Goza de plena actualidad esta frase de Einstein: «el pensamiento que ha creado la crisis no puede ser el mismo que va a solucionarla». Es demasiado tarde para hacer sólo reformas, éstas no cambian el pensamiento. Necesitamos partir de otro pensamiento, fundado en principios y valores que puedan sustentar un nuevo ensayo de civilización. O si no, tendremos que aceptar un camino que nos lleva al precipicio. Los dinosaurios ya lo recorrieron.
Mi sentimiento del mundo me dice que hay cuatro principios y cuatro virtudes capaces de garantizar un futuro bueno para la Tierra y la vida. Aquí solamente voy a enunciarlos, sin espacio para profundizar en ellos, cosa que he hecho en varias publicaciones en los últimos años. El primero es el cuidado. El cuidado es una relación de no agresión y de amor a la Tierra y a cualquier otro ser. El cuidado se opone a la dominación que caracteriza el viejo paradigma. El cuidado regenera las heridas pasadas y evita las futuras. Retarda la fuerza irrefrenable de la entropía y permite que todo pueda vivir y durar más. Para los orientales lo equivalente al cuidado es la compasión; por ella nunca se deja abandonado al que sufre; se camina, se solidariza y se alegra uno con él. El segundo es el respeto. Cada ser posee un valor intrínseco, independientemente de su uso humano. Expresa alguna potencialidad del universo, tiene algo que revelarnos y merece existir y vivir. El respeto reconoce y acoge al otro como otro y se propone convivir pacíficamente con él. Ético es respetar ilimitadamente todo lo que existe y vive. El tercero es la responsabilidad universal. Por ella, el ser humano y la sociedad se dan cuenta de las consecuencias benéficas o funestas de sus acciones. Ambos tienen que cuidar la cualidad de las relaciones con los otros y con la naturaleza para que no sean hostiles sino amigables hacia la vida. Con los medios de destrucción ya fabricados, la humanidad, por falta de responsabilidad, puede autoeliminarse y dañar la biosfera. El cuarto principio es la cooperación incondicional. La ley universal de la evolución no es la competición en la que gana el más fuerte, sino la interdependencia de todos con todos. Todos cooperan entre sí para coevolucionar y para asegurar la biodiversidad. Por la cooperación de unos con otros, nuestros antepasados se volvieron humanos. El mercado globalizado está gobernado por la más rígida competición, sin espacio para la cooperación. Por eso, campean el individualismo y el egoísmo que subyacen a la crisis actual y que han impedido hasta ahora cualquier consenso posible frente a los cambios climáticos. Estos cuatro principios deben venir acompañados de cuatro virtudes, imprescindibles para la consolidación del nuevo orden. La primera es la hospitalidad, virtud primordial, según Kant, para la república mundial. Todos tenemos el derecho de ser acogidos, lo que se corresponde con el deber de acoger a los otros. Esta virtud será fundamental frente al flujo de los pueblos y los millones de refugiados climáticos que surgirán en los próximos años. No debe haber, como hay, extra-comunitarios. La segunda es la convivencia con los diferentes. La globalización del experimento hombre no anula las diferencias culturales con las cuales tenemos que aprender a convivir, a intercambiar, a complementarnos y a enriquecernos con los intercambios mutuos. La tercera es la tolerancia. No todos los valores y costumbres culturales son convergentes y de fácil aceptación. De ahí se impone la tolerancia activa de reconocer el derecho del otro de existir como diferente y garantizarle su plena expresión. La cuarta es la comensalidad. Todos los seres humanos deben tener acceso solidario y suficiente a los medios de vida, y seguridad alimentaria. Deben poder sentirse miembros de la misma familia que comen y beben juntos. No sólo es la nutrición necesaria, se trata de un rito de confraternización. Todos los esfuerzos serán en balde si la Río+20 de 2012 se limita solamente a discutir medidas prácticas para mitigar el calentamiento global, sin discutir otros principios y valores que pueden generar un consenso mínimo entre todos y dar así sostenibilidad a nuestra civilización. En caso contrario, la crisis continuará su acción corrosiva hasta transformarse en una tragedia. Tenemos medios y ciencia para alcanzar esta sostenibilidad. Sólo nos falta voluntad y amor a la vida, la nuestra y la de nuestros hijos y nietos. Que el Espíritu que preside la historia no nos falte.
