Recién iniciadas las clases en el Instituto Superior de Pastoral me sorprenden una vez más sus rostros y acentos y también, lo digo con dolor, su género: mayoría masculina. Capto su atención, su interés y esfuerzo por aprender que les ha les ha hecho cruzar fronteras y les ha traído desde lugares remotos a nuestro Centro. Una pregunta me interpela en este inicio de curso ¿Cómo pensar y hacer juntos/as una teología que nos despierte u ayude a despertar a otros y otras del sueño de la cruel inhumanidad y más intercultural y descolonizadora? ¿Cómo hacer y pensar y hacer una teología que no nos haga zombis ante los desgarros del planeta y la condición humana?
En la historia y más aún en la de la iglesia la diferencia ha estado vista bajo sospecha y amenaza, quizás como lastre heredado de una teología trinitaria más al servicio de un Dios todo poderoso y controlador que del Dios-Relación, comunidad de amor, que asume e integra diferencias sin asimilarlas, como nos revela Jesús en el encuentro con la mujer sirofenicia o la samaritana Un Dios que rompe con todo exclusivismo religioso y cultural y al que se le rinde culto en espíritu en verdad, allí donde emerge la autenticidad, la transparencia, donde brilla lo más auténtico del ser humano, lo más hondo. Un Dios cuyo culto y adoración no está vinculado a un lugar físico o un espacio privilegiado sino más bien a una actitud indispensable, una posición existencial imprescindible: la honradez con lo real, la reverencia ante el misterio de proximidad en que se encarna y a hacerlo en espíritu y en verdad, lo cual es posible para cada ser humano, cada pueblo, y cultura de la tierra. Por otro lado la globalización y la movilidad humana nos desvelan una verdad que nos sigue costando reconocer y asumir: no somos hijos e hijas únicas ni nuestra cosmovisión es superior a otra. La identidad de un pueblo, una cultura, una religión no es una realidad estática sino dinámica y precisamente sólo en el diálogo y el tejido de las diferencias desde el entramado de la vida compartida se pueden desarrollar aspectos inéditos que las culturas, los pueblos y las espiritualidades y las personas portamos seminalmente (AD 11). Porque la diferencia es también algo que llevamos dentro. Es también lo que todavía no ha sido escuchado profundamente, mirado, acogido. Es una posibilidad por estrenarse en la danza de la vida entendida como relación e interdependencia. Por tanto la diversidad no es una amenaza para la comunión sino justo su condición. El misterio de trascendencia e inmanencia que llamamos Dios es una realidad viva en el arco iris de la humanidad y del cosmos y no una verdad estática encerrada en un dogma. Como afirma Panikker la verdad es siempre relacional y cada ser humano y cultura es una fuente ontónoma de auto comprensión. El mundo, la vida, el misterio en el que somos, nos movemos y existimos (Act 17,28) no puede ser completamente visto e interpretado través de una única ventana. Somos contingentes y contingencia significa precisamente eso: que tocamos nuestros límites: tangere y que lo ilimitado nos toca tangencialmente cun tamgere[1]. Es urgente superar el etnocentrismo y descolonizar la teología, la convivencia y la vida cristiana en general. Necesitamos vivir una fe que sea más católica en el sentido más original del término, precisamente no más romana y occidentalizada, sino más intercultural. La palabra interculturalidad es introducida por primera vez en las ciencias sociales en 1959, por Edward T. Hall para referirse a la comunicación entre culturas. Con ella se pretende reaccionar frente a una concepción de la cultura centrada más en los valores abstractos que en los hechos y que se auto-comprende a sí misma como universal y normativa en oposición a otro “subalterno”, “no civilizado”, “bárbaro” al que hay que educar, evangelizar, integrar, en definitiva asimilar. Hoy entendemos la interculturalidad como una forma de vida consciente en la que se va fraguando una toma de posición ética a favor de la convivencia con las diferencias. La interculturalidad es una actitud y un enfoque filosófico que a pesar de reconocer sus centros intenta ir más allá de todo centrismo apostando por no conceder privilegios a priori a ningún sistema conceptual o tradición La interculturalidad como un sentir emergente en la teología promueve la conciencia de igualdad y reciprocidad entre la diversidad de culturas, la interacción y comunicación simétrica buscando diálogo entre iguales y sin jerarquizaciones previas. Su punto de arranque es por tanto la apertura a la pluralidad de textos y contextos considerados todos ellos como fuente de conocimiento y sabiduría y el atrevimiento a repensar de nuevo la propia tradición a la luz del diálogo crítico con otras tradiciones En un contexto histórico en el que los fundamentalismos emergen con fuerza también bajo formas de xenofobia y racismo institucional y se pretende imponer el pensamiento único ya sea como macdonalización del mundo o desde el modelo BVA, es decir blanco, varón y adinerado, como modelo de plenitud y éxito de lo humano la interculturalidad es imprescindible para revertir y subvertir la globalización y su mandato hegemónico que es fuente de asimetrías y subalternidades que fracturan lo humano, las culturas, las religiones y la convivencia. ¿Cómo pensar y hacer juntos y juntas una teología más interculturalidad y descolonizadora, una teología que no nos haga zombis, sino que nos ayude a despertar y a despertar a otros y otras del sueño de la cruel inhumanidad… Sigo pensando mientras contemplo a mis alumnos de pieles oscuras y acentos diversos en mi primer día de clase…
0 Comentarios
La pregunta sobre el tributo al Cesar se la hicieron los fariseos y herodianos. A continuación, narra Mt otra pregunta de los saduceos sobre la resurrección de los muertos, en la que ellos no creían. Quieren ridiculizar la creencia en otra vida con el supuesto de siete hermanos que estuvieron casados con la misma mujer. Jesús desbarata sus argumentos. Por eso, a continuación, el texto de hoy dice: “Al oír que había hecho callar a los saduceos”, los fariseos vuelven a la carga: ¿Cuál es el primer mandamiento?
