Hace una semana, comentaba mi pena –más que sorpresa– al constatar que ningún alumno en el aula de la Universidad conocía la historia de Eva, ni la historia de Saray la Princesa, ni la de Hagar la esclava egipcia y la de Ismael, su hijo libre, padre de innumerables hijos aún esclavos. Y casi seguro que tampoco conocen la historia de Caín y Abel, y menos aun la de Jacob y Esaú, o la de Noemí y su nuera extranjera Ruth, o la de Tobías y su hijo Tobit y el buen ángel Rafael, o la de Daniel en el foso de los leones. Ni siquiera la historia de María y José y de su hijo, un tal Jesús. Nombres, nombres. Si recorriéramos todos los archivos del mundo con todos los nombres, sería como recordar la historia universal desde la creación, o incluso desde antes. Y no cesaríamos de reír y de llorar.
Todos los nombres tienen su historia –o su mito, que es otra forma de decir lo real en forma de relato–, una historia con un pasado que es presente, con un presente que es futuro. No solo somos aquello que somos (y ¿quién sabe exactamente lo que somos?), sino también aquello que fuimos, y somos incluso aquello que seremos. Y tu nombre propio es ese lugar hecho de carne, tu propia carne, donde se dan cita el pasado que fuiste y el futuro que también eres en todos aquellos que llevarán tu nombre y seguirán tu estela. Es una pena que nuestros jóvenes universitarios ignoren la historia de sus nombres, y no sepan remontar el curso de su vida, como un río, hacia sus fuentes, donde todos nos encontraríamos, al igual que las mujeres de la Biblia se encuentran junto a los pozos con sus futuros esposos. Todas las historias del pasado forman nuestra historia, tan plural y única, tan diversa e idéntica a la vez. Son historias como la nuestra, es más, son nuestra propia historia. Pienso que todos los padres, al igual que buscan con cariño para sus hijos las frutas más saludables y los colegios más humanos, con el mismo cariño deberían buscar en los atlas, en las enciclopedias, en los libros sagrados y en todos los libros la historia de los nombres que pusieron a sus hijos, y enseñársela a la vez que las primeras palabras, y contársela desde niños al igual que los cuentos, para abrirles los ojos acerca de lo más atroz y de lo más bello. Si tu hija se llama Ana, explícale que significa “Gracia” y cuéntale que, antes de que hubiera reyes en Israel, hubo una mujer que lloraba mucho porque se creía estéril, pero siguió confiando y concibió al profeta Samuel. Y que hubo otra Ana, profetisa ella, de la tribu de Aser, que a sus ochenta y cuatro años fue la primera persona que reconoció a Jesús como liberador, cosa que le llenó de tanta alegría que no pudo guardársela para sí. Y no importa que tus hijas o hijos no lleven esos bellos nombres bíblicos ni los nombres de tantas santas y santos cristianos. Todos los nombres y todas las historias son igualmente sagradas. Naira, Nahia, Lara, Yadira, Aimar, Haritz, Hodei, Hibai… Si tu hijo se llama Haritz (que en vasco significa “roble”) u Hodei (“nube”) o Hibai (“río”), cuéntale que el río vuelve a la nube, a veces incluso antes de llegar al mar, y que cuando la nube llueve, el roble se alegra y que gracias a sus hojas todos podemos respirar, y que de lo más alto del roble, ya en febrero, la malviz anuncia la primavera. Y dile también que nadie todavía ha logrado explicar por qué canta la malviz en lo más alto de la rama y por qué, por el contrario, el zarcero se oculta en la espesura, siendo su canto tan brillante como es. (Por cierto, ya canta la malviz en el bosquecillo de Sansinenea, al lado de casa). Tu hijo crecerá y es probable que algún día vaya a la Universidad. Me gustaría que nunca perdiera el deseo de preguntarse y saber más acerca de su nombre. Y que todas las ciencias y todos los saberes de la Universidad le ayudaran a satisfacer, es decir, a avivar ese deseo. Que todas las ciencias y los saberes todos fueran lo que siempre han sido: otras tantas maneras de sorprenderse y seguir preguntando, de mirar la realidad y admirarla, de cuidar la vida y de curar sus muchas heridas. Que la telemática, la nanoingenieria y la neurobiología no solo enseñaran cómo está hecha la materia, sino cómo eso que llamamos “materia” es en realidad misteriosa “mater” y “matriz” de eso que llamamos “espíritu”, que fluye en el agua, reverdece en el roble, canta en la malviz y cuenta historias en la boca de una madre. Que todas las ciencias enseñaran no ya a dominar y explotar la naturaleza, sino a cuidarla en todas sus formas, una de las cuales somos nosotros, los seres humanos con nuestros nombres propios. Y que todas las ciencias, también por supuesto las prodigiosas matemáticas, tuvieran como primer objetivo enseñar a contemplar activamente y a cuidar contemplativamente el universo como inmensa comunión de relaciones desde el origen sin origen hasta el fin sin