Ya había dado por finalizadas estas reflexiones hasta después del verano, pero la dirección del periódico me pide que escriba una semana más, informando de paso a los lectores sobre la suspensión, no vayan a enredarse haciendo conjeturas (por asociación). El motivo no es otro que la carga de tareas con que llega el verano. Interrumpiré, pues, estas reflexiones hasta el otoño, cuando las golondrinas se hayan ido sin necesidad alguna de “nihil obstat”. El “nihil obstat” es una pobre hechura humana, por mucho que se la quiera revestir de autoridad divina. Para poder publicar un libro, el autor o la editorial religiosa debía primero obtener de su obispo el “nihil obstat” –en latín: “no hay nada que oponer”–, garantizando que la obra no contenía nada contrario a la doctrina o la moral de la Iglesia. Estas cosas, como otras, habían ido cayendo en desuso después del Vaticano II, pero vuelven con fuerza, y no precisamente como vuelven las golondrinas, a vivir volando, sino como vuelven las penas, a veces hasta asfixiarle a uno.
Hace unos días supimos que la Comisión de la Doctrina de la Conferencia Episcopal Española había obligado –al fin y al cabo se trata de eso, lo cuenten como lo cuenten– al obispo de Getafe a negar el “nihil obstat” a un nuevo libro de José Antonio Pagola: “El camino abierto por Jesús. Marcos” (la editorial encargada de la publicación está ubicada en Getafe). Vuelven las penas y censuras, y es muy triste que vengan precisamente de quienes dicen representar a la Iglesia llamada a aliviar angustias penas y abrir caminos, como hizo Jesús: “Venid a mí, todos los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”. No han hablado así, tampoco esta vez, los obispos de la Comisión. Tampoco esta vez han representado a Jesús. En realidad, tampoco han representado a la Iglesia, pues nadie les ha elegido para hacerlo. Arrogándose un poder contrario al Evangelio, vuelven a ensañarse con Pagola, quién sabe por qué oscuros motivos. El más oscuro sería ese pernicioso afán de poseer la verdad, esa destructiva codicia de poder, esa terrible incapacidad de tolerar la diferencia, esa aversión a la libertad, esa falta de compasión, más terrible en unos hombres que se dicen religiosos, más triste y terrible si cabe en unos hombres que se dicen seguidores e incluso representantes de Jesús, lo sean o no. Los motivos que aducen –de acuerdo al documento filtrado a la prensa– son auténticas sinrazones, o así me lo parecen. Por ejemplo, denuncian en el teólogo guipuzcoano el “riesgo de deslizarse hacia planteamientos propios del pluralismo religioso”, como si el pluralismo religioso fuese un riesgo, no una gracia. O le imputan la “relativización de fórmulas dogmáticas en razón de la praxis”, como si las fórmulas dogmáticas no fuesen precisamente eso: relativas a la praxis, como lo fueron en su origen, y como ha enseñado siempre la mejor teología: que la fe no se refiere a la creencia o la fórmula (Santo Tomás de Aquino), que los dogmas nacen de la vida y deben llegar a la vida, y que solo en esa medida valen de algo. Si no, no valen de nada. Y le acusan de callar sobre “verdades de fe como la existencia del demonio”… Ya es exceso de celo dogmático o de fanatismo acusarle a alguien de callar algunos dogmas, por verdaderos que fueran. Pero acusarle de silenciar simplemente –sin afirmar ni negar– la existencia del demonio, eso ya pertenece al esperpento en unos hombres que, cuando les duele la cabeza, toman aspirinas en vez de recurrir a exorcismos o conjuros. Supongo. Censuran también a Pagola de la manera más virulenta por afirmar que la Iglesia discrimina a la mujer, y preguntan escandalizados: “¿Pretende decir que se debe admitir a las mujeres al sacerdocio ministerial oponiéndose así a una enseñanza infalible?”. Huelgan comentarios. Pero han de saber los obispos censores de la Comisión doctrinal que ningún papa ha enseñado nunca la prohibición del sacerdocio ministerial de las mujeres como “doctrina infalible”. Juan Pablo II estuvo a punto de hacerlo, pero no lo hizo, y se dijo entonces que fue el cardenal Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y hoy papa, quien le disuadió. La praxis y la enseñanza de Jesús, el Nuevo Testamento y la historia de la Iglesia, además del sentido común, dan testimonio unánime contra esa enseñanza, y no hay que darle más vueltas. Pero hay más. La Comisión de la Doctrina acusa a Pagola por afirmar que “la primera tarea de la Iglesia no es celebrar culto, elaborar