La pregunta no era tan sencilla como puede parecernos hoy. La mayoría de los juristas consideraba que todos los mandamientos tenían la misma importancia. Otros defendían que guardar el sábado era la primera obligación de todo israelita. También había quien defendía el amor al prójimo como el principal. A nadie se le había ocurrido que el principal mandamiento fueran dos. En Mt y en Mc, Jesús responde recitando la “shemá” (escucha), que todo israelita piadoso recitaba dos veces cada día (Dt 6, 4-9); pero en Mt Jesús añaden una referencia al (Lev 19,18) que prescribe amar al prójimo como a ti mismo. La originalidad de Jesús está en unir los dos mandamientos. De hecho, lo único que hace es citar dos textos del AT. No se trata solo de una yuxtaposición o de una equiparación. Se trata de una identificación en toda regla, que además, prepara el terreno a Jn para poder decir con rotundidad: “un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). Es el mandamiento nuevo, que convierte la Ley en vieja. Después de 20 siglos, seguimos sin aceptar la diferencia entre AT y NT. El valor absoluto de cada persona es una propuesta exclusiva de Jesús. Hasta entonces el individuo no contaba más que como perteneciente e integrado en el grupo. Desde esa perspectiva, lo único que interesaba eran las manifestaciones del amor, no el amor mismo. De ese modo, el precepto recaía sobre las manifestaciones. El amor que exige Jesús, no se puede alcanzar con el cumplimiento de un precepto. Ya no se trata de una ley, sino de una actitud. “Un amor que responde a su amor”. El amor que pide Jesús no se impone. El concepto de “prójimo” es modificado por Jesús de manera sustancial. Para un judío, prójimo era el que pertenecía al pueblo y, a lo sumo, el prosélito. Jesús desbarata esa barrera y postula que todos somos exactamente iguales para Dios. El cristianismo no siempre ha sabido trasmitir esta idea de igualdad y hemos seguido creyendo que nosotros somos los elegidos y que Dios es nuestro Dios, como los judíos de todos los tiempos Jesús no propone un amar a Dios ni un amor a él mismo. Dios ni ama ni puede ser amado, es amor. La exigencia de Jesús no es con relación a Dios, sino con relación al hombre. Cuando seguimos proponiendo los mandamientos de la “Ley de Dios” como marco para la vida de la comunidad, es que no hemos entendido el mensaje de Jesús. S. Agustín lo entendió muy bien cuando dijo: “Ama y haz lo que quieras”. Pero Pablo lo había dicho con la misma claridad: “Quien ama ha cumplido el resto de la Ley”. No se trata de una nueva ley, sino de hacer inútil toda ley, toda norma, todo precepto. El “como a ti mismo” (también superado por Jesús: “como yo os he amado”) necesitaría un comentario más extenso. Únicamente diré, que el amor solo se puede dar entre iguales. Si considero superior o inferior al otro, mi relación con él nunca será de amor. Desde esta perspectiva, ¿a dónde se van todas nuestras “caridades”? Lo que nos pide Jesús es que quiera para los demás todo lo que estoy deseando para mí. ¡De verdad creo hacer caridad cuando doy al mendigo la ropa vieja que ya no voy a utilizar! Una vez más tenemos que resaltar la imposibilidad de aceptar el mensaje de Jesús sin abandonar la idea de Dios el AT. Esta es la trampa en la que cayeron los primeros cristianos que eran todos judíos. Aquí está, también, la clave para entender tantas aparentes contradicciones en los evangelios. Lo que pide Jesús es más de lo que puede enseñar cualquier institución. La excesiva fidelidad a la institución nos impide alcanzar el mandamiento nuevo. Por eso Jesús criticó tan duramente las instituciones religiosas de su tiempo (Templo, Ley, culto); se habían convertido en un obstáculo para llegar al hombre. El amor consiste en desarrollar la capacidad que tiene un ser de salir de sí, e ir al otro para enriquecerle y enriquecerse como persona. A Dios no se le puede amar directamente ni mucho ni poco, porque no le podemos conocer. Dios no es un sujeto con el que me pueda encontrar. No es nada distinto de mí o de la creación. No está en el cielo ni en ninguna otra parte. Amar a Dios no es hacer algo por Él, sino dejar que Él, que es amor, te encuentre. Demostraré que estoy abierto al Amor, que es Dios, si amo a los demás. Si dejo de amar a una sola persona, puedo estar seguro de que lo que me mueve no es el amor, sino el egoísmo, el instinto, la pasión, el interés o la simple programación. No responde a necesidades de algún aspecto de mi ser. Acontece en la profundidad del ser, incluyendo todos sus aspectos. Es el único camino para un crecimiento armónico del ser, impidiendo que la parte material y biológica del mismo, se imponga y arrastre a la parte más noble, malográndolo sus posibilidades de ser humano. El superar el egoísmo no significa una renuncia a nada, sino un acopio de humanidad. No suprime ninguno de los aspectos de nuestra humanidad, sino que los colma y les da su verdadero sentido. El amor no es algo que se pueda alcanzar directamente, sino una consecuencia del conocimiento. Los escolásticos decían: “no se puede amar nada, si antes no se conoce”. Pero debemos añadir, que no basta con conocer, debo conocerlo como bueno para mí. El conocimiento racional será siempre egoísta, porque solo puede apreciar lo que es bueno para mi parte sensitiva. Solo de un conocimiento vivencial puede nacer el verdadero amor. Si necesito motivos interesados para amar, no es amor. Si amamos para hacer un favor, tampoco funciona. Tengo que descubrir que soy yo el que me enriquezco al amar. Ese enriquecimiento se produce en mi verdadero ser, y eso no nos interesa demasiado. El mayor peligro a la hora de comprender el amor es que lo confundimos con el deseo de que el otro me quiera. El deseo de que otro me ame es instintivo y no va más allá del interés egoísta. La mayoría de las veces, cuando decimos te amo, en realidad queremos decir: “quiero que me quieras”. Esto no tiene nada que ver con el mensaje de Jesús. Cuando oímos decir a una persona: no puedo vivir sin ti; en realidad, lo que está diciendo es: no te voy a dejar vivir, porque te voy exigir que vivas solo para mí. Es ignorancia creer que podemos amar a Dios aunque no amemos al prójimo; o peor aún, que podemos amar a uno mucho y a otro poco o nada. El amor es uno solo porque es una actitud personal. El amor queda especificado en la persona que ama, no por la persona amada. Tiene que existir antes de manifestarse. Lo que llega a los demás, lo que se percibe al exterior, son solo las manifestaciones de ese amor. La actitud vital es única en cada persona, pero el amor tengo que manifestarlo de distinta manera, a cada uno. Meditación La buena noticia de Jesús, es que puedo identificarme con Dios. El amor que Jesús nos pide es fruto de un descubrimiento, que solo puedes hacer viajando hacia tu interior. Más allá de lo razonable, tú puedes descubrir la Vida. La VIDA de Dios está en ti y está en todas las cosas. ¿Cuál es el mandamiento principal? Muchos católicos responderían: «Ir a misa el domingo». Los que piensan así probablemente no irán a misa este domingo. A los que piensen de otro modo y vayan, les gustará recordar lo que pensaba Jesús.
