Nos habían reunido para hablar de sectas en la televisión vasca, y el presentador, tras un breve preámbulo, me preguntó se sopetón: “¿Hay sectas en el País Vasco?”. No había espacio para matices, y yo soy de reflejos tardíos, de modo que respondí apresuradamente: “No”. Y antes de que pudiera añadir o matizar, el presentador ya había lanzado la misma pregunta a un conocido batidor de sectas religiosas por estas tierras, y él, como era de esperar, afirmó lo contrario con igual presura: “Uf, un montón”. Y siguió una discusión acalorada entre los demás intervinientes.
Hay muchos días en que, contra lo que pudiera parecer a más de uno, no deseo discutir, palabra de origen latino compuesta de “dis” que significa separar y “cútere” o “quátere” que significa agitar. Hay muchos días, hoy mismo por ejemplo, en que tampoco deseo hablar ni escribir, que es otra forma de hablar. También hablar es separar, por mucho que hablemos para entendernos y acercarnos. Sería preferible quedarse a mirar la suave luz de la tarde y dejarse envolver, o contemplar el agua correr mansamente y dejarse llevar. Oh, sí!, sería infinitamente mejor estar sin más aquí, ahora, en el infinito, y dejar que el Espíritu entre en lo más profunde del alma, donde siempre habita haciendo el alma infinita, abriéndola al Infinito sin fronteras, y dejar que ejerza su dulce oficio de madre, el oficio de consolar infinitamente. Pero a veces es necesario distinguir, discernir y discrepar, y hoy me propongo hacer algunas precisiones sobre aquella discusión televisiva, aquellos monosílabos apresurados. Afirmar que algo existe es más fácil y menos arriesgado que afirmar que algo no existe. No se puede decir, por ejemplo, que no hay cisnes negros sin antes haber explorado a fondo todo el universo, ¿y quién lo podrá hacer? ¿Hay sectas por aquí? Sobre el plató, hubiese debido decir: “Pues no lo sé, pero yo no las conozco. Y si las conociera, debería denunciarlas ante un juez. Y si no las denunciara, yo mismo cometería delito y debería ser denunciado”. Porque una secta es un grupo que delinque, eso sí que lo dije. Pero la verdad es que el término “secta” es muy ambiguo; ni siquiera sabemos si proviene del latín “sequere” (seguir) o “secare” (cortar, separar). Pero, en el lenguaje común, no significa simplemente un "conjunto de seguidores de una doctrina religiosa o ideológica concreta”, como dice Wikipedia, sino algo mucho más fuerte y peyorativo. Quien hoy dice “secta” dice destrucción de la personalidad, atentado a la libertad, manipulación de la persona, reclutamiento fraudulento, abuso de poder, explotación económica. Conductas todas que en nuestra sociedad están tipificadas como delitos. Decir “secta” es, pues, decir una asociación que delinque. Que delinque como asociación, se entiende, pues un grupo en el que ninguno de sus miembros haya cometido nunca un delito, ni grande ni pequeño, es como un cisne negro. Además, “secta” suele designar casi siempre a grupos minoritarios, a menudo escindidos de otro más grande. Pero es evidente que el criterio de la mayoría no puede servir sino para confundir más; bien podría suceder que el grupo mayoritario sea más sectario que el grupo escindido. A nadie se le ocurre acusar a los mormones (o Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días) de ser una secta en el Estado norteamericano de Utah, donde son mayoría. Pero el perseguidor de “sectas destructivas” al que me he referido más arriba tiene en su página web una larga lista –de no menos de 60 asociaciones y movimientos–, en la que incluye a mormones, testigos de Jehová, bahaís o brahma kumaris…, e incluso a la “Nueva Eva” y “otros grupos en observación” para que no falte nadie. Pero no se nos ofrece ningún dato y ninguna prueba. Solamente la acusación: son sectas destructivas. Eso sí, solo se trata de grupos minoritarios. Ese camino me parece impracticable. Para hablar de “sectas” (se entiende “destructivas”; de las otras no hay por qué preocuparse), necesitamos de un criterio objetivo, y éste no puede ser otro que el Código Penal vigente. Claro que también el Código Penal es parcial y discutible, y tanto que lo es, pero es la única norma razonable en este asunto. Ahora bien, el Código Penal no habla de “sectas”, que es un término demasiado confuso, tan confuso que la Asociación UNESCO para el Diálogo Interreligioso de Cataluña, que sabe mucho de todo esto, renunció a utilizarlo. El Código Penal (artículo 515) habla de “asociaciones ilícitas punibles”, que son “las que tengan por objeto cometer algún delito o, después de constituidas, promuevan su comisión, así como las que tengan por objeto cometer o promover la comisión de faltas de forma organizada, coordinada y