teología, predicar moral, sino curar, liberar el mal, sacar del abatimiento, sanear la vida, ayudar a vivir de una manera saludable”, y consideran esa afirmación como incompatible con la fe católica. ¿Piensan entonces que hay algo más importante para la fe católica que curar, liberar y sacar del abatimiento?Si fuera así, deberíamos renegar de la fe católica por fidelidad a Dios y a Jesús. Pero no: el cultivo y el cuidado de la vida es lo más sacrosanto de la fe católica, por mucho que algunos obispos nos quieran enseñar lo contrario. Estos obispos, en su afán inquisidor, podrían llegar a condenar incluso a Joseph Ratzinger que en 1969, cuando aún no era cardenal ni papa, en su libro “El nuevo pueblo de Dios” escribió: “el culto divino más auténtico de la cristiandad es la caridad”. Señores obispos de la Comisión Doctrinal, quédense con la doctrina, pero devuélvannos el Evangelio, por amor de Dios y de todas las criaturas. ¿Les importa a Uds. el amor de Dios? ¿Les importa el Evangelio de Jesús? ¿Les importa la pobre gente? ¿Les importa el pobre Pagola, un hombre mayor y vulnerable que lo ha dado todo por la gente y por la Iglesia? Y Ud., hermano José Ignacio Munilla, no eluda sus responsabilidades, como hizo hace poco en su evasiva respuesta al escrito de 2.700 cristianos de su diócesis en apoyo a Pagola. No basta con decir que fue Mons. Uriarte quien llevó el caso a Roma a propósito del libro sobre Jesús. El problema no está en Roma, como Ud. bien sabe, sino en la Conferencia Episcopal Española, que intervino por encima del “nihil obstat” dado al libro por Mons. Uriarte. Díganos por qué, pues Ud. lo sabe. Como sujeto activo que es en todo este asunto, asuma su responsabilidad por decoro, por justicia, por Evangelio. Y haga cuanto esté en su mano por reparar el daño, por librar a Pagola de esa lenta tortura, por sacarle de ese cerco cruel en que Uds. le han metido. Querido José Antonio: sé que no soy para ti el mejor abogado, pero permíteme unas palabras desde el fondo del alma. Hay tiempo de callar y tiempo de hablar. Tiempo de someterse y tiempo de rebelarse. Solo tú sabes cuál es tu tiempo, y lo que hagas estará bien, y te seguiremos admirando. Pero déjame que te diga de corazón: No pierdas tu tiempo y energías en responder a tus censores. No entres en su terreno y su juego. No te empeñes en demostrar que tu cristología es ortodoxa, pues ellos son los señores de la ortodoxia, y siempre tendrás todas las de perder. Lo suyo es la doctrina. La doctrina es suya. No se la arrebates, no sea que se queden sin nada. Todos necesitamos algún asidero. Y diles claramente: “Vuestra ortodoxia no me interesa; quedáosla. Yo me quedo con el evangelio, que es también vuestro evangelio. Seréis, si tanto os va en ello, los señores de la ortodoxia, pero no sois los dueños del Evangelio, los dueños de la libertad y del consuelo”. Amiga, amigo: que en estos meses de verano respires en la anchura y en la paz de Dios. Algún libro de Pagola te podría ayudar. José Arregi Para orar Enséñame cómo ir a este país que está más allá de las palabras y más allá de los nombres. Enséñame a orar a este lado de la frontera, aquí, donde están estos bosques. Necesito que me guíes. Necesito que conmuevas mi corazón. Necesito que mi alma se purifique por medio de tu oración. Necesito que fortalezcas mi voluntad. Necesito que salves y cambies el mundo. Te necesito para todos los que sufren, para los encarcelados, para los que están en peligro y en el dolor. Te necesito para toda la gente enloquecida. Necesito que tus manos sanadoras actúen constantemente en mi vida. Necesito que hagas de mí, como hiciste de tu Hijo, un sanador, un consolador, un salvador. Necesito que des nombre a los muertos. Necesito que ayudes a los moribundos a cruzar cada cual su río. Te necesito, tanto vivo como muerto. Amen (Thomas Merton)
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Todo el mundo sabe que Hipócrates(s. V a.C.) es considerado “el padre de la medicina” y “el médico” por antonomasia. A él se le atribuye, con razón o sin ella, el famoso “juramento hipocrático”: “Por Apolo médico y Esculapio, por Higias, Panacace y todos los dioses y diosas, juro que cuando entre en una casa no llevaré otro propósito que el bien y la salud de los enfermos”. Muchos estudiantes de medicina, al final del grado, siguen haciendo el mismo juramento en versión actualizada y sin mencionar a los dioses, pues éstos han resultado ser menos inmortales de lo que Hipócrates pensara.
