Hoy en el mundo hay mucha gente, de las más distintas procedencias, preocupada por la crisis actual que engloba un conjunto de otras crisis. Cada una trae luz. Y toda luz es creadora. Pero, por mi parte, que vengo de la filosofía y de la teología, siento la necesidad de una reflexión que vaya más hondo, a las raíces, donde lentamente ella se originó y que hoy estalla con toda su virulencia. A diferencia de otras crisis anteriores, ésta tiene una particularidad: en ella está en juego el futuro de la vida y la continuidad de nuestra civilización. Nuestras prácticas están yendo contra el curso evolutivo de la Tierra. Ésta nos ha creado un lugar amigable para vivir pero nosotros no nos estamos mostrando amigables con ella. Le hacemos una guerra sin tregua en todos los frentes, sin ninguna posibilidad de vencer. Ella puede continuar sin nosotros. Nosotros, sin embargo, la necesitamos.
Estimo que el origen próximo (no vamos a retroceder hasta el homo faber de hace 2 millones de años) se encuentra en el paradigma de la modernidad que fragmentó lo real y lo transformó en un objeto de ciencia y en un campo de intervención técnica. Hasta entonces la humanidad se entendía normalmente como parte de un cosmos vivo y lleno de sentido, sintiéndose hijo e hija de la Madre Tierra. Ahora ésta ha sido transformada en un almacén de recursos. Las cosas y los seres humanos están desconectados entre sí, siguiendo cada cual un curso propio. Este giro produjo una concepción mecanicista y atomizada en la realidad que está erosionando la continuidad de nuestras experiencias y la integridad de nuestra psique colectiva. La secularización de todas las esferas de la vida nos quitó el sentimiento de pertenencia a un Todo mayor. Estamos descentrados y sumergidos en una profunda soledad. Lo opuesto a una visión espiritual del mundo no es el materialismo o el ateísmo, es el desenraizamiento y el sentimiento de que estamos solos y perdidos en el universo, cosa que una visión espiritual del mundo impedía. Este conjunto de cuestiones subyace tras la actual crisis. Para salir de ella, necesitamos reencantar el mundo y percibir la Matriz Relacional (Relational Matrix) en erosión, que nos envuelve a todos. Estamos urgidos a comprender el significado del proyecto humano en el interior de un universo en evolución/creación. Las nuevas ciencias después de Einstein, de Heisenberg/Bohr, de Prigogine y de Hawking nos han mostrado que todas las cosas se encuentran interconectadas unas con otras de tal forma que forman un Todo. Los átomos y las partículas elementales no son ya consideradas inertes y sin vida. Los microcosmos emergen como un mundo altamente interactivo, que no es posible describir mediante el lenguaje humano, sino solamente por la vía de la matemática. Forman una unidad compleja en la cual cada partícula está ligada a todas las demás y eso desde los inicios de la aventura cósmica hace 13,7 miles de millones de años. Materia y mente aparecen misteriosamente entrelazadas, siendo difícil discernir si la mente surge de la materia o la materia de la mente, o si surgen conjuntamente. La propia Tierra se muestra viva (Gaia), articulando todos los elementos para garantizar las condiciones ideales para la vida. En ella más que la competición funciona la cooperación de todos con todos. Ella muestra un impulso hacia la complejidad, la diversidad y la irrupción de la conciencia en niveles cada vez más complejos hasta su expresión actual a través de las redes de conexión globales dentro de un proceso de mundialización creciente. Esta cosmovisión nos alimenta la esperanza de otro mundo posible, a partir de un cosmos en evolución que a través de nosotros siente, piensa, crea, ama y busca un equilibrio permanente. Las ideas-maestras como interdependencia, comunidad de vida, reciprocidad, complementariedad y corresponsabilidad son claves de lectura y alimentan en nosotros una visión más armoniosa de las cosas. Esta cosmología es lo que falta hoy. Ella tiene la propiedad de proporcionarnos una visión coherente del universo, de la Tierra y de nuestro lugar en el conjunto de los seres, como guardianes y cuidadores de todo lo creado. Esta cosmovisión nos impedirá caer en un abismo sin vuelta atrás. En las crisis pasadas, la Tierra siempre se mostró a favor nuestro, salvándonos. Y ahora no va a ser diferente. Juntos, nosotros y ella, sinérgicamente podremos triunfar.
