Es indudable que el cristianismo (católico y protestante) está en crisis. No sólo en su parte institucional y conservadora, sino también en la subversiva, la de la llamada Teología de la Liberación, históricamente social-política y ecuménica. Tras largas décadas de conflicto entre la línea eclesiástica oficial (simbolizada en los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI) y los grupos eclesiales de base afines a la opción por los pobres, el agotamiento llegó, para ambas partes: agotamiento teórico y práctico, crisis generacional.
La jerarquía eclesial conservadora no consideró algunos factores en esta guerra sin cuartel contra el marxismo y la Teología de la Liberación, entre otros:
El recuento de daños para la teología de la liberación Como decíamos, para la Teología de la Liberación no fue fácil sobrevivir en un ambiente doblemente adverso. Su mayor grandeza acaeció en los 70 y 80, como iglesia marginal y perseguida:
¿Qué pasa cuando el cardenal Bergoglio es elegido papa? Primero ocurre el escepticismo, la confusión, la sospecha, hasta la denostación. Después va serenándose el espíritu y algunos empiezan a abrigar esperanzas de un cambio real en la Iglesia. (No fue el caso del OE quienes hicimos un análisis de los papables y todos estaban cortados con la misma tijera…) Finalmente acontece el discurso papal consistente por una Iglesia de los pobres y la crítica dura al neoliberalismo y entonces muchos se unen a la euforia primaria de los teólogos de la liberación. Pero está muy lejos aún de esta celebración. Más allá de la efervescencia papal que ha mantenido la figura de Francisco en los titulares de la opinión pública a nivel mundial y a dos años de distancia podemos decir con certeza, lo que hace un año decíamos en nuestro balance crítico publicado el 13 de abril: que ha revolucionado la imagen del papado a partir de gestos sencillos, lenguaje directo y un estilo austero de conducción eclesiástica, pero cabe aún la duda en torno a si detrás de las formas existe un proyecto sólido y factible de renovación de una institución profunda y francamente debilitada.[1] Podríamos aventurar algunas primeras valoraciones de fondo:
En julio de 2013 surgió el colectivo llamado Primavera Eclesial ya!, con el objetivo de plantear al papa y a las iglesias una serie de demandas irrenunciables de justicia eclesial: el sacerdocio femenino, el celibato sacerdotal opcional, la transformación del Estado Vaticano en red internacional de justicia, paz e integridad de la creación, la democratización laical a partir de asambleas eclesiales con protagonismo de mujeres y jóvenes y la transformación del Banco Vaticano (IOR) en banca social de los pobres para luchar contra la pobreza en el mundo.[2] Este colectivo fue consolidándose a partir de estas demandas hasta configurar una crítica importante tanto del papado de Francisco como de la Teología de la Liberación misma que hoy se sienta a la mesa con la institución católico, y apenas deja caer migajas a los pobres por los que otrora optaron. Y lo primero que podemos decir sobre ello es que Francisco ha llegado tarde a la Teología de la Liberación, pero es bienvenido: él quizá representa una primavera papal, pero no una primavera eclesial, que siempre ha estado ahí, aún durante el largo invierno eclesial: ha estado en los pueblos indígenas agraviados, las mujeres violentadas y humilladas sistemáticamente en la sociedad y las iglesias, en los campesinos y afrodescendientes marginados y explotados, en millones de niñas y niños que padecen hambre o migran solos por necesidad o supervivencia, en jóvenes sin alternativas y expuestos a la violencia criminal y estructural, en personas con capacidades diferenciadas, en lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, intersexo (LGBTI) que sufren discriminación, en comunidades enteras desplazadas, migrantes y refugiados en situación de extrema vulnerabilidad, en toxicodependientes, en la gente en situación de calle… y en muchos rostros más que viven en la exclusión. Ellas y ellos, construyen nuevos tejidos, y nos enseñan nuevas formas de ser comunidad.[3] Esta nueva manera de sentirnos iglesia es y ha sido una experiencia en contracorriente, en contextos adversos, de persecución, de incomprensión, que nos alejó de formas eclesiales institucionales pero posibilitó caminar por otros senderos y construir identidades eclesiales más libres, creativas, esperanzadoras, resistentes, dialogantes, no-patriarcales y articuladas con actores sociales no-religiosos de forma más participativa, horizontal, justa. Hacen constatar que la Teología de la Liberación no es única, sino de muchos rostros. Y en la medida que el discurso papal y su proyecto práctico consideren esta pluralidad, entonces podemos decir que está caminando por la primavera inaugurada por el Concilio Vaticano II y continuada en América Latina por las teologías de la liberación. No se puede dejar de mencionar el papel de la mujer en la iglesia y en la Teología de la Liberación. Con el papa Francisco se crearon expectativas sobre la participación de las mujeres en la iglesia, estas expectativas eran desde una mayor participación, hasta la participación de las mujeres en la toma de decisiones en la iglesia, aspecto que implicaría el acceso a la ordenación sacerdotal. Estas posibilidades, ni con la teología de la liberación ni con el papa Francisco no se cumplieron. Esto es claro. La Teóloga Ivone Gebara dice: “El Papa Francisco tiene buena voluntad (…) pero, viviendo dentro de una tradición sagrada masculina, no tiene condiciones para dar pasos revolucionarios para promover de hecho la innovación necesaria al mundo de hoy. El papa Francisco tiene buena voluntad pero no es un revolucionario. La teología de la liberación busco la liberación de los oprimidos, pero olvido a las mujeres doblemente oprimidas por el sistema capitalista patriarcal.