El problema de sus contemporáneos En los domingos anteriores, diversos grupos religiosos se han ido enfrentado a Jesús, y no han salido bien parados. Los fariseos envían ahora a un especialista, un doctor de la Ley, que le plantea la pregunta sobre el mandamiento principal. Para comprenderla, debemos recordar que la antigua sinagoga contaba 613 mandamientos (248 preceptos y 365 prohibiciones), que se dividían en fáciles y difíciles: fáciles, los que exigían poco esfuerzo o poco dinero; difíciles, los que exigían mucho dinero (como honrar padre y madre) o ponían en peligro la vida (la circuncisión). Generalmente se pensaba que los importantes eran los difíciles, y entre ellos estaban los relativos a la idolatría, la lascivia, el asesinato, la profanación del nombre divino, la santificación del sábado, la calumnia, el estudio de la Torá. ¿Se puede reducir todo a uno? Ante este cúmulo de mandamientos, es lógico que surgiese el deseo de sintetizar, de saber qué era lo más importante. Este deseo se encuentra en una anécdota a propósito de los famosos rabinos Shammai y Hillel, que vivieron pocos años antes de Jesús. Una vez llegó un pagano a Shammai y le dijo: «Me haré prosélito con la condición de que me enseñes toda la Torá mientras aguanto a pata coja». Shammai lo despidió amenazándolo con una vara de medir que tenía en la mano. El pagano acudió entonces a Hillel, que le dijo: «Lo que no te guste, no se lo hagas a tu prójimo. En esto consiste toda la Ley, lo demás es interpretación" (Schabat 31a). También el Rabí Aquiba (+ hacia 135 d.C.) sintetizó toda la Ley en una sola frase: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo; este es un gran principio general en la Torá». La novedad de Jesús Mateo había puesto en boca de Jesús una síntesis parecida al final del Sermón del Monte: «Todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos, porque eso significan la Ley y los Profetas» (Mt 7,12). Pero en el evangelio de hoy Jesús responde con una cita expresa de la Escritura: En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús habla hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: ̶ Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? Él le dijo: ̶ Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente» (Deuteronomio 6,5). Son parte de las palabras que cualquier judío piadoso recita todos los días, al levantarse y al ponerse el sol. En este sentido, la respuesta de Jesús es irreprochable. No peca de originalidad, sino que aduce lo que la fe está confesando continuamente. La novedad de la respuesta de Jesús radica en que le han preguntado por el mandamiento principal, y añade un segundo, tan importante como el primero: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19,18). Una vez más, su respuesta entronca en la más auténtica tradición profética. Los profetas denunciaron continuamente el deseo del hombre de llegar a Dios por un camino individual e intimista, que olvida fácilmente al prójimo. Durante siglos, muchos israelitas, igual que muchos cristianos, pensaron que a Dios se llegaba a través de actos de culto, peregrinaciones, ofrendas para el templo, sacrificios costosos... Sin embargo, los profetas les enseñaban que, para llegar a Dios, hay que dar necesariamente el rodeo del prójimo, preocuparse por los pobres y oprimidos, buscar una sociedad justa. Dios y el prójimo no son magnitudes separables. Tampoco se puede decir que el amor a Dios es más importante que el amor al prójimo. Ambos preceptos, en la mentalidad de los profetas y de Jesús, están al mismo nivel, deben ir siempre unidos. «De estos dos mandamientos penden la Ley entera y los Profetas» (v.40). El prójimo son los más pobres (1ª lectura) En esta misma línea, la primera lectura es muy significativa. Podían haber elegido el texto de Deuteronomio 6,4ss donde se dice lo mismo que Jesús al principio: «Escucha, Israel, el Señor tu Dios es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...» Sin embargo, han elegido un texto del Éxodo que subraya la preocupación por los inmigrantes, viudas y huérfanos, que son los grupos más débiles de la sociedad (la traducción que se usa en España dice los «forasteros», pero en realidad son los inmigrantes, los obligados a abandonar su patria en busca de la supervivencia, marroquíes, senegaleses, rumanos, etc.). Luego habla del préstamo, indicando dos normas: si se presta dinero, no se pueden cobrar intereses; si se pide el manto como garantía, hay que devolverlo antes de ponerse el sol, para que el pobre no pase frío. Es una forma de acentuar lo que dice Jesús: sin amor al prójimo, sobre todo sin amor y preocupación por los más pobres, no se puede amar a Dios. Así dice el Señor: «No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos, porque, si los explotas y ellos gritan a mí, yo los escucharé. Se encenderá mi ira y os haré morir a espada, dejando a vuestras mujeres viudas y a vuestros hijos huérfanos. Si prestas dinero a uno de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero, cargándole intereses. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo, ¿y dónde, si no, se va a acostar? Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo.» La Ley y los Profetas se resumen en amar a Dios y al prójimo. El cómo, el por qué y hasta dónde tengo que amarlos lo marca Jesús: Como yo os he amado. Ese es el modelo. Hasta ahí llega el recorrido del amar según Jesús.
