En el Instituto Humanitas de la Unisinos de los Jesuitas en São Leopoldo (Brasil) se está celebrando del 7 al 11 de octubre el 40º aniversario del nacimiento de la Teología de la Liberación. Están presentes los principales representantes de América Latina, especialmente, su primer formulador, el peruano Gustavo Gutiérrez. Curiosamente en ese mismo año de 1971, sin que ninguno supiese de los otros, Gutiérrez en Perú, Hugo Assman en Bolivia, Juan Luis Segundo en Uruguay y yo mismo en Brasil publicábamos nuestros escritos, que son considerados los fundadores de este tipo de teología. ¿No sería la irrupción Espíritu que soplaba en nuestro Continente marcado por tantas opresiones?
Para burlar los órganos de control y represión de los militares, yo publicaba todos los meses de 1971 un artículo en una revista para religiosas Sponsa Christi (Esposa de Cristo) con el título: Jesucristo el Liberador. En marzo de 1972 reuní los artículos y me arriesgué a publicarlos en forma de libro. Tuve que esconderme durante dos semanas porque la policía política me buscaba. Las palabras «liberación» y «liberador» habían sido prohibidas y no podían ser usadas públicamente. Al abogado de la Editora Vozes le costó mucho convencer a los agentes de vigilancia de que se trataba de un libro de teología, con muchas notas de pie de página de literatura alemana y que no era una amenaza para el Estado de Seguridad Nacional. ¿Cuál es la singularidad del libro (hoy en su 21 edición)? Presentaba, fundada en una exégesis rigurosa de los evangelios, una figura de Jesús como liberador de las distintas opresiones humanas. Contra dos de ellas tuvo que enfrentarse directamente: la religiosa en forma de fariseísmo en la estricta observancia de las leyes religiosas. La otra, política, la ocupación romana que implicaba reconocer al imperador como «dios» y asistir a la penetración de la cultura helenística pagana en Israel. A la opresión religiosa, Jesús contrapone una «ley» mayor, la del amor incondicional a Dios y al prójimo. Éste es para él toda persona de la cual me aproximo, especialmente los pobres e invisibles, aquellos que no cuentan socialmente. A la política se opone, en vez de someterse al imperio de los Césares, anunciando el Reino de Dios, un delito de lesa majestad. Este Reino comportaba una revolución absoluta del cosmos, de la sociedad, de cada persona y una redefinición del sentido de la vida a la luz de Dios, llamado Abba, es decir, padre amoroso y lleno de misericordia, que hacía que todos se sintiesen sus hijos e hijas y hermanos y hermanas unos de otros. Jesús actuaba con la autoridad y la convicción de alguien enviado por el Padre para liberar a la creación herida por las injusticias. Mostraba un poder que aplacaba tempestades, curaba enfermos, resucitaba muertos y llenaba de esperanza a todo el pueblo. Algo realmente revolucionario iba a suceder: la irrupción del Reino que es de Dios y también de los humanos por su compromiso. En estos dos frentes creó un conflicto que lo llevó a la cruz. No murió en la cama rodeado de discípulos, sino ejecutado en la cruz como consecuencia de su mensaje y de su práctica. Todo indicaba que su utopía había sido frustrada. Pero he aquí que sucedió algo inaudito: la hierba no creció sobre su sepultura. Unas mujeres anunciaron a los apóstoles que había resucitado. La resurrección no hay que identificada con la reanimación de un cadáver, como el de Lázaro, sino como la irrupción del ser nuevo, no sujeto ya al espacio-tiempo y a la entropía natural de la vida. Por eso atravesaba paredes, aparecía y desaparecía. Su utopía del Reino como transfiguración de todas las cosas, al no poder realizarse globalmente, se concretó en su persona mediante la resurrección. Es el Reino de Dios concretado en Él. La resurrección es el hecho mayor del cristianismo sin el cual no se sostiene. Sin ese acontecimiento bienaventurado, Jesús sería como tantos profetas sacrificados por los sistemas de opresión. La resurrección significa la gran liberación y también una insurrección contra este tipo de mundo. Quien resucita no es un Cesar o un Sumo Sacerdote, sino un crucificado. La resurrección da razón a los crucificados de la historia de la justicia y del amor. Ella nos asegura que el verdugo no triunfa sobre la víctima. Significa la realización de las potencialidades escondidas en cada uno de nosotros: la irrupción del hombre nuevo. ¿Cómo entender a esa persona? Los discípulos le atribuyeron todos los títulos, Hijo del Hombre, Profeta, Mesías y otros. Al final concluyeron: humano así como Jesús sólo puede ser Dios mismo. Y empezaron a llamarle Hijo de Dios. Anunciar un Jesucristo liberador en el contexto de opresión que existía y aún persiste en Brasil y en América Latina era y es peligroso. No sólo para la sociedad dominante sino también para ese tipo de Iglesia que discrimina a mujeres y laicos. Por eso su sueño siempre será retomado por aquellas personas que se niegan a aceptar el mundo así como existe. Tal vez sea este el sentido de un libro escrito hace 40 años.
