Confieso que todavía no he terminado de leer este libro de Y. N. Harari, pero necesito escribir para aclarar mis ideas y dialogar sobre el tema.
Planteamiento Se trata de una “Breve historia de la Humanidad” pero, como es frecuente en estas grandes síntesis, resulta una interpretación sesgada de esta historia; ciertamente muy sugerente, porque combina estadísticas y ejemplos de la vida diaria, que no sólo no aburren sino que devuelven vida a una narración que ha captado a más de seis millones de lectores... La tesis nos llega disuelta en la selección y explicación de los acontecimientos narrados. Los cazadores-recolectores se extendieron por territorios habitados por especies más grandes y potentes que ellos; para defenderse tuvieron que agruparse y colaborar, basados en la confianza mutua porque se conocían en el día a día. A medida que se fue desarrollando “la revolución cognitiva”, y que crecieron estos grupos, esta confianza se fue debilitando, porque los miembros ya no se conocían entre sí. Entonces el homo sapiens tuvo que inventar unos mitos que unificaran, y motivaran a colaborar, a todos los miembros para defenderse de otras tribus (o para disputarles su territorio). Estos mitos versaban sobre dioses, leyes, religión (hoy diríamos patria, cultura, derechos humanos, nacionalismos, clase social; y serían mitos en el sentido débil de ficciones, no en el sentido de relatos sobre verdades que no pueden expresarse conceptualmente). Para mostrar que esos mitos eran, y son, meras ficciones, el autor muestra cómo han variado en cada tiempo, y lo visualiza comparando el Código de Hammurabi con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El primero se basa en la desigualdad de los hombres -superiores, plebeyos, y esclavos- mientras que el segundo se basa en su igualdad, pero “ambos están equivocados”. En consecuencia, igualdad y desigualdad serían igualmente ficciones, útiles para lograr la cooperación de grandes grupos humanos según las circunstancias. El autor no menciona la posibilidad de que, de modo semejante al lenguaje y la inteligencia, la conciencia ética se ha ido desarrollando progresivamente. Hammurabi vislumbró una cierta igualdad en el derecho de todos a recibir una indemnización por los perjuicios sufridos aunque, por sus circunstancias e intereses, mantuvo una diferencia en estas indemnizaciones. Pasados los siglos, la humanidad ha ido extendiendo esta igualdad (hasta cierto punto) a todos sin distinción; aunque todavía está por aceptar que esta igualdad sea efectiva e intercontinental. Para mayor plasticidad del relato, el autor desarrolla un caso concreto actual de ficción útil, el caso Peugeot. Antiguamente el comerciante que iniciaba un negocio corría el riesgo de que, si fracasaba, tenía que responder con su propio patrimonio e incluso someterse a esclavitud junto con toda su familia; esto disuadía a muchos emprendedores y, para evitarlo, la sociedad inventó la figura ficticia de una sociedad comercial que sería la responsable, liberando así al emprendedor de responder con su vida o con su patrimonio personal. Comentario Por lo que entiendo, para el autor, toda la ética se reduciría a una ficción sin “validez objetiva”, un engaño, “un orden imaginado”, impuesto mediante la educación, útil para facilitar la cooperación de grandes grupos humanos y, si es necesario, contra otros grupos humanos. Así mismo reconoce que, para que este sistema de mitos funcione, tiene que ser verdaderamente creído por la mayoría de la población (¿nuevos plebeyos y esclavos? Esta interpretación, sin más pruebas o discusión, sería la realidad surgida en el proceso histórico. El autor no contempla la posibilidad de que esos mitos sobre patria, dioses, deberes éticos, o derechos humanos, tengan un fundamento real, aunque la historieta sea imaginada. Discutamos en qué consiste ese fundamento, pero no creo que pueda descartarse un fundamento real. La realidad no se comprueba solamente por experimentos o sucesos históricos, sino también por experiencia ética interna. Pensar que lo real es solamente lo físico y medible sería como confundir el amor con el sexo. Los Derechos Humanos pueden ser aumentados, recortados, o interpretados pero, si fueran ficciones sin ningún fundamento ¿Por qué tendrían que respetarlos los países fuertes o las grandes corporaciones internaciones? Podrían corromper a políticos, policías, y jueces (si éstos no tienen una ética real) ¿Por qué no exterminar a los aborígenes de las selvas sudamericanas si eso beneficia la economía de un grupo, o incluso internacional? ¿Por qué abolir la esclavitud si resultaba tan productiva para el desarrollo de algunos países? ¿Por qué reconocer los derechos de la mujer? Por mi parte creo en el valor real de los derechos humanos, de la justicia, de la solidaridad, de la compasión. Admiro a los que arriesgaron, o perdieron, su vida por salvar a los judíos de la persecución nazi, o a quien se enfrentó a una escavadora que derribaba las casas de los palestinos. Admiro al inmigrante que se echó a las vías del tren para salvar al niño que se había caído. No son víctimas de una ficción sin fundamento, sino héroes que han percibido los verdaderos valores del deber y la compasión. Creo que este planteamiento de Harari, intencionadamente o no, justifica el más crudo capitalismo.
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Un paso atrás, un camino por adelante. Homosexualidad y ministerios cristianos por: Xabier Pikaza12/11/2018 Sigue ardiendo la polémica, encendida por unas declaraciones del nuevo Secretario de la CEE sobre los "varones completos" (los únicos que pueden ser seminaristas y curas) y por un libro de entrevistas del Papa Francisco en el que, según la prensa, dice que “el ministerio o la vida consagrada no es el lugar (de los homosexuales)". En otras palabras, ni curas ni monjas pueden ser homosexuales.
Ha sido sin duda un paso atrás, pero tiene que ser para pensarlo mejor y abrir un camino hacia adelante, según los signos de los tiempos (que son de igualdad en la diversidad), desde la raíz del evangelio, como seguiré indicando en trece proposiciones. No voy a entrar en los matices de las declaraciones del Secretario de la CEE ni del Papa, pero pienso que ambas (tomadas así, en general) van en contra de la verdad del evangelio sobre el hombre y la mujer y en contra del mensaje y misión de la iglesia. Parecen declaraciones que surgen del miedo no sólo ante el “estallido” de la bomba de pederastia en un tipo de clero, sino ante el gran cambio en línea de verdad, de aceptación de los distintos y de esperanza del evangelio. Por eso, retomando reflexiones que he venido exponiendo desde hace más de quince años, quiero exponer una vez más mi visión del tema, superando estereotipos de ideología de género (de un lado o del otro), para entrar en el camino del evangelio, sin miedo de retomar el proyecto de Jesús. El problema es mayor de lo que externamente parece (¿qué importan unos pocos pederastas…?), y es hora de que no estemos ya a remolque de revelaciones maliciosas, de falsas verdades y de acusaciones de algunos. Es hora de volver de un modo radical al evangelio, a la verdad múltiple del ser humano como proyecto de amor y a la tarea de la iglesia como signo y anticipo de un “reino” de muchas moradas, en el que ser hombre y/o mujer sea descubrimiento y expresión de un despliegue de gracia que es el mismo para todos, siendo múltiple en sus caminos. En la casa del amor hay muchos caminos y moradas. Trece proposiciones Varias personas me han llamado, pidiéndome información de fondo y les he remitido a un libro antiguo donde planteaba ya el tema: Palabras de Amor. Homosexualidad 2, Desclée de Brouwer, Bilbao 2006 (págs. 295-299). El tema del amor homosexual sigue planteando numerosas dificultades en la iglesia católica, tanto en plano personal como social. Pero el tema no es la homosexualidad en su sentido externo (de géneros cerrados en sí mismos), sino el del amor homosexual, como experiencia y tarea cristiana. Éste es un amor que resulta difícil de desarrollar abiertamente en la Iglesia Católica, no sólo porque ella se opone al matrimonio de los homosexuales, sino porque les niega el acceso a los ministerios. El tema del “matrimonio homosexual” (con o sin ese nombre: ¡uniones de hecho!) parece civilmente decidido, al menos en occidente: la sociedad está dispuesta a reconocer la unión legal de dos homosexuales y la iglesia católica no debe oponerse a ello, sino pedir a Dios que los así casados se amen gratuitamente, con generosidad, poniendo su amor al servicio de los demás, que en eso se centra el evangelio. Menos decidido parece el tema de acceso de los homosexuales (¡y de las mujeres! vaya lío de vinculaciones) a los ministerios de la iglesia (obispos, presbíteros, vida religiosa…) y para ello se esgrimen dos razones principales: (1) la homosexualidad va en contra del amor cristiano; (2) los ministros homosexuales corren el riesgo de caer en la pederastia. Éste es un tema que se sigue discutiendo en los círculos jerárquicos de la Iglesia. En este contexto se pueden hacer algunas afirmaciones de principio, para poner de relieve que “en la casa del Padre hay muchas moradas y en la subida al monte del amor muchos caminos”:
Pero, siendo un hecho, la homosexualidad es una oportunidad para el amor, para la gracia y diversidad de la vida, en sus diversas formas. Lo que une a varones y mujeres no es un tipo de “género” marcado por la naturaleza, sino la tarea personal y comunitaria del amor. No se trata de “soportar” la homosexualidad, como si aquellos que llamamos “del otro lado” fueran un vestido de vergüenza que debemos guardar en el armario. No se trata, tampoco, de sacar ese traje con orgullo como diciendo “aquí estamos nosotros, que somos los mejores… para fastidiaros a los otros. Se trata de encontrar y crear espacios para todos, enriqueciéndonos unos a los otros. Por eso, es necesario que empecemos dando gracias a Dios por los homosexuales cristianos (y no cristianos). Es una buena noticia el hecho de que muchos homosexuales puedan presentarse como tales, es decir, como personas, con sus valores y problemas, que es claro que los tienen, como los otros grupos de hombres y mujeres. Es una buena noticia el saber que hay cientos y miles de homosexuales de inmensa calidad humana y amor en seminarios, obispados y casas religiosas. Si un cristiano se avergüenza de ellos o los vuelve a meter en el armario, se avergüenza del mismo Dios creador.
