Hemos afirmado anteriormente en estas páginas que el espíritu representa la dimensión de lo humano profundo. La espiritualidad, que de él se deriva, es un modo de ser, una actitud fundamental, vivida en la cotidianidad de la existencia: en el arreglo de la casa, en el trabajo de la fábrica, conduciendo, conversando con amigos. De repente, irrumpe como un relámpago de algo más profundo e inexplicable. Es el espíritu que se anuncia. Las personas pueden conscientemente abrirse a lo profundo y lo espiritual. Entonces se vuelven más centradas, serenas e irradiadoras de paz. Propagan una extraña vitalidad y entusiasmo porque tienen a Dios dentro de sí. Este Dios interior es amor, el cual en las palabras de Dante al final de cada libro de la Divina Comedia “mueve los cielos y las estrellas”, y nuestros propios corazones, añadimos nosotros.
Dicen investigaciones científicas que esta profundidad espiritual tiene una base biológica. Estudios realizados al final del siglo XX y dirigidos por los neurobiólogos Michael Persinger y Ramachandran, por el neurólogo Wolf Singer y por el neurolinguista Terrence Deacon, además de por técnicos usando scanners modernos para hacer imágenes cerebrales, detectaron lo que ellos llamaron «el punto Dios en el cerebro» (God Spot o God Module). Personas que en sus vidas han dado un espacio significativo a lo profundo, a lo espiritual, revelan en los lóbulos frontales del cerebro una excitación detectable por encima de lo normal. Estos lóbulos están ligados al sistema límbico, el centro de las emociones y los valores. Ahí se da una concentración en aquello que tales científicos llamaron «mente mística» (mystical mind). Tal estimulación del ‘punto Dios’ no está ligada a una idea o a algún pensamiento objetivo. Es activado siempre que la persona se siente envuelta emotivamente en los contextos globales que confieren sentido a la vida o cuando, de forma autoimplicada, se refiere a lo Sagrado, a temas religiosos o directamente a Dios. Se trata de emociones y no de ideaciones, de factores ligados a experiencias de gran sentido que implican una percepción del Todo y de algo incondicional. Estudios más recientes indican que puede haber de hecho no solamente una sino mucha regiones del cerebro estimuladas por la experiencia de totalidad y de sacralidad. Eso indica que el ‘punto Dios’ puede ser, en realidad, una ‘red de Dios’ que comprende zonas normalmente asociadas a emociones profundas y cargadas de significado. Otros investigadores como Eugene D’Aquili y Andrew Newberg llamaron a esta realidad, como hemos mencionado antes, «mente mística». Esta mente mística pertenece al proceso más general, antropogénico-cosmogénico. Ella representa una mejora evolutiva de la especie homo. Así como externamente estamos dotados de sentidos por los cuales aprehendemos la realidad a través del oído, de la vista, del tacto y del olfato, de igual manera estaríamos internamente enriquecidos con un órgano mediante el cual captamos el Misterio del Mundo, nos hacemos sensibles a aquella Energía poderosa y amorosa que recorre de punta a punta todo el universo y que subyace a nuestra existencia. Las tradiciones religiosas la llamaron Dios. Si ella está en nosotros, y nosotros somos parte del universo, entonces significa que esta inteligencia espiritual constituye una propiedad del propio universo. Sólo porque está en el universo puede estar en nosotros. Por esta razón la filósofa y física cuántica Danah Zohar y el psiquiatra Ian Marshall afirman que el ser humano no está solamente dotado de inteligencia intelectual y emocional, sino también de inteligencia espiritual. Ésta es un dato de la realidad con el mismo derecho de ciudadanía que la libido, la autoafirmación, la inteligencia y el amor (QS: inteligência espiritual, Record 2000). Hoy, más que antes, se hace urgente dar relieve a la inteligencia espiritual porque vivimos en una cultura entorpecida por el materialismo y por el consumismo inducido. El efecto de este modo de ser está bien relatado por la literatura contemporánea: sentimientos de náusea (Sartre), de estar-de-sobra (Marcel), de alienación (Marx), de “desamparo-abandono” (Heidegger), de extranjeros en la propia patria (Camus). En una palabra, padecemos graves enfermedades de sentido como denunciaron los psicoanalistas Rollo May y Victor Frankl. Todo esto porque embotamos la inteligencia espiritual. La espiritualidad nos ayuda a salir de esta cultura enferma y agonizante. La integración de la inteligencia espiritual con las otras formas de inteligencia ̶ intelectual y emocional ̶ nos abre a una comunión amorosa con todas las cosas y a una actitud de respeto y de reverencia ante todos los seres, mucho más antiguos que nosotros. Sólo así, podremos reintegrarnos en el Todo, sentirnos parte de la comunidad de vida y acogidos como compañeros en la gran aventura cósmica y planetaria.
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No es fácil resumir en pocas palabras los puntos relevantes de las intervenciones del Papa Francisco en Brasil. Destaco algunos con el riesgo de omitir otros importantes.
