Unos días antes de morir, Francisco de Asís dejó terminado el famoso poema que ha dado nombre a la encíclica más revolucionaria del último siglo: Laudato Si’. Se trata de un canto a Dios por medio de las criaturas: el sol, la luna y las estrellas, el viento, el agua, el fuego y la madre tierra. En todas estas criaturas, por ser creación de Dios, el Poverelloencontraba a Dios y se extasiaba por ello. Pero, al final del poema, que es un canto a la vida, también da las gracias por la hermana muerte corporal. La muerte, como la vida, es un don, no una imposición. Los cristianos creemos que hemos recibido la vida para desarrollarla al máximo de nuestras capacidades. Una vez recibida, como todo don, exige per-don, lo que significa dar la vida que ha sido recibida, sea mediante la maternidad o paternidad o bien sea mediante la extensión del amor y la misericordia que lleva aparejadas: los cuidados, las caricias, el compromiso por los demás; la construcción, en definitiva, del Reino de Dios. La vida es un don para construir el Reino de Dios, esta es la clave de su comprensión. Esto significa que la vida no es un valor absoluto, sino relativo, está en función del Reino de Dios, que es el valor absoluto de nuestra existencia. Por eso, Jesús pudo dar su vida por el Reino. Pues, si la vida hubiera sido el valor absoluto, el Reino no merecería la muerte por él.
La muerte, según el santo de Asís, es como el sol o el agua, una hermana. Va aparejada a la vida. Negarla es tanto como negar la vida, pues sin vida no hay muerte y sin muerte no hay vida. Desde la perspectiva biológica, el individuo debe morir para que la especie continúe. Es el pago por la aparición de la reproducción sexual: dos individuos dan lugar a un tercero distinto a ellos, pero ambos deberán morir para asegurar que la especie sobrevive. La muerte de los individuos como necesidad aparece en el proceso de evolución con la sexualidad, pues la reproducción asexual implica la eternidad del individuo, que se duplica cada vez que se reproduce; técnicamente no muere. La muerte del individuo, por el contrario, es su regalo a la vida en la Tierra. Cuando muero me entrego definitivamente a la segunda ley de la termodinámica, la entropía hace su último trabajo conmigo. El esfuerzo vital de sostener al individuo en equilibrio homeostático cesa y su ser material es asumido por la corriente general del Universo. Mi individualidad vuelve a sumergirse en el magma material universal y mi yo material se diluye en el Todo. El don de la vida es asumido definitivamente en el don de la muerte. La muerte ha sido determinada en nuestros genes. El acortamiento de los telómeros es un reloj biológico de cuenta atrás; llegado el momento, se produce un cese de funciones generalizado y el cuerpo abandona su titánica lucha contra la entropía, una lucha que está perdida de antemano y que cualifica la vida como lucha por la existencia, una existencia con sentido. El ser humano vive para el sentido y por él, para la lucha por algo que le supera, por eso en Jesús vivimos por el Reino y para el Reino. Sin embargo, la muerte también puede sobrevenir por una larga y dolorosa enfermedad, irreversible y terminal, que llevará a un proceso angustioso del que solo se puede obtener sufrimiento inútil. Llegado ese momento, los mejores sistemas sanitarios proponen paliar el dolor, decisión que se antoja muy humana, tan humana, tan racional y tan personal como la decisión de acortar esos momentos finales en los que todo está definitivamente decidido, excepto el día y la hora. Quizás, decidir el día y la hora sea el último gesto humano posible en esas circunstancias en las que, si se es creyente, se busca el camino más rápido para el encuentro con Dios, puesto que ya poco puede hacerse por el Reino que entregar la propia vida al curso vital universal. Entregar la vida de manera consciente es la máxima expresión de lo humano; no hay ningún otro ser vivo que pueda realizar tal gesto último y definitivo. No hay mayor amor que el que entrega su vida por sus amigos. La hermana buena muerte, la eu-thanasia, nos acompaña como seres racionales y sensitivos que somos. Poner los medios para acogerla nos hace mejores como especie y nos acerca más al Creador.
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