Desde ese fondo, hay una línea directriz que comienza en el Génesis y termina en el Apocalipsis, en la que se ponen de relieve las diferencias de hombres y mujer, de judío y de gentil, de poderoso y oprimido (Gal 3, 28), para insistir en la necesidad de amar a los distintos. Según eso, un amor homo‒sexual (es decir, a lo que es homo, igual) sería deficiente, menos rico. Pues bien, la diferencia principal no se da en un tipo de géneros establecidos por naturaleza, sino en las personas como tales. En esa línea, en el amor homo‒sexual vivido en profundidad no se tiene ya en cuenta al otro simplemente como varón o como mujer en plano biológico, sino al otro como persona, capaz de ser amada y de amar. En esa línea, el amor homo‒sexual puede abrir una puerta para plantear mejor los caminos y experiencias de la comunidad real entre personas, de un género o de otro, de un pueblo o de otros.
Frente a la posible ideología de género, ha de ponerse de relieve el amor personal y gratuito, el amor liberador de gozo y entrega a (de comunión con) los demás, superando barreras de imperios y pueblos, de purezas e impurezas legales, como ha proclamado y realizado Jesús en su evangelio. A fuerza de repetir ese mantra de la ideología de género nos hemos olvidado de la novedad de Jesús, es decir, de la posibilidad de un amor que rompa barreras y sea creador de vida, en formas de enamoramiento y cariño, de maternidad y amistad.
Conforme a la “mejor” tradición jerárquica de aquella iglesia, Cozzens considera normal que, en las circunstancias actuales, casi la mitad de los seminaristas y presbíteros católicos de USA sean homosexuales, un porcentaje muy superior a la media de la sociedad americana (entre un 10 y un 15 por ciento). Mientras el clero mantenga su tipo actual de vida, tendrá una media más alta de homosexuales que el resto de la sociedad. Por eso, allí donde se dice que no entren homosexuales en los seminarios ni en la vida religiosa, había que empezar haciendo una “estadística de fondo” y diciendo: que salgan los homosexuales de los ministerios y de las casas religiosas. El hecho de que el índice de homosexuales sea mayor en el clero de la Iglesia Católica no es algo negativo, sino normal, y muy positivo, porque en general los homosexuales se han sentido víctimas y han buscado en la iglesia un espacio de calor humano... y de posibilidad de despliegue afectivo y apostólico. Lo malo es la forma en que muchos han tenido que vivir esa situación en los armarios de la iglesia... Imaginemos sólo que, de pronto, todos ellos, tuvieran que dejar ministerios y vida religiosa un veinte, un treinta o un cincuenta por ciento de curas y monjas. Quedarían vacíos algunos de nuestros mejores armarios...
Es evidente que tienen sus problemas afectivos, lo mismo que los heterosexuales y que, a veces, sus problemas de integración son mayores, porque su forma de ser y de amar es distinta, y también porque han estado y siguen estando marginados. Es evidente que algunos han podido “caer” en la pederastia, no tanto por ellos, sino por el tipo de vida al que han estado sometidos (en seminarios e instituciones cerradas), sino, y sobre todo, porque han tenido un tipo de poder social y afectivo en la Iglesia. Pero ése no es un tema de ellos, de los homosexuales, sino de todo el clero (homo‒ u hétero‒sexual)… Y además, siendo mayores sus problemas, suelen ser también mayores las aportaciones de tipo afectivo, social y espiritual de los homosexuales. Por eso, la homosexualidad puede ser una bendición para ellos y para el resto de la sociedad, en línea de amor.
Evidentemente, habrá que superar toda declaración de culpabilidad a priori. Pero si ha existido “crimen” de pederastia, allí donde ha existido, los responsables deben quedar en manos de los tribunales de la sociedad, en verdad, en claridad. Por su parte, los clérigos implicados en la pederastia (presbíteros y obispos, religiosos o religiosas) deberán abandonar inmediatamente su función clerical, pues esa función no es honor, ni ventaja para siempre (como un grado mayor de humanidad), sino un servicio.
En este campo han sido y son muchas las tragedias, lo mismo que en otros ámbitos de patología y/o violencia sexual (violaciones y trata de blancas etc.). Ésta ha sido, y quizá seguirá siendo, una herida sangrante para la vida de la iglesia, pues se supone que su misma opción evangélica debería haber ayudado a los clérigos o aspirantes, haciéndoles hombres y mujeres de gratuidad y de libertad. Pero la vida ofrece sus dificultades y, en ciertos ambientes de reclusión afectiva, suelen producirse reacciones violentas. Pero esto no supone que se deba condenar al clero en su conjunto, ni a los homosexuales que lo componen.
Posiblemente puede haber cierta responsabilidad de los medios de comunicación, cuando publican temas de este tipo. Pero quizá es mayor la responsabilidad de la estructura clerical. Como persona pública en la iglesia, el clérigo tiene que estar dispuesto a que su vida se conozca. Si una institución religiosa, que debería ser ejemplo de gratuidad, se empeña en defenderse a ultranza, protegiendo su poder y su secreto, es digna de ser condenada y de acabar disolviéndose (o de ser abandonada por el conjunto de los fieles), sin más retrasos, para bien del evangelio y, sobre todo, de la sociedad en su conjunto. De todas formas, la que sí tiene que salir del armario, ya, desde ahora mismo, es la estructura clerical, si que es que no quiere perder su credibilidad: ella no tiene que airear sus problemas interiores, pero tampoco ocultar sus problemas. El clérigo, como hombre público en la iglesia, tiene que estar dispuesto a que su vida se conozca. Una estructura institucional, empeñada en defenderse a sí misma, protegiendo su poder y su secreto, es digna de ser condenada y de acabar disolviéndose a sí misma (o de ser abandonada por el conjunto de los fieles), sin más retrasos, para bien del evangelio y, sobre todo, de la sociedad en su conjunto.
El celibato de los presbíteros, que ha tenido en otro tiempo una función social, al servicio de la independencia económico‒social de la Iglesia, ya no lo tiene. Ya no tiene esa función “de poder”, pero puede tener y tiene otra mucho mayor, como camino afectivo de libertad y de comunión distinta, entre hombres y mujeres, un celibato para el amor, en línea hétero‒ u homo‒sexual. Con decir “celibato no” no se arregla nada, sino que se confunden todas las cosas. Decir que todos tienen que “casarse” (de forma homo‒ u heterosexual) resulta una simplificación absoluta. El tema no se resuelve con celibato sí o celibato no, sino con amor en libertad y en plenitud, conforme al “carisma” o experiencia de cada uno, en un camino de gracia, no de ley. Tiene que terminar ya (hoy, mejor que mañana) el celibato de ley para los ministerios. Tiene que terminar ya (hoy mejor que mañana) la limitación de los ministerios cristianos a los “varones” (¡y enteros!). Los ministerios cristianos no son jerárquicos, ni son de varones, no están limitados por género o sexo, sino que están potenciados por el amor en libertad. Lo que importa no es que el presbítero sea célibe o no, sino si es fiel al amor y a la vida, si es persona de gozo y evangelio, de hondura personal y de servicio cercano y libre a los demás.
El celibato será opcional, para quienes quieran vivirlo como carisma o como resultado de unos caminos peculiares, quedando vinculado de un modo especial con las diversas formas de comunidades religiosas, de tipo carismático. Vincular el celibato a un tipo de poder clerical constituye un riesgo humano, me parece contrario al evangelio, por más que se sigan buscando razones de tipo ideológico o espiritualista. Pero, dicho eso, quiero añadir con 1 Cor que, en estas circunstancias de la vida, por riqueza de la misma existencia de hombres y mujeres, puede haber un tipo de celibato, es decir, de comunicación de amor no matrimonio que sea no sólo liberadora en sentido social, sino también en sentido personal, de profundización mística personal y comunitaria.
No se puede "curar la homosexualidad" (no tiene nada de qué curarse), pero tiene que evitarse la pederastia, y en esa línea Jesús dijo que sería mejor que se ataran una piedra de molino y se echaran al mar... Pero una vez dicho eso hay que decir que Jesús fue amigo de publicanos y prostitutas, como un hombre que era capaz de poner como ejemplo a los “eunucos” biológicos o sexuales, hombres y mujeres con dificultad en este campo (Mateo XIX, 12). El mismo evangelio le presenta “curando” al amante homosexual del Centurión de Cafarnaúm (Mateo VIII, 5-13). ¡No hará falta decir que, en aquel tiempo, los cuarteles eran lugares de homosexualidad habitual, porque los legionarios no se casaban antes de licenciarse, ya de mayores! Y perdonen los homosexuales y mujeres, si doy la impresión de marginarles, poniéndoles en esta compañía, con publicanos y prostitutas. Dicho esto, debo añadir que en el camino de Jesús no hay diferencia entre homo y heterosexuales, mujeres y varones, pues todos somos “uno en Cristo” (Gal III, 28).