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Hay una ética subyacente tras la cultura productivista y consumista, hoy ampliamente en crisis por causa de la huella ecológica del planeta Tierra, cuyos límites hemos sobrepasado en un 30%. La superabundancia de bienes y servicios como hasta hace poco tenía la Tierra necesita de un año y medio para reponer lo que le extraemos durante un año. Y no parece que la furia consumista esté disminuyendo. Al contrario, el sistema vigente, para salvarse, incentiva más y más el consumo que, a su vez, requiere más y más producción que acaba estresando todavía más todos los ecosistemas y al planeta como un todo.
La ética que preside este modo de vivir es la de la maximización de todo lo que hacemos: maximizar la construcción de fábricas, de carreteras, de coches, de combustibles, de ordenadores, de teléfonos móviles; maximizar programas de entretenimiento, novelas, cursos, reciclajes, producción intelectual y científica. La producción no puede parar, de lo contrario ocurriría un colapso en el consumo y en el empleo. En el fondo es siempre más de lo mismo y sin el sentido de los límites soportables por la naturaleza. Imitando a Nietzsche preguntamos: ¿cuánta maximización aguanta el estómago físico y espiritual humano? Se llega a un punto de saturación cuyo efecto directo es el vacío existencial. Se descubre que la felicidad humana no está en maximizar, ni en engordar la cuenta bancaria, ni en el número de bienes en la cesta de los productos consumibles. El hecho es que el ser humano tiene otras hambres: de comunicación, de solidaridad, de amor, de trascendencia, entre otras. Éstas, por su naturaleza, son insaciables, pues pueden crecer y diversificarse indefinidamente. En ellas se esconde el secreto de la felicidad. Pero en palabras del filósofo Ludwig Wittgenstein citando a San Agustín: «hemos tenido que construir caminos tormentosos por los cuales hemos sido obligados a transitar con multiplicados cansancios y sufrimientos impuestos a los hijos e hijas de Adán y Eva». Lógicamente necesitamos cierta cantidad de alimentos para mantener la vida. Pero los alimentos excesivos, maximizados, causan obesidad y enfermedades. Los países ricos maximizaron de tal manera la oferta de medios de vida y la infraestructura material que destruyeron sus bosques (Europa sólo conserva el 0.1% de sus bosques originales), destruyeron ecosistemas y gran parte de la biodiversidad además de gestar perversas desigualdades entre ricos y pobres. Debemos caminar en dirección a una ética diferente, la de la optimización. Ella se funda en una concepción sistémica de la naturaleza y de la vida. Todos los sistemas vivos procuran optimizar las relaciones que sostienen la vida. El sistema busca un equilibrio dinámico, aprovechando todos los ingredientes de la naturaleza, sin producir residuos, optimizando la calidad e incluyendo a todos. En la esfera humana, esta optimización presupone el sentido de autolimitación y la búsqueda de la justa medida. La base material sobria y decente posibilita el desarrollo de algunos materiales que son los bienes del espíritu, como la solidaridad hacia los más vulnerables, la compasión, el amor que deshace los mecanismos de agresividad, supera los preceptos y no permite que las diferencias sean tratadas como desigualdades. Tal vez la crisis actual del capital material, siempre limitado, nos enseñe a vivir a partir del capital humano y espiritual, siempre ilimitado y abierto nuevas expresiones. Él nos posibilita tener experiencias espirituales de celebración del misterio de la existencia y de gratitud por nuestro lugar en el conjunto de los seres. Con esto maximizamos nuestras potencialidades latentes, aquellas que guardan el secreto de la plenitud, tan ansiada. Hace 800 años, en la noche del 19 de marzo de 1221, el día siguiente al Domingo de Ramos, Clara de Asís, toda ataviada, huyó de casa para unirse al grupo de Francisco de Asís en la capillita de la Porciúncula, que todavía hoy existe. Las clarisas de todo el mundo y toda la familia franciscana celebran esta fecha que conmemora la fundación de la Orden de Santa Clara extendida por el mundo.