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La crisis ecológico-social que se extiende por todos los países nos está obligando a repensar el crecimiento y el desarrollo, como sucedió en la Río+20. Sentimos empíricamente los límites de la Tierra. Los modelos hasta ahora vigentes se muestran insostenibles.
Por esta razón, muchos analistas afirman: los países desarrollados deben superar el fetiche del desarrollo/crecimiento sostenible a toda costa. Ellos no lo necesitan porque han conseguido prácticamente todo lo necesario para una vida decente y libre de necesidades. Por eso, en lugar de crecimiento/desarrollo se impone una visión ecológico-social: la prosperidad sin crecimiento (mejorar la calidad de vida, la educación, los bienes intangibles). Por el contrario, los países pobres y emergentes necesitan prosperidad con crecimiento. Ellos tienen urgencia de satisfacer las necesidades de sus poblaciones empobrecidas (80% de la humanidad). Ya no es sensato perseguir el propósito central del pensamiento económico industrialista/consumista/capitalista que planteaba la pregunta: ¿cómo ganar más?, y que suponía la dominación de la naturaleza en vista del beneficio económico. Ahora ante la realidad que ha cambiado, la pregunta es otra: ¿cómo producir, viviendo en armonía con la naturaleza, con todos los seres vivos, con los seres humanos y con el Trascendente? En la respuesta a esta pregunta se decide si hay prosperidad sin crecimiento para los países desarrollados y con crecimiento para los pobres y emergentes. Para comprender mejor esta ecuación es ilustrativo distinguir cuatro tipos de capital: el natural, el material, el humano y el espiritual. En la articulación de los cuatro se genera la prosperidad con o sin crecimiento. El capital natural está formado por los bienes y servicios que la naturaleza ofrece gratuitamente. El capital material es el producido por el trabajo humano. Y aquí hay que considerar bajo qué condiciones de explotación humana y de degradación de la naturaleza ha sido construido. El capital humano está formado por la cultura, las artes, las visiones de mundo, la cooperación, realidades pertenecientes a la esencia de la vida humana. Aquí es importante reconocer que el capitalmaterial ha sometido al capital humano a distorsiones pues también ha hecho mercancía de los bienes culturales. Como denunció recientemente David Yanomami, chamán y cacique, en un libro lanzado en Francia y titulado La caída del cielo: «vosotros, blancos, sois el pueblo de la mercancía, el pueblo que no escucha la naturaleza porque solo se interesa por beneficios económicos»(desinformemonos.org). Lo mismo se debe decir del capital espiritual. Pertenece también a la naturaleza del ser humano que se pregunta por el sentido de la vida y del universo, lo que podemos esperar más allá de la muerte, los valores de excelencia como el amor, la amistad, la compasión y la apertura al Transcendente. Pero debido al predominio de lo material, loespiritual se encuentra anémico y todavía no puede mostrar toda su capacidad de transformación y de creación de equilibrio y de sustentabilidad a la vida humana, a la sociedad y a la naturaleza. El desafío que se presenta hoy es: cómo pasar del capital material al capital humano y espiritual. Lógicamente, lo humano y lo espiritual no eximen del capital material. Necesitamos un cierto crecimiento material para garantizar, con suficiencia y decencia, el sostenimiento material de la vida. Sin embargo, no podemos restringirnos a un crecimiento con prosperidad porque éste no es un fin en sí mismo. Se ordena al desarrollo integral del ser humano. Modernamente, fue Amartya Sen, el indio y premio Nobel de economía de 1998, quien mejor nos ayudó a comprender lo que es el desarrollo humano, capaz de ser sostenible y traer prosperidad. El título de su libro define ya la tesis