fin. ¿Para qué si no la Universidad, la universalidad de los saberes? Perdóneseme una digresión. Edgar Morin, filósofo, sociólogo, sabio multidisciplinar (o transdisciplinar), ha señalado los siete objetivos fundamentales que ha de tener el saber en general y el saber universitario en particular: primero, curar la ceguera del conocimiento, ayudar a detectar y subsanar los errores de nuestras ideas y de nuestros mitos sobre el propio saber; segundo, garantizar el conocimiento pertinente, procurar una “inteligencia general” que nos permita guiarnos en el universo cada vez más inabarcable de la información que nos invade; en tercer lugar, enseñar la condición humana, nuestra triple condición de individuos, de sociedad y de ciudadanos del planeta global; en cuarto lugar, enseñar la condición terrenal, ese auténtico sentimiento de pertenencia a nuestra Tierra, nuestra última y primera patria; en quinto lugar, enfrentar las incertidumbres, educar para vivir serenamente en un mundo en el que la incertidumbre crece en la misma proporción que el saber; en sexto lugar, enseñar la comprensión y la tolerancia del otro, para formar juntos una vasta democracia planetaria y abierta; en séptimo lugar, enseñar una ética universal del género humano, más allá de la ética individual y más allá de la ética de un pueblo, una cultura, una religión (pero también, aunque no lo diga Edgar Morin, más allá de una ética centrada en el bien de la especie humana, pues resulta cada vez más palmario que no puede haber ética humana fuera de una ética ecológica cuyo criterio sea el máximo bien posible de todos los seres de la creación, desde el agua y el roble hasta la malviz y el humano). Sólo un saber así nos capacitaría para responder a la pregunta más sencilla y primera: ¿cómo te llamas? Estos últimos años en la Universidad, a vueltas con Bolonia, nos han apremiado con guías de aprendizaje, competencias e indicadores, y así tendrá que ser. Pero creo que Edgar Morin estaría de acuerdo en que la principal competencia que la Universidad debe desarrollar, tanto en alumnos como también en profesores, es aquella que nos permita responder, de manera siempre fragmentaria y provisional, pero en nombre propio, a la pregunta por nuestro propio nombre. El nombre que tenemos lo hemos recibido. La historia la hemos heredado. Pero a cada uno le toca hacerlo propio, restaurarlo y transmitirlo. A cada uno nos está destinado, como está escrito en el libro del Apocalipsis o Revelación, “un maná escondido y una piedrecita blanca con un nombre nuevo, que solo conoce el que lo recibe” (Ap 2,17). El maná me será obsequiado por el cielo, pero habré de buscarlo cada mañana en la intemperie. El nombre nuevo y único me será regalado, pero habré de esforzarme cada día en responder humildemente a la pregunta decisiva por mi propio ser y por el de todos los seres: ¿Cómo te llamas? José Arregi Para orar. ¿Quién? (Luis Guitarra) ¿Quién escucha a quién cuando hay silencio? ¿Quién empuja a quién, si uno no anda? ¿Quién recibe más al darse un beso? ¿Quién nos puede dar lo que nos falta ¿Quién enseña a quién a ser sincero? ¿Quién se acerca a quién nos da la espalda? ¿Quién cuida de aquello que no es nuestro? ¿Quién devuelve a quién la confianza? ¿Quién libera a quién del sufrimiento? ¿Quién acoge a quién en esta casa? ¿Quién llena de luz cada momento? ¿Quién le da sentido a la Palabra? ¿Quién pinta de azul el Universo? ¿Quién con su paciencia nos abraza? ¿Quién quiere sumarse a lo pequeño? ¿Quién mantiene intacta la Esperanza?. ¿Quién está más próximo a lo eterno: el que pisa firme o el que no alcanza? ¿Quién se adentra al barrio más incierto y tiende una mano a sus “crianzas”? ¿Quién elige a quién de compañero? ¿Quién sostiene a quién no tiene nada? ¿Quién se siente unido a lo imperfecto? ¿Quién no necesita de unas alas?
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Que un profesor, el primer día de clase, pregunte sus nombres a los alumnos es más que mera cortesía, y nada tiene que ver, por de pronto, con un control de lista. Antes de preguntarle a alguien “¿Cómo te llamas?”, debería descalzarme como Moisés en el Horeb, la tierra pagana y sagrada de la Zarza Ardiente. Al escuchar a alguien decirme su nombre propio, debería conmoverme tanto como Moisés ante la revelación del sagrado Tetragrama (JHWH), el misterioso nombre propio del Dios bíblico que los judíos no pronuncian jamás. Cuando alguien me dice su nombre, me confía su ser, su misterio inviolable, su historia secreta incluso para él, hecha de sueños y de miedos, modelada con la arcilla más frágil y el agua más pura. Así es el nombre propio de cada uno, y cuando lo escucho me convierto en su portador y responsable. Cuando alguien nos dice su nombre, deberíamos entrar literalmente en trance, como Dios en el primer día de la Creación o de la Revelación.