Resulta irónico y cínico que los saduceos, que no creen en la resurrección, hagan preguntas a Jesús sobre ella y que un doctor de la Ley le pregunte por el principal mandamiento de ella. Las respuestas que da Jesús van más allá de las preguntas. De hecho no responde a ellas. Son preguntas-trampa que Jesús utiliza, con maestría, para exponer su visión nueva sobre las preocupaciones profundas que las preguntas encierran. A la pregunta “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? Jesús responde uniendo indisolublemente lo que la Ley dice por separado en el Deuteronomio y en el Levítico: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser” y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En esto resume la Ley y los profetas queriendo decir que esta unión es lo fundamental en la vida. En esta ocasión, Jesús utiliza la pregunta del doctor de la Ley para enseñar aspectos fundamentales de su mensaje, de su proyecto de Reino de Dios. Desde ahí se entiende mejor la respuesta de Jesús. Jesús responde desde la otra orilla, más allá de la Ley, desde la vida. Más allá del Deuteronomio y el Levítico. Desde “lo nuevo” de Jesús. Según Jesús lo principal es: Amar a Dios con todo tu ser y amar al prójimo como a ti mismo. (Deja para otro momento el decirnos cómo tiene que ser ese amor: amar como yo os he amado). La Ley y los Profetas se resumen en amar a Dios y al prójimo. El cómo, el por qué y hasta dónde tengo que amarlos lo marca Jesús: Como yo os he amado. Y nos lo explica mejor con un caso práctico: Parábola del samaritano. Ese es el modelo. Hasta ahí el recorrido del amar según Jesús. En cristiano, el amor a Dios y al prójimo no son dos mandamientos, no son dos amores distintos. Los dos son “homoios”. ¡Cuidado con la traducción! Los dos amores son del mismo rango, de la misma importancia. Están al mismo nivel. Son idénticos, gemelos, siameses. Son uno, no-dos. De tal manera que no puedes amar a Dios y no amar al prójimo. O al prójimo y no a Dios. Que te equivocas si los separas. Que amas a Dios amando al hermano. Que el “a mí me lo hicisteis” nos lo dice, nos lo explica. Así nos resulta evidente que quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso. Al separar lo divino de lo humano hemos vivido mucho tiempo con una religión cristiana que centraba nuestra espiritualidad en lo divino. Todo por Dios. Todo en nombre de Dios. La Encarnación la creíamos pero no sacábamos las consecuencias para nuestro cotidiano vivir. La conocíamos de memoria pero no la practicábamos. Era cosa del credo. Era un dogma que creer. No sabíamos cómo aplicar a nuestra vida esa creencia. Poco a poco vamos intentando ver que la Encarnación, es decir la humanización de Dios, es otra cosa y que tiene unas consecuencias “pragmáticas” de amplios vuelos en nuestro ser cristianos. Entre otras: Porque Dios se encarna en el hombre, en todo hombre y mujer, el amor de Dios y el amor al prójimo es el mismo. Tú puedes evaluar claramente tu amor a Dios si lo mides por el respeto, tolerancia, aceptación, que tienes hacia tu prójimo. Así el amor al hermano es el termómetro del amor a Dios. A lo invisible por lo visible. No te despistes. A lo transcendente por lo inmanente. Además de la Encarnación Jesús nos ha dicho que Dios es amor y que nosotros somos amor. Porque estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Y esto sí que cambia todo. Esto sí que es “nuevo”, original, distintivo de Jesús. Personalmente considero que esta nueva imagen de Dios es la “revolución copernicana” de la nueva espiritualidad cristiana. El Dios de Jesús es otro Dios y la antropología cristiana es otra antropología. Nuestro ser verdadero y profundo es divino, es amor. Ahora entendemos claramente que el mandamiento principal es amar y amar como Él nos amó. No somos cualquier amor. Nuestro amor es gratuito, de entrega, servicial, para el bien, útil, eficiente. Como es el amor de Dios. Como seres evolutivos que somos, este amor es un proceso humano que se desarrolla en el tiempo. Nuestra plenitud humana la vamos consiguiendo en el grado que vamos desarrollando nuestras posibilidades amorosas, de entrega y servicio a los demás. Por eso el amar a Dios y al prójimo no es un mandamiento externo, que alguien te obliga a cumplir. Es mucho más que eso. Es una actitud humana fundamental, es tu “fondo”, tu identidad verdadera, tu ser más auténtico. Es el sentido de tu vida, la razón de tu felicidad, es tu plenitud. Por si tienes la tentación de pensar que esta es sólo una “bella teoría” te propongo que la sometas a verificación. Ensaya, varias veces, un amor gratuito y servicial a los que te rodean y luego evalúa los resultados. Enfocada nuestra existencia desde el “principio amor”, nuestra vida cobra todo su sentido. Nos da razones para levantarnos cada día con un objetivo a perseguir, con una meta que alcanzar. Resumiendo: Iniciamos la reflexión con la premisa: Lo principal en la vida es amar. Hemos buscado alguna razón que fundamente la premisa y nos henos detenido en la humanización de Dios y en la revelación de Jesús sobre la imagen de Dios-Amor. Ahora podemos entender mejor que “Al atardecer de la vida me examinarán del amor”. Este será el “temario” del examen final. Tenemos la suerte de que sabemos las preguntas. Podemos obtener Matrícula de Honor. ¿Cómo? Aprobando cada día la prueba de oro contestando a la pregunta ¿Cuánto he servido hoy? Te deseo que seas un alumno aplicado. Tendrá cada día su afán y su alegría. Confieso que de tantas ganas de acertar con la esencia del evangelio, me pierdo a veces en buscar aquí o allá, dentro de los textos bíblicos o en las reflexiones de personas que saben y han experimentado más y mejor a Dios que yo. Muchas escriben en este mismo foro y de ellas aprendo a reflexionar con más sustancia.
Pero esta semana, escuchando la homilía de Félix Larrondo en un funeral, me ha vuelto a recordar que lo esencial para un cristiano es el amor que Dios nos tiene. Mucho más importante que los deberes cristianos para nuestro prójimo, los mandamientos y las bienaventuranzas, las leyes canónicas y litúrgicas, las reflexiones papales el rezo del rosario o incluso que la santa misa. Porque lo mejor de todo lo anterior son solo medios o consecuencias -algunas maravillosas- para responder alimentados de ese amor y vivir como Él nos ama. No le vemos a Dios pero nos envuelve como el agua al pez en el océano. Dios increado, inmenso, inabarcable, nos crea de su amor y con él nos envuelve acompañando nuestra fragilidad como uno de nosotros para compartir radicalmente la vida entera. Dios en su infinito amor preparó un mundo idóneo para la existencia y el disfrute del ser humano; no es casualidad que el hombre y la mujer fuesen lo último en ser creados para recibir la herencia del ecosistema y el universo, siendo dotados de la capacidad para completar su obra creadora. Nos preparó el planeta, creó el cielo y las estrellas, y todo lo que nos rodea y resulta necesario para la vida en pleno disfrute de ella. Dios en su inmenso amor