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La crisis actual no es solo una crisis de escasez creciente de recursos y de servicios naturales. Es fundamentalmente la crisis de un tipo de civilización que ha colocado al ser humano como «señor y dueño» de la naturaleza (Descartes). Ésta, para él, no tiene espíritu ni propósito y por eso puede hacer lo que quiera con ella.
Según el fundador del paradigma moderno de la tecnociencia, Francis Bacon, el ser humano debe torturarla hasta que nos entregue todos sus secretos. De esta actitud se ha derivado una relación de agresión y de verdadera guerra contra la naturaleza salvaje que debía ser dominada y «civilizada». Surgió así también la proyección arrogante del ser humano como el «Dios» que domina y organiza todo. Debemos reconocer que el cristianismo ayudó a legitimar y a reforzar esta comprensión. El Génesis dice claramente: «llenad la Tierra y sujetadla y dominad sobre todo lo que vive y se mueve sobre ella» (1,28). Después se afirma que el ser humano fue hecho «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,26). El sentido bíblico de esta expresión es que el ser humano es lugarteniente de Dios, y como Éste es el señor del universo, el ser humano es el señor de la Tierra. Él goza de una dignidad que es solo suya: la de estar por encima de los demás seres. De aquí se generó el antropocentrismo, una de las causas de la crisis ecológica. Finalmente, el monoteísmo estricto suprimió el carácter sagrado de todas las cosas y lo concentró sólo en Dios. El mundo, al no poseer nada de sagrado, no necesita ser respetado. Podemos modelarlo a nuestro gusto. La moderna civilización de la tecnociencia ha ocupado todos los espacios con sus aparatos y ha podido penetrar en el corazón de la materia, de la vida y del universo. Todo venía envuelto con el aura del «progreso», una especie de recuperación del paraíso, en otro tiempo perdido, pero ahora reconstruido y ofrecido a todos. Esta visión gloriosa empezó a derrumbarse en el siglo XX con las dos guerras mundiales y otras coloniales que produjeron doscientos millones de víctimas. Cuando se perpetró el mayor acto terrorista de la historia, las bombas atómicas lanzadas sobre Japón por el ejército estadounidense, que mataron a miles de personas y destruyeron la naturaleza, la humanidad se llevó un susto del cual no se ha repuesto hasta hoy. Con las armas atómicas, biológicas y químicas construidas después, nos hemos dado cuenta de que no necesitamos a Dios para hacer realidad el Apocalipsis. No somos Dios y querer serlo nos lleva a la locura. La idea del hombre queriendo ser «Dios» se ha transformado en una pesadilla. Pero él se esconde todavía detrás del «tina» (there is no alternative) neoliberal: «no hay alternativa, este mundo es definitivo». Ridículo. Démonos cuenta de que «el saber como poder» (Bacon) cuando se realiza sin conciencia y sin límites puede autodestruirnos. ¿Qué poder tenemos sobre la naturaleza? ¿Quién domina un tsunami? ¿Quién controla el volcán chileno Puyehe? ¿Quién frena la furia de las inundaciones en las ciudades serranas de Río? ¿Quién impide el efecto letal de las partículas atómicas de uranio, de cesio y de otros elementos, liberadas por las catástrofes de Chernobyl y de Fukushima? Como dijo Heidegger en su última entrevista a Der Spiegel: «sólo un Dios podrá salvarnos». Tenemos que aceptarnos como simples criaturas junto con todas las demás de la comunidad de vida. Tenemos el mismo origen común: el polvo de la Tierra. No somos la corona de la creación, sino un eslabón de la corriente de la vida, con una diferencia, la de ser conscientes y con la misión de «guardar y cuidar el jardín del Edén» (Gn 2,15), es decir, de mantener las condiciones de sostenibilidad de todos los ecosistemas que componen la Tierra. Si partimos de la Biblia para legitimar la dominación de la Tierra, tenemos que volver a ella para aprender a respetarla y a cuidarla. La Tierra generó a todos. Dios ordenó: «Que la Tierra produzca seres vivos, según su especie» (Gn 1,24). Ella, por lo tanto, no es inerte; es generadora, es madre. La alianza de Dios no es solo con los seres humanos. Después del tsunami del diluvio, Dios rehizo la alianza «con nuestra descendencia y con todos los seres vivos» (Gn 9,10). Sin ellos, somos una familia menguada. La historia muestra que la arrogancia de «ser Dios», sin nunca poder serlo, sólo nos trae desgracias. Bástenos ser simples criaturas con la misión de cuidar y respetar a la Madre Tierra. En la perspectiva de las grandes mayorías de la humanidad el orden actual es un orden en desorden, producido y mantenido por las fuerzas y países que se benefician de él, aumentando su poder y sus ganancias. Este desorden se deriva del hecho de que la globalización económica no ha dado origen a una globalización política. No hay ninguna instancia o fuerza que controle la voracidad de la globalización económica. Joseph Stiglitz y Paul Krugman, dos premios Nobel de economía, critican al presidente Obama por no haber puesto freno a los ladrones de Wall Street y de la City en vez de rendirse a ellos. Después de haber provocado la crisis, todavía fueron beneficiados con inversiones mil millonarias de dinero público. Y volvieron, airosos, al sistema de especulación financiera.
