El título puede sonar escandaloso a oídos de muchos cristianos, más en estos días en que alzamos la cruz para cantar al Hermano Herido. Hace ya dos mil años que dura el grave malentendido, y son demasiados los que aún lo sostienen, pero hoy es insostenible. No es la cruz la que salva, sino aquello de lo que nos hemos de salvar. En realidad, el equívoco es muy anterior al cristianismo. En infinidad de excavaciones arqueológicas de África, Asia, América y Europa se encuentran restos de cruces de hace ocho mil años. De México a Perú y de China a Babilonia, la cruz fue utilizada como símbolo de vida.
Muchos representaron al dios sol en forma de cruz: así hicieron los egipcios con Osiris (que es, además, el dios de la muerte y de la resurrección), y los acadios, asirios y babilonios con Shamash. Desde Europa hasta la India, todos los pueblos arios utilizaron también la cruz gamada como símbolo del sol más o menos divinizado. Odín cuelga de un árbol. El árbol tiene forma de cruz. El árbol vive del sol. La cruz es el árbol, es el sol, es la Vida en las cuatro direcciones del cosmos. Si la pobre humanidad, desde la noche de los tiempos en que aprendió a guardar el fuego –fuego del sol o del rayo– e incluso a encenderlo cruzando y frotando dos palos de árbol, si la pobre humanidad hubiera guardado el Fuego y cuidado la Vida, también nosotros podríamos seguir venerando la cruz como el signo más sagrado, el signo de la Vida. Pero la pobre humanidad, para su gran desgracia, hizo de la cruz un instrumento de muerte. Cuando esta especie humana que llamamos dos veces Sapiens dominó la tierra, construyó ciudades, ordenó el poder y organizó religiones, entonces taló un árbol e inventó la cruz para matar al enemigo condenado como culpable. Babilonios, persas y egipcios, griegos, cartagineses y romanos convirtieron el signo de la vida en el más cruel instrumento de tortura y de muerte para esclavos, sediciosos y prisioneros enemigos. Y llamaron Dios al Poder, e hicieron de Él el Gran Legislador, el Supremo Garante del orden del más poderoso, siempre injusto. Y dijeron: “Dios castiga al culpable”, pero era simplemente para poder ellos castigar con la conciencia tranquila. Nadie explicó nunca por qué Dios exige expiación, ni quién gana qué con que el culpable expíe. Eso hicimos de Dios, ¡pobre Dios! Más bien, ¡pobres nosotros!, pues ese Dios no existe, mientras que nosotros sí existimos y seguimos crucificándonos. ¡Maldita cruz! Miles de años más tarde, un viernes de abril, crucificaron a Jesús, uno más de tantos. El Sanedrín de los sacerdotes le acusó de querer destruir el Templo. El Pretorio romano le condenó por amenazar el orden imperial. El Sanedrín tenía razón según la ley vigente en la religión del templo, y el Pretorio tenía también razón según la ley del Imperio. Pero ambas leyes eran la misma, y ambas eran perversas. Eran la ley del poder y del orden, de la culpa y del castigo. No eran la ley de Dios, la santa ley de la bondad y de la vida. De modo queJesús fue crucificado contra la voluntad de Dios, que solo puede querer que vivamos y hace salir el sol sobre buenos y malos. Pero los cristianos entendieron muy pronto la cruz de Jesús de acuerdo a las viejas categorías de la religión del templo: la culpa y el castigo, el sacrificio y el perdón. Eso sí, los cristianos, con Pablo al frente, dieron la vuelta al argumento y dijeron: “Dios exigía que alguien expiara todos los pecados, pero ha sido el Justo quien ha expiado en lugar de los pecadores. Era necesario que alguien cargara con las culpas, pero ha sido el Crucificado quien ha cargado con todas nuestras culpas”. Los cristianos olvidaron la historia del Sanedrín y de Pilato, y comprendieron la cruz, en clave cultual, como un sacrificio de expiación. Dieron la vuelta al argumento, pero mantuvieron el viejo marco de la culpa, la pena y la expiación. Y llegaron a decir que, en realidad, fue Dios el que crucificó a Jesús. ¿Quién puede creer hoy en un Dios que exige expiar culpas, a veces al propio culpable, a veces al inocente en lugar del culpable? Ese dios sería un monstruo terrible, y la verdadera piedad empezaría por combatirlo. Pero tales monstruos hemos creado, y les hemos consagrado templos, doctrinas y sistemas