reiterada”. Ahí debe terminar a mi entender la discusión sobre las sectas. Si no son asociaciones ilícitas y punibles, nadie puede acusarlas impunemente. Y si alguien, como es el caso, las acusa públicamente como “sectas destructivas”, una de dos: o bien las denuncia ante un juez, o bien delinque él mismo por no denunciarlas a sabiendas de que son delictivas. El juez deliberará y dictará sentencia (¡ojalá que imparcialmente!). Pero mientras no se demuestre el delito, la presunción de inocencia y la libertad de asociación han de prevalecer. A no ser que queramos volver a implantar un clima general de intolerancia, de fanatismo sectario y de caza de brujas. Sería un mundo irrespirable. Queremos respirar. Dejemos respirar. No quiero decir que hayamos de ser ingenuos, aunque no estaría mal que pecáramos de un poco más de ingenuidad, de un poco más de fe en las personas o de fe en la libertad, más bien que de intransigencia, de suspicacia, de miedo, pues el miedo lleva al miedo, y de eso es de lo que más peca y padece el mundo de hoy que creíamos tan libre, tan ilustrado, tan desarrollado. En conclusión, propongo que dejemos de lado el término secta y hablemos simplemente de asociaciones delictivas que hay que denunciar ante el juez y de asociaciones que tienen derecho a difundir sus ideas y desarrollar sus actividades, nos gusten o no. Pero aun descartando el término “secta”, no descarto el término “sectarismo”. El sectarismo sí que existe, aunque sea imposible llevarlo a los tribunales, y existe en las grandes empresas, religiones e iglesias, mucho más que en los movimientos disidentes y marginales. Una empresa que te atosiga hasta que contratas sus servicios y que luego, si quieres rescindir el contrato por lo que sea, te enseña la letra pequeña y te amenaza con penalizarte para que no te vayas, ¿no es sectaria? Una religión que ha metido a la pobre gente el miedo a Dios hasta la médula ¿no es una religión sectaria? ¿No es sectaria una iglesia que sigue enseñando que si estás en pecado mortal y no te confiesas con un sacerdote católico te puedes ir al infierno eterno? Nada de eso es Dios, gracias a Dios. No son más que los miedos humanos, adheridos a la frágil memoria de unas pobres neuronas. Dios no es sectario, no separa. Dios es como la suave luz que inunda un templo, o todo el campo al atardecer, para buenos y malos. Dios es la Vida que recorre la planta, que empuja al vencejo en su eléctrico vuelo. Dios es Espíritu que ensancha el alma hasta el infinito. Celebremos Pentecostés y respiremos. José Arregi Para orar. EN TORNO A TU MANDATO Cuántas vueltas y vueltas en torno a ese destello que parece ser tuyo; y, al abrirlo, no hay Pascua, sólo encuentro oscuridad. Cuántos credos y credos en torno a esas sonoras palabras que decimos tuyas; y, al escucharlas, sólo resuena el duro silencio. Cuántos nudos y nudos para tejer una red de solidaridad centrada en tu más vivo querer; y después de tanta fatiga sólo toma cuerpo la debilidad. Cuánto barro y barro amasado por tus artesanas manos con sabiduría y mimo; y, sin embargo, al contemplarnos, nos sentimos rotos y solos. Cuántos gestos y gestos para expresar nuestra amistad y sentirnos buenos y hermanos; y al alzarlos y presentártelos aparecen vacíos y sin espíritu. Cuántas normas y normas avaladas por Jerusalén y Roma para sentirnos seguros; y al agarrarnos a ellas con fuerza, nos sentimos tan inseguros... Cuántos cambios y cambios para encontrarte en el camino y estar seguros de nuestro empeño; y, tras la ilusión primera, volvemos a estar perdidos. Señor, que andas y andas por las afueras y los reversos, que no nos desilusionemos si al encontrarnos contigo nos “confundes” o te confundimos. Porque aunque seas tan claro en tu gesto, palabra y mandato, y nos lo repitas setenta veces siete, “amar como tú nos has amado” es muy nuevo para nosotros, tus amigos. (Florentino Ulibarri)
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Estoy en Arantzazu. Aquí siguen sus fieles moradores de siempre: la peña, el haya y el espino, y a menudo, como hoy, también la niebla. Y las golondrinas bienvenidas de cada primavera, con sus nidos de barro colgados en los voladizos del santuario: aquí nacieron y aquí han vuelto, y las que ahora están naciendo también volverán. Aquí siguen cantando en el fondo de la niebla el tordo y el mirlo, el zarcero y el pinzón, y el reyezuelo que interpreta a Paganini. Ahí sigue, arriba a la vera del camino viejo, la ermita de Santo Cristo, donde los peregrinos han descansado durante siglos desahogando sus penas ante el Herido, antes de bajar a la iglesia. Aquí está la basílica, un inmenso nido de golondrinas, con su infinita calma, con su penumbra transfigurada.