Hace tres semanas, al comienzo del segundo semestre, pedí a los alumnos que se presentaran por su nombre. Una vez más, de nombre en nombre, compusieron el poema más bello, la melodía más armoniosa, la oración más inspirada. Una chica dijo: “Yo me llamo Eva” (que significa “Viviente” o “Vivificante”). Yo hubiese querido decirle: “¡Oh, qué bonito, Eva!”, pero tuve que reprimirme, y simplemente pregunté: “¿Conoces la historia de tu nombre? ¿Conoces la historia de Eva?”. Solo fue una relativa sorpresa que ni ella ni nadie en la clase conociera la historia de Eva. Sin embargo, es nuestra historia, la historia de todos los que vivimos porque una mujer nos dio a luz. Otra chica dijo: “Yo me llamo Saray”. No sé si logré disimular la emoción, pero también esta vez me limité a preguntar: “Y tú, ¿conoces la historia de Saray?”. Tampoco ella la conocía, ni ella ni nadie entre los cincuenta de la clase. Es una pena que nuestros jóvenes no conozcan la historia de sus nombres, por ejemplo esas historias bíblicas que nunca sucedieron pero son tan nuestras y tan verdaderas, pues, si las conociéramos a fondo, no solo nos permitirían entender el pasado, sino sobre todo comprender el presente y recrearlo. Quiero contaros la historia de Saray y de Hagar, y la de sus hijos Isaac y de Ismael, aunque el Génesis la cuenta mucho mejor en los capítulos 16 y 21. Quiero contaros sobre todo la historia de Ismael, que aun se prolonga en la plaza de Tharir en el corazón de El Cairo. Abrahán tuvo dos mujeres: Saray, que significa “Mi princesa”, y “Hagar”, que significa “Extranjera”; en realidad, la Biblia pretende que sólo Saray era esposa de Abrahán y que Hagar no era sino una esclava egipcia de la esposa, pero eso se debe simplemente a que la Biblia cuenta la historia desde el lado de Saray la Princesa, y no desde el lado de Hagar la Extranjera, o si se quiere, desde el lado judío y no desde el lado árabe. Tan esposa era la una como la otra, pero ambas sufrieron, y se hicieron sufrir. El sistema patriarcal de la poligamia las hizo primero émulas, luego rivales y al final enemigas. Y, como dice el Eclesiástico, “ninguna pelea como la de las rivales, ninguna venganza como la de las émulas” (25,13). Saray era estéril y “no había dado” –así se decía entonces– descendencia a Abrahán. Y, sin consultar para nada con Hagar, dijo a su marido: “Ahí tienes a Hagar, mi esclava; tómala y que ella te dé el hijo que deseas”. Y así hizo, y Hagar quedó embarazada. Entonces, a la pobre Princesa Saray le entraron unos celos terribles y tanto maltrató a Hagar, que ésta tuvo que huir de su casa y ser lo que su nombre indica, una extranjera. Dios la encontró en el desierto junto a un manantial, y no se lo explicaba, y le preguntó: “Hagar, ¿de dónde vienes y a dónde vas?”. ¿Cómo podía saberlo ella, si Él no lo sabía? Pero Hagar respondió: “Huyo de Saray”. Y Dios le dijo: “Vuelve a casa, mi Hagar, vuelve a tu casa. Y haz como si asumieras tu rol de esclava y concubina, pero sé libre, cree en ti y cree en ese hijo que llevas en tus entrañas, y llámalo Ismael, es decir, ‘Dios escucha’, pues es así: yo escucho a la extranjera, en contra de lo que todos los hombres y pueblos que se sienten elegidos se imaginan por un fatal malentendido. Sé libre, mi Hagar, y da a luz la libertad”. Y Hagar volvió a casa, transfigurada. Y dio a luz a Ismael. Los celos de Saray arreciaron. Pero años después sucedió que la Princesa, a sus noventa años, también quedó embarazada de Isaac, que significa “Risa”, y dijo: “Dios me ha hecho reír”, pero lo que quería decir en el fondo era que “la última que ríe ríe mejor”, y que Hagar lo oyera. Un día vio Saray que los dos niños, Isaac e Ismael, estaban jugando. ¿Qué otra cosa podían hacer dos niños sino jugar y reír? ¿Qué les importaba a ellos la rivalidad de sus madres y los líos de la herencia y la teología de la elección divina? Los niños ven las cosas simplemente como son, y juegan, y así revelan el rostro de Dios, sencillo como un niño. Pero Saray no estaba para risas y se dijo “Esta es la mía”. Y, ni corta ni perezosa, le dijo a Abrahán: “Pongamos ya de una vez por todas las cosas en su sitio, aclaremos quién es quién en esta casa: quién es la esposa libre y quién la esclava concubina, quién el hijo heredero y quién el segundón, quién el elegido de Dios y quién el relegado. No aguanto que sigas haciéndote el bien-queda y el bueno. Decídete ya: si crees en la promesa de Dios, echa de esta casa a Hagar y a su hijo. Te lo exijo”. A Abrahán se le partía el alma, pero tuvo que acceder a la exigencia de su esposa, como más de una vez sucede. Al día siguiente se levantó, tomó una hogaza de pan y un odre de agua, se los dio a Hagar, puso al niño sobre sus hombres y los despidió con inmenso dolor.Con más inmenso dolor se fueron Hagar e Ismael por el desierto de Berseba, solos y a pie y sin saber a dónde. Y cuando se les acabó el pan y se agotó el odre, el niño lloraba a gritos, y a la madre no le quedaban fuerzas ni para llorar, y cada grito del hijo le desgarraba las entrañas más que al parir. ¿Dónde estaba Dios? Dios estaba con ellos, perdida y sola como ellos. Y dijo a la mujer: “No temas, mi Hagar. Juntos atravesaremos todo el desierto. Tu hijo será un gran pueblo, será mi pueblo y hermano de todos los pueblos. Y no temas, un día será libre”. Y así fue, quiero decir: así debemos hacer que sea. Ismael (que la paz sea con él) creció y vivió en el desierto de Farán, cerca de la Meca y de la Kaaba, según cuenta el Corán. Y encontró nuevos manantiales. Y tuvo 12 hijos –cada nombre una promesa–: Nebayot, Quedar, Abdeel, Mibsán, Mishmá, Dumá, Masá, Jadad, Temá, Yetur, Nafís y Quedma, que son los doce patriarcas de los pueblos árabes, y se extendieron desde Asiria (Irak) hasta Egipto y desde Egipto hasta el Sahara, por todo el Máshreq (que significa Levante) y todo el Magreb (que significa Poniente). Y de desierto en desierto, de manantial en manantial, se extienden la promesa de Dios y el grito de Ismael, el hijo de la esclava egipcia. Desde la plaza de Tahrir, que significa “Liberación” y que tradicionalmente se ha llamado plaza de Ismael, en el corazón de El Cairo, en el corazón del mundo árabe, se expande imparable el inmenso movimiento de la Juventud, del Pueblo y de la Libertad, a pesar de la vergonzosa lentitud, por no decir cobardía (Vargas Llosa dixit) de nuestros gobiernos occidentales. ¡Mabruk (Enhorabuena), hijos de Ismael! Me encuentro sin cesar con gentes que me dicen: “Queremos seguir a Jesús, pero necesitamos aliento y compañía. Sabemos que somos muchos, pero nos sentimos pocos y dispersos, y esta Iglesia institucional nos avergüenza ante nuestros hijos, nuestros jóvenes, nuestra sociedad. ¿Qué podemos hacer? ¿Dónde podemos encontrar aliento y compañía?”.La escena y las cuestiones se repiten de pueblo en pueblo, de parroquia en parroquia, de grupo en grupo.
