardiente. Justamente, ese día celebramos los cristianos católicos “la Virgen de la O”, la Virgen preñada, porque ese día empezamos a entonar y a desgranar las siete bellísimas “antífonas de la O”, una por día al atardecer hasta el día 23, víspera de la Nochebuena: “Oh Sabiduría que lo ordenas todo con firmeza y suavidad”, “Oh Adonai, Señor, que te mostraste a Moisés como Zarza ardiente”, “Oh Renuevo del tronco viejo y signo levantado para todos los pueblos”, “Oh llave que liberas de sus mazmorras a todos los cautivos”, “Oh sol que naces de lo alto para iluminar a todos los que viven en sombras de muerte”, “Oh Deseado de los pueblos para hacer de todos ellos uno solo”, “Oh Emmanuel, esperanza de salvación para todas las naciones”. Seguiremos cantando con emoción cada Adviento las siete “antífonas de la O”. Seguiremos celebrando a la Virgen preñada con su vientre abultado de vida, su vientre lleno de Jesús. Pero ya no deberemos olvidar a Mohammed Boazizi, envuelto en llamas para consumir un mundo y alumbrar otro. Y con él recordaremos al monje budista Thich Quang Duc quemándose en Saigón en 1963, a Jan Palach inmolándose en la plaza de Praga en enero de 1969 y a tantas y tantos otros bonzos desconocidos de todas las causas justas y de todas las convicciones. Y evocaremos con piedad conmovida la escena del monte Horeb o Sinaí, y escucharemos las palabras que “consumen y no dan pena”: “He visto. He oído. He mirado. Voy a bajar. Vete”, pues ¿cómo quieres que baje Dios si no vamos tú y yo y nos dejamos quemar hasta que nadie tenga que arder? ¿Cómo, si no, acompañaremos a la Virgen preñada y a todas las madres para que den a luz en la noche? No sé lo que pasará en Túnez. Nadie lo sabe. No sé si se establecerá sin tardar una auténtica democracia laica, o se impondrá un islamismo más o menos moderado, o los de siempre dejarán que pasen los meses para que todo siga igual. No sé si las llamas de Mohamed Boazizi seguirán ardiendo y acabarán arrastrando a todos los países árabes y a tantos otros países –ya tiene imitadores en Argelia y Egipto–, o el miedo y la fuerza acabarán pudiendo como casi siempre. No sé, nadie sabe lo que pasará en Túnez. Pero una cosa queda clara a la luz de estas llamas: la sedicente Europa democrática no puede quedarse mirando a ver qué pasa, como si ella no tuviera nada que ver con lo que ha pasado, con lo que pasa en todo el mundo. Como si ella no estuviera sosteniendo dictadores y terroristas allí donde conviene por razones de negocio. Como si ella no hubiera sostenido hasta última hora al dictador Ben Alí, y no hubiera callado vergonzosamente hasta ultimísima hora, hasta ver cómo terminaba. Como si no fuera ella la que guarda en sus arcas todo el oro que sacaron el dictador y su familia. Europa no puede seguir traicionando en la práctica sus grandes principios, amparándose en el “realismo político” (léase económico) o escudándose en cómodos e interesados tópicos de que el Islam es incompatible con la democracia, el laicismo, los derechos humanos y la razón crítica. Si Europa sigue eludiendo sus responsabilidades, es seguro que todo seguirá igual, es decir, todo irá a peor en todas partes. Y sería como si Moisés hubiese dicho al Dios ardiente de la Zarza: “No. Yo no iré”. Entonces nada será posible. “He visto. He oído. He mirado. Voy a bajar. Vete”, te dice Dios en todos los lugares donde sigue ardiendo la zarza, la vida, el cuerpo, el alma de sus criaturas. José Arregi Para orar. “Hijo, no te rindas” Hijo, no te rindas, por favor, no cedas. Aunque el frío queme. aunque el miedo muerda, aunque el sol se esconda y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños. Porque cada día es un comienzo nuevo, porque ésta es la hora y el mejor momento, porque no estás solo, porque Yo te quiero (Mario Benedetti) PD. 1) El próximo verano dirigiré una tanda de Ejercicios Espirituales (en silencio), del 14 de Agosto (domingo) por la noche al 20 de Agosto (sábado) al mediodía. Lugar: El Espino (Burgos), cerca de Miranda de Ebro. Para informarse e inscribirse, podéis llamar a Txema (943 431635) o escribirle: jormazabal@irakasle.net 2) Está a la venta el nuevo libro “Las charlas de José Arregi”, que recoge los textos de algunas charlas de estos últimos años o meses. Quien lo desee adquirir, lo mejor es que lo pida o encargue en su librería habitual (más información en www.feadulta.com). No sé por qué el título español dice “De dioses y hombres”, siguiendo a la versión inglesa (“Of Gods and men”). Creo que el original francés (“Des hommes et des dieux”) debería traducirse más bien “Hombres y dioses”. La película no habla “acerca de dioses y hombres”, sino acerca de unos hombres tan humanos que encarnan a Dios. Pues Dios no habita en el cielo, ni desciende a veces de lo alto, sino que es la entraña de la tierra y de todo lo entrañable. Y cuando entrañas a Dios en tu vida, entonces eres dios con minúscula e incluso con mayúscula.