Me horrorizó el tema, por su banalización, por su alegría falsa de decir que todo en el fondo da lo mismo y que, al final, lo que toca es casi un “amor que no es amor”, sino casi pura diversión, que no es vida, sino evasión de la vida. Presentar así a Jesús es banalizar su proyecto de amor, su forma de acoger a los expulsados, manchados e impuros, formando una comunión abierta a diversos tipos de amor, pero todos en gratuidad y misterio, en responsabilidad creadora, a favor de los niños y excluidos. El evangelio no me ofrece datos para saber en concreto cómo era el amor “íntimo” de Jesús, si era homo‒ o hétero‒sexual, pues deja ese tema abierto, de tal forma que en él se pueden sentir identificados homo‒ y heterosexuales, pero siempre en compromiso de amor gozoso y responsable (de ofrecer y responder, de dar y acoger…), amor de personas liberadas para la Vida, varones y/o mujeres, desde el don del amor que es Dios.
Quiero terminar dando gracias a Dios y a la vida por lo que he sido (religioso de celibato) y por lo que soy ahora (casado, en la Iglesia). No me avergüenzo, ni me enorgullezco por lo de antes, ni por lo de ahora. He vivido muy bien como religioso de la Merced. Vivo bien, y mejor aún, con Mabel, mi mujer, a la que debo lo que ahora soy. Por y con ella soy cristiano, puedo trabajar como teólogo, en una iglesia en la que puedo y quiero vivir en libertad. La “vida” no me ha hecho homosexual, y así la acepto. Pero he conocido y conozco docenas de homosexuales ejemplares, dentro y fuera del “clero” de la Iglesia (obispos, presbíteros, religiosos…), con sus problemas y con su riqueza de vida. Así como soy, tengo unos valores; si fuera otra cosa tendría otros (igual que si fuera mujer; me ha tocado ser varón, me va bien, no me enorgullezco por ello, pero estoy contento, como estaría contento de ser mujer, si lo fuera). No me ha costado demasiado ser lo que soy, aunque en mi vida de seminario y después he conocido casos duros de des‒ubicación afectiva, en línea de pederastia, pero, en conjunto, las vidas clerical y religiosa y ahora la vida de casado se han portado conmigo de una forma espléndida. Por eso, doy gracias a Dios y a todos los que me han recibido y tratado como a una persona, aunque ahora, pasados los años, me gustaría contribuir a cambiar la estructura de la vida clerical, por cariño a la vida, por amor al Evangelio, para atravesar con gozo los nuevos y hermosos, pero difíciles caminos de la vida. Por eso, leyendo día a día los problemas que se airean en la prensa (¡evidentemente con cierta razón!) me gustaría que ella, la iglesia institucional, se trasformara en línea de verdad, aceptando lo que son sus miembros, y en esperanza de evangelio. Quiero que la iglesia, con otros muchos hombres y mujeres no creyentes, abra un camino de humanidad, en esta nueva travesía de la historia que se inicia. Mientras sigo esperando en ello, acabo como empezaba, dando gracias a tantos homosexuales y ahora también a tantos heterosexuales cristianos y clérigos por su servicio difícil, muchas veces menospreciado, al servicio del evangelio. Estamos celebrando una fiesta entrañable, como todas las de María. Es una fiesta a la que podemos sacar mucho más jugo hoy que en ningún momento anterior de la historia. Si no existiera, tendríamos que inventarla. Vamos a intentar profundizar en su significado. El que me siga, intentando comprender, podrá descubrir una increíble riqueza de contenido. Os recuerdo que no escribo para que penséis como yo, sino para que os atreváis a pensar.
Un primer paso sería superar el error de confundir Inmaculada concepción con concepción virginal. La ‘Inmaculada’ hace referencia a la manera en que fue concebida María en el seno de su madre. La concepción ‘virginal’ se refiere a la manera de concebir María a su hijo Jesús. Son dos realidades completamente diferentes, y de muy diversa importancia desde el punto de vista teológico. Hoy tratamos de María totalmente pura desde su concepción. Otra aclaración imprescindible es que ser fiel a los dogmas no es repetirlos como papagayos sin enterarnos del contenido teológico, que siempre está más allá de las palabras. En el caso que nos ocupa, hay que tener en cuenta que, aunque solo ha pasado siglo y medio de la proclamación del dogma, la manera de entender a Dios, al hombre y el pecado (sobre todo el original) ha cambiado drásticamente. Esta distinta perspectiva permite que el sentido teológico del dogma se profundice y se enriquezca. Hoy sabemos que la grandeza del ser humano consiste en manifestar a Dios, no en su poder o en su grandeza, sino en su capacidad de darse, de amar. María es grande por su sencillez, porque acepta ser nada, separada de Dios. María no es una extraterrestre, sino una persona humana exactamente igual que cada uno de nosotros. Lo único extraordinario fue su fidelidad y disponibilidad, su capacidad de entrega. Toda la grandeza de María esta encerrada en una sola palabra: "FIAT". María no puso ningún obstáculo a que lo divino que había en ella se desplegara totalmente; por eso, llegó a la plenitud de lo humano. Debemos alegrarnos de que un ser humano pueda enseñarnos el camino de la plenitud, de lo divino. ¿Cómo fue posible que María alcanzara esa plenitud? Para mí, está aquí el verdadero sentido del dogma. Dentro de cada uno de nosotros, constituyendo el núcleo de nuestro ser, existe una realidad trascendente, que no puede ser contaminada. Lo divino que hay en nosotros, permanecerá siempre puro y limpio. María desplegó esta parte de su ser hasta empapar todo lo que ella era, alma y cuerpo, si queremos hablar así. Lo que celebramos es su plenitud, no un privilegio que consistiría en quitarle una mancha antes de tenerla. Sabemos que Dios no actúa a la manera de las causas segundas. Dios es siempre causa primera. Dios no puede hacer o deshacer, poner o quitar, restar o sumar. Dios es acto puro. Actúa siempre, pero desde el ser, no desde fuera de él. Dios es la causa de que todo ser, mi propio ser, sea lo que es en su esencia. Dios no puede tener privilegios con nadie. Pablo nos acaba de decir que nos ha predestinado, a todos, a ser santos e inmaculados ante Él por el amor. (la Vulgata traduce amomous, por “immaculati”) ¿Hay que romperse la cabeza para traducirlo por “inmaculados”? Cuánto nos cuesta aceptar la evidencia. No caigamos en la trampa de pensar que la elección de Dios es como la nuestra. Nosotros somos limitados y la elección lleva consigo siempre una exclusión. Dios no funciona así. Dios puede elegir a uno sin excluir a nadie, es decir puede elegir a todos con la misma intensidad. Si no entendemos esto, devaluamos a Dios y la fiesta perderá su verdadero sentido, que consiste en descubrir en nosotros lo que hemos descubierto en María. Lo que tiene de original María, lo puso ella, no Dios. Lo que celebramos es su respuesta a Dios. Si consideramos a María como una privilegiada, podemos decir: si yo hubiera tenido los mismos privilegios, hubiera sido igual que ella; y nos quedamos tan anchos. No, tú tienes todo lo que ella tuvo, porque Dios se te ha dado totalmente como a ella. Si no has llegado a lo que ella llegó, es por tu culpa. En todo caso, sigue siendo tu meta. En el fondo, esta fiesta nos hace descubrir en María, lo que hemos descubierto en Jesús, la absoluta presencia de Dios en un ser humano. El único título que Jesús se dio a sí mismo fue “Hijo de hombre”, es decir modelo de hombre, hombre acabado. Claro que cuando decimos que Jesús es el “Hombre” queremos decir “ser humano”, es decir varón y mujer. Pues bien, María es la “Hija de mujer”, es decir la mujer acabada. Lo que de verdad celebramos en esta fiesta es la posibilidad de descubrir en todo ser humano lo divino. Tú, hombre o mujer, descubrirás que eres inmaculado si eres capaz de ir más allá de toda la escoria que envuelve tu verdadero ser. Ese caparazón que confundimos con nuestro ser, es el “ego”. Jesús lo dejó muy claro, no solo cuando nos habla del tesoro escondido, de la perla preciosa, etc. sino cuando nos descubre el valor interior de una prostituta, de un pecador público o de una adúltera. En María, como en Jesús, podemos descubrir que Dios es encarnación. Ya algunos santos dijeron hace mucho tiempo que en María se había dado una “casi encarnación”. Yo me atrevo a quitar el “casi”. Es muy fácil de comprender. En Dios, el obrar y el ser son lo mismo, pertenecen ambos a su esencia. Dios, todo lo que hace, lo es. Si en Jesús descubrimos que Dios se encarnó, podemos decir que Dios es encarnación. Si en la figura de Jesús, esto se nos escapa, porque tendemos a pensar que es un extraterrestre, en María lo podemos descubrir con total transparencia. El núcleo íntimo de María es inmaculado, incontaminado porque es lo que de Dios hay en ella. Es el don de sí mismo que Dios hace a todos. Lo que debemos admirar en María es el haber vivido esa realidad y haber transparentado lo divino a través de todos los poros de su ser humano. María deja pasar la luz que hay en su interior sin disminuirla ni tamizarla. De esta manera, María nos ayuda a descubrir el auténtico Jesús: Dios hecho hombre. Que nadie saque conclusiones apresuradas. No estamos hablando de una auto-salvación. Dios es el que salva al 100 por 100 y además salva siempre. Sin esa salvación, que se manifestó en Jesús, no tendríamos nada que hacer. Pero si Él salva siempre y a todos, que uno la alcance y que otro no alcance la salvación, no depende de Dios, sino de cada uno, porque mi salvación depende también al 100 por 100 de mí mismo. En esta fiesta que estamos celebrando queda meridianamente claro el principio de que Dios no reacciona a las acciones de la criatura, sino que Él es el primero en actuar, y siempre por pura gracia y sin que lo merezcamos. María está llena de gracia desde el principio de su existencia, como todos los seres. Es curioso que el evangelio dice “llena de gracia” y el dogma diga: “preservada de pecado”. Podemos descubrir ahí, el maniqueísmo, que desde S. Agustín, enseña la oreja por todas partes en nuestro cristianismo. Imagina tu “yo”, tu individualidad, como una cáscara, como un caparazón cerrado. Siempre has creído que no eras más que eso. Incluso la religión ha insistido que eras algo vacío, y lo has aceptado. Intenta romper ese cascarón y deslízate dentro de él... No has salido de ti, si no que has entrado hasta tu verdadero ser. No tenías ni idea. No lo conocías. Es el tesoro escondido. Es la perla preciosa. Es mucho más que eso. Es lo que hay de Dios en ti. Es la parte de ti, aún no manchada, que ni tú mismo puedes deteriorar. Ahí, eres inmaculado, eres inmaculada. Todo lo que no es esa realidad, son vestidos, son capisayos, son adornos o suciedad que impiden descubrir lo que cubren. Las tres figuras de la liturgia de Adviento son: Juan Bautista, Isaías y María. El evangelio de hoy nos habla del primero. La importancia de este personaje está acentuada por el hecho de que hacía trescientos años que no aparecía un profeta en Israel. Al narrar Lc la concepción y el nacimiento de Juan, antes de decir casi lo mismo de Jesús, manifiesta lo que este personaje significaba para las primeras comunidades cristianas. Para Lc la idea de precursor es la clave de todo lo que nos dice de él. Se trata de un personaje imprescindible.