central: Desarrollo como libertad (Companhia das Letras 2001). El autor se sitúa en el corazón del capitalhumano al definir el desarrollo como «el proceso de expansión de las libertades sustantivas de las personas» (p. 336). El brasilero Marcos Arruda, economista y educador, presentó también un proyecto de educación transformadora a partir de la praxis y como ejercicio democrático de todas las libertades (Educación para una economía del amor: educación de la praxis y economía solidaria, Idéias e Letras 2009). No se trata solamente de atender a la nutrición y la salud, condiciones de base para cualquier prosperidad, lo decisivo reside en transformar al ser humano. Para Amarthya Sen y para Arruda son fundamentales para eso la educación y la democracia participativa. La educación no para ser secuestrada como un artículo de mercado (profesionalización), sino como la forma de hacer surgir y desarrollar las potencialidades y capacidades del ser humano, cuya «vocación ontológica e histórica es ser más... lo que implica un superarse, un ir más allá de sí mismo, un activar los potenciales latentes en su ser» (Arruda, Educación para una economía del amor,103). El crecimiento/desarrollo que busca la prosperidad supone entonces la ampliación de las oportunidades de modelar la vida y definirle un destino. El ser humano se descubre un ser utópico, es decir, un ser siempre en construcción, habitado por un sinnúmero de potencialidades. Crear las condiciones para que ellas puedan salir a la luz y sean implementadas es el propósito del desarrollo humano como prosperidad. Se trata de humanizar lo humano. Al servicio de este propósito están los valores ético-espirituales, las ciencias, las tecnologías y nuestros modos de producción. La forma política más adecuada para propiciar el desarrollo humano sostenible y próspero es, según Sen y Arruda, al lado de la educación, la democracia participativa. Todos deben sentirse incluidos para, unidos, construir el bien común. Este capital humano y espiritual cuanto más se usa más crece, al contrario del capital material que cuanto más se usa más disminuye. Tal vez sea este el gran legado de la crisis actual. El centro de la predicación de Jesús no fue la Iglesia sino el Reino de Dios: una utopía de revolución/reconciliación total de toda la creación. Es tan cierto esto que los evangelios, a excepción del de san Mateo, nunca hablan de Iglesia sino siempre de Reino. Con el rechazo a la persona y al mensaje de Jesús, el Reino no vino y en su lugar surgió la Iglesia como comunidad de los que dan testimonio de la resurrección de Jesús y guardan su legado intentando vivirlo en la historia.
Desde su inicio se estableció una bifurcación: el grueso de los fieles asumió el cristianismo como camino espiritual, en diálogo con la cultura ambiente. Y otro grupo, mucho menor, aceptó asumir, bajo control del Emperador, la conducción moral del Imperio romano en franca decadencia. Copió las estructuras jurídico-políticas imperiales para la organización de la comunidad de fe. Ese grupo, la jerarquía, se estructuró alrededor de la categoría «poder sagrado» (sacra potestas). Fue un camino de altísimo riesgo, porque si hay una cosa que Cristo siempre rechazó fue el poder. Para él, el poder en sus tres expresiones, como aparece en las tentaciones en el desierto –el profético, el religioso y el político–, cuando no es servicio sino dominación pertenece a la esfera de lo diabólico. Sin embargo este fue el camino recorrido por la Iglesia-institución jerárquica bajo la forma de una monarquía absolutista que rechaza hacer partícipes de ese poder a los laicos, la gran mayoría de los fieles. Ella nos llega hasta nuestros días en un contexto de gravísima crisis de confiabilidad. Ocurre que cuando predomina el poder, se ahuyenta el amor. Efectivamente, el estilo de organización de la Iglesia