El legado mayor fue la figura misma del Papa Francisco: un humilde servidor de la fe, despojado de todo aparato, tocando y dejándose tocar, hablando el lenguaje de los jóvenes y diciendo las verdades con sinceridad. Representó al más noble de los líderes, el líder servidor que no hace referencia a sí mismo sino a los demás, con cariño y cuidado, evocando esperanza y confianza en el futuro. En el campo político encontró un país perturbado por las multitudinarias manifestaciones de los jóvenes. Defendió su utopía y el derecho a ser escuchados. Presentó una visión humanística en la política, en la economía y en la erradicación de la pobreza. Criticó duramente un sistema financiero que descarta los dos polos: a las personas mayores, porque ya no producen, y a los jóvenes, no creándoles puestos de trabajo. Las personas mayores no pueden trasmitir su experiencia y a los jóvenes se les priva de construir su futuro. Una sociedad así puede colapsar. El tema de la ética, fundada en la dignidad transcendente de la persona, ha sido recurrente. Con referencia a la democracia ha acuñado la expresión “humildad social”, que es hablar cara a cara, entre iguales y no desde arriba hacia abajo. Entre la indiferencia egoísta y la protesta violenta ha apuntado una opción siempre posible: el diálogo constructivo. Tres categorías volvían una y otra vez: el diálogo como mediación para los conflictos, la proximidad a las personas más allá de todas las burocracias y la cultura del encuentro. Todo el mundo tiene algo que dar y algo que recibir. “Hoy, o se apuesta por la cultura del encuentro, o perdemos todos”. En el campo religioso ha sido más fecundo y directo. Reconoció que ha habido “jóvenes que perdieron la fe en la Iglesia e incluso en Dios por la incoherencia de muchos cristianos y ministros del evangelio”. El discurso más severo lo reservó para los obispos y cardenales latinoamericanos (CELAM). Reconoció que la Iglesia –y él se incluía–, está atrasada en lo que se refiere a la reforma de sus estructuras . Y les instó no sólo abrir las puertas a todos, sino a salir al mundo y a las “periferias existenciales”. Criticó la “psicología principesca” de algunos miembros da jerarquía. Tienen que ser pobres interior y exteriormente. Dos ejes deben estructurar la pastoral: la cercanía al pueblo, más allá de las preocupaciones organizativas, y el encuentro, marcado de cariño y ternura. Habla incluso de la necesaria “revolución de la ternura”, cosa que él demostró vivir personalmente. Entiende la Iglesia como madre que abraza, acaricia y besa. Los pastores deben cultivar esta actitud materna para con sus fieles. La Iglesia no puede ser controladora y administradora, sino servidora y facilitadora. Enfáticamente afirma que la posición del pastor no es la del centro sino la de la periferia. Esta afirmación es de destacar: el puesto de los obispos debe ser o “al frente para indicar el camino, o en el medio para mantenerlo unido y neutralizar las desbandadas, o atrás para evitar que alguien se extravíe”, y debe darse cuenta de que “el rebaño tiene su propio olfato para encontrar nuevos caminos”. Además, da centralidad a los laicos para decidir junto con los pastores los caminos de la comunidad. El diálogo con el mundo moderno y la diversidad religiosa: el Papa Francisco no mostró ningún miedo ante el mundo moderno; desea intercambiar y ser parte de un profundo movimiento de solidaridad con los privados de alimento y de educación. Todas las confesiones deben trabajar juntas en favor de las víctimas. Poco importa que la atención la preste un cristiano, un judío, un musulmán u otro. Lo decisivo es que el pobre tenga acceso al alimento y a la educación. Ninguna confesión puede dormir tranquila mientras los desheredados de este mundo estén gritando. Aquí se impone un ecumenismo de misión, todos juntos al servicio de los demás. A los jóvenes les dedicó palabras de entusiasmo y de esperanza. Contra una cultura de consumismo y de deshumanización les pidió ser “revolucionarios” y “rebeldes”. Por la ventana de los jóvenes entra el futuro. Criticó el restauracionismo de algunos grupos y el utopismo de otros. Puso el acento en la actualidad: “en el hoy se juega la vida eterna”. Los invitó siempre al entusiasmo, a la creatividad, a ir por el mundo difundiendo el mensaje generoso y humanitario de Jesús, el Dios que se hizo cercano y se encontró con los seres humanos. En la celebración final había más de tres millones de personas, alegres, festivas, en el más absoluto orden. Un aura de benevolencia, de paz y de felicidad descendió sobre Río de Janeiro y sobre Brasil que sólo podía ser la irradiación del tierno y fraterno Papa Francisco y del Sentimiento Divino que supo transmitir. Las reflexiones provenientes de la física cuántica y de la cosmología moderna, especialmente las de Brian Swimme, director del Centro de la Historia del Universo, en California, que reúne centenares de científicos de varias áreas del saber, y autor de los conocidos libros The Universe Story (1992) en colaboración con el conocido ecólogo norteamericano Thomas Berry, y de Hidden Heart of the Cosmos (1996), e incluso los estudios de Amit Goswami, matemático y físico cuántico, sobre El universo autoconsciente(1998) sugieren que la conciencia y la espiritualidad son manifestaciones pertenecientes a nuestro universo. Están relacionadas con fenómenos cuánticos que irrumpen de aquella Energía Universal de Fondo que está detrás del universo en evolución y que sustenta a todos y cada uno de los seres que existen.
Así como los elementos de nuestro cuerpo surgieron del proceso cosmogénico, de la misma forma lo hizo nuestra dimensión espiritual. Espíritu y cuerpo (material) son, en cierta forma, tan antiguos como el universo. Estaban presentes, en forma potencial, en el primer momento de la llamarada primordial, denominada también big bang¿Es el universo autoconsciente y espiritual?. En términos cosmológicos, el espíritu puede ser entendido como la capacidad de las energías primordiales y de la propia materia originaria, formada a partir del campo de Higgs, para interactuar entre sí creando, organizando sistemas abiertos (autopoiesis) que se comunican y que constituyen un tejido cada vez más complejo de inter-retro-conexiones, responsables de sustentar el universo en expansión, en complejidad progresiva y en autocreación. En el primerísimo momento del estallido silencioso (todavía no había espacio ni tiempo para que resonase la gran explosión) surgió el Campo de Higgs, del que tanto se ha hablado últimamente en la búsqueda de la «partícula Dios» (nombre poco afortunado porque la naturaleza de Dios es todo menos una partícula material). Ese Campo de Higgs está marcado por oscilaciones rapidísimas de energías que son el origen de todas las energías y de las partículas fundamentales (top quarks, protones etc.). Estos establecieron relaciones e interconexiones que, al interactuar e intercambiar informaciones de manera cada vez más compleja, dieron origen a la red de energías que componen todo lo que existe. Podemos entender ese juego de relaciones como la alborada del espíritu. Así, el universo está lleno de espíritu porque es interactivo, pan-relacional y creativo. Desde esta perspectiva no hay entes inertes, no hay materia muerta contraponiéndose a los seres vivos. Todas las cosas, todas las entidades (desde las partículas subatómicas a las galaxias) participan en cierto modo del espíritu, de la conciencia y de la vida. La diferencia entre el espíritu de la montaña y el del ser humano no es de principio sino de grado. El principio de interacción, de relacionalidad y de creatividad está presente en ambos, pero bajo diferentes grados de realización. En el espíritu humano en forma autoconsciente y en gran complejidad