No estaría mal –permítaseme la digresión– que los políticos, los empresarios y los periodistas hicieran también un juramento similar en nombre de lo que consideren más sagrado: “Juro que diré la verdad, cuidaré la vida y defenderé al más necesitado sin buscar mi lucro”. Y que los obispos, en vez de jurar obediencia al papa que les ha nombrado y les puede ascender, dijeran: “Juro por Jesús que defenderé la libertad, la fraternidad y la igualdad dentro y fuera de la Iglesia”. Y que todos los teólogos, en vez de aquel “juramento antimodernista” que ha estado vigente hasta no hace muchos años, pronunciaran también su particular juramento hipocrático: “Juro por el Espíritu o la Ruah de Dios que me empeñaré en preparar odres nuevos para el vino nuevo, en liberar la buena nueva de los dogmas viejos, en hacer una nueva teología razonable y liberadora como la Ruah de Dios para el mundo de hoy”. Jesús prohibió jurar, pero estos juramentos le gustarían. Volvamos a Hipócrates. Fue un médico moderno en su tiempo, y se dejó guiar por la observación y la experimentación. Negó, por ejemplo, que la “enfermedad sagrada” –así se llamaba a la epilepsia– se debiera a la acción de los dioses, y se opuso a tratarla con conjuros; él la trataba con buena dieta. Pues bien, un médico de nuestros días, Manuel Guerra Campos –hermano de aquel obispo integrista de Cuenca, diputado en Cortes por nombramiento de Franco–, asegura en sus Confesiones de un creyente no crédulo que Hipócrates no pasaría hoy de un 0 en un examen de Anatomía. Y el Dr. Guerra Campos, se pregunta: ¿Cómo es posible, sin embargo, que la Iglesia siga hoy con el mismo lenguaje y las mismas creencias que hace cientos y miles de años? A eso iba. No es ésa la cuestión más importante en los tiempos que corren –¿qué diría Hipócrates de esta gravísima enfermedad en que está sumido su país, Grecia, y el nuestro y todo el planeta a causa de cuatro ricos que padecen la enfermedad más mortal de todas que es la codicia sin límite?–. Ésta es sin duda, también para la Iglesia, la cuestión más importante, mucho más importante que la “increencia” y el “relativismo”, la familia y la eutanasia e incluso el aborto, y no digamos la religión en la escuela. Pero creo que también es urgente para los cristianos hacer otra teología, una teología que vuelva la fe comprensible para hoy. Esa ha sido siempre la misión de los teólogos: decir la fe de una manera razonable para los hombres y mujeres de cada tiempo y lugar. Solo una teología razonable puede ser liberadora. Hay que repensar el cristianismo, para que sea evangelio liberador. El cristianismo no puede ser evangelio liberador manteniendo conceptos y paradigmas del pasado que hoy resultan anacrónicos, absurdos e incluso nocivos. Que Hipócrates, un genio, hoy no pudiera aprobar ninguna asignatura de Medicina nos parece tan normal. Lo mismo le pasaría a Descartes en Filosofía, por mucho que la Filosofía no evoluciona en los mismos parámetros que las ciencias empíricas. Pero hoy no le valdría su famoso “pienso, luego existo”, y el tribunal se le reiría si repitiera que el cuerpo y el alma se conectan en la glándula pineal. Hasta el mismísimo Einstein, genio entre los genios y muerto hace solo 56 años, hoy suspendería en física cuántica, y seguiría afirmando ingenuamente que “Dios no juega a los dados”. Pues sí que juega, aunque es una forma de hablar. Lo cierto es que no podemos seguir haciendo teología, es decir, hablando de Dios con imágenes y lenguajes que pertenecen a cosmovisiones anacrónicas, a paradigmas obsoletos. Por ejemplo, no podemos hablar de Dios como se hablaba en un mundo estático y determinista, piramidal y geocéntrico: arriba el cielo habitado de dioses con un Dios Supremo al frente, abajo la tierra creada por Dios desde fuera, y más abajo