penitenciales, un siniestro edificio que descansa sobre un dogma erigido en una especie de principio metafísico de carácter absoluto: “Toda culpa debe ser expiada”. Una religión de la expiación universal, en la que lo más importante ni siquiera es que aquel que ha hecho daño a alguien lo repare y trate de curarle, sino que pague, que sufra, que se pudra en la cárcel, que se muera (se oyen gritos de multitudes). Terrible religión, y terrible sociedad, la que así grita. No es esa la religión de Jesús. El principio absoluto de Jesús es otro, absolutamente distinto: “Toda herida debe ser curada”. A Jesús no le importó el pecado (¿qué es el pecado?), sino el sufrimiento: la gente que sufría y la gente que hacía sufrir. No le importó la culpa (¿qué es la culpa?), sino el daño: la gente herida, y la gente que hería, y todo el que hiere es porque está herido, y lo que necesita es sanación, no castigo. En última instancia, ni siquiera le importó quién tenía la culpa, sino que alguien, cada uno en su lugar y a su manera, se hiciera responsable y dijera: “Yo respondo. No quiero herir, quiero curar. Y también al que hiere quiero curarlo, porque también él está herido. Yo quiero hacer algo para que no haya daño. Y sé que eso es arriesgado, porque el poder es ciego y cruel, y está en todas partes aunque no es nadie. Pero yo lo haré”. Eso hizo Jesús. Corrió el riesgo, y le crucificaron. Pero sus discípulas y discípulos no dejaron de amarle. Dijeron que estaba vivo. Tan ciertos estaban de que lo que Jesús había dicho y hecho era divino, la vida misma y la bondad misma que es inmortal como Dios. Los cristianos le veneraron primero en figura de cordero, de buen pastor, de pez y de ancla. Y al cabo de trescientos años, empezaron a venerarle en figura de cruz. Y la cruz –el maldito instrumento de tortura y de muerte, impuesto por los poderosos a los sediciosos y profetas– volvió a convertirse en signo de la Vida, en árbol de vida, cargado de frutas y medicinas saludables. Pero aún persiste el equívoco y hay que despejarlo. El Dios de la expiación nunca existió, y la religión de la expiación ha de ser borrada. El dolor no es lo que salva, sino aquello de lo que hemos de ser salvados. Y la salvación no consiste en ser absueltos de una culpa ni en expiarla, sino en ser curados de todas las heridas. Eso es lo que quiso hacer Jesús. Pero en su vida y en su cruz, no es la cruz la que nos salva, sino la libertad arriesgada, la bondad solidaria, la proximidad sanadora. La suya y la de todos los hombres y mujeres buenas. Benditos sean todos los crucificados, y malditas sean todas las cruces, también la de Jesús. Es el Hermano Herido el que nos salva. Todas las hermanas y hermanos heridos por ser buenos nos salvan, a pesar de la cruz. Por supuesto, no sin la cruz. Pero ciertamente, no por la cruz. José Arregi Para orar "Un Dios de corazón y no de ley. Una mirada de calor y no de hielo. Un Señor de los nuestros, no distante. El padre para todos, no el príncipe de algunos. Una Palabra que habla en los gestos: el pan compartido, la fiesta de los impuros, la denuncia del soberbio, la bienaventuranza del pobre, el envío de los débiles, la amistad con los solos, la mano firme que alza a la adúltera, la risa y el llanto de quien está vivo, la plegaria del hombre angustiado, el silencio ante el juez injusto, los brazos clavados en una cruz, el grito de perdón, un sepulcro sin muerto, los destellos del que vive para siempre. ¿Qué hay en el corazón de Dios? Un Amor eterno, cercano y apasionado. Una pasión que sepulta a la muerte.. Un grito que da sentido a la historia. La voluntad inquebrantable de abrirnos paso a la Vida." (José María Olaizola)
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Pronto será la Pascua, justo cuando la primera luna de esta primavera luzca entera, redonda, y cuando, en medio de la noche, mirando al cielo, podamos presentir que, a pesar de todo, hay en el mundo belleza y consuelo. Entonces, de nuevo, los cristianos y todos los que quieran, más allá de toda frontera confesional, recordaremos a Jesús de Nazaret. Le cantaremos como aquellos niños con ramos en las manos a la puerta de Jerusalén, le honraremos como aquellas mujeres con ungüentos a la entrada de la tumba.