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"Yo soy la viña, la verdadera, mi padre es el viñador. Los sarmientos que no me dan fruto, los quita, los sarmientos que dan frutos los aliviana para que puedan seguir produciendo aún más. La palabra que les digo ya los ha alivianado. Permanezcan en mí, que yo permanezco en vosotros. El sarmiento que no da frutos se quita de la viña, como también vosotros si os separéis de mí. Yo soy la viña y vosotros los sarmientos. Quién esté en mí y en quién yo estoy da muchos frutos. Sin mí vosotros nada podéis hacer, Si alguno vive fuera de mí, fuera, se le arroja como a un sarmiento, se seca, se hace con el un atado y se lo arroja al fuego para que se queme, Si vosotros habitáis en mí, habitados por mis palabras, pedid lo que queráis y lo tendréis. Que deis muchos frutos, que os convirtáis en mis discípulos, esa es la gloria de mi Padre"
Juan 15, según la traducción de la Biblia de Bayard y Mediaspaul, 2001 Desde la noche de los tiempos, los seres humanos se han sentido impotentes ante la muerte, las enfermedades, las catástrofes naturales. El granizo y el rayo que destruye las cosechas y los bosques, los violentos huracanes, las inundaciones, calamidades que en su mayor parte proceden del cielo. Pensaron entonces que allí, en el cielo existía un patrón todopoderoso que controlaba nuestras vidas y nos indicaba qué hacer. Era necesario por lo tanto serle agradables, hacerle ofrendas, suplicarle que nos protegiera, ponerlo en fin de nuestro lado. En mi juventud en primavera, en la fiesta de San Marcos, el 25 de abril se celebraban todavía rogativas en todas las parroquias. Se organizaban procesiones en los caminos que surcaban la campaña. Se ayunaba y los curas bendecían los campos y los sembrados. Las cruces a la vera de los caminos lo recordaban, Se rogaba a Dios por la lluvia y el buen tiempo. Esto ya no se hace. Hoy en día recurrimos a los agrónomos. Nos hemos vuelto autónomos y la alimentación se ha convertido en un buen negocio. Jesús vino a decirnos que Dios no vivía en el segundo piso. Toda nuestra concepción religiosa describe al universo como un mundo de dos pisos: el del cielo y el de la tierra, el mundo sobrenatural y el mundo natural. El Símbolo de los Apóstoles evoca un intercambio de va y viene entre la planta baja y las alturas: el ascensor sube y baja continuamente entre los dos niveles: "descendió a los infiernos, subió a los cielos desde donde vendrá..." En la apertura de las sesiones en la Cámara de los Comunes en Otawa, hasta 1980, aún se leía esta oración: "Oh! Señor nuestro Padre Celestial, Alto y Poderoso, Rey de Reyes, Señor de Señores, el único soberano de los príncipes que contemplas desde Tu trono a todos los habitantes de la tierra..." Esta representación resulta problemática en un mundo que ha alcanzado autonomía y que no espera nada de un hipotético mundo de arriba cuya existencia no ha sido jamás probada. El Jesús del Evangelio de Juan en el capítulo 15 nos conduce a una imagen de Dios de dimensiones terrestres (una característica, en general, de las parábolas) La imagen de la viña es muy inspiradora porque compara a Dios con un viñador cuyo orgullo es hacer producir a cada uno de los sarmientos de su viña. Dios es una Fuente, una Inspiración, un Soplo interior, no está arriba sino dentro, en los más íntimo de nuestra intimidad, vive en nuestro mundo, es el alma del cosmos, es el Soplo que anima la vida en la tierra y aún más anima a toda la humanidad en su evolución, está presente en su historia, Jesús es la viña a la que estamos unidos por la confianza, la fe. Permanecemos en él y él en nosotros. "Confiar en mí no es tener confianza en mí sino en quién he sido delegado" Jesús es la encarnación de Dios en nuestro mundo. Es la viña que nace del ser divino; arraiga en la divinidad y hace crecer sus ramas en la humanidad. Dios es la savia que le da vida a la planta, es este impulso vital que desde siempre crea incesantemente al mundo y actúa en lo más íntimo de nosotros mismos. Es a través de esa vinculación con Jesús, por nuestra confianza en él que vivimos plenamente "Si alguno me ama, seguirá mis palabras, lo amará mi Padre y nosotros habitaremos en él" (Juan 14,23). En la medida en que estemos unidos a la persona de Jesús, a su buena nueva nos convertiremos más y más en el ser que Dios programó lograr, maduramos, somos lo que realmente somos. Dios es la fuente de nuestra humana libertad. El no nos maneja con órdenes desde las alturas escritas hace miles de años en un libro sagrado interpretado por sus pretendidos representantes aquí abajo. La ley de Dios está inscrita en nuestros corazones. Nuestra búsqueda del bien, nuestra capacidad de discernir en temas complejos como el ejercicio de la sexualidad y el amor, la igualdad entre hombres y mujeres, la ayuda a bien morir, por mencionar tan solo tres ejemplos de actualidad, nuestro discernimiento se inspira en la ley del amor que está dentro de nosotros. Al tanteo y alimentados por la divina savia de la Vida buscamos juntos y avanzamos con la esperanza de ver en la tierra el Reino de Dios. "Galileos ¿por qué permanecéis mirando al cielo?" (Hechos 1,11) Es el mensaje que nos dejó Jesús al irse. Dejemos pues de mirar al cielo buscando la solución de nuestros problemas. Somos seres autónomos. Volvamos a nuestros Galileos, volvamos a nuestras ovejas, a nuestra cotidianeidad y allí lo encontraremos entre los hombres y las mujeres de nuestras modernas sociedades cualesquiera fueren sus creencias o su incredulidad. Dios está permanentemente vinculado a la humanidad y es su inspiración para conducirla a la perfección. Nosotros somos sus hermosos, jugosos y sabrosos racimos "La gloria de mi Padre es que deis muchos frutos" Este otro modo de mirar hacia un Dios muy bajo y muy íntimo nos ayudará a vivir mejor en una sociedad plural y laica sin entreverarnos en devociones rígidas, fuentes de divisiones y de estériles disputas. La humanidad debe sobrevivir en un planeta que debe permanecer azul y vivo. Para lograr realizar esta urgente y colosal tarea necesitamos el Soplo de Vida que anima nuestro mundo desde su interior y es preciso anunciar la Buena nueva de otro mundo posible en todas las lenguas, a todos los pueblos y todas las naciones. La ley de Dios está inscripta en nuestros corazones El más terrible bandido también guardaba su corazón. Apenas en vida lo mostró, pero él escondía igualmente su átomo de humanidad. Tras las llamadas a la sangrienta "yihad" también había un poeta, un enamorado de carne, hueso y entrañas. "Quiero que sepas que llenas mi corazón de amor y hermosos recuerdos... Cada vez que pienso en ti, se me llenan los ojos de lágrimas por tenerte lejos". Él también mojó el folio con algún suspiro fugado. Él también escribía sus cartas de amor más o menos enteras, más o menos desesperadas. A la "manzana de mis ojos, la cosa más preciosa de este mundo", la "que llena de amor mi corazón..." Confesaba a la amada desde su remoto cautiverio el ser que creímos encarnaba todo el mal del mundo.