el infierno para los malos. Dios no es un Ente, ni es Algo, ni es Alguien con psicología y sentimientos como los nuestros. Dios no interviene desde fuera cuando quiere. Dios no tiene por qué encarnarse una vez desde fuera, pues es la Carne del mundo, el Ser de cuanto es, el Corazón de cuanto late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra, el Dinamismo de toda transformación, la Ternura de todo abrazo, el Tú de todo yo y el Yo de todo tú, la Unidad de toda diversidad y la Diversidad de toda unidad, la luz de toda mirada, la conciencia de toda mente, la Belleza y la Bondad que sostienen y mueven al universo en su infinito movimiento, en su infinita relación. Y no podemos hablar de Jesús en los términos de la metafísica dualista que subyace a los dogmas: como si Dios fuera una “substancia” distinta y separada del mundo, como si en Jesús asumiera “nuestra substancia” por primera y única vez, de manera singular y milagrosa, como si Dios no fuera el verdadero Ser de todo cuanto es, como si todo ser humano no fuera divino por el mero hecho de ser bueno. Jesús fue un hombre bueno, un hombre libre, y ahí se resumen todos los dogmas. Así de simple. Ni podemos hablar de la revelación y de la encarnación de Dios como si este planeta fuese el centro del universo y como si la especie humana fuese el culmen de la evolución de la vida. El universo no tiene centro, y la vida en este planeta seguirá evolucionando todavía durante miles de millones de años, y seguramente también en infinidad de otros planetas en un universo sin límite. Y Dios es el Corazón y el Misterio del universo siempre revelado y oculto, el Fuego que lo habita. Tampoco podemos hablar del ser humano como si la biogenética y las neurociencias no hubieran demostrado que no tenemos más conciencia y libertad que aquellas de las que nos hacen capaces los genes y las neuronas. Y no es poco, pero tampoco es tanto (todavía). La libertad está en camino, como el cosmos, la vida y la conciencia. La libertad es la meta de toda la creación. ¿Y el pecado? ¡Qué absurdo y nocivo nuestro lenguaje tradicional sobre el pecado, y por lo tanto el perdón! El pecado no es la culpa contraída con una divinidad, sino la herida, el error, la finitud y el daño. Pero somos amados y podemos seguir: eso es el perdón. Así deberíamos seguir revisando todo lo dicho sobre la “salvación” o el “más allá”, para volverlo a decir con palabras libres y metáforas nuevas, pues nada de lo dicho es esencial en la fe, sino justamente lo indecible. Lo dijo nada menos que Santo Tomás de Aquinohace 800 años. Lo malo es que él sí aprobaría hoy un examen de teología en la mayoría de las Facultades. Con él sucede lo contrario de lo que sucede con Hipócrates o Einstein: las autoridades eclesiásticas de su tiempo le suspendieron como heterodoxo, pero más tarde proclamaron su teología como “teología perenne”, inmutable. Sencillamente, no tiene sentido, y el “doctor angélico” sería el primero en protestar por seguir aprobando hoy con la teología de hace ocho siglos, y nos diría con pena que le hemos traicionado. En efecto, ser fieles a Santo Tomás de Aquino no consiste en repetirle, sino en hacer en nuestro tiempo lo que él hizo en el suyo: repensar el cristianismo, paraque sea iluminación y consuelo, medicina y liberación. José Arregi Para orar En el mercado y en el claustro, sólo vi a Dios. En el valle y en la montaña sólo vi a Dios. Lo he visto detrás de mí en la hora de la tribulación y en los días del favor y la fortuna. No vi alma ni cuerpo, accidente ni sustancia, causas ni cualidades: sólo vi a Dios. Abrí mis ojos, y gracias a la luz de Su rostro circundándome, descubrí en todas las miradas al Amado. (Baba Kuhi, poeta sufí iraní del s. XI) |
Jose Arregui
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