No es que la situación sea nueva. Viene de los años 80, cuando los impulsos promovidos por el Concilio Vaticano II empezaron a ser sistemáticamente obstruidos por el papado y su poder absoluto. En realidad, la cosa viene de mucho antes, desde hace dos milenios, cuando el joven movimiento de Jesús fue tomando envergadura y forma: el movimiento se hizo iglesia, la fe se organizó como doctrina, el carisma se estructuró en una institución. Y la institución necesitó perpetuarse, como todas las instituciones, con todos los medios y poderes a su alcance. Y muy pronto sucedió algo que es comprensible y muy funesto: el poder contaminó el movimiento de hermanos de Jesús, y dejó de ser movimiento y dejó de ser de hermanos. Pero innumerables hombres y mujeres enamoradas de Jesús y de su evangelio nunca se resignaron. La pasión y el Espíritu de Jesús los animaban. No se creían los mejores, no se sentían héroes, no se consideraban salvadores. Solo querían ser humildes y fraternos seguidores de Jesús, aunque fracasaran. Querían vivir lo que Jesús vivió, con su misma libertad creadora. ¿Y qué es lo que Jesús vivió? Cada página del Evangelio te lo dice: la sencilla confianza en Dios de un niño pequeño y la solidaridad arriesgada de un profeta, la ternura de Dios y la compasión de los heridos. El Dios Abbá y el Reino de la liberación. Eso fue Jesús, eso vivió, y todo lo demás le sobraba. “Misericordia quiero, y no sacrificios”, advertía con los profetas a los incondicionales de la ley establecida o del culto ordenado. Y decía: “No basta decir: Señor, Señor. Dios no necesita oraciones sin fin, ni credos complicados. Dios es la Vida. Dios es confianza sencilla y compasión solidaria. Todo lo demás es secundario, e incluso baldío”. Pasaron los siglos, mientras el mundo y las culturas giraban de luna en luna, de primavera en primavera. Las generaciones humanas se sucedieron de gozo en gozo, de dolor en dolor. Y el Espíritu de Dios acompañaba cada gozo y cada dolor. El Evangelio de Jesús nunca era un molde pasado que hubiera de ser preservado, sino una presencia que cura, consuela y acompaña hacia el futuro nuevo de Dios. La Iglesia siguió debatiéndose entre el pasado y el futuro. Llegaron los tiempos modernos y volvió a suceder lo de siempre: el peso y el poder tiraban al pasado, la carne y la palabra, el “Espíritu y la Esposa” empujaban al futuro. Incontables cristianas y cristianos, incluidos teólogos y obispos, dijeron: “Abramos la Iglesia al mundo moderno, pues es mundo de Dios. Abrámonos al Espíritu y al Evangelio presentes en la Ilustración moderna, en la Revolución Francesa, en el movimiento democrático, en la crítica de la religión, en la aspiración de los pueblos a la libertad, en la lucha de los obreros por la justicia”. Pero en el Concilio Vaticano I (1870), la Iglesia se cerró, mucho más aun de lo que ya se había cerrado en Trento (1545-1563). Y con mucho retraso, con enorme sorpresa, y con inmensas resistencias, llegó el Concilio Vaticano II. Y por primera vez en muchos siglos, un papa proclamó: “Abramos las ventanas y las puertas de la Iglesia. Hagamos oídos sordos a los profetas de calamidades. Pongámonos al día. Reconciliemos la fe con todas las mejores aspiraciones de la Modernidad. Prescindamos de la imposición y del castigo, recurramos a la razón y el argumento”. Es verdad que el Concilio quedó a medio camino; en ninguna de las cuestiones abordadas dio el paso decisivo que muchísimos demandaban y que los tiempos requerían. No era fácil que la institución fuera más lejos. Pero, a pesar todas las resistencias, de todos los pactos de equilibrio y de todas las tensiones irresueltas de los documentos conciliares, el Concilio Vaticano II despertó un inmenso sueño en la Iglesia: “Haremos nuestros los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de la familia humana. Somos la misma familia. Hablaremos su lengua en todas las lenguas. Recibiremos de todos y a todos anunciaremos el evangelio de Jesús”. Pero luego sucedió lo que ya se conoce, y cuyas consecuencias estamos padeciendo dolorosamente en toda la Iglesia. Durante el pontificado de Juan Pablo II, una calculada política de nombramientos episcopales prolongada durante 25 años cambió radicalmente el signo del episcopado universal (y también esto lo estamos padeciendo ahora mismo, aquí mismo, en mi diócesis, y seguramente también en la tuya). La excusa para ello fue perfecta, y la formuló tempranamente el Cardenal Ratzinger: “El Concilio no ha dado los frutos esperados, los seminarios y las iglesias se están vaciando, el mundo se está secularizando peligrosamente, la Iglesia está perdiendo su poder de influencia”. Y el mismo Cardenal, la cabeza pensante del pontificado de Juan Pablo II, pensó que eso era malo y que la causa era el Concilio, o al menos su interpretación más aperturista. Su diagnóstico fue claro: “Todos