nos hizo de tal modo que pudiéramos disfrutar de muchísimas cosas: el sabor del alimento, el goce intelectual, el calor de la luz solar, el sonido de la música, la frescura de un día de primavera, la ternura del amor. Miles de necesidades humanas que vienen envueltas en el placer al satisfacerlas. Nadie, en el peor ejercicio de arrancarnos la libertad, puede entrar en el yo más profundo y acceder a nuestros más preciados sentimientos. Dicen que no se puede definir a Dios. Pero también se dice que no nos equivocamos en absoluto definiendo a Dios como Amor: cuanto más amamos, más parecidos somos a Dios. Pero lo mejor de todo es que no hay nada que pueda hacer para que Dios deje de amarte. Puedes intentarlo, pero simplemente no sucederá porque su amor por mi se basa en su esencia y no en lo que haga, diga o sienta ¡Es imposible lograr el desamor de Dios! Nuestra libertad no llega a coartar la libertad esencial de Dios volcado en cada una de sus criaturas. Desde el Antiguo Testamento a las cartas de Juan, el recorrido sobre las categorías que los profetas y apóstoles le van dando a Dios, pasan precisamente por la comparación más entregada que tenemos los seres humanos: el amor de una madre, la ternura hacia sus pequeños, y las comparaciones de Pablo sobre el comportamiento amoroso en 1Corintios 13, 4, verdadero himno para el cristiano: cuando dice que el amor es sufrido, es benigno, no busca su interés, no se irrita, no apunta las ofensas; no se goza de la injusticia, se goza de la verdad; todo lo espera, todo lo soporta... nos indica el camino desde su experiencia misionera de ser rechazado por los “elegidos” judíos en Corinto, pero también nos recuerda cómo es Dios. Al final, escribe Pablo, solo el amor permanecerá para siempre. Relativicemos todo hasta que no estemos centrados en este meollo-mensaje. Es la manera de que todo lo demás tenga el sentido y la vivencia adecuada. Creo que de tanto pontificar a propios y extraños, en lo esencial se nos ha ido el oremus. Lo bueno es que sabemos la manera de encontrarlo: amando y rezando para no caer en la tentación. Una situación peliaguda. No era nada fácil salir airoso de aquella pregunta formulada con el propósito de ponerle en un aprieto: “¿es lícito pagar impuesto al César?” Pero Jesús logró dar una respuesta que se ha convertido en un clásico: “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Sí. Hay cosas que pertenecen al orden de lo divino, y otras al orden temporal, y cada ámbito se rige por leyes diferentes aunque compatibles. Por eso no debemos acogernos solo a una de las dos dimensiones para evitar cumplir nuestras obligaciones con la otra. Un buen creyente no debe reducir su compromiso con los demás al hecho de dar limosna y ser caritativo, sino que tiene que pagar sus impuestos y contribuir de todos los modos posibles al bien común. Un buen ciudadano, además de ajustarse a la ley establecida, debe ir más allá de ella, pues a la legislación se le escapan muchas dimensiones del ser humano que también hay que cuidar. Sin embargo, los fariseos estaban planteando a Jesús una cuestión que poseía una carga política por el contexto en que la formularon: en una tierra, Palestina, dominada por Roma. Lo que en el fondo estaban buscando era que el Señor se “mojara” y tomara partido por uno de los dos grupos que en esos momentos estaban en litigio: los judíos beligerantes y los paganos romanos. El de Nazaret, ¿a quién apoyaba? Querían que se definiera. Por eso, los fariseos “llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta y le enviaron algunos discípulos suyos, con unos partidarios de Herodes”. Habían diseñado un plan malicioso para ponerle entre la espada y la pared delante tanto de los judíos más afines a posturas radicales –entre los que posiblemente habría defensores de la lucha armada–; como de los simpatizantes de los romanos –algunos de ellos “vendidos” al poder–. De este modo los fariseos pretendían matar dos pájaros de un tiro: obligar a Jesús a posicionarse (y por tanto hacerle perder seguidores del grupo que no eligiera); y que se convirtiera en el causante de un nuevo enfrentamiento entre las dos corrientes de opinión. Los partidarios de Jesús quedarían posicionados junto a unos… y frente a otros. Pero no les salió bien. No era colaboracionista, ni guerrillero. Era el Señor. Su querer e interés estaba en otro lugar, y sus palabras eran para todos. Con su réplica nos dio una buena pista para vivir la política mejor: poner cuidado para no absolutizar ningún poder humano, y ser siempre, como Él, incluso en circunstancias complicadas, hombres de paz que no alimentan la división. Dos posturas ante el tributo al César
Seguimos en la explanada del templo de Jerusalén, en medio de los enfrentamientos de diversos grupos con Jesús. Esta vez, fariseos y herodianos lo van a poner en un serio compromiso preguntándole sobre la licitud del tributo al emperador romano. Por entonces, además de los impuestos que se pagaban a través de peajes, aduanas, tasas de sucesión y de ventas, los judíos debían pagar el tributo al César, que era la señal por excelencia de sometimiento a él. Fariseos y herodianos no tenían dudas sobre este tema; ambos grupos eran partidarios de pagarlo. Los fariseos, porque no querían conflictos con los romanos mientras les permitieran observar sus prácticas religiosas. Los herodianos, porque mantenían buenas relaciones con Roma. Como a nadie le gusta pagar, los rabinos discutían si se podía eludir el tributo. Y algunos adoptaban la postura pragmática que refleja el tratado Pesajim 112b: «... no trates de eludir el tributo, no sea que te descubran y te quiten todo lo que tienes». Sin embargo, otros judíos adoptaban una postura de oposición radical, basada en motivos religiosos. Dado que el pago del tributo era signo de sometimiento al César, algunos lo interpretaban como un pecado de idolatría, ya que se reconocía a un señor distinto de Dios. Este era el punto de vista de los sicarios, grupo que comienza con Judas el Galileo, cuando el censo de Quirino, a comienzos del siglo I de nuestra era. Al narrar los comienzos del movimiento cuenta Flavio Josefo: «Durante su mandato [de Coponio], un hombre galileo, llamado Judas, indujo a los campesinos a rebelarse, insultándolos si consentían pagar tributo a los romanos y toleraban, junto a Dios, señores mortales» (Guerra de los Judíos II, 118). Más adelante repite afirmaciones muy parecidas: «Judas, llamado el galileo..., en tiempos de Quirino había atacado a los judíos por someterse a los romanos al mismo tiempo que a Dios» (Guerra de los Judíos II, 433). La trampa de la pregunta Con este presupuesto, se advierte que la pregunta que le hacen a Jesús sobre si es lícito pagar el tributo podía comprometerlo gravemente ante las autoridades romanas (si decía que no), o ante los sectores más progresistas y politizados del país (si decía que sí). Además, la pregunta es especialmente insidiosa, porque no se mueve a nivel de hechos, sino a nivel principios, de licitud o