de conexiones. En la montaña, también envuelto en relaciones pero menos complejas y más estables. Repetimos: el espíritu solamente está presente en estos grados de complejidad porque estaba presente en el cosmos desde su comienzo aunque en grados menos complejos. El espíritu visto como la capacidad de las energías y de la materia para interconectarse e intercambiar informaciones entre ellas puede ser entendido también como vida. El principio de vida, por lo tanto, estaba presente desde los inicios del proceso cosmogénico. Esa vida se fue haciendo más y más compleja a medida que el propio universo avanzaba, se expandía y se autocreaba, hasta adquirir la forma de una bacteria, de una célula, de un organismo y de un ser consciente. Si vida es relación y complejización en alto grado de realización, entonces su opuesto no es la materia, sino la muerte y la ausencia de conexiones. La materia no es «material» sino que, por la teoría de la relatividad de Einstein, es un campo profundamente condensado de energía, de interacción y de información. La espiritualidad es el empoderamiento máximo de la vida bajo las más variadas formas. En la espiritualidad conscientemente vivida por el ser humano está implicado un compromiso de proteger y promover la vida y permitir que continúe coevolucionando; no solamente la vida humana, sino toda la vida en su inconmensurable diversidad y formas de manifestación. Para que vivamos el cosmos como un ser vivo, para que vivenciemos la Tierra como Gaia (la Gran Madre, la Pachamama de los andinos) es preciso sentir estas realidades y la propia naturaleza de la cual somos parte como fuentes vivas de energía y entrar en comunión con todos los seres considerándolos como parientes, hermanos y hermanas, primos y primas y compañeros en la gran aventura del universo. Efectivamente, todos tenemos el mismo código genético de base. Desarrollar tales percepciones significa demostrar que somos verdaderamente seres espirituales y vivir profundamente una espiritualidad ecológica, algo extremadamente necesario para la salvaguarda de la biosfera. El futuro de la Tierra, un planeta viejo, pequeño y limitado, el futuro de la humanidad que no cesa de crecer, el futuro de los ecosistemas agotados debido al gran estrés causado por los procesos industriales, el futuro de las personas confusas, perdidas, espiritualmente entorpecidas, que anhelan vidas más sencillas, auténticas y significativas: este futuro depende de nuestra capacidad de desarrollar una espiritualidad verdaderamente ecológica. No basta con que seamos racionales y religiosos. Es más importante que seamos espirituales, en comunión con el Espíritu Universal y Cósmico, sensibles a los otros, dispuestos a cooperar con nuestra creatividad y a respetar a los otros seres de la naturaleza, es decir, tenemos que ser auténticamente espirituales. Sólo entonces vamos a mostrarnos como responsables y benevolentes con todas las formas de vida, amantes de la Madre Tierra y adoradores de la Fuente de todos los seres y de todas las bendiciones que existen y están por venir: Dios. El ser humano no posee solamente exterioridad, que es su expresión corporal. Ni solo interioridad, que es su universo psíquico interior. Está dotado también deprofundidad, que es su dimensión espiritual.
El espíritu no es una parte del ser humano al lado de otras. Es el ser humano entero, que por su conciencia se descubre perteneciendo a un Todo y como porción integrante de él. Por el espíritu tenemos la capacidad de ir más allá de las meras apariencias, de lo que vemos, escuchamos, pensamos y amamos. Podemos aprehender el otro lado de las cosas, su profundidad. Las cosas no son solo ‘cosas’. El espíritu capta en ellas símbolos y metáforas de otra realidad, presente en ellas pero no circunscrita a ellas, pues las desborda por todos los lados. Ellas recuerdan, apuntan y remiten a otra dimensión, que llamamos profundidad. Así, una montaña no es solamente una montaña. Por el hecho de ser montaña trasmite el sentido de majestad. El mar evoca la grandiosidad, el cielo estrellado, la inmensidad, los surcos profundos del rostro de un anciano, la dura lucha por la vida y los ojos brillantes de un niño, el misterio de la vida. Es propio del ser humano, portador de espíritu, percibir valores y significados y no solo enumerar hechos y acciones. En efecto, lo que realmente cuenta para las personas no son tanto las cosas que les pasan sino lo que ellas significan para su vida y qué tipo de experiencias que marcan, les proporcionaron. Todo lo que sucede porta existencialmente un carácter simbólico, o podemos decir hasta sacramental. Ya observaba finamente Goethe: «Todo lo que es pasajero no es sino una señal» (Alles Vergängliche ist nur ein Zeichen). Es propio de la señal-sacramento hacer presente un sentido mayor, trascendente, realizarlo en la persona y hacerlo objeto de experiencia. En este sentido, todo evento nos recuerda aquello que vivenciamos y nutre nuestra profundidad. Por eso llenamos nuestros hogares con fotos y objetos amados de nuestros padres, abuelos, familiares y amigos; de todos aquellos que entran en nuestras vidas y que tienen significado para nosotros. Puede ser la última camisa usada por el padre, que murió de un infarto fulminante con solo 54 años, el peine de madera de la abuela querida que murió hace años, la hoja seca dentro de un libro enviada por el enamorado lleno de saudades. Estas cosas no son sólo objetos; son sacramentos que hablan a nuestra profundidad, nos recuerdan a personas amadas o acontecimientos significativos para nuestras vidas. El espíritu nos permite hacer una experiencia de no dualidad, muy bien descrita por el zen budismo. «Tú eres el mundo, eres el todo» dicen los Upanishad de la India mientras el gurú señala hacia el universo. O « tú eres todo», como dicen muchos yoguis. «El Reino de Dios (Malkuta d’Alaha o ‘los Principios Guías de Todo’) está dentro de vosotros», proclamó Jesús. Estas afirmaciones nos remiten a una experiencia viva más que a una simple doctrina. La experiencia de base es que estamos ligados y religados (la raíz de la palabra ‘religión’) unos a otros y todos a la Fuente Originaria. Un hilo de energía, de vida y de sentido pasa por todos los seres volviéndolos un cosmos en vez de un caos, sinfonía en vez de cacofonía. Blas Pascal, que además de genial matemático era también místico, dijo incisivamente: «El corazón es el que siente a Dios, no la razón» (Pensées, frag. 277). Este tipo de experiencia transfigura todo. Todo queda impregnado de veneración y unción. Las religiones viven de esta experiencia espiritual. Son posteriores a ella. La articulan en doctrinas, ritos, celebraciones y caminos éticos y espirituales. Su función primordial es crear y ofrecer las condiciones necesarias para permitir a todas las personas y comunidades sumergirse en la realidad divina y alcanzar una experiencia personal del Espíritu Creador. Lamentablemente muchas de ellas han enfermado de fundamentalismo y doctrinalismo que dificultan la experiencia espiritual. Esta experiencia, precisamente por ser experiencia y no doctrina, irradia serenidad y profunda paz, acompañada de ausencia de miedo. Nos sentimos amados, abrazados y acogidos en el Seno Divino. Lo que nos sucede, nos sucede en su amor. La misma muerte no nos da miedo, la asumimos como parte de la vida y como el gran momento alquímico de transformación que nos permite estar verdaderamente en el Todo, en el corazón de Dios. Necesitamos pasar por la muerte para vivir más y mejor. Olvidemos por un momento nuestra visión normal de las cosas e intentemos hacer una lectura de nuestra crisis actual en el marco del tiempo cósmico. Tal vez así la entendamos mejor, la relativicemos y ganemos altura en función de la esperanza.