jerárquica es burocrático, formal y a veces inflexible. En ella todo se cobra, nada se olvida y nunca se perdona. Prácticamente no hay espacio para la misericordia y para una verdadera comprensión de los divorciados y de los homoafectivos. La imposición del celibato a los sacerdotes, el enraizado antifeminismo, la desconfianza de todo lo que tiene que ver con sexualidad y placer, el culto a la personalidad del papa y su pretensión de ser la única Iglesia verdadera y la «única guardiana establecida por Dios de la eterna, universal e inmutable ley natural», que así, en palabras de Benedicto XVI, «asume una función directiva sobre toda la humanidad». El entonces cardenal Ratzinger todavía en el año 2000 repitió en el documento Dominus Jesus la doctrina medieval de que «fuera de la Iglesia no hay salvación» y que los de afuera «corren grave riesgo de perderse». Este tipo de Iglesia seguramente no tiene salvación. Lentamente pierde sostenibilidad en todo el mundo. ¿Cuál sería la Iglesia digna de salvación? Aquella que humildemente vuelve a la figura del Jesús histórico, obrero simple y profético, Hijo encarnado, imbuido de una misión divina de anunciar que Dios está ahí con su gracia y misericordia para todos; una Iglesia que reconoce a las demás Iglesias como expresiones diferentes de la herencia sagrada de Jesús; que se abre al diálogo con todas las demás religiones y caminos espirituales viendo ahí la acción del Espíritu que llega siempre antes que el misionero; que está dispuesta a aprender de toda la sabiduría acumulada de la humanidad; que renuncia a todo poder y espectacularización de la fe para que no sea mera fachada de una vitalidad inexistente; que se presenta como «abogada y defensora» de los oprimidos de cualquier clase, dispuesta a sufrir persecuciones y martirios a semejanza de su fundador; que en ella el papa tuviese el valor de renunciar a la pretensión de poder jurídico sobre todos y fuese señal de referencia y de unidad de la Propuesta Cristiana con la misión pastoral de fortalecer a todos en la fe, en la esperanza y en el amor. Esta Iglesia está en el ámbito de nuestras posibilidades. Basta imbuirnos del espíritu del Nazareno. Entonces sería verdaderamente la Iglesia de los humanos, de Jesús, de Dios, la comprobación de que la utopía de Jesús del Reino es verdadera. Sería un espacio de realización del Reino de los liberados al cual estamos convocados todos. Esta pregunta ha sido formulada por uno de los más renombrados y fecundos teólogos del área del catolicismo: el suizo-alemán Hans Küng en un libro reciente que lleva este mismo título ¿Tiene la Iglesia salvación? (2012). De forma entusiasta fomentó la renovación de la Iglesia junto con su colega de la Universidad de Tubinga, Joseph Ratzinger. Ha escrito una vasta obra sobre la Iglesia, el ecumenismo, las religiones y otros temas relevantes. Debido a un libro suyo que cuestionaba la infalibilidad papal fue duramente castigado por la ex-Inquisición. No abandonó la Iglesia, sino que se empeñó como pocos en su reforma con libros, cartas abiertas y llamamientos a obispos y a la comunidad cristiana para que se abriesen al diálogo con el mundo moderno y con la nueva situación planetaria de la humanidad. No se evangelizan personas, hijos e hijas de nuestro tiempo, presentándoles un modelo de Iglesia, hecha bastión de conservadurismo y de autoritarismo y sintiéndose una fortaleza asediada por la modernidad, que es considerada responsable de todo tipo de relativismo. Digamos de paso que la crítica feroz que el papa actual dirige contra el relativismo, la realiza a partir de su polo opuesto, un invencible absolutismo. Esta es la tónica que está siendo impuesta por los dos últimos papas, Juan Pablo I y Benedicto XVI: un no a las reformas y una vuelta a la tradición y a la gran disciplina, orquestadas por la jerarquía eclesiástica.