Ahora hemos podido saber que el más desalmado quizás no lo era hasta tal punto, que también tenía su trozo de corazón, puro sentimiento para con su mujer, para con sus hijos distantes, añorados. ¿En realidad quién no tiene una luna bajo la que escribir cuando gana la noche, cartas de amor más o menos personalizado? Al mítico líder de Al Qaeda sólo le restaba reparar en que las miles de personas a las que él ordenó matar, también tenían su luna, su estilográfica, sus seres queridos; también escribían sus cartas de amor. Quien más, quien menos se halla en un cautiverio. Podemos estar parapetados en cuevas, entre rocas, o entre las murallas más asfixiantes de una ideología, de una religión, de una causa que siempre creemos la más justa... Sí, amor limitado, estrecho, circunscrito..., pero amor al fin y al cabo, susceptible de ser ensanchado. Hemos leído las cartas de Osama Bin Laden en los periódicos y sentido también su dolor, la carga del exilio, el agujero de una nostalgia que no lograba tapar. Nuestro corazón ha latido con el ser que más perseguíamos Occidente entero. Ninguna intención de descargar su terrible responsabilidad por haber ordenado tan salvajes atentados, sólo constatar que tras todo el atroz dolor desatado, tras toda la espantosa humareda levantada, había también una chispa divina. Enterrada en toneladas de odio y otros escombros moraba una Presencia más real, más noble, más verdadera. Por mucho que la personalidad quisiera desatar una cruzada planetaria contra el "infiel", en lo más profundo un alma permanecía Fiel, capaz de abrazar. La mónada de Dios es incluso en el ser aparentemente más bárbaro y despiadado. Sólo hay escarbar vida tras vida. Sólo tenemos que ayudarnos a encontrarla, a dar con su luz de eternidad. La chispa divina no sabe de religiones porque se ha arrodillado en todos los altares, no sabe de naciones porque se ha envuelto en todas las banderas, no sabe de ideologías porque ya flirteado con todos los colores, porque se ha vestido con todos los uniformes... "Palabras de amor sencillas y tiernas que echamos al vuelo por primera vez, apenas tuvimos tiempo de aprenderlas, recién despertábamos de la niñez..." Nos cantaba hace algunos años el poeta y trovador del Mediterráneo. Recién despertamos de nuestra infancia humana tan atrincherada, en la que reunimos demasiados enemigos.... Ya no caben más bombas en nuestras cartas, ahora toca perfumarlas. Se multipliquen "las manzanas de nuestros ojos". Escribamos, echemos al vuelo cartas de amor en la que no quepan todos los destinatarios. Todos somos hijos de Dios, todos los humanos son nuestros hermanos, todas las amadas son nuestras amadas. Tantas Mecas despuntan en nuestras arenas sagradas. Mojamos nuestra tinta delante de tantas cartas de amor. Rezamos a través de otras gargantas. Nuestras rodillas se hincaron en también en otras tierras y desiertos... Ya no más guerras de religiones, ni de civilizaciones, aviones destrozando nuestras torres más gigantes, viñetas mofándose de un profeta que creímos ajeno... La paz entre las naciones, entre las religiones quizás empiece en la punta de la estilográfica, a la vera de una carta mojada de amor. En este mundo tan convulsionado necesitamos urgente un nuevo Pentecostés. En realidad lo que necesitamos es abrirnos a ese fuego y a ese viento del Espíritu que, a veces, parecería estar soplando en vano. ¡Es que estamos encerrados en nuestros cenáculos y no queremos abrir las puertas!
En aquél tiempo, relata el Evangelio, "Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse" (Hech 2,4). ¿Qué sería para los hombres y mujeres de hoy hablar en distintas lenguas? ¿Cuál sería el lenguaje que necesitamos para que cada uno "nos oiga hablar en su propia lengua"? (Hech 2,6) ¿Cómo tendríamos que mirarnos para descubrir en cada uno, sobre todo en el diferente, en el extranjero, la presencia amorosa de Dios? Frente al drama de tantos desplazados que buscan con desesperación un lugar para vivir, de tantos inmigrantes de diferentes culturas que se trasladan en busca de mejores oportunidades, hay más muros que se alzan y más manos que se esconden, que espacios de acogida y brazos que sostienen. Hay miedo, mucho miedo, de distinta índole, pero miedo que aísla y en muchos casos despierta la violencia. Hay también, por supuesto, muchísimas personas que están trabajando para aliviar esta situación, pero no alcanza. Porque para que alcance necesitamos que nuestros corazones se abran a la acción del Espíritu, que se conviertan. Necesitamos animarnos "a proclamar con nuestras lenguas las maravillas de Dios" (Hech 2,11), un Dios que nos invita a descubrir el Reino entre nosotros y hacerlo crecer. Este Dios que ha puesto en nuestras manos la posibilidad de lograrlo, sólo necesita que aceptemos libremente el desafío. Esto es vivir Pentecostés, abrirse a lo que ya está como posibilidad, dejándonos transformar, sacudiendo nuestras comodidades y nuestros miedos. "Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes". No hemos cambiado mucho, podríamos agregar sirios, rohingyas, sumnitas, chiitas, cristianos, sudacas, chicanos, todavía necesitamos re-conocernos y descubrir un lenguaje común de amor y empatía. La Iglesia nació del Espíritu para proclamar hasta los confines de la tierra la Buena Noticia. Desde este Pentecostés animémonos a dar un paso más. La Ruah nos invita a construir una Comunidad fraterna, que trascendiendo todas las religiones sea capaz de abrir sus puertas y derribar sus muros para que nadie quede a la deriva... La eucaristía y el amor son para mí, los dos temas claves de nuestra religión. Pero a pesar de haberles dedicado miles de horas de lectura y reflexión, siguen siendo los más difíciles cuando intento hablar de ellos. Tengo la impresión de que, por muy claras que tenga las ideas y por muy razonada que sea la explicación, siempre termina pesando más la postura tradicional ante estas realidades. Pero resulta que la tradición que prevalece no es la original, sino la que se fue elaborando a través de los siglos, al tiempo que se perdía el sentido original del sacramento. ¿Alguien puede imaginarse a Pedro poniéndose de rodillas ante el trozo de pan que de ofrecía Jesús o recogiendo las migas que habían caído sobre la mesa?