El tiempo del Cosmos Imaginemos que los más o menos 13 mil millones de años de historia del universo han sido condensados en un único siglo. Cada “año cósmico” sería equivalente a ciento trece millones de años terrestres. Desde este punto de vista, la Tierra nació en el año 70 del siglo cósmico y la vida apareció en los océanos, para nuestra sorpresa, algo después en el año 73. Durante casi dos décadas cósmicas ella quedó prácticamente limitada a bacterias unicelulares. En el año 93 se inició una nueva fase creativa con la aparición de la reproducción sexual de los organismos vivos. Estos, junto con otras fuerzas, fueron responsables de cambiar la faz del planeta, ya que transformaron radicalmente la atmósfera, los océanos, la geología de la Tierra. Esto permitió a nuestro planeta sustentar formas de vida más complejas. Gran parte de la biosfera es creación de esos microorganismos. En esta nueva fase, el proceso evolutivo se aceleró rápidamente. Dos años más tarde, en el año 95, aparecieron los primeros organismos multicelulares. Un año después, en el 96, asistimos a la aparición de los sistemas nerviosos, y en el 97 a los primeros organismos vertebrados. Los mamíferos aparecerán a mediados del año 98, o sea, dos meses después de los dinosaurios y de una inmensa variedad de flores. Hace cinco meses cósmicos empiezan a caer los asteroides sobre la Tierra, destruyendo muchas especies, los dinosaurios incluidos. Sin embargo, un poco después, la Tierra, como si se tomara la revancha, produjo una diversidad de vida como nunca antes. Fue en esta era, cuando aparecieron las flores, cuando nuestros antepasados entraron en el escenario de la evolución. Luego se hicieron bípedos (hace doce días cósmicos), y con el homo habilis comenzó a usar herramientas (hace 6 días cósmicos), mientras que el homo erectus conquistó el fuego (hace apenas un día cósmico). Hace doce horas cósmicas, surgieron los humanos modernos (homo sapiens). Por la tarde y durante la noche de este primer día cósmico, nosotros vivíamos en armonía con la naturaleza y atentos a sus ritmos y peligros. Hasta hace cuarenta minutos, nuestra presencia había tenido poco impacto sobre la comunidad biótica, momento en el cual comenzamos a domesticar plantas y animales y a desarrollar la agricultura. A partir de entonces, las intervenciones en la naturaleza se fueron haciendo cada vez más intensas hasta que, hace veinte minutos, empezamos a construir y a habitar ciudades. Hace solamente dos minutos, el impacto se ha vuelto realmente amenazador. Europa se transformó en una sociedad tecnológica y expandió su poder a través de la explotación colonialista. En esta fase se formó el proyecto-mundo creando un centro con varias periferias y el foso entre ricos y pobres. En los últimos doce segundos (a partir de 1950) el ritmo de explotación y destrucción ecológica se ha acelerado dramáticamente. En este breve periodo de tiempo, hemos derribado casi la mitad de las grandes selvas. En los próximos veinte segundos cósmicos las temperaturas de la Tierra subirán 0,5º C y dentro de poco podrían aumentar hasta 5º C poniendo en peligro gran parte de la biosfera y a millones de personas. En los últimos cinco segundos cósmicos, la Tierra ha perdido una cantidad de suelo equivalente a toda la tierra cultivable de Francia y de China y ha sido inundada por decenas de miles de nuevos productos químicos, muchos de los cuales altamente tóxicos, que amenazan las bases de la vida. Ahora estamos ya destruyendo de 27 a 100 mil especies de seres vivos al año. En los próximos 7 segundos cósmicos, algunos científicos estiman que del 20 al 50 % de todas las especies van a desaparecer. ¿Cuándo va a parar esto? ¿Por qué tanta devastación? Respondemos: para que una pequeña porción de la Humanidad tuviese el disfrute privado o corporativo de los “beneficios” de este proyecto de civilización. El 20% de los más ricos ganan actualmente doscientas veces más que el 20% de los más pobres. Al comienzo de 2008, antes de la crisis económico-financiera actual, había 1195 mil millonarios que juntos detentaban 4,4 billones de dólares, o sea, más o menos el doble de la renta anual del 50% más pobre. En términos de renta, el 1% de los más ricos de la humanidad recibían el equivalente al 57% más pobre. El tiempo de la Tierra Nuestro planeta, fruto de más de cuatro mil millones de años de evolución está siendo devorado por una relativa minoría humana. Por primera vez en la historia de la evolución de la humanidad, los problemas arriba mencionados están siendo causados por esa minoría y también, en menor proporción, por todos nosotros. Los peligros creados ponen en jaque nuestro futuro y también nuestro modo de vivir. Sin embargo, si por un lado insistimos en la gravedad de la crisis, por otro lado, no queremos proyectar visiones apocalípticas que sólo nos causarían parálisis y desesperación. Si estos problemas han sido creados por nosotros, también pueden ser resueltos por nosotros, aunque algunos sean ya irreversibles. Esto significa que hay esperanza de solucionarlos satisfactoriamente. Efectivamente, quien acompañó la Cúpula de los Pueblos en julio pasado en Río de Janeiro o participó de los Foros Sociales Mundiales se da cuenta de que hay millares y millares de personas conscientes y creativas, venidas de todo el mundo, trabajando en la formulación de alternativas prácticas que pueden permitir a la humanidad vivir con dignidad sin afectar la salud de los ecosistemas y de la Madre Tierra. Tenemos las informaciones y conocimientos necesarios para solucionar la crisis actual. Lo que nos falta es activar la inteligencia emocional y cordial que nos suscitan sueños salvadores, solidaridad, compasión, sentimientos de interdependencia y de responsabilidad universal. Es importante reconocer que todas las amenazas a las que nos enfrentamos son síntomas de una enfermedad crónica cultural y espiritual. Nos afecta a todos y más principalmente al 20% que consume la mayor parte de la riqueza del mundo. Esta crisis nos obliga a pensar en otro paradigma de civilización, porque el actual es demasiado destructivo. Es lo que venimos escribiendo con frecuencia en nuestros artículos. Los tiempos de crisis pueden ser también tiempos de creatividad, tiempos