El presente libro: ¿Tiene salvación la Iglesia? (2012) expresa un grito casi desesperado en pro de transformaciones y, al mismo tiempo, una manifestación generosa de esperanza de que éstas son posibles y necesarias, si no se quiere entrar en un lamentable colapso institucional. Quede claro, para empezar, que cuando Küng y yo mismo hablamos de Iglesia, entendemos la comunidad de aquellos que se sienten comprometidos con la figura y la causa de Jesús, cuyo foco reside en el amor incondicional, en la centralidad de los pobres e invisibles, en la hermandad de todos los seres humanos y en la revelación de que somos hijos e hijas de Dios, siendo el mismo Jesús quien dejó entrever que él era el propio Hijo de Dios que asumió nuestra contradictoria humanidad. Éste es el sentido originario y verdadero de Iglesia. Pero históricamente la palabra Iglesia ha sido apropiada por la jerarquía (desde el papa a los curas); ella se identifica como Iglesia tout court y se presenta como la Iglesia. Pues bien, lo que está en profunda crisis es esta segunda concepción de Iglesia, que Küng llama “sistema romano”, o sea, “la Iglesia institución-jerárquica” o “la estructura monárquico-absolutista de mando”, cuya sede se encuentra en el Vaticano y se centra en la figura del papa con el aparato que le rodea: la curia romana. Esta crisis se prolonga desde hace siglos y el clamor por cambios atraviesa la historia de la Iglesia, culminando en la Reforma del siglo XVI y en el Concilio Vaticano II (1962-1965) de nuestros días. En términos estructurales, las reformas estructurales siempre fueron superficiales o aplazadas o simplemente abortadas. En los últimos tiempos, sin embargo, la crisis ha adquirido una gravedad especial. La Iglesia institución (papa, cardenales, obispos y curas), repito, no la gran comunidad de los fieles, ha sido alcanzada en su corazón, en aquello que era su gran pretensión: la de ser “guía y maestra de moral” para toda la humanidad. Algunos datos ya conocidos han puesto en jaque tal pretensión y han llevado el descrédito a la Iglesia institución, lo cual ha ocasionado gran emigración de fieles: Los escándalos financieros involucrando al Banco Vaticano (IOR), que se transformó en una especie de off-shore de lavado de dinero; los documentos secretos sustraídos, quien sabe si hasta de la mesa del papa, por su propio secretario y vendidos a los periódicos, revelando las intrigas por el poder entre cardenales; y especialmente la cuestión de los sacerdotes pedófilos, miles de casos en varios países, que involucran a padres, obispos y hasta al cardenal de Viena Hans Hermann Groer. Gravísima fue la instrucción dada por el entonces cardenal Ratzinger a todos los obispos del mundo de encubrir, bajo sigilo pontificio, los abusos sexuales a menores para evitar que los curas pedófilos fuesen denunciados a las autoridades civiles. Finalmente el papa tuvo que reconocer el carácter criminal de la pedofilia y aceptar su enjuiciamiento por los tribunales civiles. Küng muestra, con erudición histórica irrefutable, los pasos dados por los papas al pasar de sucesores de Pedro a vicarios de Cristo y a representantes de Dios en la Tierra. Los títulos que el canon 331 confiere al papa son de tal magnitud que, en realidad, caben solamente a Dios. Una monarquía papal absoluta con báculo dorado no concuerda con el cayado de madera del Buen Pastor que cuida con amor de sus ovejas y las confirma en la fe, como pidió el Maestro (Lc 22,32). Escribíamos anteriormente en estas páginas que la crisis de la Iglesia-institución-jerarquía radica en la absoluta concentración de poder en la persona del papa, poder ejercido de forma absolutista, distanciado de cualquier participación de los cristianos y creando obstáculos prácticamente insuperables para el diálogo ecuménico con las otras Iglesias.