Los sacramentos son signos que hacen referencia a realidades trascendentes que no pueden entrar por nuestros sentidos. Signo es cualquier sonido, gesto o realidad que a través de nuestros sentidos, provoca en nuestra mente una imagen concreta. Los signos son la única manera que tenemos los humanos de trasmitir lo que tenemos en nuestro cerebro. Cuando los signos hacen referencia a realidades físicas, pueden ser sustituidos por la cosa en sí. Pero las realidades trascendentes no caen bajo el objeto de nuestros sentidos, por lo cual, si queremos hacerlas presentes, no tenemos más remedio que utilizar signos. En la eucaristía, el signo no es el pan sino es el pan partido y repartido, preparado para ser comido y el vino como sangre (vida) que se pone al servicio de los demás. En ambos casos, la realidad significada es el AMOR, que es Dios. Esta realidad, por ser trascendente, divina, está siempre ahí porque no está sometida al tiempo y al espacio. Ni se trae ni lleva, ni se pone ni quita. El AMOR-DIOS está invadiéndolo todo en todo instante, pero nosotros podemos no ser conscientes de ello, por eso necesitamos los signos para tomar conciencia de una realidad que está siempre ahí pero puede pasar desapercibida. Dios no puede estar más en un lugar que en otros. Ni siquiera está más en una persona que en otra. Está siempre en todos de la misma manera. Somos nosotros los que podemos pasar toda nuestra vida sin enterarnos o podemos tomar conciencia de esta realidad y vivirla. El signo lo necesitamos nosotros porque las cosas llegan a nuestro cerebro a través de los sentidos. Dios ni necesita los signos ni está condicionado por ellos. Dios no está más presente en nosotros después de comulgar que antes de hacerlo. Celebramos la eucaristía y comulgamos para tomar conciencia de una realidad que nos abre infinitas posibilidades. Creo que estamos en condiciones de comprender que los sacramentos ni son magia ni son milagros. La experiencia me dice lo difícil que va a ser superar la comprensión de la eucaristía como magia. Cuando celebramos una eucaristía, ni el sacerdote ni Dios hacen ningún milagro. Lo que hacemos es algo mucho más profundo, pero lo tenemos que hacer nosotros mismos. Tomar conciencia de lo que fue Jesús durante su vida mortal y comprometernos a ser nosotros lo mismo. Lo que pasa fuera de mí, lo que puedo ver u oír es solo un medio para descubrir dentro de mí, una realidad que me transciende. Es muy importante que tomemos conciencia clara de que el signo no es el pan, a secas, sino el pan partido y repartido, preparado para ser comido. El partir el pan forma parte de la esencia del signo. Jesús se hace presente en ese gesto, no en la materia del pan. Si comprendiéramos bien esto, se evitarían todos los malentendidos sobre la presencia real de Jesús en la eucaristía. El pan consagrado hace siempre referencia a una fracción del pan, a una celebración eucarística. Lo mismo en la copa. El signo no es el vino, significando la sangre sino el cáliz bebido, es decir, compartido. Para los judíos la sangre era la vida, (no signo de la vida, como para nosotros, sino la misma vida). La copa derramada es la vida de Jesús (no la muerte) puesta al servicio de todos. Da su vida para que todos la compartan. Ninguna celebración puede tener valor automático. Cuando me llamaron al orden, me dijo el vicario episcopal que me examinaba: "Tú tienes que ser como el farmacéutico, que despacha las pastillas a los clientes sin explicarles lo que han hecho en el laboratorio". Mi desacuerdo con esta propuesta es absoluto. El ácido acetilsalicílico produce su efecto en el paciente automáticamente, aunque no tenga ni idea de su composición. Pero los sacramentos son la unión de un signo con una realidad significada que no se puede dar sin no contamos con una mente despierta. Sin esa conexión, el rito se queda en puro folclore. La realidad significada no es Jesús sino Jesús como don, es decir, es el AMOR que es Dios, manifestado en Jesús. La palabra hebrea que traducen al griego por soma, no significa exactamente cuerpo. En la antropología judía, el ser humano era un todo único, pero podía distinguirse distintos aspectos de ese todo: hombre carne, hombre cuerpo, hombre alma, hombre espíritu. Hombre cuerpo no hace referencia a la carne, sino a la persona sujeto de relaciones. El soma griego tiene varios significados pero al traducirlo al latín por "corpus", terminó por imponerse el significado material físico y esto distorsionó el mensaje original. Jesús no dijo: Esto en mi cuerpo sino esto soy yo, esto es mi persona que se entrega. La eucaristía resume la actitud vital de Jesús, que consistió en manifestar, amando, lo que es Dios. Como buen hijo hace siempre presente al padre. La realidad significada, por ser espiritual, no está sometida el tiempo ni al espacio.Hacemos el signo, no para crearla sinopara descubrir su presenciay poder así vivir conscientemente la profundidad de nuestro ser. No podemos celebrar la eucaristía sin los demás. Solo en nuestras relaciones con los demás podemos hacer presente el amor. Con demasiada frecuencia hemos convertido la eucaristía en una devoción particular en la que los otros incluso nos molestan. En los evangelios, Jesús no hace hincapié en que ama mucho a su Abba; sino: Yo y el Padre somos uno, y el que me ve a mí, ve a mi Padre. Esa misma es la experiencia de todos los místicos de todas las religiones. S. Juan de la Cruz los expresa muy bien: "¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada!" Dios no puede hacerse presente en un lugar acotado, sencillamente porque no puede dejar de estar en todo lugar. Tampoco puede estar más presente aquí que allí. Nosotros, como seres humanos, no tememos más remedio que percibirlo en un lugar para poder tomar conciencia de su realidad. Cuando Jesús propone el mandamiento nuevo, Jesús está hablando de las consecuencias que debía tener en nuestra vida, el amor (ágape) del Padre. El fin último de la celebración de una eucaristía, es hacer presente con los signos, este ágape que nos fundiría con Dios y nos abriría a los demás, hasta sentirlos fundidos en Dios también. El hombre tiene el privilegio de poder tomar conciencia de este hecho y vivirlo. El que lo descubre y lo vive descubre su verdadero ser y disfruta siéndolo. Nunca se nos ocurra pensar que dándonos a los demás, les estamos haciendo un favor. Con esa actitud de entrega, estás alcanzando tú la plenitud. Un hombre descubrió la manera de hacer fuego. El pueblo entero dio un paso de gigante en su evolución. Viendo la importancia del invento, cogió los bártulos y se fue