en los cuales aparecen nuevas visiones y nuevas oportunidades. La palabra china para crisis,weiji, es el resultado de la combinación de los caracteres de peligro y de oportunidad. Esto no es una simple contradicción o una paradoja, los peligros reales nos fuerzan a buscar las causas profundas y a buscar alternativas para no desperdiciar las oportunidades. En nuestra cultura, crisis se deriva de la palabra sánscrita kri que significa purificar y acrisolar. Por lo tanto, se trata de un proceso, ciertamente doloroso, pero altamente positivo de purificación de nuestras visiones que funciona como un crisol de nuestras actitudes ético-espirituales. Ambos sentidos, el chino y el sánscrito, son iluminadores. Nuestro tiempo Tenemos que revisitar las fuentes de sabiduría de las muchas culturas de la humanidad. Algunas son ancestrales y llegan a nosotros a través de las más diversas tradiciones culturales y espirituales. La categoría del “vivir bien” de las culturas andinas es fundamental. Otras son más modernas como la ecología profunda, el feminismo y eco-feminismo, la psicología transpersonal y la nueva cosmología, derivada de las ciencias de la complejidad, de la astrofísica y de los nuevos saberes de la vida y de la Tierra. Termino con el testimonio de dos notables ecologistas y educadoras norteamericanas, Macy y Brown que afirman: «La característica más extraordinaria del actual momento histórico de la Tierra no es que estamos camino de la devastación de nuestro planeta, pues ya lo venimos haciendo desde hace mucho tiempo, es que estamos empezando a despertar de un sueño milenario a un nuevo tipo de relación con la naturaleza, con la vida, con la Tierra, con los otros y con nosotros mismos. Esta nueva comprensión hará posible la tan ansiada Gran Transformación» (Macy y Brown, Nossa vida como Gaia, 2004, 37). Ella vendrá por gracia de la evolución y de Dios. La indignación generalizada frente a la corrupción en Brasil y en el mundo entero está dando paso a la resignación y a la indiferencia, pues la impunidad está tan extendida que la mayoría de la gente desconfía de que haya solución.
Sobre este hecho la teología tiene algo que decir. Ella sostiene que la condición humana actual se encuentra desgarrada y decadente (infralapsárica se dice en el dialecto teológico) a consecuencia de un acto de corrupción. Según la narración bíblica, la serpiente corrompió a la mujer, la mujer corrompió al hombre y ambos nos dejaron un legado de corrupciones sobre corrupciones hasta el punto de que el mismo Dios “se arrepintió de haber creado al ser humano en la Tierra” como nos recuerda el texto del Génesis (6,6). Somos hijos e hijas de una corrupción originaria. En los espacios cristianos se alegaba que todo mal se deriva de esta corrupción originaria, llamada pecado original. Pero esta expresión se ha vuelto extraña a los oídos modernos. Son pocos los que se refieren a ella. Aún así, me atrevo a rescatarla, pues contiene una verdad innegable, confirmada por la reflexión filosófica de Sartre e incluso por el rigorismo filosófico de Kant, según el cual «el ser humano es un leño tan torcido que no se pueden sacar de él tablones rectos». Es importante hacer notar que es un término creado por la teología. No se encuentra como tal en la Biblia. Fue san Agustín en diálogo epistolar con san Jerónimo quien lo inventó. Con la expresión “pecado original” no pretendía hablar del pasado. Lo “original” no tenía que ver con los orígenes primeros de la historia humana. San Agustín quería hablar del presente: la situación actual del ser humano, en su nivel más profundo, es perversa y está marcada por una distorsión que llega hasta los orígenes de su existencia (de ahí, “original”). Hace su filología de la palabra “corrupto”: es tener un corazón (cor) roto (ruptus, de rompere). Somos portadores, por lo tanto, de una ruptura interna que equivale a una laceración del corazón. En palabras modernas: somos dia-bólicos y sim-bólicos, sapientes y dementes, capaces de amor y de odio. Esta es la actual condition humaine. Pero por curiosidad, preguntaba san Agustín, ¿cuándo comenzó? Él mismo responde: desde que conocemos al ser humano: desde los “orígenes” (de aquí el segundo sentido de “original”). Pero no da importancia a esa pregunta. Lo importante es saber que aquí y ahora somos seres corruptos, corruptibles y corruptores. Y que creemos en alguien, Cristo, que nos puede liberar de esta situación. ¿Pero dónde se manifiesta más visiblemente este estado de corrupción? Quien nos responde es el famoso y católico Lord Acton (1843-1902): en los portadores de poder. Enfáticamente afirma: «mi dogma es la general maldad de los hombres de poder; son los que más se corrompen». Y hace una afirmación siempre repetida: «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». ¿Por qué, exactamente, el poder? Porque es uno de los arquetipos más poderosos y tentadores de la psique humana; nos proporciona el sentimiento de omnipotencia y de ser un pequeño «dios». Hobbes en su Leviatán (1651) nos lo confirma: «Señalo como tendencia general de todos los hombres un perpetuo e inquieto deseo de poder y más poder que solamente cesa con la muerte. La razón de esto reside en el hecho de que no se puede asegurar el poder sino buscando más poder todavía». Ese poder se materializa en el dinero. Por eso las corrupciones que estamos presenciando envuelven siempre dinero y más dinero. Hay un dicho en Ghana: «la boca ríe pero el dinero ríe mejor». El corrupto cree en esta ilusión. Hasta hoy no hemos encontrado cura para esta herida interior. Sólo podemos disminuirle la sangría. Creo que, en último término, vale el método bíblico: desenmascarar al corrupto, dejándolo desnudo delante de su corrupción, y la pura y simple expulsión del paraíso, es decir, sacar al corruptor y al corrompido de la sociedad y meterlos en la cárcel. Saben los historiadores que el Papa del tiempo de san Francisco, Inocencio III (1198-1216), llevó el papado a un apogeo y esplendor como nunca lo había habido antes ni lo habrá después. Hábil político, consiguió que todos los reyes, emperadores y señores feudales, solo con algunas excepciones, fuesen sus vasallos. Bajo su regencia estaban los dos poderes supremos: el Imperio y el Sacerdocio.