ilicitud. La respuesta de Jesús Jesús, que advierte enseguida la mala intención, ataca desde el comienzo: «¿Por qué me tentáis, hipócritas?» Pide la moneda del tributo, devuelve la pregunta y saca la conclusión. Jesús, como sus contemporáneos, acepta que el ámbito de dominio de un rey es aquel en el que vale su moneda. Si en Judá se usa el denario, con la imagen del César, significa que quien manda allí es el César, y hay que darle lo que es suyo. Estas palabras de Jesús, tan breves, han sido de enorme trascendencia al elaborar la teoría de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Y se han prestado también a interpretaciones muy distintas. Las cosas de Dios Si analizamos el texto, las palabras: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios», no constituyen una evasiva, como algunos piensan. Van al núcleo del problema. Los fariseos y herodianos han preguntado si es lícito pagar tributo desde un punto de vista religioso, si ofende a Dios el que se pague. La respuesta contundente de Jesús es que a Dios le interesan otras cosas más importantes, y ésas no se las quieren dar. Teniendo presente el conjunto del evangelio, «las cosas de Dios», lo que le interesa, es que se escuche a Jesús, su enviado, que se acepte el mensaje del Reino, que se adopte una actitud de conversión, que se ponga término al raquitismo espiritual y religioso, que se sepa acoger a los débiles, a los menesterosos, a los marginados. Eso no interesa ni preocupa a fariseos y herodianos, pero es la cuestión principal. Si el evangelio no fuese tan escueto, podría haber parafraseado la respuesta de Jesús de esta manera: ¿Es lícito poner el sábado por encima del hombre? ¿Es lícito cargar fardos pesados sobre las espaldas de los hombres y no empujar ni con un dedo? ¿Es lícito llamar la atención de la gente para que os hagan reverencias y os llamen maestros? ¿Es lícito impedir a la gente el acceso al Reino de Dios? ¿Es lícito hacer estúpidas disquisiciones sobre los votos y juramentos? ¿Es lícito dejar morir de hambre al padre o a la madre por cumplir un voto? ¿Es lícito pagar los diezmos de la menta y del comino, y olvidar la honradez, la compasión y la sinceridad? En todo esto es donde están en juego «las cosas de Dios», no en el pago del tributo al César. Naturalmente, la comunidad cristiana pudo sacar de aquí consecuencias prácticas. Frente a la postura intransigente de los sicarios, defender que no era pecado pagar tributo al César. Y, con una perspectiva más amplia, fundamentar una teoría sobre la convivencia del cristiano en la sociedad civil, sin necesidad de buscar por todas partes enfrentamientos inútiles. Siempre, incluso en las peores circunstancias políticas, nadie podrá arrebatarle a la iglesia y al cristiano la posibilidad de dar a Dios lo que es de Dios. El emperador no siempre es enemigo (1ª lectura) En Israel, desde los primeros siglos, hubo gente fanática y enemiga de conceder el poder político a un hombre mortal. El único rey debía ser Dios, aunque no quedaba claro cómo ejercía en la práctica esa realeza. Otros grupos, sin negarle la autoridad suprema a Dios, aceptaban el gobierno de un rey humano. Pero siempre debía tratarse de un israelita, no de un extranjero. La novedad del texto de Isaías, una auténtica revolución teológica para la época, es que Dios, aunque afirma su suprema autoridad («Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios»), él mismo escoge al rey persa Ciro, lo lleva de la mano, le pone la insignia y le concede la victoria. Porque Ciro, al cabo de pocos años, será quien conquiste Babilonia y libere a los judíos, permitiéndoles volver a su tierra. Este proceso de esclavitud –liberación– vuelta a la tierra recuerda al ocurrido siglos antes, cuando el pueblo salió de Egipto. La gran novedad, escandalosa para muchos judíos, es que ahora el salvador humano no es un nuevo Moisés sino un emperador pagano. El texto ha sido elegido para confirmar con un ejemplo histórico que se puede respetar al emperador, pagar tributo, sin por ello ofender a Dios. Los jefes religiosos comprendieron que las tres parábolas polémicas se referían a ellos; por eso contraatacan con tres preguntas capciosas que intentan tenderle una trampa para tener de qué acusarlo. La primera es la del tributo al César que acabamos de leer. La segunda es sobre la resurrección de los muertos. La tercera, cuál es el primer mandamiento, que leeremos el domingo que viene.
Merece atención el texto del segundo Isaías que hemos leído. Es muy interesante, porque es la primera vez que la Biblia habla de un único Dios. Estamos a mediados del s. VI a.C., y hasta ese momento, Israel tenía su Dios, pero no ponía en cuestión que otros pueblos tuvieran sus propios dioses. Esto no lo hemos tenido nunca claro. El creer en un Dios único es un salto cualitativo increíble en el proceso de maduración de la revelación. El evangelio de hoy no es sencillo. Con la frasecita de marras, Jesús contesta a lo que no le habían preguntado. No se mete en política, pero apunta a una actitud vital que supera la disyuntiva que le proponen. Una nefasta interpretación de la frase de Jesús la convirtió en un argumento para apoyar el maniqueísmo en nombre del evangelio. Seguimos entendiendo la frase como una oposición entre lo religioso y lo profano; hoy entre la Iglesia y el Estado. Se trata de una falta absoluta de perspectiva histórica. Moisés utilizó a Dios para agrupar a varias tribus en un solo pueblo. Fue siempre una teocracia en toda regla. Cuando se instauró la monarquía por influencia de las naciones próximas, al rey se le consideró como un representante de Dios (hijo de Dios), sin ningún poder al margen del conferido por la divinidad. Al proponer la pregunta, los fariseos no piensan en una confrontación entre el poder religioso y el poder civil, sino entre su Dios y el César divinizado. Fijaos que el texto dice: ¿De quién es la imagen y la inscripción? El epígrafe decía: “Augusto Tiberio César, hijo del divino Augusto”. Y en el reverso: “Sumo Pontífice”. ¿Os suena? Lo que se cuestiona es, si un judío tiene que aceptar la soberanía del César o seguir teniendo a Dios como único soberano. Con su respuesta, Jesús no está proponiendo una separación del mundo civil y el religioso. En tiempo de Jesús tal cosa era impensable. No hay en el evangelio base alguna para convertir la religión en una especulación de salón o de sacristía sin ninguna influencia en la vida real. Fariseos y herodianos, enemigos irreconciliables, se unen contra Jesús. Los fariseos eran contrarios a la ocupación, pero se habían acomodado. Los herodianos eran partidarios del poder de Roma. La pregunta era una trampa. Si decía que no, se ponía en contra de Roma. Los herodianos lo podían acusar de subversivo. Si decían sí, los fariseos podían acusarlo de contrario al judaísmo, porque se ponía en contra del sentir del pueblo. El verbo que emplea Jesús, "apodídômi", no significa dar sino, devolver. El que emplean los fariseos (dídomi), sí significa “dar”. Una pista interesante para