Los evangelistas se empeñan en resaltar la superioridad de Jesús sobre Juan. Se advierte una cierta polémica en las primeras comunidades, a la hora de dar importancia a Juan. Para los primeros cristianos no fue fácil aceptar la influencia del Bautista en la trayectoria de Jesús. El hecho de que Jesús acudiese a Juan para ser bautizado, nos manifiesta que Jesús tomó muy en serio la figura de Juan, y que se sintió atraído e impresionado por su mensaje. Juan tuvo una influencia muy grande en la religiosidad de su época. En el momento del bautismo de Jesús, él era ya muy famoso, mientras que a Jesús no le conocía nadie. Es muy importante el comienzo del evangelio de hoy. Estamos en el c. 3, y curiosamente, Lc se olvida de todo lo anterior. Como si dijera: ahora comienza, de verdad, el evangelio, lo anterior era un cuento. Intenta situar en unas coordenadas concretas de tiempo y lugar los acontecimientos para dejar claro que no se saca de la manga los relatos. Hay que notar que el “lugar” no es Roma ni Jerusalén sino el desierto. También se quiere significar que la salvación está dirigida a hombres concretos de carne y hueso, y que esa oferta implica no solo al pueblo judío, sino a todo el orbe conocido: “todos verá la salvación de Dios”. Como buen profeta, Juan descubrió que para hablar de una nueva salvación, nada mejor que recordar el anuncio del gran profeta Isaías. Él anunció una liberación para su pueblo, precisamente cuando estaba más oprimido en el destierro y sin esperanza de futuro. Juan intenta preparar al pueblo para una nueva liberación, predicando un cambio de actitud por parte de Dios pero que dependería de un cambio de actitud en el pueblo. Los evangelios presentan el mensaje de Jesús como muy apartado del de Juan. Juan predica un bautismo de conversión, de metanoya, de penitencia. Habla del juicio inminente de Dios, y de la única manera de escapar de ese juicio, su bautismo. No predica un evangelio - buena noticia- sino la ira de Dios, de la que hay que escapar. No es probable que tuviera conciencia de ser el precursor, tal como lo entendieron los cristianos. Habla de "el que ha de venir" pero se refiere al juez escatológico, en la línea de los antiguos profetas. Jesús por el contrario, predica una “buena noticia”. Dios es Abba, es decir Padre-Madre, que ni amenaza ni condena ni castiga, simplemente hace una oferta de salvación total. Nada negativo debemos temer de Dios. Todo lo que nos viene de Él es positivo. No es el temor, sino el amor lo que tiene que llevarnos hacia Él. Muchas veces me he preguntado, y me sigo preguntando, por qué, después de veinte siglos, nos encontramos más a gusto con la predicación de Juan que con la de Jesús. ¿Será que el Dios de Jesús no lo podemos utilizar para meter miedo y tener así a la gente sometida? La verdad es que la predicación de Jesús coincide en gran medida con el mensaje de Juan. Critica duramente una esperanza basada en la pertenencia a un pueblo o en las promesas hechas a Abrahán, sin que esa pertenencia conlleve compromiso alguno. Para Juan, el recto comportamiento personal es el único medio para escapar al juicio de Dios. Por eso coincide con Jesús en la crítica del ritualismo cultual y de la observancia puramente externa de la Ley. Dios no tiene ni pasado ni futuro; no puede “prometer” nada. Dios es salvación, que se da a todos en cada instante. Algunos hombres (profetas) experimentan esa salvación según las condiciones históricas que les ha tocado vivir y la comunican a los demás como promesa o como realidad. La misma y única salvación de Dios llega a Abrahán, a Moisés, a Isaías, a Juan o a Jesús, pero cada uno la vive y la expresa según la espiritualidad de su tiempo. No encontraremos la salvación que Dios quiere hoy para nosotros si nos limitamos a repetir lo políticamente correcto. Solo desde la experiencia personal podremos descubrir esa salvación. Cuando pretendemos vivir de experiencias ajenas, la fuerza de atracción del placer inmediato acaba por desmontar la programación. En la práctica, es lo que nos sucede a la inmensa mayoría de los humanos. El hedonismo es la pauta: lo más cómodo, lo más fácil, lo que menos cuesta, lo que produce más placer inmediato y es lo que motiva nuestra vida. Más que nunca, nos hace falta una crítica sincera de la escala de valores en la que desarrollamos nuestra existencia. Digo sincera, porque no sirve de nada admitir teóricamente la escala de Jesús y seguir viviendo en el más absoluto hedonismo. Tal vez sea esto el mal de nuestra religión, que se queda en la pura teoría. Apenas encontraremos un cristiano que se sienta salvado. Seguimos esperando una salvación que nos venga de fuera. En la celebración de una nueva Navidad, podemos experimentar cierta esquizofrenia. Lo que queremos celebrar es una salvación que apunta a la superación del hedonismo. Lo que vamos a hacer en realidad es intentar que en nuestra casa no falte de nada. Si no disponemos de los mejores manjares, si no podemos regalar a nuestros seres queridos lo que les apetece, no habrá fiesta. Sin darnos cuenta, caemos en la trampa del consumismo. Si podemos satisfacer nuestras necesidades en el mercado, no necesitamos otra salvación. En las lecturas bíblicas debemos descubrir una experiencia de salvación. No quiere decir que tengamos que esperar para nosotros la misma salvación que ellos anhelaban. La experiencia es siempre intransferible. Si ellos esperaron la salvación que necesitaron en un momento determinado, nosotros tenemos que encontrar la salvación que necesitamos hoy. No esperando que nos venga de fuera, sino descubriendo que está en lo hondo de nuestro ser y tenemos capacidad para sacarla a la superficie. Dios salva siempre. Cristo está viniendo. El ser humano no puede planificar su salvación trazando un camino que le lleve a su plenitud como meta. Solo tanteando, puede conocer lo que es bueno para él. Nadie puede dispensarse de la obligación de seguir buscando. No solo porque lo exige su progreso personal, sino porque es responsable de que los demás progresen. No se trata de imponer a nadie los propios descubrimientos, sino de proponer nuevas metas para todos. Dios viene a nosotros siempre como salvación. Ninguna salvación puede agotar la oferta de Dios. Es importante la referencia a la justicia, que hace por dos veces Baruc y también Pablo, como camino hacia la paz. El concepto que nosotros tenemos de justicia es el romano, que era la restitución, según la ley, de un equilibrio roto. El concepto bíblico de justicia es muy distinto. Se trata de dar a cada uno lo que espera, según el amor. Normalmente, la paz que buscamos es la imposición de nuestros criterios, sea con astucia, sea por la fuerza. Mientras sigan las injusticias, la paz será una quimera inalcanzable. Meditación-contemplación Vivir lo que vivió-experimentó Jesús, ha hecho libres a muchísimas personas. ¿Te está ayudando a ti a alcanzar la libertad total? Ese es el primer objetivo de tu existencia. El segundo es ayudar con tu Vida a liberar a otros. Vivo ahora mismo en Roma, en una comunidad internacional, y cuando se comenta la situación del propio país, desde Italia hasta Japón, pasando por la India, Francia, Estados Unidos, etc., es raro que alguien se muestre muy optimista. Nuestro mundo, el cercano de cada día, y el lejano, ofrece motivos de preocupación y tristeza. Y cuando un católico entra en la iglesia en los domingos de Adviento, la casulla morada del sacerdote parece confirmarle en su pesimismo.