Ser sucesor del pescador Pedro era poco para él. Se declaró «representante de Cristo», pero no del Cristo pobre, que andaba por los polvorientos caminos de Palestina, profeta peregrino, anunciador de una radical utopía, la del Reino del amor incondicional al prójimo y a Dios, de la justicia universal, de la fraternidad sin fronteras y de la compasión sin límites. Su Cristo era el Pantocrator, el Señor del Universo, cabeza de la Iglesia y del Cosmos. Esta visión favoreció la construcción de una Iglesia monárquica, poderosa y rica pero absolutamente secularizada, contraria a todo lo que es evangélico. Tal realidad sólo podía provocar una reacción contraria entre el pueblo. Surgieron los movimientos pauperistas, de laicos ricos que se hacían pobres. Predicaban por su cuenta el evangelio en la lengua popular: el evangelio de la pobreza contra el fasto de las cortes, de la sencillez radical contra la sofisticación de los palacios, la adoración al Cristo de Belén y de la Crucifixión contra la exaltación de Cristo Rey todo poderoso. Eran los valdenses, los pobres de Lyon, los seguidores de Francisco, de Domingo y de los siete Siervos de María de Florencia, nobles que se hicieron mendicantes. A pesar de este fasto, Inocencio III fue sensible a Francisco y a los doce compañeros que lo visitaron, desharrapados, en su palacio de Roma, para pedirle permiso para vivir según el evangelio. Conmovido y con remordimientos, el Papa les concedió un permiso oral. Corría el año 1209. Francisco no olvidaría este gesto generoso. Pero la historia da sus vueltas. Lo que es verdadero e imperativo, llegado su momento de maduración, se revela con una fuerza volcánica. Y se reveló en 1216 en Perugia adonde fue el Papa Inocencio III a uno de sus palacios. Súbitamente el Papa muere después de 18 años de pontificado triunfante. Pronto se oyen los sonidos lúgubres del canto gregoriano provenientes de la catedral pontificia. Se entona el grave planctum super Innocentium («el llanto sobre Inocencio»). Nada detiene a la muerte, señora de todas las vanidades, de toda la pompa, de toda gloria y de todo triunfo. El ataúd del Papa está frente al altar mayor cubierto de oropeles, joyas, oro, plata y los signos del doble poder sagrado y secular. Cardenales, emperadores, príncipes, monjes y filas de fieles se suceden en la vigilia. El obispo Jacques de Vitry, llegado de Namur y nombrado después cardenal de Frascati, es quien lo cuenta. Es medianoche. Todos se retiran apesadumbrados. Solamente la luz vacilante de las velas encendidas proyecta fantasmas en las paredes. El Papa, en otro tiempo siempre rodeado de nobles, está ahora solo con las tinieblas. Y de pronto unos ladrones entran sigilosamente en la catedral. En pocos minutos despojan el cadáver de todas las ropas preciosas, del oro, la plata y las insignias papales. Ahí yace un cuerpo desnudo, ya casi en descomposición. Se hace realidad lo que Inocencio III dejara registrado en un famoso texto suyo sobre «la miseria de la condición humana». Ahora ella se muestra con toda la crudeza en su verdadera condición. Un pobrecito, sucio y miserable, se había escondido en un rincón oscuro de la catedral para velar, rezar y pasar la noche junto al Papa. Se quitó la túnica rota y sucia, túnica de penitencia, y con ella cubrió las vergüenzas del cadáver ultrajado. Siniestro destino de la riqueza, grandioso el gesto de la pobreza. La primera no lo salvó del saqueo, la segunda lo salvó de la vergüenza. Y concluye el cardenal Jacques de Vitry: «Entré en la iglesia y me di cuenta, con plena fe, de cuán breve es la gloria engañosa de este mundo». Aquel al que todos llamaban Poverello y Fratello nada dijo ni nada pensó. Sólo hizo. Quedó desnudo para cubrir la desnudez del Papa que un día le aprobara el modo de vida. Francisco de Asís, fuente inspiradora del Papa Francisco de Roma. La crisis del neoliberalismo ha alcanzado el corazón de los países centrales que se arrogaban el derecho de conducir no solo los procesos económico-financieros sino también el propio curso de la historia humana. Es la crisis de la ideología política del estado mínimo y de las privatizaciones de los bienes públicos, pero también del modo de producción capitalista exacerbado en extremo por una concentración de poder como nunca antes se había visto en la historia. Estimamos que esta crisis tiene carácter sistémico y terminal.