Soy lego en la materia, y no sé juzgar sobre la calidad artística de la fotografía, el montaje, la interpretación o la banda sonora. Pero me parece una película maravillosa. Uno se siente subyugado, sumergido de comienzo a fin en un mundo de belleza y de bondad, Y uno se dice: “¡Oh, sí! Esto es lo real, lo más verdadero a pesar de todo. Esta es la humanidad verdadera, más allá de la dominación, la vanidad y la codicia. Esta es la religión verdadera más allá de la verdad, de la ley y del miedo. Oh sí, Dios es Eso, es Ahí, ese Fondo o ese Rostro de ternura en que todos podemos descansar. Dios es ese silencio que estalla en palabras y melodías. Dios es esa penumbra en que todo se ilumina. Dios es esa conversación tan natural entre el anciano y entrañable monje médico y la sencilla muchacha musulmana que le habla de sus amores, sentados ambos contra el muro del monasterio al sol de la tarde. Dios es esa naturalidad, esa franqueza, esa humildad. Dios es esa Humanidad”. La historia es conocida: en la noche del 26 de marzo de 1996, siete monjes cistercienses del monasterio de Tibhirine, en el Atlas argelino, fueron secuestrados por el Grupo Islámico Armado (GIA); el 31 de mayo, el ejército argelino halló las cabezas cortadas (nunca los cuerpos) de los siete monjes. Nunca se ha aclarado la autoría del múltiple crimen. El Gobierno argelino y el Gobierno francés (poder colonial de Argelia hasta 1962) informaron de que los monjes habían sido ejecutados por la GIA que los secuestró. Pero hay muchos indicios de que fue el propio ejército argelino el que los mató tanto a ellos como a sus secuestradores, y falsearon la información para así desacreditar a los islamistas de la GIA dentro y fuera de Argelia. Así lo piensan los monjes de Notre Dame de l’Atlas Midelt (Marruecos), fundación que prolonga el monasterio de Tibhirine. Pero la película no toma partido por ninguna hipótesis sobre la autoría del asesinato, pues eso no es fundamental para el mensaje que quiere transmitir. ¡Hay tantas muertes en todos los lados! El poder colonial francés, el régimen argelino violento, el islamismo violento… ¡Hay tantos poderes que matan! La película no acusa a unos exculpando a otros, no divide el mundo entre buenos y malos, no llama al odio, el castigo, la venganza. Ni por ello incurre en eso que muchos –tendrán que preguntarse por qué–, en cuanto alguien apela a la bondad, se apresuran a denigrar como “buenismo”. La película nos sumerge en la vida cotidiana de unos monjes buenos que comparten la tierra, la oración, las fiestas, la vida con los musulmanes de la pequeña aldea en la montaña soleada y fría. Su vida corre peligro, pero allí se quedan. La película nos sumerge en la bondad de los monjes, en la bondad de las gentes musulmanas, incluso en la bondad herida que se oculta bajo las armas de los terroristas. La bondad limpia, la bondad que cree, la bondad que perdona, la bondad que cura también al terrorista. “Hombres y dioses” no oculta la duda, el miedo, la herida, pero es un acto de fe y de esperanza en la humanidad, Sacramento del Misterio Consolador en el corazón de la vida. “Somos como unos pajarillos en una débil rama”. Seamos esa débil rama que sostiene a ese pobre pajarillo en su desamparo. La película no enmascara el fanatismo, la violencia, la crueldad, pero no se detiene ni nos encierra ahí, sino que nos conduce más allá, desde más allá. Mirad el Misterio y dejaos acoger, nos dice. No endurezcáis el corazón. Creed en la bondad, creed en la belleza. También la noche está llena de luz. El corazón humano está lleno de dudas y de heridas, pero hay un bálsamo, y aun cuando no queden medicinas, puede quedar todavía una mirada, una palabra bondadosa. El mundo está lleno de inseguridad y de horrores, pero la paz del corazón es posible, la paz de la tierra es posible. Las religiones están llenas de opresión y perversiones, pero debería bastar la llamada del muecín o el eco de un salmo para convertirnos al Misterio que nos habita y regenera. “Hombres y dioses”. Estos dos términos no designan seres distintos: seres humanos de la tierra por un lado, seres divinos o dioses celestes por otro. No. Todos los seres humanos guardan un misterio divino que están llamados a revelar y realizar. Ya