comprender la respuesta. Estaban contra el César, pero utilizaban su moneda y tiene derecho de exigir que se la devuelvan. Un verdadero judío, tenían que renunciar a utilizar el dinero de Roma. Les hace ver que ya han contestado, pues han aceptado la soberanía de Roma. Al preguntar Jesús, está haciendo clara referencia al Génesis, donde se dice que el hombre fue creado a imagen de Dios. Si el hombre es imagen de Dios, hay que devolver a Dios lo que se le ha escamoteado: el hombre. La moneda, que representa al César, tiene un valor relativo, pero el hombre tiene un valor absoluto, porque representa a Dios. Jesús no pone al mismo nivel a Dios y al César, sino que toma partido por Dios. Esta idea es una de las claves de todo el mensaje de Jesús. Tampoco se puede utilizar la frase para justificar el poder. Si algo está claro en el evangelio es que todo poder es nefasto, porque machaca al hombre. Se ha repetido hasta la saciedad, que todo poder viene de Dios. Pues bien, según el evangelio, ningún poder puede venir de Dios, ni el político ni le religioso. En toda organización humana, el que está más arriba está allí para servir a los demás, no para dominar. Jesús dice que el César no es Dios, pero no hemos dudado en convertir a Dios en un César (he leído una homilía: “el único César que existe es Dios”). No es fácil asimilar que tampoco Dios es un César. No se trata de repartir dependencias, ni siquiera con ventaja para Dios. Dios no hace competencia a ningún poder terreno, sencillamente porque no tiene ningún poder. Esto, bien entendido, nos evitaría toda solución falsa del problema. El problema es una trampa. No existe una alternativa entre César y Dios. Se ha predicado que había que estar más pendiente del César religioso que del César civil. Ningún ejercicio del poder es evangélico. No hay nada más contrario al mensaje de Jesús que el poder. Siempre que pretendemos defender los derechos de Dios, estamos defendiendo nuestros propios intereses. El que te diga que está defendiendo a Dios, en realidad lo está suplantando. Tampoco el estado tiene derecho alguno que defender. Los dirigentes civiles tienen que defender siempre los derechos de los ciudadanos. No defendemos el anarquismo. A contrario, una sociedad, aunque sea de dos personas, tiene que estar ordenada y en relaciones mutuas de dependencia. En ella, una tiene mayor responsabilidad; pero todas las relaciones humanas deben surgir del servicio y la entrega a los demás, no del dominio. Ningún ser humano es más que otro ni está por encima del otro. “No llaméis a nadie padre, no llaméis a nadie jefe, no llaméis a nadie señor…” Claro que tiene que haber un orden. Es ridículo concluir que Jesús está contra la autoridad. Pero si nos atenemos al evangelio, el primero será quien mejor sirva a los demás. El evangelio, no da pie a una “jerarquía” que significa literalmente: poder sagrado. La única autoridad que admite es el servicio. Jesús nunca mandó servir al superior. Lo que sí mandó, por activa y por pasiva, es que el superior sirva al inferior. No existe una realidad sagrada y otra profana. En la expulsión de los vendedores del templo, Jesús está apostando por la no diferencia de lo sagrado y lo profano, para Dios todo es sagrado. Es descabellado hacer creer a la gente que tiene unas obligaciones para con Dios y otras con la sociedad civil. Dios se encuentra en todo lo terreno, pero en lo más hondo del ser. Si solo lo encontramos en la iglesia, hemos caído en la idolatría. La única manera de entender todo el alcance del mensaje de hoy es superar la idea de un Dios fuera que arrastramos desde el neolítico. La creación no es más que la manifestación de lo divino. No hay nada que sea de Dios, porque nada hay fuera de Él. Somos imagen de Dios, pero no pintada o esculpida, sino reflejada. Para que Dios se refleje, tiene que estar ahí. No hay reflejo en un espejo si la cosa reflejada no está del otro lado. Meditación La diferencia no está entre una autoridad u otra sino entre el egoísmo y el amor. La tarea fundamental del ser humano es solo una: reflejar con nitidez la imagen de Dios. A medida que vaya desprendiéndome de mi falso yo, irá apareciendo el verdadero amor. Según la Real Academia de la Lengua Española, se entiende por clericalismo alguna de las siguientes acepciones: "influencia excesiva del clero en los asuntos políticos; intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que impide el ejercicio de los derechos a los demás miembros del pueblo de Dios; o marcada afección y sumisión al clero y a sus directrices".
En dichas comprensiones, las dos primeras suponen un protagonismo y responsabilidad directa del clero; mientras que en la última tanto la responsabilidad como el ejercicio del clericalismo le cabe directamente al laicado. En cualquiera de sus distinciones, el clericalismo es una desviación de la sana religiosidad y espiritualidad, por lo que, lejos de la virtud, es un mal eclesial que debe ser combatido y erradicado, para realizar de mejor forma el bien social que le cabe a la Iglesia. Pese a haber plena conciencia de los serios males que produce en la Iglesia el clericalismo, su resistencia y erradicación se dificulta porque, el mismo, es parte de la cultura eclesial católica. Consecuentemente existe una suerte de connivencia con esta nociva costumbre y se tolera porque su erradicación supone conversión pastoral. Sin embargo, no ha faltado orientación magisterial para combatir esta lacra del clericalismo. Los tres Papas recientes lo han condenado con distintos énfasis. Mientras Francisco lo hace de manera sistemática, pública y aguda; Benedicto XVI lo hacía de manera esporádica, reservada ante el clero y con la misma agudeza. Sin embargo, la condena pontificia más contundente la hizo Juan Pablo II, y la expresó en la exhortación apostólica Christifideles laici, dirigida precisamente al laicado católico. En efecto, Juan Pablo II dedicó uno de sus documentos pontificios expresamente al laicado católico, donde sin mencionar la palabra clericalismo, expresó una de las críticas más incisivas de la Iglesia en esta materia. En la introducción de dicho documento señala: "El Sínodo ha notado que el camino posconciliar de los fieles laicos no ha estado exento de dificultades y de peligros. En particular, se pueden recordar dos tentaciones a las que no siempre han sabido sustraerse: la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político; y la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas realidades temporales y terrenas." ChL 2. En esto hay una crítica frontal a la desviación del camino postconciliar del laicado, que a veinte años del Concilio, lo había llevado a obsesionarse por las cuestiones intra-eclesiales, abandonando las responsabilidades sociales específicas a su identidad y vocación primordial, como son el servicio de las "realidades temporales". Al respecto, hay que concordar con el magisterio, que la identidad del clero y del laicado deslinda precisamente en su ámbito de acción ordinario. De manera