los males de la Iglesia se derivan de que la Iglesia está difuminando su identidad, de que la tradición y los dogmas se están reinterpretando, y todos los males del mundo se derivan de que se está secularizando y alejando del cristianismo institucionalizado”. Creo que es un inmenso error de diagnóstico. Y no la mala voluntad, sino este inmenso error de diagnóstico es lo que está en la base del remedio que se quiere aplicar: recuperar la firmeza del dogma, de la moral inmutable y de la tradición jerárquica. Pero si el diagnóstico era equivocado, el remedio no puede menos de ser también equivocado. No sé lo que será el futuro, pero yo no quiero que el futuro del cristianismo y de la Iglesia sea este presente que nos están imponiendo. Y me empeñaré no en combatir el presente, sino en crear otro futuro, aunque fracase en el empeño. ¿Qué podemos hacer? Volvamos a leer el evangelio cada día: “¡Effetá! ¡Ábrete! –dice Jesús al sordo, al mudo, al desalentado–. Échate al mar y camina sobre las aguas, avanza a la otra orilla sin miedo”. Somos muchos, creo que somos la inmensa mayoría. Seamos otra Iglesia. No malgastemos energías en pelear con curias y obispos. ¡Vivamos, acompañémonos, curemos! Y seamos sencillos, pacíficos e inteligentes. Creemos redes donde podamos sentir el aliento de Jesús y de los hermanos. Aunemos esfuerzos. Ahí está, por ejemplo, www.humus.tk que te invito a conocer. Lo promueve un pequeño grupo de San Sebastián y quiere responder al anhelo de tantos que, en estas diócesis de por aquí, quieren vivir con Jesús y en compañía. Y ahí está, con proyección más amplia , la magnífica plataforma www.redescristianas.net . Son espacios más que virtuales para ser Iglesia más que virtual, espacios de encuentro y formación, de diálogo y acción. La luna crece sobre el Andutz, los jacintos florecen perfumados sobre el escritorio, sobre el puente del Narrondo corretea Aila, el bobtail juguetón, mientras la pequeña Naira pasea de la mano de sus padres Itziar y Víctor. Una sagrada familia, tan sencilla y cercana, y tan alejada de esta Iglesia. ¿Qué evangelio de Jesús podré yo ofrecerles si no recibo el evangelio que ellos me ofrecen lejos de esta Iglesia? También ellos son mis compañeros. José Arregi Para orar. NUNCA NOS DEJAS HUÉRFANOS No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos. Cuando amamos y seguimos tus mandatos, tu Espíritu de amor nos hace compañía y es, para nosotros, fuerza y aliento, soplo gratis de vida y tregua en el trabajo para continuar con amor y fidelidad. Cuando obramos mal, tu Espíritu de verdad remueve nuestras entrañas y es para nosotros luz en la oscuridad, agua viva para limpiarnos, bálsamo para las heridas y garantía de tu amor y fidelidad. No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos. A la hora de testimoniar la fe y dar razón de nuestra forma de vivir, tu Espíritu de vida nos acompaña siempre y pone, a nuestro alcance, las palabras adecuadas, esas que necesitan quienes buscan y ofrecen amor y fidelidad. Y si el miedo a la libertad y la pobreza de nuestros proyectos secan el corazón y lo hacen yermo, tu Espíritu, manantial de agua viva, lo riega para convertirlo en oasis fecundo donde florezca, a tiempo y a destiempo, tu amor y tu fidelidad. No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos. Vivimos el presente con serenidad y miramos el futuro con esperanza, porque tú no te olvidas de nosotros aunque nosotros nos olvidemos de ti. Tú estás en lo más hondo de nosotros Derramando en nuestros corazones, a manos llenas, tu amor y fidelidad. Aunque pasemos dificultades, aunque fracasemos en nuestros intentos, aunque la desgracia nos visite, aunque nos rompamos a jirones, aunque la muerte nos recoja antes de tiempo, confiamos en tu promesa de amor y fidelidad. No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos (Florentino Ulíbarri). Estos días he vuelto a leer el Bhavagad Guita (“Canto del Bienaventurado)”, insigne joya literaria y espiritual de la vieja India, exquisito compendio en 18 breves capítulos de la sabiduría hindú, de la sabiduría sin adjetivos. Gandhi, el Mahatma (“alma grande”), lo tuvo como libro de cabecera, pero grandes científicos y escritores europeos o americanos de nuestro tiempo (A. Huxley, A. Einstein, J. R. Oppenheimer, R. W. Emerson, C. Jung, H. Hesse…) también se sintieron iluminados e inspirados por él. ¿Cómo es posible que en nuestras ikastolas, colegios y universidades públicas no se enseñe a leer este librito inspirado? Y tantos otros libros inspirados como el Dao De Jing de Lao Zi, las Analectas de Confucio o la Enseñanzas de Buda, y no se diga las historias bíblicas del Génesis, los profetas de Israel, los Evangelios de Jesús o el Corán del Profeta. Pero no se inquiete el lector agnóstico: no vengo a hacer apología de ninguna religión, sino a encomiar la sabiduría universal.