Esos excepcionales economistas son óptimos haciendo análisis pero mudos presentando salidas a la crisis actual. Tal vez, como insinúan, por estar convencidos de que la solución a la economía no está en la economía sino en rehacer las relaciones sociales destruidas por la economía de mercado, especialmente la especulativa. Esta no tiene compasión y está desprovista de cualquier proyecto de mundo, de sociedad y de política. Su propósito es acumular al máximo y para eso tiene que someter estados, quebrar legislaciones, flexibilizar leyes de trabajo, y fundar economías nacionales, obligando a los países en crisis a privatizar todo lo que es vendible, lanzando al pueblo a pobreza y la desesperación. Para los especuladores, también en Brasil, el dinero sirve para producir más dinero y no para producir más bienes para quien los necesita. Aquí, el gobierno tiene que pagar más de cien mil millones dólares anuales por los préstamos adquiridos, mientras solamente dedica cerca sesenta mil millones a los proyectos sociales. Esta disparidad resulta éticamente perversa, consecuencia del tipo de sociedad que está obligada a mantener, que coloca como eje estructurador central a la economía y hace una mercancía de todo, hasta de los bienes comunes necesarios para la vida, como el agua, las semillas, el aire y los suelos. No son pocos quienes sostienen la tesis de que estamos en un momento dramático de descomposición de los lazos sociales. Alain Touraine habla incluso de fase pos-social en lugar de pos-industrial. Esta descomposición social se revela por polarizaciones o por lógicas en oposición radical: la lógica del capital productivo, cerca de 60 billones dólares/año, y la del capital especulativo, cerca de 600 billones de dólares bajo la égida del greed is good (la codicia es buena). La lógica de los que defienden el mayor lucro posible y la de los que luchan por los derechos de la vida, de la humanidad y de la Tierra. La lógica del individualismo que destruye la «casa común», aumentando el número de los que ya no quieren convivir más, y la lógica de la solidaridad social a partir de los más vulnerables. La lógica de las élites que hacen los cambios intrasistema y se apropian de los beneficios, y la lógica de los asalariados, amenazados de desempleo y sin capacidad de intervención. La lógica de la aceleración del crecimiento material (Brasil) y la de los límites de cada ecosistema y de la propia Tierra. Existe una desconfianza generalizada de que del sistema imperante pueda venir algo bueno para la humanidad. Vamos de mal en peor en todo lo que se refiere a la vida y a la naturaleza. El futuro depende del caudal de confianza que los pueblos tienen en sus capacidades y en las auténticas posibilidades de la realidad. Y esta confianza está menguando día a día. Nos estamos enfrentando a este dilema: o dejamos que las cosas sigan así como están y entonces nos hundiremos en una crisis terminal o nos empeñamos en la gestación de una nueva vida social que sostendrá otro tipo de civilización. Los vínculos sociales nuevos no se derivarán de la técnica ni de la política actuales, despegadas de la naturaleza y de una relación de sinergia con la Tierra. Nacerán de un consenso mínimo entre los humanos, que debe ser construido en torno al reconocimiento y respeto de los derechos de la vida, de cada sujeto social, de la humanidad y de la Tierra, considerada como Gaia y nuestra Madre común. A esta nueva vida social deben servir la técnica, la política, las instituciones y los valores del pasado. Vengo pensando y escribiendo sobre estas cosas desde hace por lo menos veinte años. Pero ¿quién escucha? Es voz perdida en el desierto. «Clamé y salvé mi alma» (clamavi et salvavi animam meam, diría desolado Marx). En mi último artículo lancé la idea, sustentada por minorías, de que estamos ante una crisis sistémica y terminal del capitalismo, y no es una crisis cíclica. Dicho en otras palabras: las condiciones para su reproducción han sido destrozadas, sea porque los bienes y servicios que puede ofrecer han llegado al límite por la devastación de la naturaleza, sea por la desorganización radical de las relaciones sociales, dominadas por una economía de mercado en la que predomina el capital financiero. La tendencia dominante es pensar que se puede salir de la crisis, volviendo a lo que había antes, con pequeñas correcciones, garantizando el crecimiento, recuperando empleo y asegurando ganancias. Por lo tanto, los negocios continuarán as usual.