Sin embargo, lo que intentan transmitirnos las lecturas de este domingo es alegría. La del profeta Baruc ordena expresamente a Jerusalén: “quítate tu ropa de duelo y aflicción”. Si el sacerdote que preside la eucaristía quisiese realizar una acción simbólica, al estilo de los antiguos profetas, podría quitarse la casulla morada y cambiarla por una blanca y dorada. También el Salmo habla de alegría: “la lengua se nos llenaba de risas, la lengua de cantares”; “el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. Pablo escribe a los cristianos de Filipos que reza por ellos “con gran alegría”. Y el evangelio recuerda el anuncio de Juan Bautista: “todos verán la salvación de Dios”. Las lecturas de este domingo no justifican que se suprima el Gloria, todo lo contrario. Hay motivos más que suficientes para cantar la gloria de Dios. Primer motivo de alegría: la vuelta de los desterrados La lectura de Baruc recoge ideas frecuentes en otros textos proféticos. Jerusalén, presentada como madre, se halla de luto porque ha perdido a sus hijos: unos marcharon al destierro de Babilonia, otros se dispersaron por Egipto y otros países. Ahora el profeta la invita a cambiar sus vestidos de duelo por otros de gozo, a subir a una altura y contemplar cómo sus hijos vuelven “en carroza real”, “entre fiestas”, guiados por el mismo Dios. ¿Qué impresión produciría esta lectura en los contemporáneos del profeta? Sabemos que a muchos judíos no les ilusionaba la vuelta de los desterrados; había que proporcionarles casas y campos, y eso suponía compartir los pocos bienes que poseían. Otros, mejor situados económicamente, verían ese retorno como punto de partida de un resurgir nacional. Y esto demuestra la enorme actualidad de este texto de Baruc. A primera vista, hoy día Jerusalén es Siria, Iraq, tantos países de África que están perdiendo a sus hijos porque deben desterrarse en busca de seguridad o de trabajo. También nosotros podemos identificarnos con Jerusalén y ver a esos cientos de miles de personas no como una amenaza para nuestra sociedad y nuestra economía, sino como hijos y hermanos a los que se puede acoger y ayudar en su desgracia. Segundo motivo de alegría: la bondad de la comunidad Pablo sentía un afecto especial por la comunidad de Filipos, la primera que fundó en Macedonia. Era la única a la que le aceptaba una ayuda económica. Por eso, en su oración, recuerda con alegría lo mucho que los filipenses le ayudaron a propagar el evangelio. Y les paga rezando por ellos para que se amen cada día más y profundicen en su experiencia cristiana. La actitud de Pablo nos invita a pensar en la bondad de las personas que nos rodean (a las que muchas veces solo sabemos criticar), a rezar por ellas y esforzarnos por amarlas. Tercer motivo de alegría: el anuncio de la salvación A diferencia de los otros evangelistas, Lucas sitúa con exactitud cronológica la actividad de Juan Bautista. No lo hace para presumir de buen historiador, sino porque los libros proféticos del Antiguo Testamento hacen algo parecido con Isaías, Jeremías, Ezequiel, etc. Con esa introducción cronológica tan solemne, y con la fórmula “vino la palabra de Dios sobre Juan”, al lector debe quedarle claro que Juan es un gran profeta, en la línea de los anteriores. El Nuevo Testamento no corta con el Antiguo, lo continúa. En Juan se realiza lo anunciado por Isaías. Juan, igual que los antiguos profetas, invita a la conversión, que tiene dos aspectos: 1) el más importante consiste en volver a Dios, reconociendo que lo hemos abandonado, como el hijo pródigo de la parábola; 2) estrechamente unido a lo anterior está el cambio de forma de vida, que el texto de Isaías expresa con las metáforas del cambio en la naturaleza. Pero, a diferencia de los grandes profetas del pasado, Juan no se limita a hablar, exigiendo la conversión. Lleva a cabo un bautismo que expresa el perdón de los pecados. Se cumple así la promesa formulada por el profeta Ezequiel en nombre de Dios: “Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará”. Las dos conversiones ¿Se podría mandar a una persona como penitencia estar alegre? Parece una contradicción. Sin embargo, las lecturas de este domingo y de todo el Adviento nos obligan a examinarnos sobre nuestra alegría y nuestra tristeza, a ver qué domina en nuestra vida. Es posible que, sin llegar a niveles enfermizos, nos dominen altibajos de cumbres y valles, momentos de euforia y de depresión, porque no recordamos que hay motivos suficientes para vivir con serenidad la salvación de Dios. Al mismo tiempo, las lecturas nos invitan también a convertirnos al prójimo, acogiéndolo, amándolo, rezando por ellos. Este 2º Domingo de Adviento nos sitúa ante el inicio del Capítulo 3 del Evangelio de Lucas. Ya hemos dejado atrás los capítulos de la Infancia cuya intención no era mostrar un rigor biográfico de Jesús sino la historicidad de su persona y su impacto socio-religioso. El personaje central de este texto parece ser Juan. Sin embargo, ya sus palabras enfocan al que será el verdadero protagonista de la trama que se irá desarrollando a lo largo de todo el Evangelio. Sin perder la tradición, Lucas va a desvelar a un Jesús que trasciende la historia, pero en la misma historia a través de sus hechos y dichos.
Comienza el texto con una datación histórica: “…el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio…” que no pretende una precisión del dato concreto sino mostrar a Jesús como un elemento nuevo en la cultura socio-religiosa de Palestina. Aunque no existe acuerdo entre los biblistas, seguimos preguntándonos si podríamos encuadrar a Juan en la colectividad de los esenios. Los esenios formaban una comunidad (¿secta?) en el extrarradio de las ciudades, aunque algunos de ellos se fueron de estos lugares al entrar en conflicto con el Templo y desacuerdos con el sacerdocio. Estos esenios formaron la comunidad de Qumrán en el desierto del Mar Muerto, pues creían ser el último resto del verdadero Israel. Los esenios estaban totalmente convencidos de la proximidad de la llegada del Reino de Dios, que vendría tras la lucha contra el mal, representado por todos aquellos pueblos que rechazaban la Ley de Moisés, principalmente los romanos. El Bautista, claramente, no desentonaría en este grupo pero lo que nos interesa es que intuye la palabra de Dios en el desierto “…Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados…” y fiel a la tradición profética recupera “…lo que está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías…” La figura de Juan aparece como un paso previo a la transformación que traerá Jesús, un anuncio-voz para despertar la necesidad de encontrar una ruta alternativa a lo que ya iba careciendo de sentido en el judaísmo más excéntrico. Es en esta cita de Isaías donde podemos encontrar el origen de un nuevo tiempo anunciado por Juan. Anunciará al Mesías como restaurador del nuevo pueblo de Israel que será transformado en una nueva Humanidad cuyas raíces serán el Reinado de Dios. Juan, retomando a Isaías, nos invita a preparar el camino del Señor, a allanar sus senderos. Está claro que Jesús va a irrumpir en la historia y trae un mensaje que no todos pueden comprender. Pero en nuestro momento Jesús ya está, ya vino y se quedó y lo divino se hizo unidad con lo humano. Este es el profundo sentido de la Encarnación: Dios en la realidad humana para que la humanidad se haga consciente de su profunda identidad. Cuando conectamos con la esencia de lo que somos, las murallas de nuestra mente se convierten en contornos que podemos traspasar, como bien indica el profeta. Se genera un nuevo paisaje existencial por una fuerza, una nueva energía creadora que va transformando todo aquello que parecía imposible. No se están violentando las leyes de la naturaleza, simplemente es el inicio de una nueva percepción de lo que somos. Los valles serán rellenados, los montes y colinas serán rebajados: todo hueco, todo vacío no existe en la experiencia de un Dios que forma parte de nuestra realidad más radical; todo aquello que sobresale, que va haciendo puntiaguda la vida, va perdiendo su aspecto para apreciar una nueva visión que ordena nuestro conocimiento más allá de las fronteras que conocemos. Como consecuencia “lo torcido será enderezado”; se da, pues, el enderezamiento de la persona haciendo pie en ese espacio compartido con lo Divino. En este sendero de conexión con la Fuente, lo escabroso se diluye para mostrar un camino llano porque, muchas veces, lopedregoso de nuestra mente nos va liando hasta que el camino puede llegar a ser intransitable. Revisemos nuestra capacidad de ser desde una nueva interpretación de lo que verdaderamente nos mueve en la vida. Esta nueva percepción impacta claramente en nuestras relaciones humanas, en la visión de la vida, en el compromiso con ese Reinado de Dios, la nueva Humanidad que está llegando permanentemente y que cambia el orden de lo que superficialmente podemos percibir, creer y crear. Termina este texto con un oráculo profético: Y toda carne verá la salvación de Dios. El Adviento no es para “hacer” mucho sino para conectar con otro nivel de conciencia. Es un momento que litúrgicamente recorremos en cuatro semanas; ahora bien, si trascendemos lo temporal, nos invitaría a vivir cada momento conscientes del suelo que nos sostiene en camino hacia la plenitud. “Ver la salvación” es recuperar una nueva mirada hacia la realidad interior y exterior, una oportunidad para experimentar que la Encarnación de lo Divino en lo humano es una acción permanente que vigoriza nuestra capacidad de avanzar en la vida en coherencia y profundidad. Escuchemos la voz que nos anuncia una vida llena de posibilidades y de transformación de aquello que daña nuestro mundo y nuestros pequeños mundos. Enric Benito repite a menudo que “morirse es normal, y que siempre acaba bien”. Lo primero es claro: Borges escribió que “morirse es una costumbre que tiene la gente, como la siesta”. Pero, ¿cómo es eso de que siempre acaba bien?