a la tribu más cercana y les enseñó el proceso. Todos quedaron maravillados al ver aparecer el fuego ante sus ojos. Se marchó muy contento por haber ayudado a aquellos hombres. Mucho tiempo después volvió a ver lo que habían avanzado con la utilización del fuego. Cuando les preguntó, le sacaron a un lugar donde habían construido un altar y habían guardado en una urna de oro los instrumentos de hacer fuego. Todos los días iban a adorar aquellos útiles que tenían tanto poder. Pero no vio fuego por ninguna parte. No necesita comentario. Meditación-contemplación Esto soy yo, pan que me parto y me reparto. Esto tenéis que ser vosotros. Todo el mensaje de Jesús esta aquí. Todo lo que hay que saber y hay que hacer. .................. Celebrar la eucaristía no es una devoción. Su objetivo no es potenciar mi relación con Dios. Celebrar la eucaristía es comprometerme con los demás. Es aprender de Jesús, el camino de la entrega. .................. Si la celebración es compatible con mi egoísmo; Si sigo desentendiéndome de los que me necesitan; mis eucaristías no son más que un rito vacío. El pan que nos salva no es pan que recibo sino el pan que doy. La fiesta pretende dos cosas: fomentar la devoción a la Eucaristía y confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino. Las lecturas, sin restar importancia a estos aspectos, centran la atención en el compromiso del cristiano con Dios, sellado con el sacrificio del cuerpo y la sangre de Cristo.
1ª lectura: la sangre y la antigua alianza (Éxodo) La lectura cuenta el momento culminante de la experiencia de los israelitas en el monte Sinaí. Después de escuchar la proclamación de la voluntad de Dios (el decálogo y el código de la alianza), manifiesta su voluntad de cumplirla: «Haremos todo lo que el Señor nos dice». En una mentalidad moderna, poco amante de símbolos, esas palabras habrían bastado. El hombre antiguo no era igual. Un pacto tan serio requería un símbolo potente. Y no hay cosa más expresiva que la sangre, en la que radica la vida. Siglos más tarde, algunos caballeros medievales sellaban un pacto haciéndose un corte en el antebrazo y mezclando la sangre. Naturalmente, Dios no puede sellar una alianza con los hombres mediante ese rito. Por muchos antropomorfismos que usen los autores bíblicos al hablar de Dios, él no tiene un brazo que cortarse ni una sangre que mezclar. Tampoco se puede pedir a todos los israelitas que se hagan un corte y den un poco de sangre. Se recurre entonces al siguiente simbolismo: Dios queda representado por un altar, y la sangre no será de dioses ni de hombres, sino de vacas. Al matarlas, la mitad de la sangre se derrama sobre el altar. Se expresa con ello el compromiso que Dios contrae con su pueblo. La otra mitad se recoge en vasijas, pero antes de rociar con ella al pueblo, se vuelve a leer el documento de la alianza (Éxodo 20-23), y el pueblo asiente de nuevo: «Haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos.» Pero en la antigüedad hay también otra forma, incluso más frecuente, de sellar una alianza: comiendo juntos los interesados. Esta modalidad también aparece en el relato del Éxodo (pero ha sido omitida por la liturgia). Después de la ceremonia de la sangre con todo el pueblo, Moisés, Aarón, Nadab, Abihú y los setenta dirigentes de Israel suben al monte, donde comen y beben ante el Señor (Éxodo 24,9-11). Esta segunda modalidad será esencial para entender el evangelio. 2ª lectura: la sangre, el perdón y la nueva alianza (Hebreos) Como diría un cínico, los buenos propósitos nunca se cumplen. En el caso de los israelita llevaría razón. El propósito de obedecer a Dios y hacer lo que él manda no lo llevaron a la práctica a menudo. Surgía entonces la necesidad de expiar por esos pecados, incluso los involuntarios. Y la sangre vuelve a adquirir gran importancia. Ya que en ella radica la vida, es lo mejor que se puede ofrecer a Dios para conseguir su perdón. Pero el Dios de Israel no exige víctimas humanas. La sangre será de animales puros: machos cabríos, becerros, toros, vacas, corderos, tórtolas, pichones. El autor de la carta a los Hebreos contrasta esta práctica antigua con la de Jesús, que se ofrece a sí mismo como sacrificio sin mancha. Con ello, no sólo nos consigue el perdón sino que, al mismo tiempo, sella con su sangre una nueva alianza entre Dios y nosotros. Evangelio: pan, vino y nueva alianza La acción de Jesús en la Cena de Pascua reúne las dos formas de sellar una alianza que comentamos en la primera lectura, pero invirtiendo el orden. Se comienza por la comida, se termina aludiendo a la sangre de la nueva alianza. Aparte de esto hay diferencias notables. Los discípulos no comen en presencia de Dios, comen con Jesús, comen el pan que él les da, no la carne de animales sacrificados; y el vino que beben significa algo muy distinto a lo que bebieron las autoridades de Israel: anticipa la sangre de Jesús derramada por todos. ¿Dónde radica la diferencia principal entre la antigua y la nueva alianza? En que la antigua no cuesta nada a nadie; basta matar unos animales para obtener su sangre. La nueva, en cambio, supone un sacrificio personal, el sacrificio supremo de entregar la propia vida, la propia carne y sangre. Pero no podemos quedarnos en la simple referencia al pan y al vino, al cuerpo y la sangre. Para Jesús son la forma simbólica de sellar nuestro compromiso con Dios, por el que nos obligamos a cumplir su voluntad. El cuarto evangelio, que no cuenta la institución de la Eucaristía, pone en este momento en boca de Jesús un largo discurso en el que insiste, por activa y por pasiva, en que observemos sus mandamientos, mejor dicho, su único mandamiento: que nos amemos los unos a los otros. Si la celebración del Corpus Christi se limita a una expresión devota de nuestra devoción a la Eucaristía o, peor aún, si se convierte en simple fiesta de interés turístico, no cumple su auténtico sentido. Es fácil lanzar flores a la custodia por la calle; lo difícil es tratar bien a las personas que nos encontramos por la calle. Parece que no es posible desvelar el sentido del lenguaje críptico del comienzo de este texto, que introduce el relato de la cena última de Jesús con sus discípulos. ¿Qué significan el detalle del hombre del cántaro y todo ese modo enigmático de hablar de los preparativos? Se nos escapa. No ha faltado quien ha querido ver en todo ello un modo de hacer "clandestino", propio de quienes son perseguidos. Otros buscan distintos simbolismos. Quizás lo más sensato sea reconocer que carecemos de datos suficientes para hacer una lectura adecuada del texto en cuestión.