lo dijo el Salmo bíblico, hablando de los hombres: “Sois dioses, hijos del Altísimo todos” (Sal 82,6). El monje que ora y cura, la muchacha que cuenta sus primeros amores, el musulmán que reza al Único Dios, el terrorista que empuña el arma, el soldado que mata… son hijas e hijos de Dios. Diré más: son Dios mismo, pues Dios habita y alienta en su corazón, aunque aún no sea en ellos enteramente Dios. Cuando una comunidad musulmana ora, celebra y canta – “somos orantes en medio de un pueblo de orantes”, solía decir Christian, el prior del monasterio–, entonces Dios ora, celebra y canta. Cuando unos monjes son secuestrados y asesinados, entonces Dios es secuestrado y asesinado. ¿Y qué nos curará, nos hará libres, nos hará dioses, sino la misericordia o la humanidad de Dios que se manifiesta en toda belleza y en toda bondad? La belleza, la bondad, la humanidad no tienen dueños. Dios tampoco tiene dueño, pues se derrama y se regala en todos los seres, más allá de todos los esquemas y de todos los sistemas religiosos, dogmáticos o morales. Pienso por ello que nadie debiera utilizar esta película para defender su causa particular, especialmente religiosa. Creo que el Vaticano y nuestros obispos no debieran referirse a este hermoso film para decir: “¿Ya veis cómo tenemos razón? Esto es la Iglesia, esto es el cristianismo, esto es la verdad”. Ni para decir: “Sólo donde hay Dios puede haber humanidad y bondad”. ¡Oh, no! Creo que de la película de ningún modo se desprende ese mensaje confesional, ningún mensaje confesional. No en vano su director, Xavier Beauvais, es ateo; hizo la comunión contra su voluntad, y no ha bautizado a su hijo. “Mi problema –ha dicho en una entrevista– es que no veo la relación entre el cristianismo y el Vaticano”. Es ateo, pero (¡perdón!, este “pero” está absolutamente de sobra) es profundamente contemplativo. “Puedo estar cinco horas sin moverme ante un bello paisaje”. Es un ateo místico. No digan, pues, los obispos: “Donde no se cree en Dios, no hay humanidad ni bondad”. Y menos tomando pie de esta bella película, pues la película, sin estridencia ni agresividad, dice justo lo contrario: “Donde no hay bondad, no se cree en Dios”. Lo dice más bien en forma positiva: “Donde hay bondad, allí está Dios”. Ya lo dijo san Juan. Ya lo dijo Jesús. José Arregi Para orar. HE AQUÍ LA NOCHE (Traducción del himno que cantan los monjes en la noche de Navidad) He aquí la noche, la inmensa noche del génesis, en que no existe nada fuera del amor, fuera del amor que se esboza: separando la arena del agua, Dios preparaba, como una cuna, la tierra en la que había de aparecer. He aquí la noche, la dichosa noche de Palestina, en que no existe nada fuera del Niño, fuera del Niño de vida divina: tomando carne en nuestra carne, Dios transformaba todos nuestros desiertos en tierra de primavera inmortal. He aquí la noche, la inmensa noche sobre la colina, en que no existe nada fuera del Cuerpo, fuera del Cuerpo perforado de espinas: haciéndose crucificado, Dios fecundaba como un jardín la tierra en la que la muerte le plantaba. He aquí la noche, la inmensa noche que se alumbra, en que no existe nada fuera de Jesús, fuera de Jesús en quien todo culmina: arrancándose de nuestras tumbas, Dios conducía al nuevo día la tierra en que había sido vencido. He aquí la noche, la larga noche en que caminamos, en que no existe nada fuera de este lugar, fuera de este lugar de esperanza en ruina: quedándose en nuestras casas, Dios preparaba como una zarza la tierra a la que había de bajar el fuego. (Letra de D. Rimaud, música de J. Akepsimas) Tras no pocas dudas, me decido a escribir sobre la Nota publicada por los obispos de Pamplona, Bilbao, San Sebastián y Vitoriatras la declaración de alto el fuego permanente, general y verificable por parte deETA. Lo hago como ciudadano de este pueblo y como miembro de esta Iglesia. Sé que el asunto es inmensamente delicado, por todo el dolor acumulado, e infinitamente complejo, por todos los factores en juego. Sé también que todo lo que yo diga sobre esta cuestión o cualquier otra es parcial y, por supuesto, discutible. Pero son demasiadas las heridas del pasado que hay que curar y demasiadas las heridas del futuro que hemos de evitar.