-Cuando yo intento hacer pedagogía, me enfrento a una sociedad donde el miedo y la ignorancia son tan grandes que me doy permiso para provocar un poco con mi lenguaje. Morir es el proceso más interesante que vamos a hacer en nuestra vida. Son momentos de máxima intensidad vital y antropológica. No estar preparados para morir es una lástima, y tener miedo de la muerte es perder la vida. Muchos vivimos en la periferia de nuestra profundidad, no nos conocemos, y despedirnos de nosotros mismos sin conocernos es muy triste: de ahí vienen el miedo y la incertidumbre. Morirse no es fácil, pero ni es tanto como piensa la gente, ni algo tan ligero como lo pinto yo. Bueno, para empezar, nadie se queda medio muerto; el proceso acaba con la gente bien muerta. Los tiempos cambian y, como dijo un humorista: “antes la gente se moría más joven y a la primera; ahora morimos de mayores y después de varios intentos”. Pero es que, después de mi experiencia a pie de cama con cientos de pacientes en agonía, acercándome con respeto, interés y curiosidad para entender ese proceso, me he llevado muchas sorpresas. Siento, experimento, que todo acaba bien, en una conciencia feliz, tras encontrar lo más íntimo y hondo de nuestro interior. Y he concluido que resistirse no evita el proceso de morir, sino que lo complica. ¿Usted no tiene miedo a la muerte? ¿Qué sentido tienen la vida y la muerte? ¿Cómo las considera? -No tengo miedo a morir. La muerte no es, como algunos dicen, “el final de la vida”. Y lo dicen porque no quieren nombrar a la muerte. Pero la muerte no es más que el espantapájaros que hemos vestido con nuestros miedos. La vida no tiene final. Lo que tiene final es nuestra pequeña biografía. No existe la muerte, existe el proceso de morir. Como el de nacer. Hay un “morimiento”, como hay un nacimiento. Tampoco hay “enfermos terminales”, sino “enfermos culminales” que despiertan a un máximo de conciencia. Tener una confianza de base en la vida es fundamental. Hay motivos para preguntarse y descubrir qué hemos venido a hacer aquí y, luego, ser coherentes. ¿Por qué dice usted además que “morir no duele”? -El hecho de morir no duele; lo que puede doler es la enfermedad social que puede llevar a sufrir. Solemos repetir en cuidados paliativos que “los cuerpos duelen, y las personas sufren”. En el siglo XXI tenemos morfina y metadonas que permiten controlar el dolor. El sufrimiento existencial, las preguntas como ¿por qué me pasa esto ahora?, no se pueden curar con medicamentos. Buscamos pues otras ayudas en el acompañamiento en paliativos, que no existen como servicio específico en la mayoría de los hospitales, aunque puede haber personas formadas para ello. Pero en los hospitales hemos complicado y medicalizado en demasía un proceso que no es médico ni sanitario. En países industrializados, como el nuestro, el 70% de las personas muere en un hospital, el peor lugar para morir. Porque nadie sabe cómo atender bien el proceso de morir, excepto los pocos profesionales de cuidados paliativos. Un indicador de cómo muere la gente en el hospital, es cuántos mueren con el suero o el oxigeno puestos, lo que es una mala praxis clínica: nadie necesita oxigeno ni suero parara morirse. Sucede que los sanitarios que cuidan hacen ver que hacen algo, porque no saben qué hacer. ¿Hay sufrimiento entre los profesionales sanitarios? -Yo sé que todo el personal médico, de enfermería y auxiliar es gente buena y bien intencionada para aliviar el dolor y el sufrimiento ajenos. Pero en mi testamento vital he dejado dispuesto que yo no quiero ir a una Unidad de Cuidados Intensivos. Un día, en un curso con profesionales, dije: “Hay un mantra repetido entre los sanitarios intensivistas: Este enfermo no se muere en mi turno”. Y, después que dije eso, sonó un aplauso atronador. Sí, hay sufrimiento entre los profesionales, precisamente porque saben cómo combatir el dolor, pero no tienen herramientas para dar respuesta al sufrimiento humano. ¿Qué razones llevaron a un médico oncólogo como usted a dedicarse a cuidados paliativos? -Años atrás la realidad no se escondía. El proceso de morir y los velatorios sucedían en las casas. Mi biografía, vital y académica, explica mi trayectoria personal. En los últimos años 50, cuando yo tenía 9 años, vi morir a mi abuelo entre dolores terribles porque entonces no se podía utilizar la morfina;lo que pasé me dejó muy marcado y me prometí que aquello no acabaría así. De joven estudié Medicina, me especialicé en Oncología, investigué y trabajé como clínico durante 23 años. Tuve una honda crisis personal, porque me di cuenta de que lo que hacía era tratar tumores y lo que yo quería era acompañar y ayudar a personas. Entonces pasé a cuidados paliativos y en ello he estado casi 20 años. En 2004 constituimos, dentro de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL) el Grupo de Espiritualidad, y me dedico a la docencia en talleres, compartiendo experiencias con profesionales, y a dar charla. ¿Qué necesitamos las personas al morir? -La muerte es un proceso natural en que la persona necesita intimidad, ser reconocida, no tener dolor, tener un entorno de afecto, seguridad y confianza y ser cuidada integralmente para poder cumplir tres tareas: aceptar lo vivido, conectar con lo querido y entregarse a lo pertenecido, a su fe o sus convicciones hondas. Humanizar el proceso de morir significa reconocer nuestra vulnerabilidad, pero sin olvidar lo que en el fondo somos, nuestra dimensión trascendente. La Sociedad Española de Cuidados Paliativos va formando profesionales para humanizar y acompañar el proceso de morir. ¿En qué cosas insisten? -Se trata de conocer bien, a partir de la experiencia clínica, lo que sucede en ese proceso de morir;y hay que trabajar las actitudes y herramientas que debe tener quien acompaña. Además, para el acompañamiento espiritual, hemos construido un mapa de la arquitectura interior del ser humano y un cuestionario para trabajar las relaciones del enfermo con su interior, con otras personas y cosas, y con la realidad transpersonal y trascendente. Cuando le llega el momento, ¿cuánta gente sabe que se va a morir? -Una de las cosas fundamentales que debemos saber -y eso lo he aprendido y estoy seguro de ello- es que nadie se muere sin saber que se está muriendo. Cuando le sustraes a una persona la información fundamental de lo que tiene que saber, no puedes impedir que se dé cuenta de lo que le está pasando. El proceso de morir es un tiempo precioso para que cada persona haga las paces con su historia, deje las cosas como hay que dejarlas, y hasta pueda elegir la forma y la música de sus propios funerales. Hay personas que cometen otro error peor, no dejar al moribundo marcharse, y quieren retenerlo posesivamente;no, lo correcto es decirle que ha hecho bien las cosas en su vida, que se le quiere y que puede irse tranquilo y satisfecho. Cuando la muerte está cercana, ¿cómo suelen comportarse las personas en ese trance? -El itinerario básico en la cercanía de morir tiene tres etapas muy claras, que hemos podido señalar después de atender a cientos de experiencias y de repasar las tradiciones de sabiduría espiritual. Hay un primer tiempo de caos, miedo, incertidumbre y lucha, de negación de la realidad, de búsqueda de segundas opiniones u otros tratamientos, pero llega un momento en que las resistencias a morir no se sostienen. Aparece una segunda fase en que la persona tiene que hacer una aceptación y entrega a la verdad de lo que le sucede. Y tras ella viene una verdadera sanación, y se alcanza una transcendencia, en el sentido en que la explica Levinas, un “pasar y conocer” y llegar a una conciencia que no se tenía antes. Pero hay que darse cuenta de que eso no ocurre únicamente en el proceso de morir, sino en cualquier crisis existencial a lo largo de la vida. Muchos pacientes hacen un proceso en que se reblandecen sus resistencias a morir y emerge de sí mismos un potencial interno que antes desconocían. Pasan de la lucha a la aceptación y terminan diciendo: “Espero que todo vaya bien”. Algunos pacientes llegan al borde mismo del misterio con contracción, lucha y resistencia, y es en esos casos cuando la situación nos obliga a practicar la sedación y bajar el nivel de conciencia, como si se tratara de un parto en que el bebé se niega a nacer. Cualquier resistencia a un proceso natural, sea el alumbramiento o el proceso de morir, lo complica. ¿Qué es lo que en nosotros se resiste a la hora de morir? -Las sombras, lo que no hemos vivido, las cosas que no tenemos resueltas, las que hemos dejado pendientes. Hay que prever que en cualquier momento nos puede llegar la hora de morir. Hay que vivir despierto, y en paz con nosotros mismos y con los demás, sobre todo con las personas que apreciamos. Quiénes