Lo que importa al autor del evangelio es mostrar el sentido de la verdadera Pascua –"cuando se sacrificaba el cordero pascual"- que, según él, se va a realizar en Jesús. En la pascua judía ("pésaj"), el "paso" (literalmente, "salto") de la esclavitud de Egipto a la liberación se celebraba en la cena anual, en la que se comía el cordero. En ese mismo día, Marcos presenta a Jesús como aquel en quien sucede la "nueva pascua", el paso de lo viejo a lo nuevo, de la muerte a la vida. Y lo enmarca en el contexto de una comida. Compartir la comida era un signo poderosamente elocuente de amistad e intimidad, que creaba o fortalecía entre quienes la compartían un sentimiento de solidaridad. El evangelio muestra a Jesús comiendo con distintos grupos de gente, particularmente con personas consideradas "pecadoras". Aunque ello le acarreara el reproche y la condena por parte de la autoridad religiosa y los doctores de la ley, él vivía las comidas como expresión del mismo "Reino de Dios" que anunciaba. Pero en esta cena hay algo más. En el marco del final inminente, Jesús aparece desvelando el sentido que da a su muerte: la entrega de su vida. Va a ser "entregado" por uno de los suyos, pero realmente es él mismo quien se "entrega", como pacto o alianza de vida. Con el pan, pronuncia la "bendición" (eulogia), según la costumbre judía, acompañando a las palabras: "Tomad, esto es mi cuerpo", que probablemente, en el arameo original, serían: "Tomad, esto soy yo". Ya que no se refiere a la "materialidad" del cuerpo, como a cierta teología muy posterior le gustaría insistir, sino a toda su persona. Ofrecer su cuerpo equivale a ofrecer su persona. Comer el pan significa, por tanto, comulgar con Jesús –tomarlo a él y a su mensaje como referencia y criterio de vida- y alimentarse/fortalecerse con él. A continuación, al tomar la copa, pronuncia, no ya la "bendición", sino la "acción de gracias" –fórmula griega para nombrar la eucaristía-, con estas palabras: "Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos". La "sangre" significa también la misma persona, en cuanto entregada a la muerte. Y simboliza la "nueva alianza", que viene a sustituir a la del Sinaí. Pero la escena, como señala Mercedes Navarro, "se aleja del significado sacrificial inmediato que ordinariamente se le suele dar, pues la bebida de la copa implica comunión en la bendición, en la acción de gracias en este caso". Si el término "eucaristía" significa "acción de gracias", el contenido del gesto –a través del cual Jesús expresó el sentido que dio a su vida y que quería dar a su muerte- se condensa en una palabra: entrega..., hasta dar la vida. Estoy persuadido de la imposibilidad de que en la vida eterna se den diversos grados de bienaventuranza, en razón de los méritos de cada uno.
Es persuasión que me fluye de la exhortación de Jesús a amar a los enemigos y a rezar por ellos, «para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos; por cuanto hace salir su sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos» (Mt 5,44-45). Esta anticipación de la bondad de Dios a nuestros actos y su falta de adecuación proporcional a los méritos de cada uno, la presenta Jesús como propia y típica del Padre, quien, desde siempre y antes de recibir nada de ninguno de nosotros, es "Amor que mana copioso antecedentemente a nuestro comportamiento" (1Jn 4,10). ¡No puede dejar de serlo a la hora de acogernos en su mansión inmarcesible! ¡No puede estar entonces, ni nunca, atado a proporcionalidad ninguna! ¡Sería tanto como dejar de ser Él! Dicha falta de adecuación de la bienaventuranza eterna a nuestros méritos o deméritos podemos verla afirmada en la parábola de los peones contratados a distintas horas de la jornada. Al menos implícitamente, si es que con ella no se refería Jesús directamente a esta cuestión, cosa ésta que dejo aquí completamente de lado. Porque me basta con ver cómo las diversas opiniones que conozco al respecto, presuponen la convicción general de ser imperativa, por justicia o por equidad, la proporcionalidad entre lo recibido o concedido y lo merecido. Y ésta es la convicción que precisamente resulta anulada con dicha parábola. De lo contrario ésta quedaría al aire al desvanecerse su lógica y resultaría irreprochable y justificadísima la protesta de los que habían soportado en el campo el peso del día y del calor, cuando vieron cómo los que habían trabajado una sola hora recibían la misma retribución que ellos (Mt 20,1-16). Hay quienes ven esta parábola como simple apólogo hiperbólico, para alentar a conversión con su consecuencia obvia: ¡nunca es tarde para volver a Dios! Pero no como escenificación catequética sobre su magnanimidad retributiva. Por lo general apoyan su rechazo en la exigencia de justicia o equidad intachables en el Ser afirmado infinitamente perfecto. Mas al hacerlo contradicen la infinitud de la justicia divina, al ceñirla a los límites de la humana remunerativa o sancionadora, que cierto requiere de proporcionalidad en el ámbito de derechos fundados en principios generales; pero no en el de los asentados sobre convenios particulares. En éstos últimos lo exigido no es, en