El País Vasco no es el ombligo del mundo, ni ETA es ahora mismo nuestro problema más grave, ni el conflicto político es nuestra cuestión principal, pero es demasiado importante lo que nos traemos entre manos en este bendito pueblo –y justo en este momento– como para que callemos por miedo a errar. O para que nuestros obispos hablen tan a la ligera. Su Nota me ha decepcionado profundamente. Seis líneas, justamente seis, ¿y para decir qué? Que manifiestan su “anhelo y esperanza de paz”, que “exigen la disolución definitiva de ETA”, y que “piden al pueblo cristiano intensificar su oración”. Y nada más. Ningún elemento de análisis, ningún criterio de juicio, ninguna pauta de acción. Ninguna aportación a la reflexión, ninguna invitación a la responsabilidad, ninguna llamada a la reconciliación. Ninguna luz, ninguna emoción, ningún aliento. Seis líneas escritas como a desgana y para salir del paso. Leí la Nota y me dije: “Mejor hubieran hecho en callar. Pero no, callar no era posible. De modo que mejor hubieran hecho en hablar de otro modo”. Apunto, pues, con todo el riesgo, unas reflexiones sobre lo que echo de más y lo que echo de menos en la Nota de nuestros obispos. 1. La Nota elude la cuestión principal: ¿Qué nos toca hacer a todos para que este alto el fuego sea el definitivo, es decir, para que no haya más víctimas? Ya llevamos 12 muertos desde la ruptura del último alto el fuego, contando solo los muertos por ETA –que no sé si es buena contabilidad; me parece que no–. ¿Qué harías tú si tu vida estuviera en juego, o si estuviera en juego la vida de quien quieres más que a ti mismo/a? Por supuesto, no es posible hacer todo lo deseable, y no es lícito hacer todo lo factible. Entre lo deseable factible y lo factible lícito, ahí se abre nuestra incierta franja de acción. Y ahí no sirven declaraciones éticas abstractas. Menos sirven aun intereses espurios, sean personales o colectivos. El criterio es ese equilibrio inestable entre el mal menor y el bien mayor, y la pregunta es: ¿Cuál es, en este preciso momento y lugar, el mal menor que puedo tolerar para conseguir un bien mayor, y cuál el bien menor con el que me habré de conformar para evitar un mal mayor? Ése es el criterio, y no los Diez Mandamientos ni la Constitución, con perdón. El criterio es salvar la próxima vida en peligro, que puede ser la tuya o la de la persona que más quieres, y la cuestión es a qué acto positivo de riesgo y generosidad estás tú dispuesto/a para salvarla, y para que no se sume un muerto más a la larga lista, y tengamos que seguir lamentándonos. Nada de eso sugieren los obispos. 2. “Manifestamos nuestro anhelo y esperanza de paz”, empiezan diciendo. Hemos de reconocer esta expresión de esperanza, por tímida y desganada que sea, cuando lo que más han abundado son manifestaciones de desencanto, a veces por un miedo de futuro más que comprensible, a veces por unos intereses de partido más que discutibles. Sólo habrá solución si tenemos esperanza, y agradezco a los obispos que hayan pronunciado esta simple y poderosa palabra: esperanza. La esperanza puede ser engañosa, pero sin ella no hay nada. La esperanza es engañosa cuando es abstracta, vacía. Es poderosa cuando es concreta, sincera, activa. Y la expresión de esperanza de la Nota episcopal me parece tan abstracta y descarnada, tan indolente y desangelada, que me parece vacía. 