Las mil millonarias intervenciones de los Estados industriales salvaron los bancos y evitaron el derrumbe del sistema, pero no han transformado el sistema económico. Peor aún, las inyecciones estatales facilitaron el triunfo de la economía especulativa sobre la economía real. La primera es considerada el principal desencadenador de la crisis, al estar comandada por verdaderos ladrones que ponen su enriquecimiento por encima del destino de los pueblos, como se ha visto ahora en Grecia. La lógica del enriquecimiento máximo está corrompiendo a los individuos, destruyendo las relaciones sociales y castigando a los pobres, acusados de dificultar la implantación del capital. Se mantiene la bomba con su espoleta. El problema es que cualquiera podría encender la espoleta. Muchos analistas se preguntan con miedo: ¿el orden mundial sobreviviría a otra crisis como la que hemos tenido? El sociólogo francés Alain Touraine asegura en su reciente libro Después de la crisis (Paidós 2011): la crisis o acelera la formación de una nueva sociedad o se vuelve un tsunami, que podrá arrasar todo lo que encuentre a su paso, poniendo en peligro mortal nuestra propia existencia en el planeta Tierra (p. 49.115). Razón de más para sostener la tesis de que estamos ante una situación terminal de este tipo de capital. Se impone con urgencia pensar en valores y principios que puedan fundar un nuevo modo de habitar la Tierra, organizar la producción y la distribución de los bienes, no sólo para nosotros (hay que superar el antropocentrismo) sino para toda la comunidad de vida. Este fue el objetivo al elaborar la Carta de la Tierra, animada por M. Gorbachev que, como ex-jefe de Estado de la Unión Soviética, conocía los instrumentos letales disponibles para destruir hasta la última vida humana, como afirmó en varias reuniones. Aprobada por la UNESCO en 2003, la Carta de la Tierra contiene efectivamente «principios y valores para un modo de vida sostenible, como criterio común para individuos, organizaciones, empresas y gobiernos». Urge estudiarla y dejarse inspirar por ella, sobre todo ahora, en la preparación de la Río+20. Nadie puede prever lo que vendrá después de la crisis. Solo se presentan insinuaciones. Todavía estamos en la fase de diagnóstico de sus causas profundas. Lamentablemente son sobre todo los economistas quienes hacen los análisis de la crisis y menos los sociólogos, antropólogos, filósofos y estudiosos de las culturas. Lo que va quedando claro es lo siguiente: ha habido una triple separación: el capital financiero se desenganchó de la economía real; la economía en su conjunto, de la sociedad; y la sociedad en general, de la naturaleza. Y esta separación ha creado tal polvareda que ya no vemos los caminos a seguir. Los “indignados” que llenan las plazas de algunos países europeos y del mundo árabe, están poniendo el sistema en jaque. Es un sistema malo para la mayoría de la humanidad. Hasta ahora eran víctimas silenciosas, pero ahora gritan fuerte. No sólo buscan empleo, reclaman principalmente derechos humanos fundamentales. Quieren ser sujetos, es decir, actores de otro tipo de sociedad en la que la economía esté al servicio de la política y la política al servicio del bien vivir, de las personas entre sí y con la naturaleza. Seguramente no basta querer. Se impone una articulación mundial, la creación de organismos que hagan viable otro modo de convivir, y una representación política ligada a los anhelos generales y no a los intereses del mercado. Hay que reconstruir la vida social. Por mi parte veo indicios en muchas partes del surgimiento de una sociedad mundial ecocentrada y biocentrada. Su eje será el sistema-vida, el sistema-Tierra y la Humanidad. Todo debe centrarse en esto. De no ser así, difícilmente evitaremos un posible tsunami ecológico-social. Vengo sosteniendo que la crisis actual del capitalismo es más que coyuntural y estructural. Es terminal. ¿Ha llegado el final del genio del capitalismo para adaptarse siempre a cualquier circunstancia?. Soy consciente de que pocas personas sostienen esta tesis. Dos razones, sin embargo, me llevan a esta interpretación.