El genio del capitalismo siempre ha encontrado salidas para su propósito de acumulación ilimitada. Para eso ha usado todos los medios, inclusive la guerra. Ganaba destruyendo y ganaba reconstruyendo. La crisis de 1929 se resolvió no por la vía de la economía sino por la vía de la Segunda Guerra Mundial. Ese recurso parece ahora impracticable, pues las guerras son tan destructivas que podrían exterminar la vida humana y gran parte de la biosfera. Pero no estamos seguros de que, en su insania, el capitalismo no use este medio. Esta vez surgen dos límites insuperables, lo que justifica decir que el capitalismo está concluyendo su papel histórico. El primero es el mundo lleno, es decir que el capitalismo ha ocupado todos los espacios para su expansión a nivel planetario. El otro, verdaderamente insuperable son los límites del planeta Tierra. Sus bienes y servicios son limitados y muchos no renovables. En la última generación quemamos más recursos energéticos que en todas las generaciones anteriores, nos asegura el analista italiano Luigi Soja. ¿Qué haremos cuando estos alcancen un punto crítico o simplemente se agoten? La escasez de agua potable puede poner a la humanidad frente a la destrucción de millones de vidas. Las regulaciones y los controles propuestos hasta ahora han sido simplemente ignorados. La Comisión de la Naciones Unidas para la Crisis Financiera y Monetaria Internacional, cuyo coordinador era el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz (llamada Comisión Stiglitz) realizó un gran esfuerzo desde enero de 2009 para presentar reformas intrasistémicas de cuño keynesiano. En ella se proponía una reforma de los organismos financieros internacionales (FMI, Banco Mundial) y de la OMC (Organización Mundial del Comercio). Se preveía la creación de un Consejo de Coordinación Económica global del mismo nivel que el Consejo de Seguridad, la constitución de un sistema de reservas globales para contrapesar la hegemonía del dólar como moneda de referencia, la institución de una fiscalización internacional, la abolición de los paraísos fiscales y del secreto bancario y, por último, una reforma de las agencias de certificación. Todo fue rechazado. La ONU aceptó solamente la constitución permanente de un Grupo de Expertos de Prevención de las Crisis, al que nadie da importancia, porque lo que realmente cuenta son las bolsas y la especulación financiera. Esta constatación decepcionante nos convence de que la lógica de este sistema hegemónico puede hacer que el planeta no sea ya amigable para nosotros, y llevarnos a catástrofes socio-ecológicas muy graves, hasta el punto de amenazar nuestra civilización y la especie humana. Lo cierto es que este tipo de capitalismo, que en la Río+20 se revistió de verde con el objetivo de poner precio a todos los bienes y servicios naturales y comunes de la humanidad, no tiene condiciones a medio ni a largo plazo para garantizar su hegemonía. Otra forma de habitar el planeta Tierra y de utilizar sus bienes y servicios deberá surgir. El gran desafío es cómo procesar la transición rumbo a un mundo postcapitalista liberal, entendido como un sistema social que esté orientado por el Bien Común de la Humanidad y de la Tierra, que sustente toda la vida y que exprese una relación nueva de pertenencia y de sinergia con la naturaleza y con la Tierra. Es necesario producir, pero respetando el alcance y los límites de cada ecosistema, no meramente para acumular sino para atender, de forma suficiente y decente, las demandas humanas. Es importante también cuidar de todas las formas de vida y buscar el equilibrio social, sin dejar de pensar en las futuras generaciones que tienen derecho a una Tierra preservada y habitable. No cabe en este espacio lanzar alternativas en curso. Nos atenemos a lo que es posible intrasistémicamente, ya que no hay como salir de él a corto plazo. Asistimos al hecho de que América Latina y Brasil, en la división internacional del trabajo, están condenados a exportar lo que se extrae de sus minas y commodities, bienes naturales como alimentos, granos y carnes. Para hacer frente a este tipo de imposición deberíamos seguir los pasos ya sugeridos por varios analistas, especialmente por un gran amigo de Brasil, François Houtart, en su reciente libro con otros colaboradores: Un paradigma poscapitalista: el Bien Común de la Humanidad (Panamá 2012). En primer lugar, dentro del sistema luchar por normas ecológicas y regulaciones internacionales que cuiden lo más posible los bienes y servicios naturales importados de nuestros países; que traten de su utilización de forma socialmente responsable y ecológicamente correcta. La soya es para alimentar primero a la gente, y solo después a los animales. En segundo lugar, cuidar nuestra autonomía, rechazando el neocolonialismo de los países del Centro que nos mantienen, como antaño, en la Periferia, subalternos, agregados y meros suplentes de lo que les falta en bienes naturales. Antes, debemos cuidar de incorporar tecnologías que den valor añadido a nuestros productos, crear innovaciones tecnológicas y orientar la economía, primero, hacia el mercado interno y, luego, al externo. En tercer lugar, exigir a los países importadores que contaminen lo menos posible sus ambientes y que contribuyan financieramente al cuidado y a la regeneración ecológica de los ecosistemas de donde importan los bienes naturales, especialmente de la región amazónica y del cerrado. Se trata de reformas y todavía no de revoluciones. Pero ayudan a crear las bases para proponer un paradigma distinto que no sea la prolongación del actual, perverso y decadente. Quien haya leido mis últimos textos sobre ecología y la situación dramática de la Tierra, tal vez se haya quedado con una impresión de pesimismo. No puede ser pesimista quien se da cuenta de los peligros reales que pesan sobre nuestro destino. Debemos siempre respetar la realidad, pero al mismo tiempo es necesario ampliar la comprensión de la realidad. Ésta es mayor de lo que se muestra, pues lo potencial también es parte de lo real. Siempre hay una reserva utópica presente en todos los eventos. Si comprendemos la realidad así enriquecida, no se justifica un pesimismo cerrado, sino un realismo esperanzador. Éste capta la eventual irrupción de lo nuevo escondido dentro de lo potencial y de lo utópico. Esto nuevo hace entonces historia y funda otro estado de conciencia e inaugura un ensayo social distinto.
Además, si tomamos distancia y medimos nuestro tiempo histórico con el tiempo cósmico, tenemos aún más razones para la esperanza. Si condensamos en un año el tiempo cósmico, los 13,7 miles de millones de años que es la edad presumible de nuestro universo, notaremos que como humanos existimos hace solo una pequeñísima fracción de tiempo. Así, el 31 de diciembre a las 5 de la tarde nacieron nuestros antepasados pre-humanos. El 31 de diciembre a las 10 de la noche entró en escena el ser humano primitivo. El 31 de diciembre a las 23 horas, 58 minutos y 10 segundos surgió el hombre de hoy llamado sapiens sapiens. El 31 de diciembre a las 23.00 horas, 59 minutos y 56 segundos nació Jesucristo. El 31 de diciembre a las 23.00 horas 59 minutos y 59,2 segundos Cabral llegó a Brasil. Como se deduce, temporalmente somos casi nada. Además de esto, si tenemos en cuenta las 15 grandes destrucciones que conoció la Tierra, especialmente la del Cambriano hace 570 millones de años en la cual desapareció entre el 75 y el 90% del capital biótico, verificamos que la vida sempre resistió y sobrevivió. Y si nos concentramos solamente en el ser humano, siempre sobrevivió