que, siendo lo propio del clero el servicio preferente de la Iglesia o de la ecclesía (la comunidad cristiana), lo propio del laicado es el servicio preferente en la sociedad, inmerso en cada cultura. Sin ser excluyentes, ambas dinámicas de la identidad del clero y del laicado, son un criterio orientador fundamental de las capacidades de servicio de la Iglesia. Sólo así, es posible comprender que, gracias a un laicado maduro, libre de todo vestigio de clericalismo, esa tierna y consoladora alegría del Evangelio, así como esa capacidad de sanar las estructuras de pecado en las que sostienen muchos males del mundo, pueda extenderse a los más recónditos espacios de la vida humana y del mundo. En esto, no es que la Iglesia, con su magisterio, faculte ni conceda al laicado una potestad de servicio de alto impacto en la vida y en la sociedad, sino que es reconocer las potencialidades que el mismo Dios confía a un laicadoque asume concientemente las consecuencias de su bautismo. A 52 años del Concilio y a 29 años de la Christifideles laici, el camino del laicado ha continuado desviándose por nuevos atajos y peligros, que lo alejan y distraen de su misión esencial, precisamente por el creciente proceso de clericalización, que le arrebata su fecundidad apostólica y domestica su parresía profética. En este sentido, la coyuntura de la escasez de clero y de miembros de la vida religiosa, es ante todo una excusa para justificar a ese enorme contingente humano que pulula en torno a las parroquias, sacristías y una amplia gama de distracciones eclesiásticas. En ello se olvida que el laico no es para la Iglesia sino para el mundo. Con la llegada de Papa Francisco a Roma, portador de nuevas y grandes esperanzas para la Iglesia, aparecen nuevos peligros. Precisamente cuando comienzan a discutirse temas impensados, como la mayor participación de la mujer y del laicado en la vida de la Iglesia, hay quienes parecen descubrir nuevas oportunidades para iniciar una suerte de "carrerismo laical". En efecto, y en ese anhelo de mayor participación, algunos parecen descubrir un espacio para integrar al laicado en las estructuras de poder de la Iglesia. Así, se interpretan como grandes avances eclesiales la integración de laicado, incluyendo a algunas mujeres y hombres, en puestos claves de ciertos dicasterios romanos. De ser ese el anhelo de reforma de la Iglesia, sería nefasta la utilización del laicado para validar a esa estructura de poder religioso que nunca debió llegar a ser la Iglesia. Sería participar al laicado de esa monarquía eclesial, de la cual esta vocación numerosa de la Iglesia siempre ha estado excluida, en virtud de esa viciada jerarcología que afortunadamente lo marginó. La gran reforma de la Iglesia apunta necesariamente a redescubrir las potenciales de un laicado maduro, para transformar las realidades temporales torcidas por el pecado; ello implica redescubrir las posibilidades y potencialidades del sacerdocio común de los fieles para despertar a ese gigante dormido que es el laicado católico. El reciente informe sobre muerte ilegal de refugiados y migrantes de la Relatora Especial del Consejo de Derechos Humanos de la ONU critica los abusos y peligros a los que son sometidas las personas migrantes en el mundo debido a la militarización y externalización de fronteras de los países desarrollados, entre ellos, España.
Diez millones de apátridas vagan o malviven por el mundo sin nacionalidad, sin derechos y sin libertades básicas. Otros 65 millones de personas en todo el mundo se han visto forzadas a abandonar sus hogares, entre ellos más de 22 millones de refugiados, casi la mitad de la población española. Cerca de 244 millones de migrantes se buscan la vida en otros países o se la juegan en un viaje vital, a menudo enfrentándose a condiciones inhumanas, detenciones ilegales, agresiones sexuales, violencia, esclavitud, secuestros. Un viaje que a veces resulta ser el último. Son cifras de 2016 de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Todos juntos constituirían el tercer país con más población del planeta, el país de los excluidos. El reciente informe sobre muerte ilegal de refugiados y migrantes de la Relatora Especial del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, Agnes Callamard es una llamada de atención a la razón y a la conciencia. Describe con espeluznante minuciosidad el régimen de impunidad casi generalizado en torno a la muerte y desaparición de los migrantes y refugiados a nivel global, así como la tolerancia y aceptación social hacia tanta tragedia. “El derecho universal a la vida está limitado por la nacionalidad, limitado por fronteras y visados” Este informe, sin apenas trascendencia en los medios, arroja algo de luz sobre las muertes masivas de refugiados y migrantes. Lo hace desde el enfoque del colapso del sistema internacional de derechos humanos y de una crisis humanitaria global que desembocan en un verdadero crimen internacional, que, por su banalización y la falta de datos unificados y fiables, lleva a la impunidad total de sus perpetradores. Y quizás lo peor, un crimen que se perpetra con la tolerancia y avenencia casi generalizadas de las sociedades, opulentas o no, y la inacción por parte de instituciones regionales, nacionales o internacionales. Como dice Callamard, “parece que el derecho universal a la vida está limitado por la nacionalidad, limitado por fronteras y visados y, en última instancia, determinado por la aleatoriedad del lugar de nacimiento”. En la Declaración de Nueva York de 2016 para los Refugiados y Migrantes (resolución 71/1), los líderes mundiales se comprometieron a proteger los derechos humanos de todos refugiados y migrantes, independientemente de su estatus. Actualmente se está llevando a cabo un proceso de negociaciones intergubernamentales con el fin de elaborar dos pactos mundiales, el Pacto mundial sobre refugiados y el Pacto mundial para una migración segura, ordenada y regular que deberían culminar en una conferencia intergubernanmental sobre migración internacional en 2018 que adoptaría ambos textos. Según el informe de Callamard que aporta ideas a este proceso, miles de migrantes y refugiados mueren o son asesinados cada año. El gran reto es cuantificar cuántos, ya que muchos de ellos desaparecen, engullidos en las aguas o en las arenas del desierto, no sólo en el Mediterráneo, sino en África, Centroamérica, el Golfo de Aden, la Bahía de Bengala,etc. Los datos son escasos e incompletos, las identidades de los muertos apenas se verifican, ni siquiera su género. |
Ayuda al Blog que publica todos los días diferentes áreas, queremos seguir publicando
EL BLOGEl blog es uno dedicado al análisis en general de muchos puntos desde la ópica teológica. La meta es impulsar el estudio amplio y profundo de la fe y de la razón, siendo ambos elementos fundamentales de la vida. SABES QUE PUEDES HACER COMENTARIOS A LAS REFLEXIONES O ENSAYOS TEOLOGICOS QUE APARECEN EN EL BLOG, SI PUEDES INTENTALO...
Archivos
Febrero 2023
Categorias |