No emprenderemos ninguna campaña, sino que haremos simplemente memoria conmovida de Jesús, y al hacer memoria confesaremos que está vivo, reviviremos su vida, le resucitaremos en la vida. No buscaremos argumentos y dogmas, sino señales de vida en toda su vida y también en su muerte. Al igual que las mujeres en la mañana de Pascua, descubriremos que Jesús “murió de vida”, como acaba de escribir una gran teóloga andaluza, Mercedes Navarro. Murió de vida: de bondad y de esperanza lúcida, de solidaridad alegre, de libertad arriesgada. Murió de vida: eso fue la cruz, y eso es la Pascua. Y eso es por lo que merece la pena recordar a Jesús, mirando en las llagas de su cruz las huellas de su vida. Lo que no merece la pena, ni es bueno para nadie, y puede ser malo para muchos, es convertir la cruz en estandarte de campañas y en motivo de querellas. Y observo con inquietud ese peligro en la Iglesia. Lo ilustraré con dos ejemplos. Algunos movimientos cristianos han emprendido una campaña para impedir que la cruz sea retirada de las aulas de la Escuela Pública o para volver a ponerla –a imponerla– allí donde hubiera sido retirada. La cosa ha llegado a los tribunales, y ya disponemos de una sentencia que puede constituir un mal precedente; hace poco, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo se ha pronunciado sobre un caso concreto: ha dictaminado que la escuela pública de Abano Terme en el norte de Italia, donde estudian los hijos de la señora Lautsi, tiene derecho a mantener la cruz en sus aulas. Tanto el Gobierno de Silvio Berlusconi como el Vaticano han recibido con euforia la sentencia como si fuera un triunfo. Quiero pensar que los motivos del Vaticano no son los mismos que los de Silvio Berlusconi, pero en el fondo nunca se sabe. Es una sabia máxima, común entre abogados, que más vale un mal arreglo que un buen juicio. Y en eso estoy yo: recurrir a los tribunales para imponer la cruz es la peor solución, aunque se gane el pleito. Jesús fue condenado por el tribunal del Sanedrín y por el tribunal del Imperio, y en un terrible viernes de abril le clavaron en una terrible cruz, junto con dos sediciosos o terroristas, el uno llamado Dimas y el otro Gestas. ¿Cómo es posible que, dos mil años más tarde, recurramos a los tribunales para reclamar la cruz como un derecho? La cruz como un derecho: ¿cómo es posible? Imponer la cruz de Jesús a la vista para que la tengan que ver también aquellos que, por haberla padecido en forma de cruzada o por el motivo que fuere, prefieren no tenerla ante sus ojos: ¿cómo es posible? Entre los argumentos aducidos, yo no encuentro ninguno de tipo religioso. La ministra italiana de Educación ha apelado a la cruz como “símbolo irrenunciable de la historia y la identidad italiana”. El portavoz del Vaticano, a su vez, ha celebrado la sentencia reafirmando “el papel determinante de los valores cristianos” en la historia y en la cultura europeas. Razones históricas, razones culturales, razones… políticas. Nadie aduce el amor a Jesús. Nadie aduce el amor de los crucificados con él, Dimas, Gestas y todos los nombres. ¿Acaso puede alguien imaginar a Jesús reclamando figurar, incluso a la fuerza, como símbolo cultural, histórico o político en centros escolares, en salones de investiduras o en tomas de posesión, él que nos enseñó que nunca debemos buscar el primer puesto, sino el último? ¿Puede alguien imaginar a Jesús promoviendo una guerra de crucifijos, él que dijo: “Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto” (Mateo 