Aquí están mis hermanos franciscanos, con un año más y la misma bondad de siempre, y con sus miedos y contradicciones, las de todos. Uno de ellos me ha preguntado: “¿De qué vas a escribir esa semana?”. “Pues no sé muy bien, quizá sobre las iglesias de nuestros pueblos y las ermitas de nuestros montes: de quién son las iglesias, las ermitas, las casas parroquiales; si han de ser del obispo o del pueblo que las hizo…”. “¡Oh! Es un tema vidrioso. No escribas sobre eso”. Pero esas palabras de mi hermano franciscano han acabado de decidirme a escribir sobre el tema. Sí que es un tema vidrioso, pero todos los temas lo son, y no pretendo dictar verdades, sino expresar opiniones y, si se diera el caso, hacer pensar. Amo las iglesias, y sobre todo las ermitas. En las tardes de domingo, en Arroa, me gusta subir andando, por una carreterita solitaria y empinada, flanqueada de encinas, hasta la ermita de San Lorente; está rodeada de fresnos y acacias, en medio de una explanada verde, con la entrada abrigada por un porche bajo, con sus ventanitas desiguales, indicios de alguna ermita de otros tiempos, con una campana de bronce en el arco de la espadaña, testigo de todos los tiempos. Esta capilla y su entorno me cautivan. Al llegar, me siento impulsado a ponerme de rodillas y rezar –¡qué cosa más natural!– abrazado a la vieja puerta de madera desgastada, y de los siglos y del corazón acude a mis labios aquella oración que rezaba san Francisco en la ermita de San Damián a las afueras de Asís: “Oh alto y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón…”. Me da pena que un domingo por la tarde ese lugar tan bello y sagrado, tan lleno de paz, esté cerrado con llave, y que me deba conformar con asomarse justo por la rendija de la puerta a la penumbra y al misterio, pero tal vez así sea mejor, para no invadir. Ya es mucho poder estar en el umbral abrazado a la vieja puerta. Es hermoso rodear luego la ermita y, por detrás de ella, contemplar Zumaia y entrar en sus entrañas siguiendo el curso de las dos rías, el Narrondo y el Urola, y perderse más allá en el mar hasta el otro lado del mundo. A la derecha, a media altura, se levanta la imponente iglesia de San Miguel de Artadi, en medio de unas pocas casas y de algunos caseríos diseminados. Bajo por el mismo camino por el que he subido y, al bajar, veo alzarse en la ladera de enfrente, en Arroa Goia, en medio de media docena de casas y caseríos, otra iglesia enorme, digo enorme en proporción al lugar. Así, de capital en capital, de aldea en aldea, de colina en colina, podríamos recorrer toda la geografía peninsular, sembrada de humildes ermitas o de magníficas catedrales. Son símbolos de otros tiempos, tan cercanos y tan distintos, en que todo el pueblo se reunía en esos hermosos templos para aliviar las penas, para alegrar el alma, para seguir viviendo, porque no solo de pan vive el hombre, ni entonces ni ahora. Todo era en aquellos tiempos tan ambiguo como en los nuestros. Con sus manos y sus tributos, aquellas gentes construían lujosos edificios de mármol para Dios y confortables casas de piedra para el clero, mientras ellos no poseían más que chozas miserables de barro, como las golondrinas. Y lo hacían para dar gloria a Dios, pero también porque no se les ofrecía otra manera de darse a sí mismos un poco de gloria y dignidad, o porque no se les permitía tener otra imagen de Dios que la imagen y semejanza de quienes les oprimían, queriéndolo o sin querer. Y aquella gente pensaba que honrando al clero honraban a Dios, porque así se lo había enseñado el clero. Estaban ciertamente orgullosos de sus templos, pero su orgullo era también un triste reflejo de la profunda humillación que padecían sin saber. No sé. Todo es tan equívoco. A mí me conmueven las ermitas, y no quiero dejar de subir a San Lorente los domingos por la tarde, pero tampoco puedo disimular todas esas dudas. Y hoy no quiero callar una pregunta