a las muchas glaciaciones. Y aún más, tuvo un proceso de encefalización altamente acelerado. Desde hace 2,2 millones de años aparecieron sucesivamente el homo habilis, el homo erectus, y en los últimos cien mil años, el homo sapiens, ya plenamente humano. Sus representantes eran seres sociales, se mostraban cooperativos y usaban el habla, característica humana. En el intervalo de un millón de años, el cerebro de estos tres tipos de homo se duplicó en volumen. Después de la aparición del homo sapiens, surgido hace 100 mil años, el cerebro no creció más. Ya no era necesario, pues surgió el cerebro exterior, la inteligencia artificial, que es la capacidad de conocer, de crear instrumentos y artefactos para transformar el mundo y crear cultura, característica singular del homo sapiens sapiens. A partir del neolítico, hace cerca de diez mil años, surgieron las primeras ciudades que dieron origen a la cultura elaborada, al estado, a la burocracia y también a la guerra. Comenzó también una utilización sistemática de la razón instrumental para dominar la natureza, conquistar y someter a otros. Obviamente allí también estaban otros tipos de razón como la emocional, la simbólica y la cordial, pero sometidas a la razón instrumental que, desde entonces hasta culminar en nuestro tiempo, asumió la hegemonía, razón a la vez creativa y destructiva. El proceso de la mariposa nos ofrece una sugestiva metáfora. La mariposa no nace mariposa. Es al principio un simple huevo que se transforma en una larva, devoradora insaciable de hojas. Después se enrolla sobre sí misma en foma de capullo (crisálida). Dentro de él, la natureza teje su cuerpo y lo pinta de colores. Cuando todo está listo se rompe el capullo y surge una mariposa espléndida. Nosotros estamos todavía en el estadio de larva y de capullo. Larva, porque día y noche devoramos la naturaleza; capullo, porque estamos cerrados sobre nosotros mismos, sin ver nada a nuestro alrededor. ¿Cuál es nuestra esperanza? Que la razón rompa el capullo y surja como razón-mariposa. Tal vez la situación actual de gran peligro fuerce el nacimiento de la razón-mariposa. Ella revolotea por ahí, no es destructiva sino cooperativa, pues poliniza las flores. Estamos todavía en génesis. No hemos acabado de nacer. Una vez nacidos, vamos a respetar y a convivir con todos los seres. Habremos superado para siempre la fase de larva y de capullo. Como mariposas seremos portadores de la razón sensata que nos concede tener junto con la Tierra un futuro sin amenazas. No nos equivocamos si entendemos la tragedia actual de la humanidad, incapaz de explicar sus crisis y de proyectar un aura de esperanza, como el fracaso del tipo de razón predominante en los últimos quinientos años. Ya hemos analizado en estas páginas cómo se realizó desde entonces la ruptura entre la razón objetiva (la lógica de las cosas) y la razón subjetiva (los intereses del yo). Ésta se impuso a aquella hasta el punto de instaurarse como la fuerza exclusiva de organización de la sociedad y de la historia.
Esta razón subjetiva se entendió como voluntad de poder y poder como dominación sobre personas y cosas. Ahora la centralidad está ocupada por el poder del «yo», portador exclusivo de razón y de proyecto. Él gestó lo que le es connatural: el individualismo como reafirmación suprema del «yo». Éste ganó cuerpo en el capitalismo, cuyo motor es la acumulación individual sin ninguna otra consideración social o ecológica. Fue una decisión cultural altamente arriesgada la de confiar exclusivamente a la razón subjetiva la estructuración de toda la realidad. Esto ha implicado una verdadera dictadura de la razón que ha intensificado o destruido otras formas de ejercicio de la razón como la razón sensible, simbólica y otras. El ideal que el «yo» va a perseguir irrefrenablemente será el de un progreso ilimitado, en el supuesto incuestionable de que los recursos de la Tierra son también ilimitados. Lo infinito del progreso y lo infinito de los recursos constituirán el a priori ontológico y el parti pris. Pero he aquí que después de quinientos años, nos hemos dado cuenta de que ambos infinitos son ilusorios. La Tierra es pequeña y finita. El progreso ha tocado los límites de la Tierra. No hay modo de sobrepasarlos. Ahora ha comenzado el tiempo del mundo finito. No respetar esta finitud implica inhibir la capacidad de reproducción de la vida en la Tierra y con esto poner en peligro la supervivencia de la especie. El tiempo histórico del capitalismo se ha cumplido. Llevarlo adelante costará tanto que acabará por destruir la sociabilidad y el futuro. De persistir en ese intento, se evidenciará el carácter destructivo de la irracionalidad de la razón. Lo más grave es que el capitalismo/individualismo ha introducido dos lógicas que están en conflicto: la de los intereses privados de los «yos», de las empresas, y la de los intereses colectivos del «nosotros», de la sociedad. El capitalismo es, por naturaleza, antidemocrático. No es nada cooperativo y es sólo competitivo. ¿Tendremos alguna salida? Con solo reformas y regulaciones, manteniendo el sistema, como quieren entre nosotros los neokeynesianos al estilo de Stiglitz, Krugman y otros, no. Tenemos que cambiar si queremos salvarnos. En primer lugar, es importante construir un nuevo acuerdo entre la razón objetiva y la subjetiva. Esto implica ampliar la razón y así liberarla del yugo de ser instrumento del poder-dominación. Ella puede ser razón emancipatoria. Para el nuevo acuerdo, urge rescatar la razón sensible y cordial para conjugarla con la razón instrumental. Aquella se ancla en el cerebro límbico surgido hace más de doscientos millones de años, cuando, con los mamíferos, irrumpió el afecto, la pasión, el cuidado, el amor y el mundo de los valores. Ella nos permite hacer una lectura emocional y valorativa de los datos científicos de la razón instrumental, que emergió en el neocórtex hace solamente 5-7 millones de años. Esta razón sensible despierta en nosotros el reencantamiento necesario por la vida y por la madre-Tierra, a fin de cuidar de ellas. Luego se impone una nueva centralidad: no más el interés privado sino el interés común, el respeto a los bienes comunes de la vida y de la Tierra destinados a todos. Después la economía necesita volver a ser aquello que por naturaleza es: garantía de las condiciones de la vida física, cultural y espiritual de todas las personas. A continuación, la política deberá construirse sobre una democracia sin fin, cotidiana e inclusiva de todos los seres humanos para que sean sujetos de la historia y no meros asistentes o beneficiarios. Por último, un nuevo mundo no tendrá rostro humano si no se rige por valores ético-espirituales compartidos, basados en la contribución de las muchas culturas junto con la tradición judeocristiana. Todos estos pasos tienen mucho de utópico. Pero sin la utopía nos hundiríamos en el pantano de los intereses privados y corporativos. Felizmente, por todas partes repuntan ensayos anticipadores de lo nuevo, como la economía solidaria, la sostenibilidad y el cuidado vividos como paradigmas de perpetuación y de reproducción de todo lo que existe y vive. No renunciamos al anhelo ancestral de la comensalidad: todos comiendo y bebiendo juntos como hermanos y hermanas en casa. |
Leonardo BoffNació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil), el 14 de diciembre de 1938. Es nieto de inmigrantes italianos venidos delVéneto a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores, franciscanos, en 1959. Archivos
Agosto 2020
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