principio, la proporcionalidad, sino la fidelidad a lo convenido entre las partes. Es sabido que ningún concepto puede aplicarse a Dios y a los hombres en idéntico sentido; sino sólo en análogo, en base a una similitud limitada y parcial. En este caso, y simplificando en atención a la brevedad, se podría decir que el contenido común a las justicias divina y humana sería la incapacidad de transgredir el derecho de otro, sin que tal incapacidad suponga o afirme distinción ni diversificación alguna en el propio ser de Dios, como si la justicia fuera en Él virtud o perfección diferente de las demás. Las diversidades sólo están en nuestro conocer, incapaz de abarcar de una sola mirada la realidad íntegra y son propias de lo limitado; nunca de Dios, que afirmamos suma y síntesis unitaria y plena de todas las perfecciones y virtudes. Desde la perspectiva del modo limitado de nuestro conocer, aprender y saber, esa incapacidad para violar el derecho de otro sería, en particular, como el basamento de la primera parte de la respuesta del patrón a uno de los peones contrariados: «Amigo, no te hago agravio. ¿No concertaste conmigo por un denario? Toma lo tuyo y vete». Sin embargo, el de la segunda lo es más bien la magnanimidad: «Y si quiero darle a este último lo mismo que a ti, ¿acaso no me está permitido hacer con lo mío lo que quiero?; ¿o es que tú ves con malos ojos que yo sea bueno?». Bueno, por subir la retribución, incluso de los últimos, a un denario completo, que para los oyentes de la parábola era el jornal que permitía atender a las necesidades de vida del día. Bueno, por no privar de ese viático diario a ninguno de los peones, aunque sólo hubieran trabajado parte de la jornada y no les correspondiera recibirlo en razón del mérito. La conclusión de la parábola deriva de lo que nosotros tenemos tipificado como jurídico: el derecho del patrón a ser tan generoso con los últimos jornaleros, como justo con los primeros. Su terminante formulación originaria parece modismo arameo expresivo de igualdad entre términos opuestos: «De suerte que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos». Es decir: "estarán todos a igual nivel". Al referirse aquí a lo retributivo, podríamos trasladarlo a nuestro desvaído: "De suerte que todos recibirán lo mismo". Todo lo anterior es aplicable en paralelo a la respuesta del padre a la queja y reproche que le hizo el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), por cómo había acogido a su hermano menor, a pesar de saber de su conducta extraviada. Sólo que en ésta parábola prevalece lo afectivo-emotivo sobre lo que llamamos jurídico. En contraposición a la justicia del «todo lo mío es tuyo», el alborozo del padre por haber recuperado el hijo: «Estando él muy lejos todavía, le vio su padre y se le enterneció el corazón, y corriendo hacia él se le echó al cuello y se le comía a besos». Es el acontecimiento de «mi hijo estaba muerto y revivió, estaba perdido y fue hallado», lo que mueve al padre a recibirlo sobrepasando "lo debido", "lo merecido": «Rápido: sacad el mejor vestido y ponédselo, y una sortija en su mano, y calzado en los pies». Y es el amor lo que le lleva a recibirlo con gran gozo y festejo: «Traed el novillo cebado y hagamos fiesta». Igualmente es el amor fraterno a lo que apela el padre para incitar al mayor a la superación del individualismo personalista de la recompensa proporcional; y a «holgarse y regocijarse» por el bien de su hermano. Era como gran noticia ardientemente deseada, pero inesperada: "¡Ha revivido tu hermano muerto! ¡Ha sido hallado tu hermano extraviado! Y, en general, ¡es tu hermano el que ha resultado tan beneficiado como tú! Consecuencia de todo lo anterior no es sólo que "todos recibiremos lo mismo"; sino además algo tal vez más sabroso para esta vida presente: quienes llegan al gozo interior pensando que recibirán su misma retribución eterna los operarios de hora más tardía que la suya, por más perversos, canallas y facinerosos que hayan sido antes, y por más que con sus injusticias hubieren roto nuestras vidas y desgarrado nuestro corazón, y los que lo deseen y recen por ello, cierto que atesoran en su entraña, aunque al mundo no le fascine, no lo capte, o incluso se mofe, la garantía más inconmovible de haber sido hechos hijos de Dios ya aquí (Mt 5,45). Tienen, como sólo Él tiene, la iniciativa en el amor que no es por correspondencia a favores recibidos (1Jn 3,7-10). Tienen la filiación divina proveniente de esta semejanza a Él, que seguro habilita para verle tal cual es y sin velo alguno (1Jn 3,2). A finales del ya pasado 2014, la ciudad de Buenos Aires designó a un nonagenario "personalidad destacada en el ámbito de las ciencias jurídicas". Lo que sorprende es que el galardonado seguía en activo como juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación desde que el presidente Alfonsín le nombrara hace ya treinta años. El juez Fayt, que así se llama el provecto, no tiene vejez sino juventud acumulada, que diría Carlos Fuentes con humor. La noticia me ha hecho reflexionar sobre las personas mayores; viejos me parece un término más apropiado para los cacharros.