crucial: ¿De quién son estos templos, hoy casi vacíos? No son de Dios, que nunca los necesitó ni le importa que hoy se vacíen, porque solo le importa la Vida. Los construyó la pobre gente porque los necesitaba, cuando todo el pueblo era cristiano, o porque así lo habían decidido o porque así se lo habían impuesto. Todos nosotros somos sus hijos. ¿A quién pertenecen, pues, ahora que están vacíos? ¿Y de quién son esas magníficas casas parroquiales construidas en piedra de sillería, ahora que ya no hay clero que las ocupe o ahora que el pueblo en su inmensa mayoría no las quiere para el clero? Hago estas preguntas porque es sabido que los responsables de muchas curias diocesanas están moviendo sigilosa y eficazmente los hilos para hacerse con los títulos de propiedad de estos templos y casas, y así poder venderlas al mejor postor o que las puedan vender sus sucesores. Me parece muy grave. Es una rapiña, indigna de la Iglesia de Jesús. Es un atentado contra el culto en espíritu y en verdad que Jesús nos legó. Es un fraude contra el erario público, contra la ciudadanía con cuyos impuestos se siguen conservando esos templos y esas cosas. Es una ofensa contra la memoria de la pobre gente que en otros tiempos construyeron esos templos y esas casas para Dios o para sí, para seguir viviendo, pero de ningún modo para enriquecer al clero. Por supuesto, no estoy en contra –muy al contrario– de que los cristianos sigamos utilizando los templos heredados de nuestros antepasados y nos reunamos en ellos cada domingo para celebrar la vida. No es eso. Me refiero a las ermitas, las iglesias y las casas parroquiales que van quedando vacías. Fueron del pueblo, y pienso que han de volver al pueblo y que el pueblo ha de disponer de ellas para cultivar la vida de la manera que le parezca más oportuna. Lo que construyeron entre todos y para todos, y que aún hoy se sigue conservando y restaurando con subvenciones públicas, es decir, con dinero de todos, ha de volver a ser de todos. Es más: yo propondría que, al igual que en todos los pueblos hay cines y casas de cultura y jardines cuidados, en todos los pueblos hubiera también una especie de ermitas urbanas, enteramente laicas y aconfesionales, unos espacios de calma, cuidados y bellos, para que la gente, cualquier gente de cualquier convicción, se recoja allí, como las golondrinas en sus nidos, para descansar y desahogarse, para gozar o llorar en silencio, para respirar mejor. Y bien podrían servir para ello nuestros templos cristianos, algunos al menos. Sin duda, aquellos que están vacíos. Pero también muchos de los que solo se utilizan los domingos. ¿Por qué no podrían transformarse en espacios públicos compartidos con otras religiones o movimientos espirituales? ¿O por qué no podrían reconvertirse para todos los que quieran, creyentes o no, en ermitas laicas o lugares de paz? Todo menos el pillaje eclesiástico que ya está en marcha. José Arregi Para orar Han penetrado las sombras. Han salido las estrellas. Los pájaros se han ido a dormir. La noche abraza la mitad silenciosa de la tierra. Un vagabundo, un pobre caminante con los pies cubiertos de polvo, baja por un camino nuevo: un Dios sin techo, perdido en la noche, un Dios sin papeles, sin identificación, sin número, un extranjero frágil y desechable, yace desolado bajo las dulces estrellas del mundo, esperando a dormirse. (William Ernest Henley, poeta inglés, 1849-1903) ¿Qué es lo que quieren estos tíos, si no han trabajado en su puta vida?”. “Despejad la plaza, que quiero dar de comer a las palomas”. Se me humedecieron los ojos cuando, el domingo por la tarde, una de las “indignadas” de la plaza Arriaga de Bilbao nos leyó estos comentarios, y otros igualmente terribles, que acababan de aparecer en ciertos blogs integristas. Me pregunté: “¿Es el colmo del cinismo o es la sima de la inconsciencia?”. Y pensé: “Tal vez hoy habrán ido hoy a misa esos que hablan así”.