La primera es la siguiente: la crisis es terminal porque todos nosotros, pero particularmente el capitalismo, nos hemos saltado los límites de la Tierra. Hemos ocupado, depredando, todo el planeta, deshaciendo su sutil equilibrio y agotando sus bienes y servicios hasta el punto de que no consigue reponer por su cuenta lo que le han secuestrado. Ya a mediados del siglo XIX Karl Marx escribía proféticamente que la tendencia del capital iba en dirección a destruir sus dos fuentes de riqueza y de reproducción: la naturaleza y el trabajo. Es lo que está ocurriendo. La naturaleza efectivamente se encuentra sometida a un gran estrés, como nunca antes lo estuvo, por lo menos en el último siglo, sin contar las 15 grandes diezmaciones que conoció a lo largo de su historia de más de cuatro mil millones de años. Los fenómenos extremos verificables en todas las regiones y los cambios climáticos, que tienden a un calentamiento global creciente, hablan a favor de la tesis de Marx. ¿Sin naturaleza cómo va a reproducirse el capitalismo? Ha dado con un límite insuperable. Él capitalismo precariza o prescinde del trabajo. Existe gran desarrollo sin trabajo. El aparato productivo informatizado y robotizado produce más y mejor, con casi ningún trabajo. La consecuencia directa es el desempleo estructural. Millones de personas no van a ingresar nunca jamás en el mundo del trabajo, ni siquiera como ejército de reserva. El trabajo, de depender del capital, ha pasado a prescindir de él. En España el desempleo alcanza al 20% de la población general, y al 40% de los jóvenes. En Portugal al 12% del país, y al 30% entre los jóvenes. Esto significa una grave crisis social, como la que asola en este momento a Grecia. Se sacrifica a toda la sociedad en nombre de una economía, hecha no para atender las demandas humanas sino para pagar la deuda con los bancos y con el sistema financiero. Marx tiene razón: el trabajo explotado ya no es fuente de riqueza. Lo es la máquina. La segunda razón está ligada a la crisis humanitaria que el capitalismo está generando. Antes estaba limitada a los países periféricos. Hoy es global y ha alcanzado a los países centrales. No se puede resolver la cuestión económica desmontando la sociedad. Las víctimas, entrelazas por nuevas avenidas de comunicación, resisten, se rebelan y amenazan el orden vigente. Cada vez más personas, especialmente jóvenes, no aceptan la lógica perversa de la economía política capitalista: la dictadura de las finanzas que, vía mercado, somete los Estados a sus intereses, y el rentabilismo de los capitales especulativos que circulan de unas bolsas a otras obteniendo ganancias sin producir absolutamente nada a no ser más dinero para sus rentistas. Fue el capital mismo el que creó el veneno es el que lo puede matar: al exigir a los trabajadores una formación técnica cada vez mejor para estar a la altura del crecimiento acelerado y de la mayor competitividad, creó involuntariamente personas que piensan. Éstas, lentamente van descubriendo la perversidad del sistema que despelleja a las personas en nombre de una acumulación meramente material, que se muestra sin corazón al exigir más y más eficiencia, hasta el punto de llevar a los trabajadores a un estrés profundo, a la desesperación, y en algunos casos, al suicidio, como ocurre en varios países, y también en Brasil. Las calles de varios países europeos y árabes, los “indignados” que llenan las plazas de España y de Grecia son expresión de una rebelión contra el sistema político vigente a remolque del mercado y de la lógica del capital. Los jóvenes españoles gritan: «no es una crisis, es un robo». Los ladrones están afincados en Wall Street, en el FMI y en el Banco Central Europeo, es decir, son los sumos sacerdotes del capital globalizado y explotador. Al agravarse la crisis crecerán en todo el mundo las multitudes que no aguanten más las consecuencias de la superexplotación de sus vidas y de la vida de la Tierra y se rebelen contra este sistema económico que ahora agoniza, no por envejecimiento, sino por la fuerza del veneno y de las contradicciones que ha creado, castigando a la Madre Tierra y afligiendo la vida de sus hijos e hijas. |
Leonardo BoffNació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil), el 14 de diciembre de 1938. Es nieto de inmigrantes italianos venidos delVéneto a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores, franciscanos, en 1959. Archivos
Agosto 2020
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