Clara junto con Francisco –nunca debemos separarlos, pues se habían prometido, en su puro amor, que «nunca más se separarían», según la hermosa leyenda de la época– representa una de las figuras más luminosas de la cristandad. Es bueno recordarla en este mes de marzo, dedicado a las mujeres. Por causa de ella, hay millones de Claras y María Claras en el mundo. Ella, de familia noble de Asís, de los Favarone, y él, hijo de un rico e influyente mercader de telas, de los Bernardone. Con 16 años de edad quiso conocer al ya entonces famoso Francisco, que andaba por los 30 años. Bona, su íntima amiga, cuenta bajo juramento en las actas de canonización que entre 1210 y 1212 Clara «fue muchas veces a conversar con Francisco, secretamente, para no ser vista por los parientes y para evitar maledicencias». De estos dos años de encuentro nació una gran fascinación del uno por el otro. Como comenta uno de sus mejores investigadores, el suizo Antón Rotzetter en su libro Clara de Asís: la primera mujer franciscana (Vozes 1994): «en ellos irrumpió el Eros en su sentido más propio y profundo, pues sin el Eros no existe nada que tenga valor, ni ciencia, ni arte ni religión, Eros que es la fascinación que impele a un ser humano hacia otro y lo libera de la prisión de sí mismo» (p. 63). Ese Eros hizo que ambos se amasen y se cuidasen mutuamente, pero en una transfiguración espiritual que impidió que se cerrasen sobre sí mismos. Francisco afectuosamente la llamaba «mi Plantita». Cultivaron juntos tres pasiones a lo largo de toda su vida: la pasión por Jesús pobre, la pasión por los pobres y la pasión del uno por el otro. En ese orden. Planearon entonces la fuga de Clara para unirse al grupo que quería vivir el evangelio puro y simple. La escena no tiene nada que envidiar en creatividad, osadía y belleza, a las mejores escenas de amor de las grandes novelas o películas. ¿Cómo podría una joven rica y hermosa huir de casa para unirse a un grupo parecido a los «hippies» de hoy? Pues así debemos representar el movimiento inicial de Francisco. Era un grupo de jóvenes ricos, dados a las fiestas y serenatas, que resolvieron hacer una opción de total despojamiento y rigurosa pobreza siguiendo los pasos de Jesús pobre. No querían hacer caridad para los pobres, sino vivir con ellos y como ellos. Y lo hicieron con un espíritu de gran jovialidad, sin criticar siquiera la Iglesia opulenta de los papas. Esa noche del 19 de marzo, Clara, a escondidas, huyó de casa y llegó a la Porciúncula. Entre luces temblorosas, Francisco y sus compañeros la recibieron festivamente. Y en señal de su incorporación al grupo, Francisco le cortó sus cabello rubios. Luego, Clara vistió la ropa de los pobres, sin teñir, más un saco que un vestido. Después de la alegría y de las muchas oraciones fue acompañada al convento de las benedictinas a 4 km de Asís. Dieciseis días más tarde, su hermana menor, Inés, también huyó y se unió a ella. La familia Favarone intentó, hasta con violencia, llevarse a las hijas; Clara se agarró a los manteles del altar, mostró su cabeza rapada e impidió que la llevasen. Mostró la misma intrepidez cuando el papa Inocencio III no quiso aprobar el voto de pobreza absoluta. Luchó tanto que el papa al fin consintió. Así nació la Orden de las Clarisas. Su cuerpo intacto después de 800 años demuestra, una vez más, que el amor es más fuerte que la muerte. Los tiempos de crisis del sistema como los que vivimos favorecen una revisión de conceptos y el ánimo para proyectar otros mundos posibles que hagan realidad lo que Paulo Freire llamó lo "inédito viable”.