3. Nuestros obispos dicen a continuación: “Reiteramos la exigencia moral de su disolución definitiva e incondicional”. Pero ¿es que hacía falta decirlo siquiera? Desde sus primeros asesinatos de ETA, llevamos cuarenta y tres años pidiendo su disolución, y los obispos vascos más que nadie. Llevo desde los 15 años deseando la disolución de ETA. Pero la “disolución” se ha convertido, en los últimos meses, en una consigna de partidos, y nuestros obispos se han plegado a la consigna. Y me temo que no por repetir más la consigna vamos a llegar antes a la disolución deseada por todos. Por otro lado,¿pensaban realmente nuestros obispos que ETA iba a declarar su disolución definitiva? ¿Tan mal informados están acerca de lo que ha sido y es ETA, acerca de la historia de los movimientos terroristas que en el mundo han sido? ¿Tan ignorantes son, por ejemplo, de la historia de Irlanda y del IRA, que aun siendo tan diversa a nuestra historia, es la más parecida? La disolución de ETA –y de todas las dictaduras, todas– es la meta, sí, pero también es una tarea, una tarea compleja que aún va a ser larga, una tarea que va a exigir mucho más que consignas y que mera fuerza, una tarea que ha demandado hasta hoy y va a seguir demandando paciencia, prudencia, destreza, flexibilidad y mucha grandeza de ánimo. Virtudes todas políticas y evangélicas. ¿No lo saben aún nuestros obispos? 4. Añaden que la disolución ha de ser “incondicional”. He aquí otra consigna, que nuestros obispos en su Nota se han limitado a corear. ¿Conocen acaso los obispos algún acto humano, algún acto político, algún acto eclesial que sea realmente incondicional? Me gustaría mucho conocerlo si existiera. Claro, no hay que ser ni ética ni políticamente muy avezado para ver que ETA no ha de imponer ningún marco político para el País Vasco como condición para su disolución. Pero la vida está llena de condiciones, la política no digamos, y el fin de ETA también, nos guste o no. Y procurar el máximo de condiciones humanas, penitenciarias, jurídicas, democráticas – sólo democráticas, sí, pero plenamente democráticas, ¡y cuán lejos estamos de ello!–, eso no es ceder al chantaje, sino ser sabios. ¿O es que la sabiduría consiste solamente en saber ceder y negociar con el régimen chino, el régimen marroquí, el régimen israelí o el régimen ruandés de Kagamé, sólo porque son poderosos o ricos o tienen buenos aliados? ¿Y no saben nuestros obispos que el Estado del Vaticano tiene relaciones y “negocios” directos o indirectos con todos esos regímenes terroristas, saltándose todas las consignas y diciendo que “hay lo que hay”? Hay un objetivo sagrado que vale por muchas condiciones: evitar la próxima muerte, el próximo duelo, la próxima tregua. Y también: curar las heridas, reconciliar la sociedad, convivir humanamente. Y eso vale más que todas las patrias y que todas las constituciones. 5. Los obispos dedican la mitad de la Nota, justo la mitad, a pedir “al pueblo cristiano que intensifique en estos momentos su oración a Cristo y a María”. Y así terminan. Perdón, pero eso me parece un insulto a la oración y a los cristianos. Y una ofensa para Jesús y María.¿Piensan nuestros obispos que hay violencia en el País Vasco y en el mundo, o que hubo un terremoto en Haití hace un año, porque no oramos bastante? ¿Piensan que la paz depende de Cristo y de María y que ellos, el hijo asesinado y la madre traspasada, ponen como condición nuestra oración? Notas como ésta hacen irrelevante la palabra de los obispos en nuestra sociedad. Pero eso no es lo peor. Desacreditan a la Iglesia y desactivan el fermento del Evangelio en el mundo. Y eso es lamentable. José Arregi Para orar Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón. Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la fe. Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto amar. Porque es dándose como se recibe, es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo, es perdonando, como se es perdonado, es muriendo como se resucita a la vida eterna. (Llamada “oración de San Francisco”) |
Jose Arregui
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Abril 2021
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