acompañan a otras personas en el proceso de morir, ¿qué actitudes deberían tener? -Ante todo han de entender que morir no es fácil. Y que cada persona hace el proceso cuando puede y como puede. Pero los acompañantes pueden ayudar a facilitarlo. Debe haber unaaceptación incondicional del otro;el acompañante no puede mentirle, ni juzgarle. En la propuesta de acompañamiento espiritual que nuestra comisión ha elaborado, indicamos que el acompañante debe tener tres actitudes: hospitalidad, presencia y compasión. Como dice el sacerdote norteamericano Henry Nowen, en su libro El sanador herido: “Hospitalidad es abrir tu casa para acoger al desvalido o extranjero, sabiendo que tu salvación llega en forma de peregrino cansado”. Pero, para abrir tu casa, tú mismo debes tenerla ordenada, conducirte con una cierta armonía interior, y no tienes que tener miedo a que aquella persona que acoges te ensucie un poco el sofá y te contagie algo de lo suyo. La Presencia es convertirse sin miedo en el espejo del otro: respetar y admirar la dignidad de esa persona. Y el arquetipo de la Compasión, en nuestra tradición, es el Buen Samaritano: para ser compasivo hay que ir despierto, ver al que está malherido en la cuneta, ser sensible a su sufrimiento, hacer lo posible para sacarle de su malestar, y tener confianza en que todo acabará bien. El filosofo Martin Buber dice que “a Dios nadie le ha visto, pero, cuando alguien sufre y otra persona se acerca para acompañarla, hay una presencia entre los dos que los transfigura”. Dice que, para hacer un buen modelo de atención espiritual al enfermo, han construido un Mapa de la Arquitectura Interior del Ser Humano. ¿Dónde nace ese instrumento? -Para hacer ese buen modelo bebimos de varias fuentes: nuestra práctica clínica grupal (yo he trabajado muchos años en una unidad de Cuidados Paliativos con 20 camas donde morían unas 300 personas cada año), la bibliografía médica que se viene publicando en todo el mundo, y todas las tradiciones espirituales de Sabiduría: Los Necrosales, los Libros egipcio y tibetano de los muertos, o el Ars Moriendi de finales de la edad media, inspirado en principios cristianos. Además, algunos de nuestro grupo teníamos una experiencia personal de sufrimiento bastante considerable. Así llegamos a comprender la Espiritualidad como “humanidad en plenitud”. ¿A dónde lleva ese mapa de nuestra arquitectura interior? -Lo que constituye a todo ser humano, sea o no sea creyente, su constitución interna es Conciencia: un dinamismo que le impulsa a un anhelo infinito de plenitud: las búsqueda de la excelencia, de la virtud, de la felicidad. Somos seres en relación, una triple relación, con nosotros mismos (intra), con los demás y lo demás (inter), y con el fundamento que nos sustenta (trans). Todo ello culmina que el proceso de morir, en que cada persona debería hacer tres tareas: La primera (intra) es aceptar la vida vivida con todos sus gozos y sombras y reconocer que todo habrá tenido algún sentido. La segunda (inter) es conectar con lo querido, porque necesitamos perdonar y sentirnos perdonados y reconocidos. Y la tercera entregarse a lo pertenecido, a las creencias y convicciones hondas, y al legado personal de humanidad que uno deja. Parece que siempre quedará presente el misterio del mal, porque hay mucha gente que no muere en su cama. Millones de personas han muerto y mueren de manera injusta y en nuestro mundo, cada día mueren 19.000 niños por causas evitables. -No tengo respuesta para ese asunto. Mi experiencia es atendiendo a pacientes oncológicos y en cuidados paliativos. Solo se me ocurre decir que, cuando uno es pequeño y tiene poco conocimiento de la vida, puede creer que todo es caos y desorden. Pero, cuando llega a tener un conocimiento más elevado, su percepción y experiencia cambia. Cuando alguien se pregunta por la injusticia y sus porqués, es como si un grano de arena del desierto se levantara y quisiera hacerle una auditoria al universo reprochándole que esto está mal montado y hay que cambiarlo. El cosmos entero debe reírse y responder: ¿pero a dónde vas tú, si no has entendido nada? La pregunta del millón -decía Albert Einstein- es si el universo es un lugar acogedor o un lugar amenazante, si es un cosmos o es un caos, si puedes confiar o tienes que desconfiar. No tengo una respuesta, pero me imagino que hay un orden, aunque yo no lo entiendo. Y no hago una apreciación de lo que está mal, porque eso no me toca. Está planteado el debate social sobre la eutanasia. Antropólogos, profesores de ética y teólogos católicos -como Hans Küng en su libro Una muerte feliz- hablan de que la persona puede y debe llegar a ser responsable de su propio proceso de vivir y morir. ¿Cómo lo ve usted? -Hablaré desde donde me corresponde: Soy miembro de honor de la Sociedad de Cuidados Paliativos, que está preocupada porque los cuidados de calidad para acompañar y aliviar el sufrimiento no llegan siquiera a un 45% de todos los españoles. Desde nuestra posición experta, profesional y humana nos parece prioritario legislar sobre la necesidad de extender los cuidados paliativos a todos los ciudadanos. Personalmente no estoy en contra de que se legisle sobre la eutanasia. Pero, en este momento, me parece un postureo político, interesante para algunos pero no prioritario para la comunidad. Lo que urge es formar profesionales, quitar el miedo a la muerte, y acompañar bien.Aun así, encontraremos gente que tiene derecho a reclamar eutanasia, y esas personas tienen que ser escuchadas. Domingo I de Adviento, 2 de diciembre de 2018. Lc 21, 25-28.34-36
En la literatura apocalíptica, los “signos” que se nombran en el texto –movimientos en el sol, la luna y las estrellas; el estruendo del mar y el oleaje; la angustia de la gente, presa del miedo y la ansiedad– hablan del final del “mundo viejo” y de la emergencia de un “mundo nuevo”. Eso hace que se equiparen a los dolores del parto, que anuncian el nacimiento de una nueva vida. En esa situación difícil surge la tentación de recurrir a compensaciones –“vicio, bebida, agobios de la vida…”– capaces de distraernos e incluso aletargarnos durante un tiempo. Pero todos esos “trucos” tienen en común que nos adormecen y, de ese modo, abortan la novedad que pudiera producirse en nosotros. Frente a esa trampa, tan comprensible –los humanos tendemos a huir de todo aquello que nos asusta o simplemente nos descoloca–, la lectura evangélica que se nos propone en el inicio del año litúrgico –tiempo de Adviento– es una llamada a despertar. El “despertar” requiere atención, consciencia, presencia…, y es lo opuesto a rutina, despiste, aturdimiento, confusión… Se trata de actitudes contrapuestas que remiten a dos estados de consciencia: el estado mental, caracterizado por la identificación con la mente y el pensar, en el que terminamos aturdidos, y el estado de presencia, que se sustenta en la atención y trae consigo lucidez y libertad interior. En este segundo se utiliza la mente como una herramienta, pero no se vive en ella, sino en la atención descansada y lúcida que impide la identificación con aquella. El estado mental constituye una especie de “lazo” –por utilizar la imagen evangélica– que atrapa y ahoga. En él terminamos siendo marionetas de nuestra mente, a merced de los movimientos mentales y emocionales que se producen en nosotros. Por el contrario, al poner la atención, tal como se experimenta en la práctica del Silencio contemplativo, se produce un efecto extraordinario: se detiene el tobogán de la mente, se frena la noria de pensamientos y sentimientos porque dejamos de identificarnos con ellos, y nos encontramos en “casa”. No somos el barullo mental y emocional que parecía gobernarnos –“miedo y ansiedad”, dice el texto–, sino la presencia consciente que permanece ecuánime, lúcida y amorosa, en medio de todos los vaivenes. Eso es levantar la cabeza –dejar de ser esclavos– y despertar: es la liberación. El pasado 30 de octubre Aragón TV tuvo el acierto de iniciar una serie sobre “la transición en Aragón” con un primer capítulo dedicado a la transición en la Iglesia. Han pasado más de 40 años y aquella transición de la Iglesia no ha acabado, solamente se ha interrumpido durante dos papados poco renovadores. Pero actualmente parece reiniciarse. En algunos sectores del cristianismo se habla ya de la necesidad de un tercer concilio Vaticano II y una puesta al día de dimensiones muy sustanciales. No es solo el papa Francisco el que está recuperando este espíritu renovador con muchas resistencias y vacilaciones. También más allá de las grandes orientaciones del magisterio eclesial, las perplejidades y las intuiciones de muchas personas que todavía conservan una referencia a Jesús de Nazaret van por otro lado. Y no menos cristiano.