¿Nos conformaremos con obtener la Q de la excelencia en ciencias empíricas, ingenierías varias y productividad empresarial? Todo sea bienvenido a su ritmo adecuado, pero ¿bastará para que demos el salto de humanidad que necesitamos? ¿Y dónde aprenderemos el ritmo adecuado? En “El fin de las palabras”, cuenta José Antonio Abella cómo un abuelo que empieza ya a desvariar ligeramente se pasa las noches reescribiendo la Biblia; a su nieto que le indica cariñosamente lo inútil del empeño, estando ya la Biblia escrita como está, el abuelo le responde con una sentencia que podría figurar como prólogo y epílogo de todos los libros que merecen la pena: “El Verbo era al principio… Si lo perdemos será el fin”. Si olvidamos la sabiduría que sigue palpitando en los grandes textos inspirados de la humanidad –religiosos o no –, ¿no seremos nosotros los que estaremos a punto de desvariar trágicamente? Pero volvamos al Guita o Canto. En Kurukshetra o “Campo del deber”, los ejércitos de dos pueblos parientes –los Pandavas y los Kaurevas– se han citado y están a punto de entablar la batalla. Así eran las guerras en aquel tiempo, casi una contienda deportiva. Hoy las cosas de la guerra son más complejas, más invisibles y mucho más mortíferas. Pues bien, Arjuna, príncipe pandava, con su aljaba al hombre y su mano en la brida sobre el carro de combate, con el ejército enemigo y hermano justo enfrente, de pronto se siente presa de una gran inquietud. No es el miedo a morir, sino el miedo a matar a sus hermanos kaurevas lo que le atormenta. Preferiría ser matado antes que matar. Y en ese momento, ante su carro de combate, se le aparece el Dios Krishna, y mantienen una intensa conversación, que es justamente el Bhavagad Guita o “Canto del Bienaventurado”. “Oh Krishna –declara Arjuna–, cuando veo a estos familiares reunidos aquí, ansiosos por luchar, mis miembros desfallecen, mi boca se seca, tiembla mi cuerpo y se erizan mis cabellos” (como se ve, la angustia y sus síntomas no eran entonces distintos de los de ahora). Krishna, el dios de tez morena, de múltiples rostros y numerosos brazos, responde y reprende sosegadamente al angustiado Arjuna: “El sabio no se entristece ni por los vivos ni por los muertos. El sabio ha de actuar en cada momento de acuerdo al deber. Tu deber en este momento es combatir. Combate, y no te preocupes ni de morir ni de matar, pues la vida no muere”. ¿Pero cómo Dios puede hablar así?, nos preguntamos con razón. Conocemos demasiado dioses que apelan al deben y que imponen matar, pero ¿una divinidad que hablara de ese modo no estaría con ello negando su divinidad? ¿Qué sería tal divinidad sino el trágico reflejo de nuestros oscuros fantasmas humanos? Absolutamente: un Dios que apelara al deber ciego y que mandara matar no podría sino ser reprobado o simplemente negado. Quiero dejar bien sentado este principio antes de destacar el mensaje profundo del Guita. Este extraordinario librito se sirve de esquemas y categorías (el deber absoluto, el matar sin reparo) que, hoy al menos, son inaceptables. Ahora bien, bien leído, el Guita no exalta el deber en abstracto, menos aun el deber de matar. Más bien, el Guita nos invita a captar con la mente y el corazón la presencia y la voz que animan cada instante, y a secundarlas con lucidez y determinación. No me guía el frío deber, sino la revelación de la presencia aquí y ahora. Basta tener los ojos y el corazón abiertos. Es la primera enseñanza del Guita. Y la segunda está íntimamente ligada: sólo un estado de desapego radical me permitirá tener los ojos y el corazón abiertos para percibir la revelación del deber. El desapego es la clave sencilla, exigente, liberadora de este librito inspirado. Que no te importe ni el éxito ni el fracaso. Si la persona que amas con pasión atraviesa el puente y se va como se va el tren gimiendo ronco en sus raíles, déjala marchar. Y si tu corazón sangra, no dejes de sentir la pena, pero deja que la pena también se vaya como el riachuelo bajo el puente de Arroa. “Que yo no busque ser amado, sino amar”, diría el pobrecillo de Asís. Dilo también tú. Parece imposible, pero es la única libertad. Pero ¿cómo llegaremos a este desapego y a esta libertad? Todos los caminos serán necesarios, y nunca bastarán. Pero el Guita recomienda uno en especial: Déjate querer y entrégate del todo a la Realidad, Dios, Krishna o como la quieras llamar. Esa bhakti, esa devoción, esa entrega, esa confianza te harán desapegado y libre. Es la clave de la gran liberación, que Krishna revela a Arjuna al final de su larga conversación: “Oye mi palabra, la más secreta de todas: me eres muy querido. Confía en mí, entrégate a mí. Abandona todos los deberes. Yo te libraré de todos los males. No te aflijas por nada”. No es una divinidad separada, ni lejana ni cercana, la que así habla al angustiado Arjuna que todos somos. Es el Dios que es tu propio Misterio hecho de amor y de palabra. Es la Ternura que amas y que te hace amar. Es en ti y eres en Ella junto con todos los seres. Es la libertad. Es la fuente de tu ser libre y feliz en la muerte de tu Ego. Esa es la única divinidad verdadera. La devoción que nos libera de todos los apegos es la única religión verdadera, más allá de creencias, ritos y normas. ¿A qué llamas Dios? ¿A qué llamas devoción y religión? “Un devoto –escribe Gandhi en la introducción a su edición