¿Cuántas personas alcanzan la tercera o ahora cuarta edad haciendo gala de su lucidez? Es una etapa a la que no deseamos llegar y cuando se ha ingresado en ella, la mayoría no quiere abandonarla porque significa la muerte. Pero no todo es un camino de pérdidas. Lo que vamos dejando al cumplir muchos calendarios podemos compensarlo con sabiduría, lo cual equivale a experiencia y prudencia. Los jóvenes pueden ser competentes pero no sabios. Les falta vivencia precisamente por ser jóvenes. La edad madura en cambio, posee el equilibrio de acumular experiencias suficientes manteniendo todavía las capacidades físicas. Ahora bien, no somos maduros por el mero hecho de cumplir años, sino por las actitudes que uno elije cuando las circunstancias mandan. Los antiguos valoraban a sus mayores precisamente por eso, por su sabiduría, que viene del latín sapere: sabor, conocer aquello que hemos experimentado. Y Cicerón es un buen ejemplo de esto. Cuando la vida media de un romano era los 45 años, él escribió Sobre la vejez (De senectute), un tratado de autoayuda por una vejez más saludable y difundir el cómo lograrlo. Llama la atención que el mundo romano, tan severo con los ancianos, haya generado esta apología de las personas mayores, única en muchas de sus reflexiones. ¿Es que no hay actividades propias de la ancianidad -afirma Cicerón- que se realizan con la mente, a pesar de estar débiles los cuerpos? El ensayo simula un diálogo entre tres personajes históricos: Catón el viejo, entonces con 84 años muy lúcidos, y dos jóvenes: Escipión menor y Cayo Lelio. Éstos se asombran de que el estadista hubiese alcanzado esa edad tan provecta en plenas facultades. Catón les da sus razones al tiempo que desbarata los motivos según los cuales la senectud resulta miserable: La vejez limita las fuerzas físicas; pero las grandes cosas no se hacen con la fuerza, sino con la autoridad. La decadencia física es inevitable; pero puede atemperarse mediante ejercicios, alimentación adecuada y una actitud espiritual del ánimo. La senectud limita ciertos placeres, es cierto, pero disminuye también el deseo y se modela la capacidad de disfrutarlos. Está cerca la muerte, pero tenemos la experiencia para aceptar lo inevitable y cultivar la serenidad de ánimo. "La culpa no está en la edad sino en las costumbres". Cicerón lo tenía claro: si tras la muerte nada nos aguarda, no hay por qué temerle; y si es la puerta para la vida eterna, entonces deberíamos desearla. Es una calculada dosis de epicureísmo y estoicismo que muestra lo lejos que él se sentía de la muerte. De hecho, con 62 años, se divorció de Terencia, su esposa de toda la vida, para casarse con una jovencita y continuó escribiendo como si tal cosa. En aquellos tiempos, las edades del hombre se distribuían en periodos de siete años, ya que el número siete era sagrado. Los 63 años solía entenderse como el último periodo vital en unas condiciones aceptables, puesto que en el siguiente septenario, sólo quedaba esperar la muerte. Mi admiración a tantas personas que rondan los ochenta años demostrando un coraje y una alegría ante la vida, imposible de no compararse con tantos jóvenes llenos de vida, sí, pero sin coraje ni alegría, al ritmo de la crisis. Las comparaciones a veces no son odiosas, son necesarias, como lo es la relectura del evangelio para entender toda la vida como un gran regalo cargado de frutos pontenciales. 1. ¿Hay Acceso a Dios? ¿Hasta Dónde?
3. El Dios Cristiano 3.2.2. El obrar más que el Ser de Dios En todo este proceso Dios se revela no dando clases ni enseñando cómo es, sino actuando de una determinada manera: "soy el que seré"(quizá la mejor traducción de la respuesta de Yahvé a Moisés en Éx 3, 14: ya lo iréis viendo). En su revelación Dios muestra su actitud hacia nosotros. Ya Santo Tomás comienza su obra magna afirmando y diciendo que de Dios podemos saber "que es", pero no "qué es"(o cómo es).Lo primero puede recoger el eslogan impreciso de muchas gentes sencillas: "algo tiene que haber". Pero lo segundo desborda la imprecisión de ese eslogan: si nos fiamos de Cristo, ese "Algo que hay" es el amor inquebrantable de Dios hacia los seres humanos. 3.2.3. Dios de los pobres Si ya en el Primer Testamento es clara la vinculación entre la justicia y la revelación de Dios, con la calificación de Dios como vindicador de los pobres y oprimidos, el Nuevo Testamento plenifica esa revelación: no sólo en la persona de Jesús "hecho pobre para enriquecernos con su pobreza"(2Cor 8, 9), sino en el canto de la identidad cristiana donde se contiene la definición más larga que da la Biblia sobre Dios: "Misericordia que...derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos"(Lc 1, 50-53). Incompatible con el culto al Dios dinero(Mt 6, 24), porque los propietarios del Reino de Dios son los pobres (Lc 6, 20). 3.2.4. "Dios Amor" Así se acuña la única frase bíblica que no habla del hacer de Dios sino de su ser, y que cierra los escritos del Nuevo Testamento: "Dios es Amor"(1Jn 4, 16). El amor resulta ser el más presente y el gran ausente de nuestras vidas. Dios es un amor entrevisto pero casi desconocido en nuestras experiencias humanas, para el que el Nuevo Testamento encontró una palabra casi desconocida en la lengua griega: agapé, traducida al latín como charitas (que viene de charis -gracia- como la palabra castellana "gratuito" y que indica, a la vez, el don y el desinterés del donante. Eso debería resonar en la traducción "Dios es caridad". Pero ya no resuena: porque nuestra incapacidad para la gratuidad ha invalidado esa palabra. Sin embargo, tanto el agapé como la caridad se contraponen a nuestra experiencia más frecuente del amor, que los griegos llamaron "eros": un tipo de amor que ama al otro por interés propio. Destacando que ese interés no tiene por qué ser mezquino (aprovecharse sexual o económicamente del otro, etc.) sino expresión de que somos "seres de necesidades" (Marx) y de necesidades inagotables. El eros hacia la belleza o la bondad puede empujarnos a ir creciendo en su busca. Por eso es insensato contraponer moralistamente el agape al eros, para buscar a aquel condenando a éste: tales moralismos sólo llevan a lo que se dijo de aquellas monjas jansenistas: "puras como ángeles, soberbias como demonios"...Casi todo lo que de ágape hay en nosotros los humanos suele brotar de nuestro eros al que transforma. Y eso puede verse a veces, tanto en el amor de pareja como en el maternal o paterno. No obstante, la ambigüedad de nuestros erotismos ha llevado a afirmar muchas veces (ya desde Aristóteles) que la experiencia más completa de ese amor desinteresado la encontramos en la amistad. O en algunas formas de amistad: porque también hay supuestas amistades profundamente interesadas y aprovechadas. Finalmente: que Dios es Amor implica una desautorización del culto. Los hombres no podemos dar a Dios algo que sea digno de Él, ni necesitamos hacérnoslo propicio, porque ya está de nuestra parte. Lo único que nos pide es un poco de confianza y el empeño por un amor igualitario entre nosotros. Es admirable la evolución de este tema ya en el Primer Testamento, hasta llegar al famoso capítulo 58 de Isaías. |
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