Las Iglesias se van quedando vacías y el cristianismo, no solo la Iglesia católica, va perdiendo presencia en la sociedad y en la cultura actual. Y no hay que buscar las razones tanto en la pérdida de valores, en el ateísmo, o en la competencia de una educación cívica que relega la religión al ámbito de lo privado. Se trata más bien, en la opinión de muchos de estos cristianos en la frontera, de que las tradicionales interpretaciones y formulaciones del evangelio se han quedado desfasadas en la cultura actual. El cristianismo tal como se explica hoy no acaba de responder a los retos de siempre: la necesidad de sentido ante el mal, la muerte y el sacrifico de las víctimas; el anhelo por recuperar el daño infligido o por trascender una existencia limitada; la búsqueda de un fundamento y de una certeza del bien. Ante el reto de las migraciones, de la desigualdad, del nacionalismo, de la secularización creciente, del pluralismo ético y religioso, de la grandiosa y beneficiosa divulgación científica y ante la exigencia de una conciencia y actuación realmente democráticas, especialmente en la consideración de los derechos y del estatus de la mujer, se hace precisa una segunda y más profunda transición en la Iglesia. Una mutación que tiene que sumar la perspectiva liberadora y el clima posmoderno, secular, laico, de nuestra cultura. Ya no somos gente religiosa o revolucionaria. Ya no hay dioses realistas en los cielos o en la política. Es verdad que muchos cristianos están respondiendo a estos retos a través de las organizaciones sociales, las instituciones, los partidos políticos o incluso de las mismas estructuras de la Iglesia: parroquias, Cáritas, colegios, etc. Sin embargo, sus presupuestos creyentes no han cambiado y atraen cada vez menos, envueltos en una sacralidad ostentosa que hoy podría ser más bien hondura de vida y “cualidad humana profunda” (M. Corbi). Y así, de la misma manera que en la transición democrática evolucionamos desde el nacional catolicismo al compromiso de liberación sociopolítica, a una mayor valoración de la vida y de este mundo y a una mejor interpretación del significado de Jesús de Nazaret, también ahora se pide al cristianismo una renovación o metamorfosis que contribuya más ajustadamente a la encrucijada de nuestro tiempo. Se nos pide una vuelta a los valores evangélicos no tanto porque constituyan una identidad religiosa superior sino porque esa identidad no es sino la radicalidad en los valores universales que la comunidad humana va dialogando y concertando (J. Habermas). Valores tales como la solicitud recíproca, la custodia del planeta, la convicción democrática profunda, el ánimo para la vida y la apertura de significados en la cotidianidad. La originalidad del cristianismo no es ser una religión de salvación centrada en el mito o Misterio de la muerte y Resurrección del Hijo de Dios sino la llamada a desbordar las actitudes de proximidad y compasión activa que constituyeron el proyecto original de Jesús antes de ser absorbido por las culturas judaizante y grecoromana de los primeros siglos. Actitudes que animaron la vida completa del Jesús que anduvo en el mar (M. Machado) hasta su muerte violenta. Animo que también se dio y se da en la entrega de tantos otros profetas y personas anónimas. El cristianismo es el movimiento del amor desbordante (P.Ricoeur, J.D. Causse) que se transforma en esperanza, aunque sea incierta. Nada pues de particularismo o exclusivismos, de superioridad, de posesión de la verdad última o de desdoblamientos sobrenaturales. Estas son algunas de las líneas que señalan y fundamentan este cambio anunciado: Una lectura no literal sino metafórica, de los textos llamados sagrados, tanto la Biblia como otros escritos y tradiciones religiosas, espirituales o humanísticas. Solo así es posible una conciliación con la ciencia, el pluralismo religioso y cultural y la cooperación con las instituciones y movimientos de carácter sociopolítico y liberador. Un lectura que orilla definitivamente el dogmatismo y se vuelca más que en la verdad, concepto hoy muy manipulado, en el significado de la vida y en la elevación de la moralidad o libertad. La Biblia más que razón o verdad tiene alma, impulso de vida y fraternidad. (“minimalismo bíblico”, véase J. M. Vigil y servicios Koinonía) La complementariedad entre fe y ciencia basada principalmente en una nueva concepción del conocimiento humano. Una nueva epistemología que no deja de ser empírica pero se muestra más humilde; no habla tanto de verdad cuanto de modelos que poseen poder explicativo; que no da pie a una metafísica dogmática sino incierta (J. Montserrat), alejada de las afirmaciones fuertes y que encuentra su correlato conciliador en el abandono del concepto ingenuo de Revelación religiosa como verdad absoluta dictada por un Ser superior. La nueva epistemología se presenta ahora como un fundamento para el diálogo entre ciencia y fe (L. Sequeiros). La construcción de una praxis supraética que no se centra tanto en el moralismo cuanto en la trascendencia del amor cívico y personal fundado en la autonomía de la buena y bella voluntad. El potencial simbólico de las creencias mueve hacia el compromiso, la curiosidad científica y la honestidad intelectual. Darlo todo a cambio de nada, por la ciencia, por los desfavorecidos, por el planeta, requiere una motivación muy especial; no es una propuesta de la prudencia moral, ni para la actuación ordinaria, mucho menos es una exigencia, o deber coactivo, propia de una religión que se tiene por verdadera o con derecho a obligar, sino una inclinación transcendente de la bella y buena razón que es el mejor regalo que hemos podido recibir no sabemos de quien o incluso de Dios. Somos hijos del amor, don. La confluencia de las religiones y los humanismos (por ej “Islas encendidas”) que, en la acción liberadora, en la contribución a la justicia y al bienestar humano (P. Knitter), es una tarea a caballo de la política institucional, de la crítica antisistema y del cuidado de las personas. Se extiende desde el pequeño óvolo de la viuda hasta las más altas esferas de los organismos internacionales. Los protagonistas del capítulo de TVA citado, ya mayores, y los que no salieron y son muchos más, no han perdido su referencia cristiana pero no pisan la iglesia, del mismo modo que en el origen del cristianismo la sinagoga cayo en desuso para ellos. Estas personas se desenvuelven en el lugar común de la responsabilidad democrática y de la ecología profunda. Los templos son las personas dolientes, los sacramentos los gestos naturales del cuidado y de la acción comunitaria, sus celebraciones no tienen nada de sacrificio pascual o consagración. La mujer es igual al hombre y no hay sacerdotes; la divinidad de Jesús, la Resurrección y otras grandes verdades de la fe son más bien símbolos del horizonte inmenso de dignidad que nutre a todo ser humano. No son hechos históricos o milagrosos (J. S. Spong, R. Lenaers, J. Hick, etc). Estas personas participan de la misma incertidumbre e inseguridad que sus compañeros de viaje liberador. Viven de la confianza que les proporciona ese mar de buen querer, el de siete veces siete, que les llega de la memoria de tantos Jesús de Nazaret. Una perspectiva que los sitúa abiertos al diálogo, sin miedo a la pérdida de identidad y dispuestos a la autocrítica y la escucha permanente. Algunos llaman a este cristianismo la “Internacional de la esperanza” o “de la justicia”,(Jon Sobrino) como nueva metáfora del Reino de Dios, símbolo prioritario del mensaje evangélico junto a la experiencia personal de un “no sé qué” místico, la figura de Padre o el océano inefable del amor. Muy probablemente muchos digan que esto no es el cristianismo y vean aquí una reducción de los valores sobrenaturales. Pero hoy el cristianismo es plural y la sociedad no entiende la alquimia religiosa y el dominio de un etéreo mundo sobrenatural. Las imágenes y cultos sobrenaturales son una expresión superada de los componentes o existenciales de la condición humana. Lo sobrenatural es un existencial o cualidad universal inserta en la naturaleza humana, (K. Rahner, Luc Ferry, R. Kearney y otros) y no necesita añadidos. Su dios no está afuera, muerto por el ateísmo contemporáneo sino enterrado en el buen amor pujando por dar vida. “Una voz grita en el desierto: Abrid una ruta al Señor, aplanadle el camino”.
Esta frase del evangelista Lucas (3,1-6), trayendo a la memoria lo que dijo en su momento el profeta Isaías, continúa teniendo plena vigencia en nuestros días: Dios no puede venir a nuestro mundo de hoy mientras no construyamos unos caminos más llanos y en dirección opuesta a la que están enfocados los nuestros en estos momentos. No puede venir mientras los caminos actuales marquen unas diferencias tan grandes entre ricos y pobres. Mientras unos pocos posean casi la misma riqueza que la mayoría. Porque Dios es fraternidad frente a una humanidad que en vez de comportarse como una familia se comporta como un mercado, ya que mientras unos hermanos derrochan y malgastan, los otros carecen de lo elemental. No puede llegar por caminos que llevan a que la mayor industria en el mundo sea precisamente la armamentista. Porque Dios es paz por encima de todo “Paz a los hombres de Buena voluntad”. Y únicamente seremos hombres y mujeres de Buena Voluntad en la medida que antepongamos la sanidad, la cultura, la comida, el vestido, etc., a todos los medios que solamente provocan violencia. No puede venir por caminos que conducen a religiones, la mayoría de las cuales, acaban convertidas la mayor parte de veces en una costumbre, cuyos creyentes en las mismas cumplen con demasiada frecuencia lo que en ellas se dice o está escrito como una rutina más y sin apenas sentido. Todo ello precisamente, cuando Dios es novedad y vida por encima de todo. ¿De qué sirven tantos metales preciosos como rodean gran parte de nuestra religión católica, tales como templos cargados de oro y plata, anillos, pectorales, báculos de obispos, coronas de vírgenes, custodias para el Santísimo, etc.? No puede entrar a través de caminos que desembocan en corazones cargados de odio o de indiferencia en el mejor de los casos hacia tantas personas que no podemos ver o que no nos importan absolutamente nada. No puede entrar, porque Dios, según dijeron ya los profetas del Antiguo Testamento, es rico en misericordia y grande en amor. No puede venir por caminos que llevan a que el egoísmo y la avaricia se vean insaciables a pesar de que la persona de cerca o de lejos no tenga nada. Mientras tanto, Dios nos recuerda que lo que hagamos a los demás es como si se lo hiciéramos a Él mismo en persona. ¿Acaso creemos que, porque corramos mucho para tenerlo todo nosotros, vamos a conseguir llegar a ser personas verdaderamente felices? No puede venir ni entrar por caminos delante de los cuales se han construido muros físicos insalvables y fronteras infranqueables porque se necesitan todos los requisitos habidos y por haber para poder entrar a un país que acoja a personas que vienen huyendo del hambre, de la guerra y de la persecución por motivos tan diversos. ¿Qué habría sido de aquella familia de Nazaret, con un recién nacido, si el Egipto de hace veinte siglos hubiera actuado de la misma manera que actúan nuestras potencias políticas y económicas del siglo XXI? No puede llegar mientras no evitemos que otros caminos, no de tierra, de cemento o de alquitrán, sino de agua, como es el caso de los mares, se engullan a hombres, mujeres y niños que intentan llegar a la costa de este país o del otro donde esperan y confían encontrar condiciones de vida mínimamente dignas y humanas. Al fin y al cabo, tal y como recita el salmista, “Todo lo que existe, el cosmos, el firmamento, los océanos y los mares, etc. cantan la gloria de Dios”. Dios no puede llegar por medio o través de dogmas y creencias religiosas que casi siempre o muchas veces nos llevan a situarnos en unos espiritualismos, que no en una espiritualidad, alejados del mundo en que vivimos los hombres y mujeres de todos los lugares y tiempos. Dios solamente llegará por los caminos por los que Él se mueve y que no son otros que los del amor, precisamente porque esa es su esencia (“Dios es amor”, tal y como nos recuerda san Juan). Dios tampoco llegará por el camino del culto, cuando éste no es consecuencia de la vida ni tiene como objetivo la misma. Nos lo recuerda Isaías, 29, y Jesús lo volvió a decir recordó en más de una ocasión (Mt 15): “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. En fin: podríamos ir añadiendo más y más. Pero creo que debemos ser cada una y cada uno de nosotros quienes lo hagamos, teniendo muy claro que, seguramente, por los caminos que vamos es imposible que venga Dios, que es lo mismo que decir que venga el amor, la ilusión, la esperanza, la alegría, la felicidad a nuestras vidas y a las vidas de todos los hombres y mujeres, de manera especial de la de los débiles y pobres. |
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