del Guita– puede usar rosarios si lo desea, marcas en la frente, hacer ofrendas, pero estas cosas no son la prueba de su devoción. Un devoto es el que no siente celos de nada, el que es una fuente de compasión, el que no tiene egoísmo, el que recibe igual el frío y el calor; la felicidad y la desgracia, el que siempre perdona, el que está siempre contento, cuyas resoluciones son firmes, el que ha dedicado su mente y su alma a Dios, el que no causa temor, el que no teme a los demás, el que está libre del regocijo exagerado, penas y miedos, el que es puro, el que se entrega a la acción pero no es afectado por ella, el que renuncia a todos los frutos buenos o malos, el que trata igual a amigos y enemigos, el que no es conmovido por el respeto o la falta de respeto, el que no se envanece por las alabanzas, el que no se deprime si la gente habla mal de él, el que ama el silencio y la soledad, el que tiene una mente disciplinada”. Y es seguro que el auténtico devoto, el que ha llegado a ser libre de todo interés egoísta, ese no puede ser violento, y nunca podrá hacer la guerra, sino siempre la paz. José Arregi Para orar Humildemente me esforzaré en amar, en decir la verdad, en ser honesto y puro, en no poseer nada que no me sea necesario, en ganarme el sueldo con el trabajo, en estar atento a lo que como y bebo, en no tener nunca miedo, en respetar las creencias de los demás, en buscar siempre lo mejor para todos, en ser un hermano para todos mis hermanos Me encuentro sin cesar con gentes que me dicen: “Queremos seguir a Jesús, pero necesitamos aliento y compañía. Sabemos que somos muchos, pero nos sentimos pocos y dispersos, y esta Iglesia institucional nos avergüenza ante nuestros hijos, nuestros jóvenes, nuestra sociedad. ¿Qué podemos hacer? ¿Dónde podemos encontrar aliento y compañía?”.La escena y las cuestiones se repiten de pueblo en pueblo, de parroquia en parroquia, de grupo en grupo.
No es que la situación sea nueva. Viene de los años 80, cuando los impulsos promovidos por el Concilio Vaticano II empezaron a ser sistemáticamente obstruidos por el papado y su poder absoluto. En realidad, la cosa viene de mucho antes, desde hace dos milenios, cuando el joven movimiento de Jesús fue tomando envergadura y forma: el movimiento se hizo iglesia, la fe se organizó como doctrina, el carisma se estructuró en una institución. Y la institución necesitó perpetuarse, como todas las instituciones, con todos los medios y poderes a su alcance. Y muy pronto sucedió algo que es comprensible y muy funesto: el poder contaminó el movimiento de hermanos de Jesús, y dejó de ser movimiento y dejó de ser de hermanos. Pero innumerables hombres y mujeres enamoradas de Jesús y de su evangelio nunca se resignaron. La pasión y el Espíritu de Jesús los animaban. No se creían los mejores, no se sentían héroes, no se consideraban salvadores. Solo querían ser humildes y fraternos seguidores de Jesús, aunque fracasaran. Querían vivir lo que Jesús vivió, con su misma libertad creadora. ¿Y qué es lo que Jesús vivió? Cada página del Evangelio te lo dice: la sencilla confianza en Dios de un niño pequeño y la solidaridad arriesgada de un profeta, la ternura de Dios y la compasión de los heridos. El Dios Abbá y el Reino de la liberación. Eso fue Jesús, eso vivió, y todo lo demás le sobraba. “Misericordia quiero, y no sacrificios”, advertía con los profetas a los incondicionales de la ley establecida o del culto ordenado. Y decía: “No basta decir: Señor, Señor. Dios no necesita oraciones sin fin, ni credos complicados. Dios es la Vida. Dios es confianza sencilla y compasión solidaria. Todo lo demás es secundario, e incluso baldío”. Pasaron los siglos, mientras el mundo y las culturas giraban de luna en luna, de primavera en primavera. Las generaciones humanas se sucedieron de gozo en gozo, de dolor en dolor. Y el Espíritu de Dios acompañaba cada gozo y cada dolor. El Evangelio de Jesús nunca era un molde pasado que hubiera de ser preservado, sino una presencia que cura, consuela y acompaña hacia el futuro nuevo de Dios. La Iglesia siguió debatiéndose entre el pasado y el futuro. Llegaron los tiempos modernos y volvió a suceder lo de siempre: el peso y el poder tiraban al pasado, la carne y la palabra, el “Espíritu y la Esposa” empujaban al futuro. Incontables cristianas y cristianos, incluidos teólogos y obispos, dijeron: “Abramos la Iglesia al mundo moderno, pues es mundo de Dios. Abrámonos al Espíritu y al Evangelio presentes en la Ilustración moderna, en la Revolución Francesa, en el movimiento democrático, en la crítica de la religión, en la aspiración de los pueblos a la libertad, en la lucha de los obreros por la justicia”. Pero en el Concilio Vaticano I (1870), la Iglesia se cerró, mucho más aun de lo que ya se había cerrado en Trento (1545-1563). Y con mucho retraso, con enorme sorpresa, y con inmensas resistencias, llegó el Concilio Vaticano II. Y por primera vez en muchos siglos, un papa proclamó: “Abramos las ventanas y las puertas de la Iglesia. Hagamos oídos sordos a los profetas de calamidades. Pongámonos al día. Reconciliemos la fe con todas las mejores aspiraciones de la Modernidad. Prescindamos de la imposición y del castigo, recurramos a la razón y el argumento”. Es verdad que el Concilio quedó a medio camino; en ninguna de las cuestiones abordadas dio el paso decisivo