Me gustaría entrar por un momento en el corazón de las personas que escribieron tales comentarios y entender por qué oscuras razones se expresan con tanta dureza sobre esta rebelión pacífica que es el 15-M. Y me gustaría decirles: Amiga/o, ¿hablarías así si tus hijos de 30 y 35 años estuvieran en paro, si no tuvieran una casa en que vivir con sus parejas y darte nietos, y hacer crecer en el mundo la vida y la dicha? Amigo/a, ¿nunca te ha estremecido la denuncia del profeta: “Disminuiremos la medida, aumentaremos el precio y falsearemos las balanzas para robar; compraremos al desvalido por dinero; venderemos al pobre por un par de sandalias” (Amos 8,5-6)? ¿No ven tus ojos el dolor del mundo? ¿No oyen tus oídos su clamor? Tal vez te llames cristiano y lo seas; pero ¿cómo rezas entonces el Padrenuestro, si no es como “un manifiesto revolucionario y un himno de esperanza” (J. D. Crossan)? ¿En qué piensas cuando dices: “Venga a nosotros tu reino” y “Danos el pan de cada día”? Nadie sabe si el 15-M es un vigoroso germen de transformación planetaria o no es más que un sueño generoso y pasajero. Eso no depende de ellos, sino de nosotros, de todos nosotros. “Si no buscas una solución, eres parte del problema”, nos han dicho certeramente. No es seguro que tenga éxito aunque lo apoyemos, pero es seguro que no tendrá éxito si no lo apoyamos. Y en cualquier caso, la calidad de un compromiso no se mide por el éxito o el fracaso, sino por la generosidad vivida y por el valor de la causa, aunque fracase. A veces hay que medir la acción en función del resultado previsto, no digo que no, pero hay causas –son las causas más humanas– que merecen adhesión aunque fracasen. Nada hay más ético y humano, nada más divino, que la compasión y el compromiso con el herido del camino sin esperar premio ni obtener éxito. ¿Qué otra cosa hizo Jesús cuando subió a la montaña y proclamó: “Bienaventurados vosotros, los pobres, porque Dios os librará”, cuando salió a los caminos y curó a quien pudo, cuando se enfrentó al Sanedrín y al Pretorio arriesgando su vida? No importa que fracasara, si es que fracasó. ¿Qué es el éxito y qué es el fracaso? “El crucificado vive en Dios”, proclamaron los cristianos después de su fracaso. El vencido es victorioso, el condenado ha subido al cielo, porque Dios está con los que padecen el infierno. Donde está Dios, allí es el cielo. No os quedéis, pues, mirando al cielo, sino transformad la tierra. La causa de los jóvenes indignados de nuestras plazas es la causa más justa del planeta entero y merece la pena, aunque fracase. Pero sería tremendo que fracasara por nuestra desidia. Es la causa del Evangelio. Es la causa de Dios. La causa de Dios no es que todo el mundo crea en Dios – ¿qué significa eso?–, sino que el mundo sea justo y viva en paz, que todas las criaturas sean dichosas. La causa de Dios se defiende en las tiendas de campaña de las plazas, mucho más que en los templos de piedra. Está bien que los cristianos nos reunamos cada domingo a celebrar la memoria de Jesús, cuyo fracaso es ascensión. Pero no sería la misa de Jesús, si antes o después, de una manera u otra, no acudimos, con todos los párrocos al frente, a reunirnos con los jóvenes indignados de las plazas que encarnan el sueño y la causa de Jesús. Está bien –digamos que sí– que los obispos convoquen a los jóvenes del mundo entero a la JMJ en Madrid, pero creo que sería una traición a Jesús, al Evangelio, a la memoria y a la esperanza de la Iglesia, si estos jóvenes, antes y después de la JMJ, no se sumaran a la juventud mundial del 15-M, reclamando con ellos lo mismo que Jesús reclamaba, y dándole así a Dios el único culto que le honra. Sería un sacrilegio que la JMJ vaya a gastar 50 millones de euros –en buena parte, dinero de los contribuyentes que somos todos; en otra buena parte, donaciones interesadas de algunas de las empresas más corruptas del Estado español–, si los jóvenes de la JMJ no apoyaran activamente la rebelión bíblica de los jóvenes del 15-M. El vía crucis de la Castellana sería entonces una farsa cruel. Pues no hay gloria de Dios sin democracia real. Y no hay democracia real cuando el 40 % de la juventud no tiene trabajo ni casa; cuando en las listas de las últimas elecciones españolas había tantos candidatos corruptos que nos seguirán mandando si han sido elegidos, y si no lo han sido también; cuando la eliminación del fraude fiscal en el Estado español permitiría dar 20.000 euros a cada uno de los 4 millones de parados; cuando 300 multinacionales gobiernan a todos los gobiernos; cuando unas pocas empresas controlan y manipulan a todos los medios de comunicación y hacen que la libertad de expresión e incluso de opinión sea mera ficción; cuando los países ricos imponen los precios y aranceles que les interesan; cuando el dinero sirve ante todo para ganar dinero; cuando están aplicando como remedio para la crisis las mismas medidas que la han provocado; cuando, solo en África, mueren 2 niños por minuto a causa de la malaria, y mueren 10 niños por minuto en el mundo por beber agua contaminada, y 21 niños por minuto por falta de medicinas (los matamos tú y yo, pero nunca habrá para ellos ninguna ley de víctimas); cuando el 40% de la humanidad vive con menos de 2 dólares por día; cuando los países ricos destinan a la ayuda del desarrollo menos que en los años 90; cuando lo que hemos dado a los bancos en crisis bastaría para resolver el hambre en el mundo durante los próximo 54 años por lo menos. No hay democracia real cuando se deja libre a un zorro en un corral, como se ha escrito. “No falta dinero. Sobran ladrones”, como dice un cartel en la plaza Arriaga. ¡Bien por esos jóvenes de nuestras plazas alegres e indignados, lúcidos y generosos, con su bloc y su boli moderando asambleas en corro, dando lecciones de política a los políticos, de economía a los economistas, de verdadera teología a los creyentes de todas las religiones! ¿Qué piden estos jóvenes en las plazas? Solamente piden aquello que debe y puede ser. “Esto es revolucionario y es solo el comienzo”, y de nosotros depende que tenga futuro, es decir, que tengamos futuro. Son como los viejos profetas de la Biblia, que inventaron imágenes y palabras para el sueño posible, para Dios, porque dice Dios: “Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando en las plazas, ¿no lo notáis. Trazaré un camino en el desierto, senderos en la estepa” (Isaías 43,19). Pero, con infinita inquietud en sus ojos, Dios dice también: “Oh criaturas mías, yo no podré hacer nada nuevo, ni trazar un camino en el desierto ni ser el futuro del mundo, sin vosotras. Yo no puedo nada sino gracias a vosotras". José Arregi Para orar. LA ASCENSIÓN Aquí vino y se fue. Vino..., nos marcó nuestra tarea y se fue. Tal vez detrás de aquella nube hay alguien que trabaja lo mismo que nosotros y tal vez las estrellas no son más que ventanas encendidas de una fábrica donde Dios tiene que repartir una labor también. Aquí vino y se fue. Vino..., llenó nuestra caja de caudales con millones de siglos y de siglos, nos dejó unas herramientas... y se fue. Él, que lo sabe todo, sabe que estando solos, sin dioses que nos miren, trabajamos mejor. Detrás de ti no hay nadie. Nadie. Ni un maestro, ni un amo, ni un patrón. Pero tuyo es el tiempo. El tiempo y esa gubia con que Dios comenzó la creación. (León Felipe) |
Jose Arregui
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Abril 2021
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