5,40)? Yo no me lo puedo imaginar. Tampoco me lo puedo imaginar –y es el segundo ejemplo que quisiera mencionar– organizando eventos y encuentros por todo lo alto, viajes y marchas por las calles de nuestras ciudades exhibiendo la cruz. Lo acabamos de ver el fin de semana pasado, en el contexto de la preparación de la Jornada Mundial de la Juventud: desde Santurce a Bilbao por toda la ría en la gabarra del Athletic. La cruz rodeada de alcaldes y personalidades políticas –casi todos de derecha– o de jóvenes escogidos de los movimientos eclesiales más conservadores, con obispos al frente. He ahí la cruz, de nuevo convertida en estandarte de campaña. Para irritación de no pocos, para irrisión de muchos, ¿para ejemplo de quién? Jesús de Nazaret no se merece esto. Ecce homo. Sí, Jesús es de todos, y los de derechas tienen tanto derecho a abrazarse a él como los de izquierdas. Jesús es para todos, para los más instalados tanto como para los más marginados, para los jóvenes católicos neoconservadores tanto como para los jóvenes inconformistas. Nadie tiene el monopolio de Jesús, pero eso es lo que me temo que esté sucediendo: que una parte de la Iglesia se está apoderando de Jesús y enarbolando su cruz de manera abusiva. Me pregunto si esta ostentación tiene que ver con la cruz de Jesús o más bien con la cruz de Constantino en su guerra con Majencio sobre el puente Milvio en el año 312: “Con este signo vencerás”. Me pregunto si es la cruz del Calvario o más bien la del Valle de los Caídos. Me pregunto si la cruz que tan públicamente se reivindica como signo cristiano es el signo de la solidaridad o el signo del poder, el signo de la liberación o el signo de la opresión, el signo de la rebeldía o el signo de la sumisión, el signo de los vencidos o el signo de los vencedores, el signo de la fraternidad universal o el signo de las cruzadas. Me pregunto si es la cruz de los condenados de este mundo o la cruz de los que condenan, la cruz de los crucificados de la tierra o la cruz de los que siguen crucificando como en otro tiempo crucificaron a Jesús También me pregunto si a estos jóvenes que, con su mejor voluntad, acompañan a la cruz de ciudad en ciudad y de palacio en palacio, alguien les cuenta sin tapujos que fue primero el poder religioso y luego el poder imperial los que condenaron a Jesús. Y me pregunto si alguien les dice lo que todo el mundo sabe: que Jesús no murió por voluntad divina ni para expiar nuestros pecados, sino que fue condenado por hereje y subversivo, por elevar la voz contra los abusos del templo y del palacio, por ponerse del lado de los perdedores, por ser amigo de los últimos, de todos los caídos. Estas y otras muchas preguntas me llenan de sentimientos contradictorios. Pero ya crece la luna de la Pascua. El laurel ya floreció, y la cruz de Jesús también florecerá, cuando se curen sus heridas, las heridas de todos los crucificados, incluido el “mal ladrón”. José Arregi Para orar Veo su sangre en la rosa, y en las estrellas la gloria de sus ojos. Su cuerpo centelleando en medio de las nieves eternas; sus lágrimas cayendo desde el cielo. Veo su rostro en todas las flores. El trueno y el canto de los pájaros son su voz. Y esculpidas por su poderío, son las rocas, su palabra escrita. Todos los senderos por su pie son hollados; su fuerte corazón conmueve el mar palpitante. Su corona de espinas se teje con todas las espinas. Y todo árbol es su cruz (Thomas Plunkett) |
Jose Arregui
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