Es sabido que el sistema capitalista imperante en el mundo es consumista, visceralmente egoísta y depredador de la naturaleza. Está llevando a toda la humanidad a un impasse pues ha creado una doble injusticia: ecológica, por haber devastado la naturaleza, y social, por haber generado una inmensa desigualdad social. Simplificando, aunque no tanto, podríamos decir que la humanidad se divide entre aquellas minorías que comen hasta hartarse y aquellas mayorías que se alimentan insuficientemente. Si en este momento quisiéramos universalizar el tipo de consumo de los países ricos para toda la humanidad, necesitaríamos por lo menos tres Tierras iguales a la actual. Este sistema pretendió encontrar su base científica en la investigación del zoólogo británico Richard Dawkins que hace treinta y seis años escribió su famoso El gen egoísta(1976). La nueva biología genética ha demostrado que ese gen egoísta es ilusorio, porque los genes no existen aislados, constituyen un sistema de interdependencias formando el genoma humano, que obedece a tres principios básicos de la biología: la cooperación, la comunicación y la creatividad. Es, por lo tanto, lo opuesto al gen egoísta. Esto es lo que han demostrado nombres notables de la nueva biología como la premio Nobel Barbara McClintock, J. Bauer, C. Woese y otros. Bauer denunció que la teoría del gen egoísta de Dawkins «no se funda en ningún dato empírico». O peor, «sirvió de justificación biopsicológica para legitimar el orden económico anglonorteamericano» individualista e imperial (Das kooperative Gen, 2008, p.153). De esto se deriva que si queremos conseguir un modo de vida sostenible y justo para todos los pueblos, aquellos que consumen mucho deben reducir drásticamente sus niveles de consumo. Esto no se conseguirá sin una fuerte cooperación, solidaridad y una clara autolimitación. Detengámonos en esta última, la autolimitación, pues es una de las más difíciles de alcanzar debido al predominio del consumismo, difundido en todas las clases sociales. La autolimitación implica una renuncia necesaria para respetar a la Madre Tierra, para tutelar los intereses colectivos y para promover una cultura de la sencillez voluntaria. No se trata de no consumir, sino de consumir de forma sobria, solidaria y responsable con nuestros semejantes, con toda la comunidad de vida y con las generaciones futuras, que también deben consumir. La limitación es, además, un principio cosmológico y ecológico. El universo se desarrolla partir de dos fuerzas que siempre se autolimitan: las fuerzas de expansión y las fuerzas de contracción. Sin ese límite interno, la creatividad cesaría y seríamos aplastados por la contracción. En la naturaleza funciona el mismo principio. Las bacterias, por ejemplo, si no se limitasen entre sí y una de ellas perdiese los límites, en muy poco tiempo ocuparían todo el planeta desequilibrando la biosfera. Los ecosistemas garantizan su sostenibilidad por la limitación de los seres entre sí, permitiendo que todos puedan coexistir. Pues bien, para salir de la actual crisis necesitamos sobre todo reforzar la cooperación de todos con todos, la comunicación entre todas las culturas y gran creatividad para diseñar un nuevo paradigma de civilización. Hay que dar un adiós definitivo al individualismo que sobredimensionó el "ego" en detrimento del "nosotros", que incluye no sólo a los seres humanos sino a toda la comunidad de vida, a la Tierra y al propio universo. |
Leonardo BoffNació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil), el 14 de diciembre de 1938. Es nieto de inmigrantes italianos venidos delVéneto a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores, franciscanos, en 1959. Archivos
Agosto 2020
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