No fue así al principio. La Iglesia era una comunidad fraternal. No existía todavía la figura del papa. Quien dirigía la Iglesia era el emperador pues él era el Sumo Pontífice (Pontifex Maximus) y no el obispo de Roma ni el de Constantinopla, las dos capitales del Imperio. Así el emperador Constantino convocó el primer concilio ecuménico de Nicea (325) para decidir la cuestión de la divinidad de Cristo. Todavía en el siglo VI el emperador Justiniano, que rehízo la unión de las dos partes del Imperio, la de Occidente y la de Oriente, reclamó para sí el primado de derecho y no el de obispo de Roma. Sin embargo, por el hecho de estar en Roma las sepulturas de Pedro y de Pablo, la Iglesia romana gozaba de especial prestigio, así como su obispo, que ante los otros tenía la “presidencia en el amor” y “ejercía el servicio de Pedro”, el de “confirmar en la fe”, no la supremacía de Pedro en el mando. Todo cambió con el papa León I (440-461), gran jurista y hombre de Estado. Él copió la forma romana de poder que es el absolutismo y el autoritarismo del emperador. Comenzó a interpretar en términos estrictamente jurídicos los tres textos del Nuevo Testamento referentes a Pedro: Pedro como piedra sobre la cual se construiría la Iglesia (Mt 16,18), Pedro, el confirmador en la fe (Lc 22,32) y Pedro como Pastor que debe cuidar de sus ovejas (Jn 21,15). El sentido bíblico y jesuánico va en una línea totalmente contraria: la del amor, el servicio y la renuncia a cualquier honor. Pero predominó la lectura del derecho romano absolutista. Consecuentemente León I asumió el título de Sumo Pontífice y de Papa en sentido propio. Después, los demás papas empezaron a usar las insignias y la indumentaria imperial, la púrpura, la mitra, el trono dorado, el báculo, las estolas, el palio, la muceta, se establecieron los palacios con su corte y se introdujeron hábitos palaciegos que perduran hasta los días actuales en los cardenales y en los obispos, cosa que escandaliza a no pocos cristianos que leen en los evangelios que Jesús era un obrero pobre y sin galas. Entonces empezó a quedar claro que los jerarcas están más próximos al palacio de Herodes que a la gruta de Belén. Pero hay un fenómeno de difícil comprensión para nosotros: en el afán por legitimar esta transformación y garantizar el poder absoluto del papa, se forjaron una serie de documentos falsos. Primero, una pretendida carta del papa Clemente (+96), sucesor de Pedro en Roma, dirigida a Santiago, hermano del Señor, el gran pastor de Jerusalén, en la cual decía que Pedro antes de morir había determinado que él, Clemente, sería el único y legítimo sucesor. Y evidentemente los demás que vendrían después. Falsificación todavía mayor fue la famosa Donación de Constantino, un documento forjado en la época de León I según el cual Constantino habría hecho al papa de Roma la donación de todo el Imperio Romano. Más tarde, en las disputas con los reyes francos, se creó otra gran falsificación, las Pseudodecretales de Isidoro que reunían falsos documentos y cartas como si proviniesen de los primeros siglos, que reforzaban el primado jurídico del papa de Roma. Y todo culminó con el Código de Graciano en el siglo XIII, tenido como base del derecho canónico, pero que se basaba en falsificaciones y normas que reforzaban el poder central de Roma además de en otros cánones verdaderos que circulaban por las iglesias. Lógicamente, todo esto fue desenmascarado más tarde pero sin producir modificación alguna en el absolutismo de los papas. Pero es lamentable y un cristiano adulto debe conocer los ardides usados y concebidos para gestar un poder que está a contracorriente de los ideales de Jesús y que oscurece el fascinante mensaje cristiano, portador de un nuevo tipo de ejercicio del poder, servicial y participativo. Posteriormente se produjo un crescendo del poder de los papas: Gregorio VII (+1085) en su Dictatus Papae (la dictadura del papa) se autoproclamó señor absoluto de la Iglesia y del mundo; Inocencio III (+1216) se anunció como vicario-representante de Cristo y por fin, Inocencio IV (+1254) se alzó como representante de Dios. Como tal, bajo Pío IX en 1870, el papa fue proclamado infalible en el campo de doctrina y moral. Curiosamente, todos estos excesos nunca han sido denunciados ni corregidos por la Iglesia jerárquica porque la benefician. Siguen sirviendo de escándalo para los que todavía creen en el Nazareno pobre, humilde artesano y campesino mediterráneo, perseguido, ejecutado en la cruz y resucitado para levantarse contra toda búsqueda de poder y más poder aun dentro de la Iglesia. Ese modo de entender comete un olvido imperdonable: los verdaderos vicarios-representantes de Cristo, según el evangelio de Jesús (Mt 25,45) son los pobres, los sedientos y los hambrientos. Y la jerarquía existe para servirlos, no para sustituirlos. |
Leonardo BoffNació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil), el 14 de diciembre de 1938. Es nieto de inmigrantes italianos venidos delVéneto a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores, franciscanos, en 1959. Archivos
Agosto 2020
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