que muchísimos demandaban y que los tiempos requerían. No era fácil que la institución fuera más lejos. Pero, a pesar todas las resistencias, de todos los pactos de equilibrio y de todas las tensiones irresueltas de los documentos conciliares, el Concilio Vaticano II despertó un inmenso sueño en la Iglesia: “Haremos nuestros los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de la familia humana. Somos la misma familia. Hablaremos su lengua en todas las lenguas. Recibiremos de todos y a todos anunciaremos el evangelio de Jesús”. Pero luego sucedió lo que ya se conoce, y cuyas consecuencias estamos padeciendo dolorosamente en toda la Iglesia. Durante el pontificado de Juan Pablo II, una calculada política de nombramientos episcopales prolongada durante 25 años cambió radicalmente el signo del episcopado universal (y también esto lo estamos padeciendo ahora mismo, aquí mismo, en mi diócesis, y seguramente también en la tuya). La excusa para ello fue perfecta, y la formuló tempranamente el Cardenal Ratzinger: “El Concilio no ha dado los frutos esperados, los seminarios y las iglesias se están vaciando, el mundo se está secularizando peligrosamente, la Iglesia está perdiendo su poder de influencia”. Y el mismo Cardenal, la cabeza pensante del pontificado de Juan Pablo II, pensó que eso era malo y que la causa era el Concilio, o al menos su interpretación más aperturista. Su diagnóstico fue claro: “Todos los males de la Iglesia se derivan de que la Iglesia está difuminando su identidad, de que la tradición y los dogmas se están reinterpretando, y todos los males del mundo se derivan de que se está secularizando y alejando del cristianismo institucionalizado”. Creo que es un inmenso error de diagnóstico. Y no la mala voluntad, sino este inmenso error de diagnóstico es lo que está en la base del remedio que se quiere aplicar: recuperar la firmeza del dogma, de la moral inmutable y de la tradición jerárquica. Pero si el diagnóstico era equivocado, el remedio no puede menos de ser también equivocado. No sé lo que será el futuro, pero yo no quiero que el futuro del cristianismo y de la Iglesia sea este presente que nos están imponiendo. Y me empeñaré no en combatir el presente, sino en crear otro futuro, aunque fracase en el empeño. ¿Qué podemos hacer? Volvamos a leer el evangelio cada día: “¡Effetá! ¡Ábrete! –dice Jesús al sordo, al mudo, al desalentado–. Échate al mar y camina sobre las aguas, avanza a la otra orilla sin miedo”. Somos muchos, creo que somos la inmensa mayoría. Seamos otra Iglesia. No malgastemos energías en pelear con curias y obispos. ¡Vivamos, acompañémonos, curemos! Y seamos sencillos, pacíficos e inteligentes. Creemos redes donde podamos sentir el aliento de Jesús y de los hermanos. Aunemos esfuerzos. Ahí está, por ejemplo, www.humus.tk que te invito a conocer. Lo promueve un pequeño grupo de San Sebastián y quiere responder al anhelo de tantos que, en estas diócesis de por aquí, quieren vivir con Jesús y en compañía. Y ahí está, con proyección más amplia , la magnífica plataforma www.redescristianas.net . Son espacios más que virtuales para ser Iglesia más que virtual, espacios de encuentro y formación, de diálogo y acción. La luna crece sobre el Andutz, los jacintos florecen perfumados sobre el escritorio, sobre el puente del Narrondo corretea Aila, el bobtail juguetón, mientras la pequeña Naira pasea de la mano de sus padres Itziar y Víctor. Una sagrada familia, tan sencilla y cercana, y tan alejada de esta Iglesia. ¿Qué evangelio de Jesús podré yo ofrecerles si no recibo el evangelio que ellos me ofrecen lejos de esta Iglesia? También ellos son mis compañeros. José Arregi Para orar. NUNCA NOS DEJAS HUÉRFANOS No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos. Cuando amamos y seguimos tus mandatos, tu Espíritu de amor nos hace compañía y es, para nosotros, fuerza y aliento, soplo gratis de vida y tregua en el trabajo para continuar con amor y fidelidad. Cuando obramos mal, tu Espíritu de verdad remueve nuestras entrañas y es para nosotros luz en la oscuridad, agua viva para limpiarnos, bálsamo para las heridas y garantía de tu amor y fidelidad. No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos. A la hora de testimoniar la fe y dar razón de nuestra forma de vivir, tu Espíritu de vida nos acompaña siempre y pone, a nuestro alcance, las palabras adecuadas, esas que necesitan quienes buscan y ofrecen amor y fidelidad. Y si el miedo a la libertad y la pobreza de nuestros proyectos secan el corazón y lo hacen yermo, tu Espíritu, manantial de agua viva, lo riega para convertirlo en oasis fecundo donde florezca, a tiempo y a destiempo, tu amor y tu fidelidad. No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos. Vivimos el presente con serenidad y miramos el futuro con esperanza, porque tú no te olvidas de nosotros aunque nosotros nos olvidemos de ti. Tú estás en lo más hondo de nosotros Derramando en nuestros corazones, a manos llenas, tu amor y fidelidad. Aunque pasemos dificultades, aunque fracasemos en nuestros intentos, aunque la desgracia nos visite, aunque nos rompamos a jirones, aunque la muerte nos recoja antes de tiempo, confiamos en tu promesa de amor y fidelidad. No nos dejas huérfanos, Señor, nunca nos dejas huérfanos (Florentino Ulíbarri). |
Jose Arregui
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